Alma

Alma


XX. Inevitabilidad

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—Lo sé. Lo sé.

Andrew acentuó su sonrisa. Inclinó ligeramente la cabeza, como si quisiese decir algo, pero permaneció callado.

—¿Qué va a pasar, Andrew?

Andrew no respondió.

—Es todo tan confuso…

Tienes que confiar. Hay un plan.

—Lo sé, pero… ¿y si el plan es…?

No pudo acabar la frase. Confiar era algo difícil teniendo presente la imagen de su oficina destruida; lo que tenía en mente, además, resultaba demasiado aterrador como para pronunciarlo siquiera.

—¿Estaremos bien? —preguntó entonces.

Andrew volvió a sonreír, esta vez con indulgencia.

Alma asintió, suspiró largamente y se arrebujó en el mullido y confortable jersey que llevaba puesto.

—¿Te quedarás por aquí o… te vas?

Regreso ya —dijo Andrew—.

Todos estamos regresando.

—¿Tanto van a cambiar las cosas?

Andrew asintió despacio.

—Buen viaje, querido —susurró ella.

Andrew permaneció de pie durante unos segundos, con su sonrisa hermosa y sincera dibujada en los labios. Luego se desvaneció lentamente, perdiendo identidad a ojos vista. Para cuando Alma parpadeó, ya no quedaba nada de él.

La doctora Chambers continuó sentada todavía durante un rato. A la luna aún le faltaban un par de días para estar llena, pero arrojaba una luz preciosa sobre la calle, por lo demás coloreada por las luces de emergencia de las unidades de bomberos locales.

Luego, se puso en pie y se marchó a su casa, paseando, meditabunda y consumida.

7

La noche antes de la publicación de

ALMA, Jow y Pete fueron a visitar a la doctora Chambers a su casa. Habían pasado dos semanas desde que las oficinas de Enfield Terrace volaran por los aires. El informe policial había dictaminado que había provocado la explosión un artefacto casero, zafio y chapucero, fabricado con pocos medios atendiendo a las especificaciones de una página web alojada en aguas internacionales, en concreto en gabarras construidas con contenedores. Sin embargo, no habían encontrado al culpable. El oficial encargado del caso había dicho que, de haber ocurrido tan sólo un año antes, habrían podido destinar más recursos, pero que con todo lo que estaba pasando, sus efectivos estaban demasiado ocupados «apagando fuegos».

—No tienen ni idea del incendio que se avecina —había dicho Alma antes de darse la vuelta y marcharse.

Por petición de ella, no habían vuelto a verse en esas dos semanas, después del entierro de Andrew y los otros empleados. Éste fue bastante emotivo y doloroso, con familiares venidos de Irlanda y del sur de Inglaterra que lloraron la pérdida desconsolados. La prensa y los medios de comunicación apenas habían recogido el incidente. Pasaban demasiadas cosas a diario como para que pudieran detenerse en un suceso aislado. A los dos días de la tragedia, las excavadoras limpiaban los restos del gabinete espiritista mientras algunos vecinos miraban entretenidos desde la carretera, y eso fue prácticamente todo. Alma no pudo evitar sentirse culpable. Demasiado bien sabía que esa bomba, construida en alguna cocina sucia y cochambrosa donde a buen seguro coexistía un tablero de ouija, había estado destinada a ella y solamente a ella.

—Debe de haber algo que podamos hacer —dijo Jow, frotándose las manos enfundadas en unos guantes de lana. Hacía frío, pero desde hacía unas semanas hacía frío en todas partes. Más que nunca. Alma ya ni siquiera se esforzaba por encender el pequeño calefactor que había colocado a sus pies.

—Me temo que no, querida —contestó ésta.

—Mi periódico publicará el artículo mañana —dijo Pete con rapidez—. Mi editor ha recortado mucha de la información que queríamos incluir, pero… el tono general de alarma y advertencia sobre el libro continúa ahí.

Alma sonrió ligeramente.

—Gracias, Pete, querido. Puede que ese artículo salve algunas vidas.

Jow se incorporó del sofá, visiblemente furiosa.

—¡Es de locos! —exclamó.

—Es… lo que tiene que ser —respondió Alma con suavidad. Parecía abatida y anciana, escurrida en su batín de estar por casa, con el pelo lacio cayendo a ambos lados de la cara.

—Pete y yo fuimos a las oficinas de Nostromo —dijo Jow entonces.

—¿Sí? —exclamó Alma, ahora con renovada curiosidad.

—Intentamos hablar con el editor responsable —añadió.

Alma esperó, con una ceja levantada.

—No nos hicieron ni caso —murmuró Jow.

—Bueno, es normal, querida.

—Fue interesante, sin embargo —dijo Pete—. A juzgar por la reacción de todo el mundo, creo que saben más de lo que dicen sobre la relación entre el libro de Balmori y lo que está pasando.

—Estaban bastante crispados —añadió Jow—. Cuando les dijimos de qué se trataba, todo eran negativas.

—Puedo entenderlo —dijo Alma.

Se miraron sin decir nada durante unos instantes. Por fin, Jow volvió al sofá y se sentó junto a Alma. Ella vio su expresión de franca desesperación en el rostro y le dedicó una sonrisa forzada. Era lo mejor que podía conseguir, dadas las circunstancias.

El teléfono empezó a sonar.

Alma cerró los ojos y sus labios, finos y delgados, se curvaron en una mueca de desesperación.

Pete y Jow se miraron, preocupados.

El teléfono sonó por tercera vez.

—¿No lo… coges? —preguntó Jow.

—No —respondió Alma.

Jow pestañeó, haciendo verdaderos esfuerzos por comprender. De pronto, tuvo una sensación tan fuerte como desagradable, y comprendió. Comprendió de qué se trataba. Aun así, alargó el brazo, cogió el auricular, y lo pegó a su oreja. Alma hizo un ademán de protesta, pero se rindió casi en el acto.

Una voz harto desagradable y soez empezó a chillarle al otro lado de la línea.

—PUTA, PUTA ASQUEROSA, PÚDRETE ZORRA DEL…

Jow dio un respingo y colgó el auricular.

La voz… esa voz grave y preñada de ecos terribles, la había dejado helada. Soltó todo el aire de sus pulmones y éste formó una pequeña nube de vaho que se quedó suspendida en el aire un par de segundos.

—Jesús —murmuró.

—Mañana llamaré a la compañía —dijo la doctora, encogiéndose de hombros—. Daré de baja la línea. Al menos quiero estar tranquila lo que quede de tiempo.

Jow sintió un pequeño escozor en sus ojos claros. Odiaba ver a Alma tan abatida.

Permanecieron así unos momentos más, sumidos en pensamientos tan lúgubres como inevitables.

—Alma… —susurró Jow al fin—. ¿Qué va a pasar?

Alma suspiró largamente.

—No lo sé —respondió balbuceante. La doctora parecía confusa y hablaba ahora con un tono de voz lánguido y decaído—. No tengo ni idea. Llegué a pensar que todo lo que estaba pasando era por un bien mayor, pero luego… luego cambié de opinión. Creo que algo interfirió con mi capacidad para distinguir las cosas… Ahora no lo sé. Sólo sé que todo lo que ha ocurrido era y es inevitable. Pensar que hubo otras opciones… me resultaría demasiado duro de asimilar. Estaría eternamente en duda, el miedo me bloquearía. No sé lo que ocurrirá, sólo hay una verdad universal a la que me puedo agarrar por el momento: que lo que ocurre es lo único que debe ser.

—Eso suena a conformismo derrotista —exclamó Pete, a caballo entre la rabia y la desesperación.

Jow, a pesar de que odiaba admitirlo, estuvo de acuerdo. Alma había dicho que el miedo la bloquearía, pero por lo que ella podía sentir, ya estaba bloqueada. No reconocía gran cosa en la mujer que tenía delante, carente del viejo entusiasmo por el té caliente y el chocolate frío, la mujer que siempre elegía salir a pasear por las mañanas a pesar de las bajas temperaturas, tan perjudiciales para su salud. A Jow la angustiaba contemplar a alguien que era una sombra pálida de la mujer que había llegado a conocer, admirar y amar, y eso la entristecía tanto como la preocupaba. Le resultaba doloroso verla en ese estado, y desde luego podía reconocer las telarañas del miedo a su alrededor, impidiéndola ver, comprender, aceptar y avanzar. Pero no dijo nada.

—Hay cosas que… —dijo Alma, deteniéndose un momento para pasarse la mano por la frente, como si le costara trabajo pensar—. Hay cosas que se nos escapan porque no estamos preparados para entenderlo. Supongo que por eso está pasando todo. Es el insufrible, eterno e inconmensurable ego humano. Creemos que estamos capacitados para entenderlo todo, porque somos el

summum de la Creación, la cúspide de la pirámide evolutiva, los señores de todo, hechos a imagen de Dios. —Rio entre dientes—. Pero no es verdad. Un conejo encerrado en una jaula conoce su espacio, pero no sabe que alrededor de ella hay una habitación, una calle, una ciudad, un país, un planeta, una galaxia, un universo; si le pones una zanahoria, sabrá de qué se trata y tratará de comérsela, pero no puedes hablarle de aeronáutica porque, por muchas palabras que uses, por mucho que pintes diagramas y esquemas sencillos, ni su cerebro ni su Yo esencial están preparados para comprender nada de eso. No se puede. Es imposible. Con las personas pasa lo mismo.

Pete asintió.

—Nunca lo había pensado así —dijo.

—Claro que no. Porque desbordamos ego. El ego, es sin duda, un gran maestro, pero puede ser nuestro peor enemigo, sobre todo si le hacemos caso. Si hacemos caso a sus miedos. Desconocer las argucias de nuestro ego es un resquicio terrible por el que se colarán ellos, los Descarnados, porque nadie ha prestado atención a nada relacionado con todo este asunto: la ouija, Elvenbane, y todo lo demás. Si el agujero que detectamos hubiera emitido energías medibles por nuestros aparatos científicos, y no por un puñado de gente trastornada que habla de energías espirituales, fantasmas y todo lo demás, no habríamos llegado a nada de esto.

—Eso es cierto… —susurró Jow, algo molesta. Entendía la línea general del discurso, pero algo no terminaba de encajar en el marco general de las cosas. Algo… Algo se les estaba escapando, y su potente intuición chillaba y pataleaba como un bebé hambriento.

—Estamos tan centrados en las pruebas, cariño… —continuó diciendo Alma, que ahora por fin parecía otra vez ser aquella mujer lúcida y valiente que Jow había conocido—. Nos llenamos la boca con esa palabra, «ciencia»… que usada por alguien con una actitud poco científica resulta hasta peligrosa. ¡Todo es ciencia! Pero nos negamos a aceptar que intentamos medir y certificar cosas que no son medibles, no con la tecnología que tenemos. Nos negamos a entender que pueden existir más puntos de vista aparte del nuestro. Seguimos viendo la Tierra plana. Decimos que la Tierra es redonda porque fuimos capaces de salir de nuestra perspectiva. Y a la vez sigue siendo plana, porque desde nuestro punto de vista físico lo es. Los dos puntos de vista son correctos, pero no tenemos en cuenta que hay otras perspectivas, otras realidades, otras formas de existencia conviviendo con nosotros, aquí y ahora, y que para ellos posiblemente no haya Tierra. —Se arropó con la manta, como si de repente el frío se hubiera acentuado—. Que lo único cierto sobre nosotros es que cada ser humano tiene poder absoluto sobre su persona, su carácter, sus acciones y pensamientos, pero la gente vive creyendo que tiene poder sobre todo lo que lo rodea, que puede comprar lealtades, casas y personas, pero que no puede controlar cómo se siente o cómo lo hacen sentir.

—Les da miedo enfrentarse a ellos mismos —opinó Jow.

—Ahí está la verdadera puerta por dónde ellos se colarán —siguió diciendo Alma—. El ser humano prefiere ser títere de alguien ajeno a tener que enfrentarse a las decisiones y las consecuencias de vivir una vida.

Dejaron que el silencio acompañara al frío de la habitación. La información llegaba cuando debía, desde luego, pero las conclusiones a las que había llegado Alma en esos momentos eran difíciles de digerir.

—Por eso —siguió diciendo Alma, empleando ahora un tono de voz más bajo— Alan no pudo publicar su artículo. Necesitaba los datos tangibles de Virgilio, algo que la gente pueda comprender y digerir. Datos, cifras, estadísticas en un cuadro de Excel. Nada de todo lo demás. Sin eso no había artículo. Sin artículo…

—Sin artículo no hay advertencia. —Jow abrió mucho los ojos—. Nos están dando el poder a nosotros. Nos dan el poder de elegir. ¿Por qué?

—No lo sé —suspiró Alma.

Pete no podía dejar de mirarse las manos.

—Entonces… no hay nada que hacer —dijo al fin—. Si todo sucede como debe…

—Nada que hacer más que esperar —dijo Alma—. Esperaremos a que la gente lea el libro. Algunos querrán jugar con los conceptos que incluye, y entonces… bueno, ya veremos qué pasa.

Se quedaron callados de nuevo, y continuaron así durante un buen rato. En realidad, se mantuvieron juntos hasta tarde, sin decir gran cosa pero juntos, por el placer y el consuelo de la compañía: Jow y Pete en el mismo sofá, con las manos entrelazadas, y Alma en su butaca, pensativa. Al menos parecía pensativa. Lo cierto era que había llegado a la extenuación mental. Estaba agotada, y por el momento, se contentaba con ver discurrir el tiempo.

Sólo quedaba eso: esperar.

8

Esa noche, Alma, que dormitaba en el sofá vestida todavía con ropa de calle y su viejo batín de estar por casa, tuvo uno de sus sueños especiales. Supo que lo era incluso estando dormida, lo cual era una especie de traición a la norma ancestral de despertarse en el momento en el que uno se da cuenta de que está soñando.

Soñó otra vez con Giles de Rais, el maniaco perverso que luchó junto a Juana de Arco y se sentaba sobre sus víctimas semidescuartizadas, disfrutando de una manera atroz de su dolor y su sufrimiento; soñó con gente vestida con traje en una oficina de operaciones bursátiles que vendían acciones de mierda a confiados inversores de a pie que a menudo invertían sus ahorros miserables con la ilusión de prosperar en la vida; soñó con los nazis reunidos en la villa de Gross Wannsee (Heydrich, Stuckart, y muchos otros) decidiendo el destino final de millones de judíos; soñó con niños que le arrancaban la piel sangrante a un pobre chucho sólo por diversión, con el hombre que veía anuncios de niños muriendo de enfermedades comunes y de inanición mientras devoraba una pizza quince veces más calórica que lo que ellos comerían en toda una semana, indiferente, y soñó con todas las otras escenas que ya vio una vez, hacía ahora una eternidad, cuando se concentró en buscar la verdad sobre lo que estaba pasando.

Esta vez, sin embargo, veía más cosas en cada escena.

Junto a todas aquellas personas, estaban las sombras.

Las sombras, los Descarnados, manchas terribles de una oscuridad primigenia que se movía como una gota de vino vertida en un vaso de agua, frotándose contra las mejillas de los hombres ignorantes de lo que ocurría, deleitándose y absorbiendo los efluvios de las energías oscuras que sus corazones negros e indolentes bombeaban con cada latido. Susurrando. Las sombras junto a los niños que hacían sufrir al animal sólo por el placer de ver su dolor terrible y lacerante, retorciéndose ante su disfrute como serpientes recién nacidas en un nido de cría; las sombras junto al oído de Heydrich, adulándolo y susurrando mientras se tomaban decisiones que afectarían no sólo a millones de víctimas, sino a sus familias, a sus conocidos, a la gente que se enteraría del genocidio tras acabar la guerra y sentirían una punzada de asco y horror por la capacidad del hombre de provocar dolor, generando una espantosa cadena de miedo, repulsión y sufrimiento. Las sombras. Los Descarnados. En todas partes, invisibles pero omnipresentes, desde los siglos de los siglos.

Se despertó llorando cuando aún era noche cerrada, y cuando el amanecer se abrió paso afligidamente entre las penumbras, la encontró llorando todavía.

9

Pete estaba mirando por la ventana de la casa en la que había vivido cuando era niño. Siempre lo había fascinado aquella casa. Era grande, laberíntica y algo oscura, pero había sido su parque de juegos en todos esos años de infancia en los que se explora y reconoce cada pequeño rincón, y no había recodo, mancha de humedad en el papel pintado o grieta en el suelo que no hubiera sido su centro de atención durante todos aquellos años. Cada vez que soñaba con un hogar, era esa casa, y no otra.

La ventana estaba ubicada en la cocina, y daba a un patio estrecho y lúgubre donde los vecinos colgaban, en ocasiones, la ropa húmeda y preñada del olor penetrante a detergente y suavizante. Se agarraba con los dedos a la reja que su madre había instalado hacía tiempo, en principio para evitar que los gatos se cayesen, pero en realidad era para acallar sus propios temores: todos en la familia sabían que ningún gato se tiraría desde una altura semejante. Miraba… Sólo miraba, sin pretensiones, sin preocupaciones, disfrutando del sencillo olor que traía la brisa del atardecer; hasta que, de pronto, se encontró mirando a Carol, que había aparecido desde algún punto situado a su derecha y caminaba alejándose de él.

Había dos cosas que estaban mal: una era que Carol parecía desproporcionadamente grande; la otra, que flotaba en mitad del patio andando distraída por el aire.

Pete, sin embargo, no pensó en nada de eso. Se puso muy contento y empezó a llamarla.

—¡Carol! ¡Carol, CAROL!

Ella se dio la vuelta y lo reconoció enseguida. Sonrió, poniendo los ojos en blanco y meneando alegremente la cabeza, y ese gesto parecía decir: «¡Ah! Ahí estás». Luego se acercó a él. Estaba guapísima, con el pelo suelto y largo como en su mejor época, y un hermoso pañuelo anudado al cuello.

Pete se emocionó vivamente.

Sssssh. Tranquilo, cariño —dijo ella.

—Carol…

Tranquilo.

Pete asintió, embelesado por sus facciones dulces. ¡Era tan… tan hermosa! Había olvidado cuánto. Mucho. Muchísimo. Hasta parecía resplandeciente, radiante y más joven, rodeada de un halo casi luminoso. Más joven, sin duda, como en los años dulces en los que compartían ese enamoramiento inicial y mágico que hacía que cualquier acto cotidiano se colmase de magia.

—Carol…

Pete… Ahora estás bien. Ya te tocaba.

Pete asintió.

—Sí. Creo que estoy bien.

Carol sonrió otra vez. Era una sonrisa contagiosa, imposible de ignorar. Pete se encontró respondiendo al gesto con la misma intensidad, pero al mismo tiempo no podía evitar pensar en el motivo real de que estuviera bien. Era Jow, por supuesto.

Carol pareció captar su línea de pensamientos: inclinó la cabeza y soltó una pequeña carcajada.

Oh, Pete. Sé que has estado preocupado.

—Sí…

No lo hagas —dijo—.

Está bien. Es lo que tiene que ser, desde el principio. Es una mujer preciosa, Pete, y muy vieja. Mucho. Te enseñará muchas cosas… Vas a crecer tanto… No es la primera vez que estáis juntos. Ella ha sido muchas veces tu destino, sólo que esta vez habéis tenido menos tiempo.

Pete asintió.

—Pero yo te quiero…

Claro que sí, idiota —respondió ella con un divertido movimiento de cabeza—.

Si eres incapaz de sentir otra cosa. Me alegra que te hayas reencontrado.

—¿Carol? —la llamó Pete. Empezaba a parecerle que se alejaba, y esa sensación estaba conduciéndolo por senderos de inquietud que ni siquiera creía posible. Se acercó a la reja tanto como pudo, implorante—. ¡Carol!

El amor te salva, cada una de las veces. Así ha sido muchas veces antes, y será todavía muchas veces más. Ahora también.

—Carol —sollozó Pete—. ¿Qué quieres decir?

El amor, cariño. Recuerda cuánto amor tienes. Y úsalo.

—¿Carol?

Se iba, se desvanecía, confundiéndose con el blanco pálido de la pared del patio. De repente, ya no estaba. Pete extendió la mano como si quisiera retenerla, pero ésta chocó con la reja de los gatos, oxidada por las inclemencias del tiempo y el devenir de los días, y no pudo impedir que su rastro desapareciese por completo.

Cerró los ojos y unas lágrimas saladas corrieron a resbalar por sus mejillas. Cuando volvió a abrirlos, estaba otra vez en su habitación, su vieja habitación de matrimonio, todavía, a veces… demasiado solitaria y fría.

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0

Unas semanas después de la publicación de

ALMA, el libro se había convertido en un bestseller histórico, sin precedentes. Todo el continente americano, Inglaterra, Alemania, Francia, Italia y Australia contaban con sus propias traducciones, y el dinero entraba a espuertas en el Grupo Nostromo. Cormick, como responsable máximo de operaciones, se compró un coche nuevo de alta gama, estaba negociando la compra inminente de una villa de lujo en el extrarradio de Londres y empezaba a invertir a lo grande. Una tarde, cuando se detuvo a echar gasolina en una estación de servicio en las afueras de Leeds, un hombre se puso a su espalda, le arrancó el dispensador de las manos y lo orientó hacia él. Cormick chilló de pura sorpresa mientras la gasolina mojaba su carísimo traje de mil setecientas libras. Iba a protestar cuando el hombre sacó un mechero Zippo del bolsillo, lo encendió, y lo arrojó contra él. Cormick dio varias vueltas sobre sí mismo aullando de dolor. Luego avanzó varios pasos hacia la carretera y cayó de rodillas al suelo. Cuando su cabeza chocó contra el asfalto ya estaba muerto.

Los ingresos provenían, esta vez, de los libros. En su totalidad. No hubo explotación comercial que licenciar; el tema de los demonios y las posesiones era demasiado delicado como para que un grupo de empresas como Nostromo se viera involucrado en algo así. Había… implicaciones teológicas y sociales que resultaban demasiado escabrosas incluso para la gran promesa de una nada desdeñable cantidad de pasta.

Los primeros en huir fueron los pájaros. Se alejaban de las ciudades formando grandes bandadas con rumbo desconocido. A veces, sobre todo cerca de los parques más grandes, había tantos en el aire que ocultaban parcialmente el sol. Los hombres, consumidos en sus quehaceres diarios, caminando cabizbajos mientras miraban el asfalto de las interminables calles y carreteras de las grandes megalópolis, no prestaron demasiada atención aparte de la ocasional mirada de curiosidad. Pero olvidaban poco después.

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