Alma

Alma


XXVI. Amor

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V

I

AMOR

1

—Pero ¿cómo? —preguntó Alfred.

En el compartimento había gente. Su gente, la gente del chat. Seis rostros sonrientes, la mayoría aún jóvenes, liberados de preocupación, que se entregaban a una tarea que podía ser muy bien la última que desempeñasen. Y que, a pesar de ello, sonreían.

Las noticias que los medios divulgaban no eran muy halagüeñas, de todos modos. La situación parecía agravarse por momentos, cada vez en lugares más dispares. Había brotes de Marea Negra por todas partes, y uno solo de esos brotes era suficiente para provocar un reguero de muerte sin parangón. Nada parecía poder contenerlos, nadie sabía cómo contrarrestarlos o enfrentarse a ellos. Era como intentar eliminar el humo de un incendio con una cuchara. Allí donde no se producía el fenómeno las cosas tampoco iban mejor. El mundo se había convertido en un caótico escenario medieval en su época más oscura. Alfred supuso que para toda aquella gente tanto daba esperar la muerte en alguna parte que afrontarla allí mismo con un pequeño resquicio de esperanza.

—Nos fueron parando al llegar al cruce que lleva aquí desde la autopista —explicó uno de los hombres—. No dejaban pasar a nadie. Te metían en un camión y apartaban el vehículo a un lado.

—Entonces… algo saben —exclamó Alfred.

—Es lo que hemos pensado.

—Deben de estar trabajando en ello. Investigando.

—Espero que no se les ocurra algo estúpido como… tirar una bomba en Elvenbane —exclamó alguien.

Luego, empezaron a hacer preguntas sobre la nota de prensa y todo lo que se escondía detrás: el conocimiento que destilaba su exigua y contundente declaración, lo que subsistía tras las palabras. Alfred se lo contó todo o casi todo, empezando por quién era Alma Chambers y su visión sobre el engranaje esencial de las cosas. Su narración cautivó a todos los presentes. Muchos habían leído bastante sobre el tema, y la mayoría había dedicado tiempo a la introspección personal, a la búsqueda interior de una conciencia alejada del ego de la mente, y coincidían con las cosas que decía de Alma. Una chica empezó a llorar a mitad de la narración, pero lo hizo con una sonrisa.

Eso les llevó un tiempo. Para cuando hubo terminado, el camión se había acercado tanto a Elvenbane que los edificios, ahora deslucidos y frágiles en apariencia, eran perfectamente visibles. El conductor detuvo el motor y se asomó al remolque.

—Hemos llegado, Alfred —dijo cuando apareció tras la lona.

Hubo un instante de silencio, pero después todos se apresuraron a bajar del remolque para echar un vistazo.

Estaban en mitad de una explanada a poca distancia del pueblo; la misma donde la gente había acampado muy poco antes. Era como si un viento huracanado hubiera arrancado las tiendas de campaña de sus sujeciones y esparcido todo para formar pequeños montones de basura donde despuntaban toallas, colchonetas, cajas, trastos, sillas y mil otros enseres, conformando una alfombra multicolor que resultaba, por la ausencia de gente, totalmente desalentadora.

Durante unos instantes, nadie dijo nada.

—Impresiona —admitió Alfred, procurando respirar despacio—. Pero hay algo bueno.

—El qué —preguntó una chica a su lado.

—La Marea Negra —dijo señalando el cielo gris sobre los edificios—. No está.

Era cierto. En las imágenes que habían visto en las noticias, la Marea Negra se mostraba siempre arremolinada sobre el pueblo, como el epicentro de un tornado terrible que oscurecía toda la escena. Pero ahora las nubes grises y descoloridas se veían limpias, casi brillantes, dejando filtrar ligeramente la luz de un sol que brillaba detrás, como una promesa de futuro, de esperanza.

La escena, aunque estaban ateridos de frío, los hizo respirar y hasta sonreír.

—Entonces… ¿empezamos aquí? —preguntó alguien.

—Aquí no —dijo Alfred, sacando su móvil y trasteando en él—. La doctora Chambers me mostró la ubicación exacta del… agujero. Internet no funciona en los móviles, pero metí una captura del mapa.

Levantó la mano para que todos pudieran verlo.

—¿Quieres que vayamos allí? —preguntó Vondur.

Alfred asintió.

—Creo que allí es donde debemos hacerlo —dijo.

—En el ojo del huracán —apuntó alguien.

Alfred volvió a asentir, con el semblante serio, y hubo unos momentos de silencio en los que cada uno trataba de reunir el valor y la decisión en sí mismo. Unos segundos más tarde, sin embargo, estaban comparando el mapa con lo que veían alrededor. Averiguaron primero dónde estaban y trazaron desde allí una ruta hacia el agujero que describía un paseo entre los árboles, al este del pueblo.

No tener que cruzarlo les pareció, en cualquier caso, un alivio, pero se equivocaban.

2

El bosque estaba silencioso y sembrado de cadáveres.

No hacía demasiado que esos cuerpos habían caído allí, pero la pestilencia era insoportable, como si hubieran estado pudriéndose al sol durante semanas. Olía a descomposición, a enfermedad, a muerte… y casi todo el mundo se vio obligado a esconder la nariz debajo de la camiseta o recurrir a un pañuelo para cubrirse la parte inferior de la cara. Caminar por allí tampoco fue sencillo; había tantos cadáveres… tantos, y había tanto silencio…

Muchos se daban cuenta ahora, por primera vez, de a lo que se enfrentaban en realidad. La visión espantosa de aquellos restos mortales convertidos en un puré cenagoso donde flotaban ojos, cabellos y trozos de huesos reblandecidos era de una presión psicológica tan insoportable que en ocasiones alguien se derrumbaba y rompía a llorar. En ocasiones, tenían que ayudarse unos a otros para dar un solo paso más. A veces, alguien resbalaba y sentía un pavor primigenio ante la posibilidad de caer sobre aquel pringue.

Y nadie se daba cuenta, aún, pero la cercanía del agujero jugaba poderosamente con sus ánimos. Éstos se tambaleaban con un vaivén insoportable, saltando de un punto a otro en la escala de estados anímicos. A veces era desesperanza, a veces incertidumbre, luego miedo, miedo… miedo, luego terror… para recaer en una honda tristeza o una rabia insoportable que les hacía rechinar los dientes. Luego, otra vez desánimo. Nadie estaba preparado para ello como lo hubieran estado Jow o Alma. Sus rostros mostraban expresiones de repugnancia a medida que pisaban los charcos que no hacía mucho habían sido personas.

Roy, que habituaba a dirigir las sesiones de limpieza y alineación de las Líneas Ley, se acercó a Alfred mientras caminaban entre los árboles, con aire preocupado.

—Alfred… —susurró—. ¿Te das cuenta de lo que hay aquí?

—¿Los cadáveres? —preguntó Alfred en voz baja.

—No —exclamó, tocándose el pecho con el puño cerrado y los ojos abiertos de par en par—. Aquí. En este lugar.

Alfred ladeó un poco la cabeza, como si quisiera aguzar el oído.

—Lo sé. Es… es algo, ¿verdad?

Roy asintió.

—Es algo, sin duda. Algo que te entra dentro —dijo—. Al principio creí que era por… toda esta masacre, pero creo que me estoy volviendo loco.

—Estaba pensando lo mismo. Es un calidoscopio de… sensaciones…

Roy movió la cabeza de nuevo, pasándose una mano temblorosa por la nariz. Estaba mirando la alfombra de desechos, una especie de vómito diluido en trazas de sangre que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Lo peor era quizá la visión del calzado y la ropa, apelmazados entre los restos, acusadores vestigios de que toda aquella plasta había sido gente. ¿Cuántos habían muerto allí, en realidad? ¿Eran aquéllos los restos de los que se habían congregado en Elvenbane? ¿Ése había sido su destino final? ¿Para eso habían sido congregados por alguna extraña confabulación inter… dimensional?

—¿Qué les ha podido pasar? —preguntó al cabo—. Es… horrible… No son como los cadáveres que hemos visto en las noticias… Están… derretidos… como grasa… humana.

—A lo mejor… es por la cercanía de la fuente —susurró Alfred—. A lo mejor aquí, esas cosas son más fuertes.

Roy permaneció callado unos instantes.

—No lo vamos a conseguir.

Alfred lo sabía. Sabía que la alineación de las Líneas Ley se conseguía en estadios de relajación mental, de mantener un ánimo y una actitud ante la vida positiva, de generar amor, por uno mismo y hacia las cosas, hacia la vida. Un estado de gratitud, de mirar la luz del sol y sentirse pletórico de energía, de extender las manos hacia tu compañero y regalarle parte de ti, como en cualquier acto íntimo de contacto físico. Amor. Sólo amor.

Estaban muy lejos de todo eso.

Demasiado.

Meneó la cabeza con desánimo.

—No lo sé —contestó—. Sólo podemos llegar allí e improvisar sobre la marcha.

—No lo conseguiremos —exclamó Roy con amargura, luego apretó los dientes y los puños y, con voz ronca, repitió—: No lo conseguiremos.

3

Había una mujer delante del helicóptero, o mejor dicho, entre éste y la sombra.

No hacía nada, sólo estaba de pie, con el pelo revuelto y moviéndose en todas direcciones por efecto de las aspas; la ropa, algo holgada, rizándose en un mar de ondulaciones histéricas. Pero conseguía, a pesar de todo, mantenerse erguida, con los pies juntos y ambas manos recogidas sobre el vientre, como una recatada señorita de principios del siglo XX.

Hylke se quedó mirando, como hipnotizado. Ni siquiera podía verle la cara porque estaba de espaldas a él, como enfrentada a la sombra. A su alrededor, casi todo el mundo había caído al suelo o se mantenía agachado, presa del pánico.

Hylke comprendió que no era una mujer normal.

Destilaba algo. Algo que le hacía tener la mirada fija en ella.

4

Alma miraba la sombra, y la sombra la miraba a ella.

Estaba acordándose de John. Su John.

Lo había dejado marchar, sí, amándolo tanto como lo había amado porque era lo que él quería, lo que lo hacía feliz. Lo hizo sin reproches, sin presionarlo, sin enturbiar su felicidad con su sensación de abandono y su tristeza, porque aunque el dolor la envió a los infiernos para enfrentarse a su soledad, también la obligó a mirar al rostro de la gran pregunta: ¿Lo amaba, o por el contrario sólo quería que le quisiese? ¿Lo amaba a él, o amaba la sensación de ser querida? ¿Era amor o era apego, necesidad, dependencia?

No necesitó mucho tiempo para conocer la respuesta: lo amaba, sí. Aunque aún se levantaba por las mañanas con la esperanza de que John apareciera por algún lado, lo que más deseaba en el mundo era que fuese feliz, cualquiera que fuera su decisión, con ella o sin ella. Aún lo amaba, porque el amor no desaparece ni se marchita, no se mitiga ni flaquea: sólo el burdo sucedáneo de la dependencia emocional y afectiva lo hace.

Ahora se daba cuenta de que la ausencia de John la había ayudado a enfocar todo ese amor, primero hacia ella misma, y luego hacia muchas de las cosas que hacía. Como el programa Virgilio, o los artículos que escribía sin remuneración en muchas revistas y páginas web de introspección espiritual; o los casos que atendía sin cobrar por sus servicios. O las charlas sobre la conciencia del ser y la iniciación al mundo espiritual del que formamos parte intrínseca. Eso era amor: actos que persiguen un bien común sin esperar nada a cambio, amor puro, incondicional, el mismo tipo de amor del que se compone el universo. Ese amor, ahora se daba cuenta, había nacido de lo que sentía por John y de lo que había llegado a sentir por ella misma cuando decidió dejarlo marchar. John se lo había regalado. Lo había aprendido, vaciado de las capas superfluas y extrañas que muchas veces lo disfrazan.

Allí, plantada en mitad de la calle, Alma miraba a la sombra. En su corazón brillaba la luz de toda esa comprensión rotunda e inequívoca, y la emitía como un faro proyecta un haz en el horizonte, barriendo las tinieblas de la noche.

La sombra permanecía inmóvil.

Alma la miró ahora como lo que era: un vacío, un agujero hacia la nada, una ausencia de las cosas primarias y esenciales que nos definen como seres de luz.

«Están llenos de pena».

Pena, sí. Ausencias. Vacío.

Recordó al hombre que comía pizza, molesto porque le pasaban imágenes de africanos hambrientos y recordó lo que significaba: ausencia de amor.

Oh. Ella tenía amor. Tenía amor bastante como para llenar toda esa nada.

Cerró los ojos y… sintió.

AG… PUTA —dijo el Descarnado en su mente.

5

Jow divisó a Alma, erguida y esbelta como una Galadriel considerando que habían llegado los días de ir a los Puertos Grises, parada en mitad de la calle. Era como si nada de lo que ocurría la afectara, ajena a la tristeza y el malestar que pendía de las fachadas y se tejía entre los corazones de la gente y las sombras de cada esquina; su expresión era de serenidad absoluta, de confianza cierta, de ser y estar. Y sonreía. Con sutileza, pero sonreía.

—Alma… —susurró.

La había encontrado; estaba allí, probando lo que fuese que se le hubiese ocurrido probar, midiéndose de una manera íntima con el monstruo. No podía ni quería imaginar la suerte de energías invisibles que debían de estar circulando entre los dos, algún tipo de comunicación mental, una batalla entre almas, lo que fuera. No lo sabía. Pero sí sabía que ésta podía consumirla en cualquier momento, y esa visión, la de su cuerpo succionado y convertido en pulpa de un tono azulado, era algo a lo que no quería enfrentarse. No estaba preparada para nada de eso, y entrecerró los ojos, llena de un miedo inesperado y terrible.

La sombra titiló, como si fuese un holograma proyectado sobre la calle que estuviese perdiendo la conexión: estaba ahí, al segundo siguiente desaparecía y luego regresaba como si nada hubiese pasado. Pero algo estaba ocurriendo; y si bien no podía verlo con claridad, sí podía sentirlo. Los hilachos de oscuridad se sacudían, estremecidos, el agujero cambiaba de tamaño expandiéndose y contrayéndose como las válvulas de un corazón desbocado, y los bordes ondulantes se convulsionaban como si fuesen un carrusel infantil que alguien, de repente, hubiese conectado a la corriente eléctrica.

Se mantuvo quieta, sin atreverse siquiera a respirar.

Pete le apretó la mano.

Alma había empezado a andar. Se acercaba con paso lento a la sombra, que comenzaba ahora a contraerse sobre sí misma, retorciéndose. Era una entidad demasiado abstracta como para que ni Jow ni nadie pudiera atribuirle debilidades humanas, pero a juzgar por sus contoneos, parecía aquejada de un dolor exquisito, insoportable y creciente.

Entonces se expandió, creció alrededor de Alma como la boca de un lobo que fuese a cerrarse sobre su presa, y se quedó prendida en el aire, un manto negro y denso sobre una mujer menuda cuyo pelo se sacudía como colérico.

Alma titubeó.

Jow esperó lo peor, pero no podía cerrar los ojos.

No sabía si correr hacia ella o darse la vuelta. Estaba consumida por el terror.

6

Algo iba mal.

La sombra tenía demasiado poder. Demasiado.

Por un momento había creído que podría… que sería suficiente, que lo que sentía y sabía podría socavar aquella formidable ausencia de sensaciones, aquel grito ahogado convertido en unas fauces de oscuridad, pero…

Pero no.

«John», pensó.

JOHN JOOOHN. JOHN ESTÁ CON NOSOTROS.

El miedo empezó a crecer en su interior, minando, desgarrando, extinguiendo toda su luz interior.

Cerró los ojos.

PUTA. ENTROMETIDA. DE. MIERDA.

Dio un paso atrás, y como respondiendo a su acción, la sombra se lanzó a por ella.

7

Jow percibió lo que ocurría.

Entonces el dolor se apoderó de ella, ávido, veloz, y la mordió en el corazón. Una sola dentellada, pero tan cruel, que se sintió desfallecer.

«Alma…».

«Todo pasa por alguna razón», era lo que decía ella siempre. Le había dicho tantas cosas… pero ¿eso? ¿Era así como tenía que acabar todo? Mientras pensaba en ello, innumerables imágenes de todos los momentos que habían compartido acudieron prestas a su memoria, centelleando como partículas de polvo iridiscente flotando ingrávidas en una habitación soleada, llenas de una melancolía inesperada.

Y la amó.

Ni siquiera cerró los ojos.

La miró, y la amó.

8

«Va a pasar —pensó Hylke, horrorizado—. Va a matarla».

Su bisabuelo era judío polaco, y durante la segunda guerra mundial fue uno de los únicos que se negaron a que los alemanes nazis, cuando llegó el momento, los ejecutaran sentados. Se quedó de pie, rodeado de gente que lloraba y se abrazaba, esperando a que llegara su turno, con los brazos cruzados y una expresión ceñuda en su rostro. Dos jóvenes soldados trataron entonces de sentarlo a la fuerza; la razón era que la sangre salía despedida y manchaba demasiado el camino que luego habría que cubrir con serrín, pero ni siquiera entonces se doblegó. Lo golpearon en la espalda, en la cabeza, los riñones y las piernas, pero él siguió de pie, soportando el dolor atroz, inflexible. Era su manera de ser él, aún libre a pesar de las circunstancias, aún altivo y orgulloso de su condición de judío. Tuvieron que partirle las rodillas con las porras para que cayera al suelo, donde, finalmente, una bala le atravesó el cerebro privándolo de la vida.

Hylke no sabía quién era Alma ni lo que, en realidad, estaba intentando, pero miraba fascinado su porte altivo y su manera de enfrentarse a la situación, valiente, libre para decidir cuándo y cómo morir. Le recordó a su bisabuelo, y a su manera, la miró con todo el amor que pudo generar en aquel instante terrible.

9

Alma había cerrado los ojos en ese último momento, cuando la amenaza ancestral se cernió sobre ella. Sentía otra vez miedo, sí, y el miedo había ahuyentado su concentración y el caudal cálido que había generado en su interior. Se había llevado lo que sabía del amor y lo que significaba, lo había anulado. La doctora Chambers se había vaciado por completo, volviéndose frágil y vulnerable.

Sintió que todo estaba perdido y se preparó.

De pronto… Calidez.

Algo estaba cambiando. En la oscuridad de sus párpados cerrados, algo nuevo estaba apareciendo, brillante, luminoso, aún débil pero cierto. Venía de alrededor, de…

«Jow», pensó.

Había olvidado a Jow, pero ahora, de repente, el recuerdo se había abierto paso en su corazón.

Pensó en ella, y también en Pete, y en el amor que se tenían: bonito, sencillo, una semilla pequeña pero potente, simple en su estado prematuro, todavía delicado pero sin contaminar por la convivencia, el paso del tiempo y el exceso de conocimiento el uno del otro. Luego pensó en Andrew, a quien también había amado a su manera, y en muchos de sus compañeros de investigación. Pensó en gente que había conocido a lo largo de su vida, gente por la que había hecho cosas y que habían hecho cosas por ella. Becky. Helen. Patrick. Jow. Elbereth Perland, Sarah y Moe, aquel tonto de Dan Shannon o el viejo Simmons. Aquel chico de la discoteca, Eddie… La farmacéutica de pelo canoso que siempre le sonreía cuando compraba sus fármacos. Su madre. Su padre. Y todas las almas errantes a las que había ayudado durante sus sesiones en el gabinete, la gente a la que había ayudado en todos sus años de carrera. De nuevo, se reforzó en ellos… y por ellos.

Y por último, pensó en todas las cosas que la habían llevado hasta ellos, en todas las cosas que habían propiciado que pudiera haber llegado hasta esas personas, a las almas perdidas que sufrían, a los asistentes a los seminarios… Cosas no siempre buenas, cosas que la habían hecho sufrir, que parecían, en su momento, una dura prueba a la que enfrentarse cuando lloraba desconsolada en su cuarto porque veía y oía cosas, cuando se desmayaba porque le entraba un trance, cuando sus compañeros de clase se burlaban de ella y la señalaban con el dedo. Una vida difícil y confusa que la había llevado, finalmente, a repartir sus experiencias y conocimiento a un montón de gente, tamizadas por el dolor y generando un poso delicado pero cierto: amor.

De eso iba todo.

Y cuando comprendió todo eso y agradeció, inesperadamente, todos los padecimientos y las lágrimas vertidas, la sombra se retorció.

PUUUUUUU… TAAAAAAA

Y conformó una onda luminosa que explotó en su interior como los fuegos artificiales de una feria de verano, desterró el miedo de su mente y la duda de su corazón, y le dieron ganas de sonreír.

Y eso hizo.

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0

Justo cuando Jow pensaba que iba a asistir al insoportable espectáculo de ver a Alma reducida a un pellejo sin vida, la sombra reverberó, parpadeó, y se contrajo sobre sí misma. Luego se quedó inmóvil, como congelada, y se dividió en una miríada de trozos oscuros, como jirones de humo esparcidos por un vehículo que lo cruza a gran velocidad, hasta desaparecer lentamente en el aire.

Y eso fue todo.

Alma permaneció de pie, rodeada de la mirada atónita de la gente y el estruendo del motor del helicóptero. Ni siquiera estaba cansada, sino todo lo contrario. De repente se sentía bien, y sonreía mucho. Mucho.

Alguien corría hacia ella.

Parpadeó, atónita.

Era Jow.

Casi la derriba en su carrera. Chocó contra ella y la apretó contra su pecho en un abrazo tan desproporcionado que Alma creyó que iba a romperle las costillas.

—Alma…

—Querida —respondió ella. Pensó en decir algo ocurrente sobre el trabajo o una subida de sueldo, pero luego recordó que Enfield Terrace había saltado por los aires y se calló, dejando que Jow la abrazara sin más. Le llevó unos segundos. Luego se miraron.

—Estás…

—Estoy de una pieza, cielo —respondió Alma—. ¿Qué haces aquí, cómo me has encontrado?

Jow compuso una sonrisa radiante.

—Te busqué, claro.

Volvieron a abrazarse brevemente, llenas de una alegría íntima y dulce, hasta que Jow volvió a separarse con una pregunta.

—¿Qué ha pasado? ¿Realmente has…?

—Sí.

—Lo has… destruido.

Alma se encogió de hombros.

—Creo que me he convertido en el típico británico de cuarenta y picos años que viaja a destinos como Ibiza, querida.

Jow parpadeó, confundida.

—¿Qué?

—Sí. Obsesionado por llenar agujeros.

Jow tardó unos instantes en comprender, pero cuando lo hizo, soltó una carcajada burbujeante y alegre como una cascada. Sólo entonces la gente que estaba alrededor de ellas, como si hubieran comprendido lo que acababa de ocurrir o se hubieran contagiado de la felicidad de Jow, empezaron a aplaudir.

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