Alma

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XXVII. El desastre de Elvenbane

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EL DESASTRE DE ELVENBANE

1

Casi todo el mundo caminaba despacio, agotados y vencidos, arrastrando los pies de tal manera que producían un sonido acuoso y desagradable; tanto, que los llenaba de desasosiego y abatimiento. Al fin y al cabo, ninguno podía ignorar el hecho de que pisaban restos de cadáveres.

Las sensaciones que los habían estado confundiendo y atormentando durante el periplo por el bosque también eran ahora peores, más intensas, acentuadas, cambiantes. Ni siquiera caminaban ya juntos; había quien se había alejado varias decenas de metros y marchaba paralelo al sendero, y alguno se había alejado tanto que apenas era una figura grisácea entre la bruma. Roy estaba tan apesadumbrado y encorvado que parecía a punto de rozar el suelo con las manos, y esa sensación se acentuaba por la mochila que llevaba a la espalda, donde había guardado las herramientas que pensaban usar para la curación de la Línea Ley. Alfred, mirándolo desde las tinieblas de su desánimo, se preguntaba qué había pasado desde que estuvieron en el camión para que las cosas hubieran cambiado tanto, y la respuesta le vino de inmediato: era, por supuesto, la Línea Ley infectada. Estaban demasiado cerca del agujero y los efectos eran devastadores.

Roy tenía razón. No lo conseguirían. De ninguna de las maneras.

«Llegaremos allí y nos mataremos entre nosotros, si alguien no se suicida primero», pensó.

Miró alrededor, tan frustrado como furioso. Las expresiones en las caras de la Comunidad del Agujero lo decían todo. Había desolación, rabia, desconfianza, tristeza, y también expresiones muertas, desgarradamente desnudas, desprovistas de toda esperanza. Había pesimismo, había negatividad.

Se detuvo, estiró los brazos como si quisiera despegarse de una telaraña invisible, y lanzó un grito al aire viciado del bosque.

Los otros se detuvieron, mirándolo con ojos atónitos.

—¿Al? —preguntó Roy—. ¿Estás bien?

—No —ladró Alfred—. No lo estoy. Ninguno lo estamos.

Se miraron unos a otros.

—Lo sabéis —añadió—. Nadie ha dicho nada, pero puedo oír vuestro runrún mental desde aquí. ¡Estáis hechos un asco!

Roy asintió.

—¿Qué nos pasa? —siguió diciendo Alfred—. ¿Por qué… dejamos que esto nos afecte así? ¿Por qué nadie ha dicho nada? ¿Tanto miedo tenemos de desnudar nuestros sentimientos?

—Tienes razón… —dijo una chica que cubría su cabello rubio y lacio con un gorro de lana.

—Si no estamos juntos, ¿cómo vamos a hacer lo que hemos venido a hacer?

—Sí… —asintió Roy—. Es cierto.

Alfred paseó la mirada de uno a otro, deteniéndose unos segundos con cada uno. Las reacciones eran diferentes: algunos agachaban la cabeza, pero otros la mantenían erguida, asentían con un pequeño y sutil movimiento o se quedaban inmóviles como estatuas. Incluso en esos casos en los que no parecía haber ninguna respuesta, Alfred podía sentir el deshielo en sus corazones, reaccionando lentamente a sus palabras, llegando de alguna manera a ellos. Un murmullo apagado empezó a extenderse entre el grupo.

—Venid. Acercaos. Quiero un abrazo grupal. Vamos a apoyarnos unos en otros y a recuperar lo que éramos cuando llegamos aquí… gente con cosas buenas dentro… gente que quiere…

De pronto, alguien, en la distancia, lanzó un grito. Se volvieron para mirar, agazapándose como si hubieran oído un disparo. Se trataba de uno de los miembros del grupo. Se había separado tanto que era apenas una mancha en la distancia, pero ahora caía al suelo y se levantaba en el aire como si alguien tirara de sus piernas. En mitad del tirón, describió una voltereta inverosímil y cayó en las garras de una mancha oscura que parecía salir de los mismos árboles. Su cuerpo no resistió: pareció derretirse como si estuviera hecho de jabón y cayó al suelo deslizándose.

La chica del gorro lanzó un grito, y alguien exclamó algo que nadie pudo entender.

La sombra empezó a avanzar hacia ellos, extendiendo tentáculos de oscuridad con los que se agarraba a los troncos, como una araña terrible y delgada.

Fue Roy quien reaccionó primero.

—¡CORRED!

La mayoría empezó a correr, espoleados por un terror súbito e inesperado que los empujaba a huir tan lejos de allí como fuera posible. Casi todos corrieron en la dirección correcta, pero algunos emprendieron el camino de vuelta por donde habían venido. Nadie se detuvo a mirar qué pasaba con los demás. El chapoteo de sus pisadas en las babas humanas se mezclaba con los jadeos entrecortados.

Mientras corrían, oyeron otro ruido, como el de unas maletas cayendo sobre otras, seguido de un alarido extraño, gutural, como el ronquido de un animal. Todos comprendieron lo que acababa de ocurrir y apretaron el paso, presos de la histeria. Lo único que les cabía en la mente era correr correr correr más deprisa, más rápido, más lejos.

La chica del gorro corría en último lugar. No era demasiado buena en ese tipo de situaciones, y además el terror la paralizaba. Resbaló y cayó de bruces entre los restos. Cuando se irguió a duras penas, con la cara llena de moco gelatinoso, estaba tan impresionada y bloqueada que no pudo ni avisar a sus compañeros. La sombra le pasó por encima, recorriendo su cuerpo desde las piernas hasta la cabeza. Si Alma hubiera estado allí, habría visto cómo su esencia vital era literalmente arrancada de la carne y proyectada hacia adelante, donde permaneció ingrávida y brillante hasta que un latigazo de oscuridad la rompió en pequeños círculos de luz que no tardaron en esfumarse. El cuerpo se deshizo como una especie de fuente de yogur.

—¡CORREEEEED!

Alfred buscaba escapatorias entre los árboles, pero todo se le antojaba igual. Ellos no habían tenido tanta suerte como Alma o Colin. El sendero, que ya era vago entonces, había quedado sepultado por los restos mortales, así que corrían a ciegas, sin saber si se acercaban o alejaban de su destino. Y el pecho empezaba a arderle, castigado por la falta de aire y el esfuerzo. Un cráneo parcialmente derretido pareció mirarlo pasar desde la derecha, sonriendo burlonamente.

A su espalda, los ruidos y los gritos se sucedían con demasiada rapidez. Estaban cayendo todos, uno tras otro.

Alfred corrió. Corrió más. Corrió durante toda una eternidad. El costado le dolía, las rodillas parecían a punto de desgarrarse, pero siguió corriendo. Roy pasó a su lado y lo superó, a pesar del peso extra de su mochila, raudo como una centella; movía los brazos como si fuese un autómata pasado de revoluciones, echando rápidos vistazos hacia atrás. La visión casi hubiera resultado hilarante de no haber sido por las circunstancias.

Después de un rato, Alfred perdió la noción del tiempo. Le parecía que había estado corriendo durante horas enteras, aunque la realidad hablase más bien de minutos. Roy, unos metros delante de él, acababa de darse la vuelta y detenerse, dando pequeños pasos hacia atrás. La boca abierta le hacía parecer un pez que busca oxígeno fuera del agua.

Pasó a su lado y el otro lo detuvo con un brazo. Alfred se frenó, aunque siguió corriendo todavía unos metros. Era la primera vez que miraba a su espalda, pero cuando lo hizo le sorprendió ver la diáfana extensión del bosque salpicada solamente por los troncos de los árboles, silenciosos e impasibles. No había rastro de la sombra, ni de nadie.

Quiso decir algo, pero de pronto un acceso de vómito lo hizo doblarse en dos. Permaneció así, apoyado en las rodillas, jadeando descontroladamente y dando grandes bocanadas.

Miró otra vez sin incorporarse. Ahora había algo que iba hacia ellos, avanzando desde la bruma. Eran dos personas, apoyadas la una en la otra.

—Dios —exclamó Roy—. Queda alguien…

—¿Qué…? —preguntó Alfred, pero no consiguió añadir nada más. Una nueva arcada le hizo agachar la cabeza. Cuando se miró las piernas, descubrió que tenía manchas por todo el pantalón, hasta la cintura. «Manchas de gente», pensó. Y vomitó de nuevo.

—Se… Se ha ido… —susurró Roy, mirando alrededor.

—¿Qué…?

—Esa cosa… Se ha ido…

Los dos supervivientes llegaron hasta ellos: un hombre joven y una mujer vestida con ropa deportiva. Alfred no los conocía, pero habían asistido a algunas sesiones con Roy.

—¿Estáis bien? —preguntó éste.

—Joder… —dijo el hombre.

Alfred consiguió incorporarse. El corazón parecía a punto de salírsele por la boca, pero la respiración empezaba a normalizarse un poco. Ahora se daba cuenta de que estaba mareado, y le costaba mantenerse recto sin oscilar hacia los lados, pero… pero estaba allí, estaban allí…

—¿Dónde están… los demás? —preguntó de repente.

El chico se encogió de hombros.

—Había una chica que venía detrás de nosotros hace un rato, pero…

—Dios —susurró Roy.

—¿Penny? ¿Era Penny? —preguntó Alfred.

—No sé quién es Penny, lo siento —dijo el joven.

—¿Y Vondur? ¿Lo conocéis?

Ambos negaron con la cabeza.

—Vinimos con Ralph. Ralph… cayó a nuestra espalda hace un buen rato. Salió despedido contra uno de los troncos, como si…

La mujer se echó a llorar y él la abrazó.

—Dios —repitió Roy.

—Tiene que haber alguien más —dijo Alfred con esfuerzo. Tenía la boca repentinamente seca y rasposa; el regusto a vómito estaba dándole náuseas de nuevo—. Nos hemos dispersado… Tiene que haber…

Miraron inquietos en la distancia, pero no apareció nadie más.

—Es imposible —susurró Alfred.

—Oh, tío… —lloriqueó el hombre.

Roy le puso una mano en el hombro. Su expresión era tensa.

—Lo sé.

—Esa… cosa…

Roy asintió.

—Lo sé.

—Tenemos que volver a por ellos —exclamó Alfred de pronto.

—No, Al —se negó Roy, enérgico—. Ésa no es buena idea.

—¡Pero salimos corriendo en direcciones opuestas! —exclamó Alfred elevando la voz—. ¡Puede que haya alguien por el bosque todavía!

Roy se acercó a él, mirando nervioso alrededor.

—No grites, tío, ¿vale?

Alfred lo miraba como si hablara en otro idioma.

—No grites —repitió susurrando—. No es buena idea, tío. Si pudiéramos… ayudarlos, si tuviéramos una manera de hacer frente a esas cosas… ¡te diría que sí! Pero no podemos, tío. Si volvemos, nos pondremos en peligro otra vez…

—Pero…

—¿Sabes lo que tenemos que hacer? —propuso Roy—: Encontrar el dichoso agujero. Encontrar el agujero y…

—Míranos —dijo Alfred, ahora con lágrimas asomando a sus ojos claros—. Somos muy pocos, Roy. Nos han… diezmado antes de venir.

—Somos cuatro… Aún podemos intentar algo.

—Sabes que no… —exclamó Alfred—. Sabes que no.

—¿Y qué quieres hacer, entonces?

El joven, aún abrazado a la mujer con ropa deportiva, carraspeó brevemente.

—Nosotros… vamos a… buscar la salida… —dijo.

—¿En serio? —preguntó Roy.

—Sí. Esto es…

—Pero…

—Yo voy a buscar a los demás —exclamó Alfred.

Roy suspiró. Se miró las manos, impotente, y maldijo en voz baja.

—¿No os dais cuenta? —dijo—. Somos… quizá… la última esperanza del mundo… Tenemos algo que hacer, hemos venido a hacerlo, todo el mundo quería hacerlo…

El hombre joven balbuceó algo.

—Nosotros…

La mujer rompió a llorar.

—No podemos rendirnos —se apresuró a decir Roy en tono suplicante.

—Lo siento —dijo el joven—. Lo siento.

—Es este lugar… Produce… esta sensación de derrota, este desánimo… esta tristeza. ¿No lo veis? ¡Venga, tenéis que afrontarlo!

Pero no añadieron nada más. Se dieron la vuelta y empezaron a caminar, lentamente, hacia algún lugar a su izquierda, un punto intermedio entre la dirección que venían siguiendo y hacia donde se suponía que se dirigían originalmente.

Alfred, con los ojos anegados en lágrimas, miró al bosque. Era un extraño paisaje, casi mágico, con tintes sobrenaturales, como una estampa en blanco y negro. Pensó fugazmente que, en otras circunstancias, y sin la triste inmundicia que cubría el suelo, era un lugar del que hubiera disfrutado. Pero en las ramas de los árboles colgaba ropa embadurnada en baba, como si, al ser atrapados por las sombras, éstas hubieran salido volando en cualquier dirección. Con la bruma y el aspecto descolorido del lugar, parecían espectros henchidos de amargura.

—Alfred, ¿podemos por lo menos ir con ellos? —preguntó Roy en voz baja—. Si vas a buscar a los demás y nos hemos desperdigado, ¿qué más te da? Podrían estar en cualquier dirección.

Alfred pensó durante unos instantes. Luego, asintió brevemente.

—De acuerdo —asintió, y luego, con un hilo de voz, repitió—: De acuerdo.

2

El bosque era eterno, y los cadáveres vivían en él.

Habían andado durante tanto tiempo que no podían decir cuánto. Nadie se había preocupado siquiera en mirar la hora, sólo se concentraban en dar un paso tras otro, uno cada vez. Cada paso, una victoria. Cada vez que sus zapatillas se hundían en una maraña de ropa, cabello y trozos de hueso, apretaban los dientes y se esforzaban por tirar de la otra pierna, y el sonido les producía náuseas. Pero continuaban.

Y aunque hablaban poco o nada, seguían juntos, porque tampoco habían encontrado a nadie, ni habían llegado a ninguna parte. Cuando lo hacían solía ser para decirse que, en cualquier momento, saldrían de allí; que los restos terminarían alguna vez, que llegarían a un prado, o a un camino, o a una carretera, y que sería pronto. Se decían, sobre todo para sus adentros, que cada paso podía ser el último, que podían, de repente, pisar suelo firme. Y esa sensación los apremiaba.

Pero eso no ocurrió.

En lugar de ello, Roy, que iba en primer lugar, encontró que el camino descendía abruptamente justo delante de él. Levantó la vista y encontró la quebrada, con los restos de la casa Taggar a la vista.

Roy se quedó tan impresionado que no pudo articular palabra.

La casa Taggar se había convertido en un espectáculo fantástico y surrealista, una estructura negra tan maltrecha que parecía a punto de desmoronarse. Mirándola, ni siquiera se entendía que pudiera sustentarse por sí misma, entre otras cosas, porque no lo hacía. Los tablones de los laterales se habían desprendido en su mayoría, pero seguían allí, prácticamente en sus posiciones habituales, flotando ingrávidos en el aire, superpuestos unos a otros, girados en varias direcciones, creando una suerte de escudo puntiagudo. A través de los huecos que dejaban se filtraba una luz de un azul intenso, casi iridiscente, rodeada por un confuso montón de maderas y cascotes. El tejado se había venido abajo en su totalidad, sobre todo por la parte central. De allí brotaba una luminosidad inquietante que parecía alcanzar a las mismas nubes, dotándolas de un halo espectral amenazante por sus claroscuros. Alrededor flotaban tejas y trozos de ladrillo, pequeños despojos que parecían gravitar alrededor de la casa, como atrapados en una órbita.

Roy no estaba preparado para esa visión. Había oído, leído y hasta visto cosas, pero aquella deformación imposible de la misma realidad superaba cualquier cosa que hubiera podido concebir.

Se dejó caer al suelo y se quedó sentado sobre los restos húmedos que se esparcían por allí, sobre las piedras, los arbustos ralos, manchando los troncos de los árboles, cayendo en cascada por la quebrada, chorreante como un limo aborrecible.

—Dios mío —dijo Alfred a su espalda. Acababa de descubrir lo que Roy estaba mirando y estaba tan sobrecogido como impresionado. Apenas comprendía lo que veía. Ni siquiera pensó que habían llegado al agujero; su cerebro trataba simplemente de aceptar la imagen, de integrarla con lo que sabía de la realidad de las cosas. El hombre y la mujer vestida con ropa deportiva se les unieron un momento después, y los cuatro se quedaron mirando, incapaces de pronunciar palabra.

Alfred se agachó junto a Roy.

—Es… el agujero —susurró.

Roy asintió despacio.

—Tiene que serlo —dijo.

—Dios mío.

Mirando las tablas y los pequeños trozos de roca flotando por todas partes, Alfred se acordó de Alma. Allí había fuerzas en acción que escapaban ampliamente de su conocimiento o capacidades, y pensó que quizá habría sido importante que estuviera allí, a su lado, porque ella se manejaba mejor con ese tipo de sucesos. Las cosas que él sabía eran meramente teóricas, expresadas por gente que tenía sensaciones íntimas y que parecían funcionar, al menos la mayor parte de las veces; casi nunca con efectos visibles o palpables. Allí, en cambio, la realidad cimbreaba, destrozaba las leyes físicas y las desparramaba ante la vista.

Alfred miró hacia atrás y vio a la pareja, todavía cogidos de la mano. Su expresión era de auténtico terror. Estaban mentalizados para salir de allí, no para encontrarse con un espectáculo tan extravagante que hacía que les zumbaran los oídos.

Roy asintió, con los ojos brillantes.

—No creo que haga falta acercarse más —dijo—. Podemos hacerlo aquí.

—¿Hacer qué? —preguntó Alfred.

—¡El ritual de alineamiento!

—¿Cómo?

Roy iba a decir algo cuando, de pronto, algo golpeó la cabeza de Alfred. El sobresalto fue mayúsculo, y tuvo que lanzar una mano hacia atrás para apoyarse y no caer. Meter la mano en la inmundicia fue como introducirla en una fuente de flan casero cuajado de grumos.

Roy miró alrededor, sobrecogido.

—Allí —dijo el hombre joven con voz ronca.

Miraron en la dirección en la que señalaba y descubrieron una forma agazapada entre los árboles. La primera impresión fue de que se trataba de alguna monstruosidad, algún extraño guardián conjurado, quizá, para proteger el agujero; una suerte de troll abyecto. Pero no era un espectro, ni una de las sombras, ni ninguna otra criatura. Era Penny, con el pelo pegado a la cara por efecto de los restos jabonosos que los rodeaban.

Alfred sonrió.

3

Hylke había hecho aterrizar el aparato por varios motivos. En primer lugar, no podía irse sin más, las manos le temblaban demasiado como para intentar ninguna maniobra. Tampoco se sentía cómodo volando de vuelta a la base con los restos del comandante chorreando en el asiento del copiloto. Era macabro, y los despojos de carne blanda que quedaban empezaban a emitir un olor muy fuerte. El tercer motivo era la mujer que se abrazaba a su amiga en mitad de la calle.

Lo que había pasado…

Porque había pasado, ¿verdad? Casi empezaba a dudarlo. Casi. Pero había visto lo que había visto, había visto cómo la sombra se había consumido, retorciéndose como atormentada cuando había intentado engullirla. Era algo, desde luego. Era algo que merecía la pena investigar, sobre todo tras el fracaso de los cañones.

—Topo Beige —decía la radio—. Informe. ¡Adelante, Topo Beige!

Hylke respondió. Siempre se ajustaba al protocolo, pero pensó que se había ganado unos momentos.

—Control de misión —respondió—. Eh… van a tener que esperar un momento. Ha ocurrido algo importante.

—Topo Beige, ¿ha funcionado el prototipo? —inquirió la voz con visible urgencia.

—No —dijo, y cortó la comunicación.

Luego se soltó el cinturón de seguridad, se quitó el casco y se bajó del aparato, acompañado del vaivén lastimero de los últimos giros de las aspas. Los motores, en pleno proceso de apagado, producían una suerte de estertor terminal, como el sonido de una bomba al caer.

Para entonces, Pete se había sumado a Alma y a Jow y compartían un abrazo común, sonriendo satisfechos.

—Hola —dijo al acercarse—. Soy el teniente Hylke de las Fuerzas Aéreas Británicas.

Jow se volvió para encontrarse con una mano tendida. Pete fue el primero en estrecharla.

—¿Están bien? —preguntó el piloto.

—Estamos bien —respondió Alma.

Hylke se quedó momentáneamente clavado por el influjo de su mirada, pero no era la mirada en sí… era la belleza magnética y misteriosa de sus ojos, esculpidos en hielo.

—Usted… —dijo al fin—. He visto lo que ha pasado… Parecía como si…

Alma asintió.

—Se ha ido —confirmó—. Lo he disuelto, como hacen ellos con nosotros.

—Disuelto… —farfulló Hylke—. ¿Destruido?

—Destruido.

—¿Cómo ha hecho eso?

Alma suspiró.

—Es… largo de explicar, y me temo que tenemos algo de prisa.

La gente de la calle, mientras tanto, se había congregado paulatinamente alrededor. Miraban la escena como meros espectadores, curiosos, atónitos, casi sin moverse, recorridos por un murmullo apenas audible. Todos habían visto lo ocurrido y estaban conmocionados, pero Pete sabía que era cuestión de tiempo que empezaran a comportarse como el ganado asustado que era: intentarían acceder al helicóptero con la esperanza de salir de allí, y lo harían a toda costa. No dudarían en reducir a la única autoridad que había por la zona, que irónicamente era el propio piloto. Lo matarían si intentaba detenerlos. Hylke lo sabía también. Mientras hablaba mantenía la mano en la cartuchera que contenía su pistola reglamentaria, lanzando pequeñas y rápidas miradas alrededor. Estaba nervioso; sabía cómo funcionaban esas cosas.

—¿Puede llevarnos a Elvenbane? —preguntó Alma de pronto—. Es importante, créame. Mucho.

—¿Cómo? ¿Elvenbane?

Jow acababa de comprender.

—Elvenbane —dijo—. Tiene que llevarnos. Hay cosas que están pasando allí…

—Sé lo de Elvenbane —afirmo Hylke—. Pero precisamente por eso no puedo llevarla allí. Puedo llevarlos a la base… Allí los escucharán y los ayudarán…

—No hay tiempo —dijo Alma—. Tiene que ser Elvenbane, y tiene que ser rápido. En su aparato.

—¿Cuántas veces ha visto esto? —preguntó Jow.

—¿El qué?

—Vencer a uno de esos monstruos —dijo Jow—. ¿Cuántas veces lo ha visto?

Hylke suspiró.

—Ninguna —respondió.

—En ninguna parte, ¿verdad?

—No… Pero…

—Entonces háganos caso. Esta mujer sabe cómo vencerlos. Tiene un plan, ¿comprende? Llévenos a Elvenbane, por favor. ¡Llévenos! El tiempo corre en nuestra contra.

—¡Tengo órdenes! ¡No puedo ir a Elvenbane! —exclamó Hylke.

—Déjelo —dijo Jow, dándose la vuelta—. Iremos por nuestro propio pie.

Pete levantó una ceja.

—Señorita —exclamó Hylke, enérgico—, le recuerdo que el Reino Unido está ahora mismo bajo ley marcial, y como oficial…

—¿Va a dispararme? —lo desafió Jow, volviendo la cabeza de nuevo para encararse a él—. ¿Va a disparar a esta señora que acaba de salvarle la vida a usted y a todos los demás? ¿A la única persona que puede detener todo esto?

Hylke apretó los dientes.

Le parecía que los curiosos estaban ahora más cerca, mucho más cerca; era cuestión de segundos que alguno saltara a la cabina para tratar de asegurarse un sitio en el aparato. Si uno solo daba un paso, si alguien se adelantaba aunque fuera sutilmente, con un paso tímido, apenas un amago de intento… los demás lo seguirían. Siempre era así.

Consideró entonces sus opciones, pero ni le hizo falta pensar mucho ni podía tampoco permitírselo.

—Está bien —exclamó al fin—. Los llevaré a Elvenbane. Pero si salimos con vida de allí… por Dios que vendrán conmigo a la base, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —aceptó Alma con rapidez mientras miraba a Jow de reojo. Parecía a punto de morder a alguien.

Hylke le ofreció la mano a Alma y ésta se la estrechó con un gesto firme. El teniente asintió con un enérgico movimiento de cabeza.

—Suban al compartimento de carga —dijo—. El asiento del copiloto está algo sucio.

4

Alfred abrazó a Penny, a pesar de la porquería que la cubría.

—Creí que estaba sola —exclamó sollozando.

—No… Estamos nosotros —dijo Roy—. ¿Cómo has llegado aquí?

—No lo sé. Por azar.

—¿Qué te ha pasado, cielo? —preguntó Alfred, levantando una mano para retirarle la porquería de la cara. Penny se apartó con un gesto brusco.

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