Alma

Alma


I. Alma Chambers, antes

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Alma…

La niña se agacha, hundiéndose en el agua hasta que ésta toca su nariz. Entonces decide sumergirse. Dejará pasar un rato. De hecho, permanecerá allí tanto tiempo como pueda aguantar, con la esperanza de que la voz pase. Siempre pasa. Las voces aparecen unos instantes y luego se pierden como una vaharada de aliento en un día ventoso.

Cuando saca la cabeza se queda quieta, expectante, escuchando.

Nada.

Satisfecha, sale de la bañera, salta sobre la alfombrilla de baño y se arropa con la toalla. El agua se desprende de su cuerpo y cae creando pequeñas manchas húmedas.

Todo parece estar bien, excepto…

Da un respingo cuando mira el espejo, nublado como una enorme plancha de hielo.

Hay huellas de manos en él, un montón, desde abajo hasta arriba, conformando una especie de mosaico.

Y todas de diferentes tamaños.

Alma, que se encuentra sentada en su asiento habitual en clase de religión, mira a la profesora con una expresión divertida. Les ha pedido que hagan un bonito dibujo de Dios, y lo ha hecho con esa sonrisa que ella lee como de dibujos animados, demasiado estridente como para resultar natural.

Mira alrededor y ve que sus compañeros empiezan a dibujar, llenando de trazos sus pliegos de papel.

Ella se queda quieta, sin dibujar nada. La profesora repara en ella en uno de sus muchos paseos entre las filas de mesas.

—Alma… ¿no pintas?

—Señorita, es que no se puede pintar a Dios.

—¿Cómo?

—Dios es invisible.

—Eso no es cierto —objeta la profesora—. Has visto muchas ilustraciones de Dios, ¡y tú pintas muy bien!

Alma asiente despacio.

—Puede que pinte bien, pero el de las ilustraciones es Jesús, no Dios.

La profesora pestañea, suspira, y se agacha lentamente para poner sus ojos a la altura de los de la niña.

—Si no pintas a Dios, señorita —dice—, voy a tener que suspenderte.

Alma vuelve a asentir, coge uno de los rotuladores que lleva en el estuche y lo levanta de manera que quede entre ella y la profesora.

—Haga lo que tenga que hacer —dice—. ¡Pero a Dios no se lo puede pintar con esto!

Alma tiene diez años. Está intentando estudiar, pero hay demasiado «ruido» a su alrededor. Ella, al menos, lo llama así: ruido, aunque se percibe, más bien, como un runrún de voces inconexas, como murmullos apagados que resuenan por todas partes. Casi nunca entiende lo que dicen, pero tampoco le importa. En las pocas ocasiones que ha podido entender algo, casi nunca ha comprendido gran cosa. Son, en definitiva, algo con lo que a veces tiene que convivir; lo único que le preocupa es que tiene la sensación de que sus intromisiones en su «vida ahora», como ella la llama, son cada vez más frecuentes.

Alma rebufa, molesta. Entonces canturrea. A veces, cuando cierra los ojos y canturrea, consigue que el ruido desaparezca.

Entonces nota que algo le tira de la manga.

Alma sigue con los ojos cerrados.

Un nuevo tirón.

—Ahora no —dice despacio.

Pasa casi medio minuto antes de que vuelvan a tirarle de la manga, ahora con un poco más de fuerza.

—¡Ahora no! —dice en voz alta a la habitación vacía.

Entonces todo se queda en silencio. Todo el ruido, los murmullos y los tirones, desaparecen de su vida ahora.

Alma suspira y regresa a sus lecciones.

—¿Cómo está? —pregunta Matthew.

Mary Chambers niega con la cabeza. Está casi tan agotada como preocupada.

—Igual. Ha dormido una hora esta tarde, pero luego ha empezado otra vez. No sé qué más podemos hacer, Matthew, va a volverse loca, o algo peor. ¡No puede seguir sin dormir, ya la has visto!, ¡está perdiendo peso y está demacrada!

Matthew se mira las manos.

—Creo que… vamos a tener que llamarlo.

—Oh, Matthew. Pero no podemos…

—Pagarlo. Ya lo sé. Además, hay que traerlo de Estados Unidos, porque no podemos llevar a Alma allí en su estado. No creo que nos dejasen ni subir al avión. Pero no importa.

Mary pestañea un par de veces antes de decir lo que piensa.

—¿Y tu familia, cariño? Para ellos esa cantidad es… irrisoria.

Matthew aprieta los dientes.

—Cielo… si tengo que arrastrarme ante ellos para conseguir dinero para ayudar a nuestra hija, lo haré. Lo sabes. Pero será la última opción, ¿de acuerdo? Antes que eso, venderemos el coche. Hipotecaremos la casa…

—La casa ya está hipotecada —se lamenta ella.

—Pues pediremos una segunda hipoteca —se apresura a decir él—. Venderemos todo lo que haga falta para conseguir el dinero: el televisor, los ordenadores, todo. Mi colección de cromos vale un montón de dinero. Podría llevarla a un experto.

—Matthew… —susurra ella—. Ni siquiera sabemos si funcionará.

—Pero es lo único que se me ocurre —dice Matthew con un hilo de voz—. Nuestra hija dice que las voces no la dejan dormir, cariño, ¿te das cuenta de lo que eso significa?

Mary asiente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Le gritan… Dice que cada vez son más, que le lloran, que le hablan, que susurran su nombre día y noche. Y sabes que no está loca. Todas esas cosas que nos han pasado todos estos años… Sabes que no está loca, ¡lo sabes! No dejaré que la destruyan con pastillas para la esquizofrenia, porque eso sí que sé que no es lo que le pasa.

—Lo sé, pero…

—Tenemos que intentarlo. Haré que ese hombre venga aquí y la trate. Si puede hacer que Alma logre volver a tener días normales, valdrá todo el dinero que podamos conseguir, y un poco más.

Ella siente, de pronto, una oleada de intenso y profundo amor hacia su marido, pero justo cuando va a acercarse para abrazarlo, Alma lanza un grito desgarrador desde su habitación y ella se estremece tan violentamente que está a punto de caerse al suelo.

—Pero… ¿cómo? —pregunta Matthew. Su sonrisa es espectacular. Está tan feliz que siente que el pecho puede explotarle en cualquier momento—. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Un simple ejercicio de concentración y meditación —dice el experto que han traído de Estados Unidos. Habla un inglés raro, con un acento bastante desgarbado, con probabilidad por sus orígenes indios—. Mente, control, relajación. Su hija es ahora consciente de que puede abrir y cerrar la llave a todo el mundo espiritual que nos rodea, ¿de acuerdo?, el mundo que subyace a la proyección fantástica y personal que… casi todo el mundo entiende como realidad.

—¿Meditación? —pregunta Matthew, confuso, intentando escarbar entre el cúmulo de información difícil de comprender que el experto acaba de poner sobre la mesa—. ¿Así de simple?

—No tan simple —lo corrige el experto—. Su hija tenía todos sus canales abiertos. Era como una radio que puede sintonizar de manera simultánea todas las emisoras del mundo, conformando un único canal de salida que se convierte en un tropel ininteligible. Por fortuna me han llamado. Dudo que haya muchas personas en el mundo capacitadas para ayudarla.

—Comprendo… —dice Matthew—. Eso me lleva a sus honorarios, también poco usuales, pero comprendo que justificados…

—No voy a cobrarles nada —se apresura a decir el experto.

Mary da un respingo.

—¿Qué?

—He comprendido que su hija tiene un don muy especial —afirma el experto—, muy… poderoso y potente. En todos mis años de… Si no hubiera aparecido yo, la sobrecarga en su mente infantil hubiese sido demasiado y habría muerto. Sin duda. Estoy feliz no sólo de haber contribuido a que eso no haya ocurrido, como es evidente, sino porque su hija será importante para mí en el futuro. Nuestros destinos están unidos. Por consiguiente, no voy a cobrar mis servicios.

Matthew pestañea. No entiende mucho de lo que ha dicho y ni siquiera le ha gustado cómo ha sonado, pero la posibilidad de ahorrarse setenta mil libras resuena en su cabeza con la contundencia de un gong chino.

—Eligieron muy bien su nombre, me parece —añade el experto entonces—. Por otro lado, es seguro que en el futuro su hija desarrolle otras habilidades y necesite otra vez de mí. Llámenme. Estaré esperando, aunque pasen años.

Matthew no sabe qué decir. Lo cierto es que Alma hace días que duerme plácidamente, por fin, e incluso está volviendo a comer con normalidad. Está tan contento que abraza al experto, y lo hace de manera tan inesperada y con tanta energía que casi provoca que se le caigan las gafas.

Se llama Darryl Belcourt, y a Alma le gusta tanto que le produce palpitaciones en el cuello y un hormigueo en la punta de los dedos. Es guapísimo, uno de los chicos más guapos del instituto. A Alma le gusta en especial porque es callado y prudente, y cuando la mira, parece conectar con ella de una manera especial. Cuando se queda pensativo y ausente, parece una escultura griega. Y cuando la besa… Cuando la besa la transporta a universos que nunca pensó que podría conocer, y eso que conoce unos cuantos.

Llevan saliendo juntos un par de meses, y aunque sólo tienen trece años, Alma está tan enamorada que siente que es el amor de su vida. Quiere contarle lo que le pasa, lo que hay de especial en ella, lo que ve, oye y siente. Sabe que no son cosas para los oídos de cualquiera, que la gente levanta un muro de rechazo cuando uno empieza a contar «ese tipo de cosas», y sus padres la han advertido en mil ocasiones. Sin embargo, considera que Darryl es el amor de su vida, y como tal, debe conocerla y aceptarla al cien por cien, tener el cuadro completo, así que una tarde del mes de julio en el que la energía mágica del verano corretea por sus venas, se aclara la garganta y empieza a hablar.

—El niño de mi cama es silencioso y observador —dice, mientras comparten un banco en un parque encendido por los tonos dorados del atardecer—. Nunca lo he visto en otro sitio que no sea en esa cama. Siempre está… abrazado a su pelota. Lleva pantalones azul marino, camiseta marrón claro y cabello color miel. Es un niño adorable. Sus mejillas son prominentes, ¿sabes?, y lleva calcetines blancos. Y mirada muerta.

—¿Mirada muerta? —pregunta Darryl, ceñudo.

Alma detecta el cambio en su voz. No sabe si es miedo u otra cosa, pero ya no puede detenerse. Ha ido demasiado lejos y decide que es mejor continuar.

—Sí —responde despacio—. Muerta. Ojos negros, vacíos de vida. Al principio me daban miedo, y aún consiguen hacerlo, de vez en cuando. Es muy fácil saber cuándo se trata de alguien que no está en el sitio que debe. Los ojos no tienen vida. Es algo que aprendí a distinguir muy bien, aunque no sé decirte cómo.

—¡Uau! —exclama Darryl.

—Por eso sabía que ese niño no debía estar en esa cama. Mi cama. Era mía, pero él vino a ocuparla, así que preferí no entrar en esa habitación desde que lo descubrí.

—¿Qué hiciste cuando lo descubriste? —quiso saber Darryl.

—Casi grité. Tenía diez años, y ya sabía que estas cosas no eran… de este mundo, pero nunca quise explicar a mi madre porqué me costaba tanto pasar tiempo en mi habitación. Ya había tenido bastante, ¿sabes? Quería… regalarle tanta normalidad como me fuera posible. Hacía los deberes en el salón, en el comedor… cualquier lugar era bueno menos mi cuarto.

—Dios, ¿y ahora… ese niño… sigue ahí?

—Sigue, pero con el tiempo he aprendido a no verlo. Ahora puedo sentir lo que hay en cada lugar, pero ya no los veo «en vivo y en directo». Ahora la imagen se plasma en mi mente. No sé si fui yo misma quien consiguió ese cambio de alguna manera, pero lo agradezco mucho. Ya no es tan violento.

—¡Uau!

—Claro que… —Alma inclina la cabeza y frunce el ceño, considerando durante un breve instante si seguir con su historia—. Ésa otra manera de «conectarme» a veces me satura.

—¿Qué quieres decir?

—Cada persona, cada lugar, parece tener cosas. Estoy aprendiendo a controlarlo, a poner una pantalla entre esas cosas y yo, pero cuesta. ¿Te acuerdas el otro día, en casa de Laura? Os reísteis de mí porque me quedé ida unos segundos.

—Sí…

—Entré detrás de vosotros. Estabais diciendo no recuerdo qué, y yo escuchaba un poco distraída porque… algo empezó a pasar con la habitación. De repente ya no oía nada, y poco después, tampoco veía nada. Estaba en una oscuridad silenciosa, pero no me dio tiempo a asustarme. Cuando quise darme cuenta había una lámpara que se movía como un péndulo en un rincón; la luz iluminaba los muebles y las paredes, revelando que todo había cambiado.

—¿Cambiado? —pregunta Darryl.

—Sí. Las paredes, los muebles… eran antiguos. Las paredes tenían papel con… filigranas, ¿sabes?, de un tono gris verdoso. Había un piano de pared Brown, y sillas con respaldos redondeados de un color rojo descolorido.

—¿Un piano? ¿En casa de Laura?

Alma asiente.

—Y había gente alrededor. Dos mujeres atentas al piano y al hombre de espaldas que lo tocaba segundos antes de que los «interrumpiera». Todos vestidos con ropas antiguas.

—¿En serio?

—No pude reaccionar. Nos quedamos mirando durante lo que me parecieron horas, pero cuando todo volvió a la normalidad, estabais mirándome y riendo. Deduje que sólo habían pasado unos instantes…

—Sí —asiente Darryl—. Te quedaste… bueno… ida. Luego te sentaste.

—Sí. Tuve que sentarme. Me asusté mucho. Una de mis peores pesadillas es quedarme enganchada a esa realidad paralela, no saber… encontrar el camino de vuelta. Y esta vez había pasado tanto tiempo.

—Tiritabas —susurra Darryl, recordando.

—Sí. Pero no por el miedo. Es por el Frío.

Darryl decide que no quiere saber qué es el Frío.

Pasa un ratito. Alma empieza a sentirse incómoda. Quería haberle contado más cosas, como la sombra del armario en el cuarto de su madre, o cómo oye gente caminando por los pasillos de su casa, como si ésta, en las horas de oscuridad, fuese de ellos. Pero no lo hace. Algo ha cambiado. Lo nota. Él está ausente, con los hombros encogidos, su mirada pasea esquiva de un lado a otro, como buscando una salida.

—¿Estás bien? —pregunta ella.

—Sí, claro.

Pero el resto de la tarde está raro, y ese día él se va a casa temprano. Ella tiene una sensación acuciante que crece en su interior, pero no quiere hacerle caso.

No quiere.

Alma se encuentra en clase. Acaba de llegar, y aún sostiene los libros entre los brazos pero todavía no ha ocupado su asiento; está mirando la pizarra con los ojos anegados en lágrimas, incapaz de dejar de leer las palabras que alguien ha escrito en ellas. A su alrededor, los compañeros se burlan y se ríen entre dientes.

En la pizarra pone:

almA piRaDA tiEne AmigoS

invisiBleS porquE esTá solA

Alma no tiene que mirar a nadie; sabe a la perfección lo que ha pasado. Sin embargo, dedica una única mirada a Darryl. La última. Él evita devolverle la mirada, pero cuando lo hace, por un único y fugaz instante, ella ve una sola cosa cierta y verdadera, una que subyace a su mueca de aparente desprecio: miedo. Miedo ancestral de primer orden, del tipo que fabrica escudos y produce ataques incomprensibles.

Y Alma no dice nada. Va hacia su mesa, se sienta, y se permite derramar una única lágrima. La llama Dolor, y deja que se vaya.

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