Alma

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II. Johnnie Verso

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JOHNNIE VERSO

Johnnie regresó a su casa un poco antes del anochecer, después de un largo paseo. Los días amables hacía tiempo que habían acabado; se notaba en la brisa del crepúsculo, que soplaba cargada de ese frío penetrante que traía el invierno. Pronto empezaría a helar de verdad y, con un poco de suerte, la nieve cubriría los caminos boscosos que le gustaba recorrer casi a diario. Entonces encenderían la chimenea y el viento soplaría con fuerza haciendo estremecer los cristales de las ventanas. Tomaría té caliente a media tarde, sentado en el sofá del salón con el portátil en el regazo, y la historia que tenía en mente desde principios de verano fluiría por fin. Hacia las seis de la tarde habría ya anochecido, y Rebecca se sentaría en la alfombra, con sus gruesos calcetines de lana y sus interminables puzles; o quizá un libro. Una de esas novelas históricas que tanto le gustaban. Y la televisión sería un arrullo apagado en segundo plano, encendida con la única finalidad de romper el excesivo silencio.

Entonces escribiría. Entonces. Sí.

Cuando cruzó la terraza delantera, su mujer estaba medio adormilada en la butaca de mimbre, con un chal de hilo echado sobre los hombros. Dedicó unos instantes a admirar su perfil sereno y el cabello rubio que casi siempre llevaba recogido en una coleta y luego la besó con dulzura en la frente.

—Hmm… —murmuró ella, sonriendo con suavidad.

—Te has quedado dormida —comentó él.

—Eso creo —contestó Rebecca, todavía con los ojos cerrados—. ¿Qué hora es?

—Un poco más tarde, hoy. He llegado hasta la casa en ruinas.

—Fantástico —dijo, dejando que la curva de su sonrisa se intensificara.

Él se inclinó sobre ella y le apartó un mechón largo que le cubría parte de la cara; luego imprimió un nuevo beso en sus labios.

—¿Qué hay de cena? —dijo al fin.

—Tú qué crees… —contestó ella, abriendo los ojos por primera vez.

—Cerealitos.

—Cerealitos —confirmó.

—Odio los cerealitos.

—Sólo diez kilos más, campeón.

Johnnie arrugó la nariz con una expresión un tanto infantil; aunque había perdido ya quince kilos, notaba que cada vez costaba más deshacerse del exceso de equipaje, como si los últimos michelines estuvieran fosilizados, entretejidos en su cuerpo. La última etapa prometía ser larga y dura.

Durante los dos años que estuvo escribiendo su primera novela había cogido una cantidad de peso excepcional, edificada a base de largas jornadas de trabajo sentado a los mandos de su portátil, devorando todo tipo de porquerías. Todo era apetecible, desde los bizcochitos de chocolate hasta las gigantescas bolsas de patatas o los generosos bocadillos de embutido, que regaba con litros y litros de Coca-Cola. Era como una droga que el cuerpo le pedía; su febril actividad mental, que prodigaba tantas y tantas páginas de desbordante contenido, parecía exigirle en pago este pequeño tributo a su salud, y su mujer lo dejó hacer, contenta al menos de que él hubiera recuperado la ilusión por el trabajo después de casi dos años en paro. «Pareces más americano que irlandés, querido», bromeaba a menudo ella.

Fuera como fuese, así surgió La puerta, su ópera prima. Las últimas semanas fueron las peores, moviéndose en círculos alrededor de un final que no acababa de concretar con la contundencia que necesitaba. Se sentía como un buitre que sobrevolaba un cuerpo que no terminaba de quedarse quieto.

Escribía todo el tiempo; se acostaba a altas horas de la madrugada y a media mañana se encontraba otra vez aporreando las teclas con el vigor de un herrero. Desarrollaba una idea, intentaba encajarla en la trama de la historia y avanzaba veinte o treinta páginas, hasta que la desechaba con una frustración enervante. A veces pasaba hasta dos o tres horas pensando y engullendo frutos secos y chucherías, dando vueltas por el salón como un perro acorralado.

Sin que él lo supiera, su mujer recuperaba los borradores a medio corregir de la papelera y los leía, furtiva, descubriendo con admiración que cada nuevo intento era aún mejor que el anterior. Tuvo que andarse con pies de plomo para no pisotear su delicado estado de ánimo, infundiéndole coraje de una forma sutil y dejándolo hacer como sólo una esposa sabe hacer. Sabía que la novela, a falta del final, era condenadamente buena, un thriller de terror con grandes dosis de suspense en la que un grupo de hombres se enfrentaba a sus demonios personales.

Una noche cualquiera, él la despertó a las cuatro y veinte de la mañana con una expresión extraña en el rostro; la luz del salón se filtraba tímida por el pasillo y hacía brillar sus pupilas. Ella contuvo la respiración, hasta que él asintió de forma imperceptible y susurró: «He acabado».

Se levantó casi de un salto y se fue al ordenador sin decir nada. Allí se encontró con unas inesperadas ochenta páginas adicionales desde el punto que había leído ya, y empezó a devorarlas. Avanzó página tras página con el semblante serio mientras él daba vueltas por el salón, dando enormes caladas a un viejo cigarro que había guardado en alguna parte para la ocasión.

Cuando terminó, Rebecca experimentó una oleada de calor en su interior. La novela de su marido no era buena, era una prodigiosa obra maestra. Ella no era escritora, pero había sido siempre una devoradora de libros, y vaya si sabía reconocer la calidad cuando la tenía delante. Se volvió hacia él con la mano en el corazón, viéndolo con ojos nuevos. Él, vestido tan sólo con unos calzoncillos largos que le venían ya un par de tallas demasiado pequeños, la miraba expectante, con el cabello alborotado y los ojos abiertos de par en par.

—Es… es maravillosa, cariño —dijo ella con voz queda.

—¿Es buena? —preguntó él. Hacía rato que había apagado el cigarro y ahora jugaba con las manos, cruzando los dedos en uno u otro sentido.

—Cariño…, cómo decírtelo… —Se levantó y se acercó a él sonriendo—. Eres un genio. Es buena. ¡Es buenísima!

Él la abrazó, saboreando el momento con todos los poros de su piel. Se sentía eufórico y cansado; los ojos parecían arderle cuando cerraba los párpados, pero por fin había terminado. Con los brazos de su esposa rodeándole el cuello, Johnnie recordó la famosa frase que Frodo dirigió a Sam cuando se encontraban en el Monte del Destino: «Me alegra que estés aquí, Sam, al final de todas las cosas». Y en cierto modo, se sentía igual de cansado y con la misma sensación de haber acometido una proeza de similares proporciones.

Johnnie había necesitado siempre refuerzos constantes de autoestima, inyecciones que su ego tembloroso y débil parecía reclamar cada poco tiempo; sin ellos, daba pasos dubitativos por el mundo, buscando con desesperación senderos apartados para no llamar la atención. Sin embargo, ahora se daba cuenta de que La puerta tenía calidad, mucha calidad. Era la historia que siempre quiso leer, basada en ciertos eventos traumáticos de su adolescencia, pero sepultados en una historia de fantasmas y tablas ouija. Aunque era un tema demasiado trillado por las películas de serie B norteamericanas y que la industria de lo paranormal había ido convirtiendo en algo risible a golpe de documentales sensacionalistas, él había conseguido darle un giro inesperado. Había excavado con un cuidado exquisito alrededor de un viejo fósil, utilizando delicados instrumentos de precisión, y había encontrado partes que nadie más había desentrañado nunca. Construyó alrededor de una idea primaria con materiales de primera, preñado de paciencia, hasta que obtuvo algo nuevo, algo de lo que podía sentirse orgulloso.

Los meses siguientes fueron desesperantes. Imprimieron y enviaron copias a casi todas las editoriales de cierto renombre, así como correos electrónicos allí donde eran bienvenidos. El primer correo de rechazo llegó apenas una semana después, agradeciendo el envío pero señalando el hecho de que la historia no comulgaba con la línea editorial. La mayoría de los envíos, sin embargo, murieron en la quietud del silencio.

Un par de meses después, el humor de Johnnie empezó a cambiar de manera visible. Se acostaba tarde y se levantaba temprano, y lo último que hacía por la noche y lo primero por la mañana era consultar el correo. A veces sujetaba el móvil en la mano, mirando la oscura pantalla como si esperara que fuese a sonar en cualquier momento, pero no ocurría nada. No hablaba mucho, pero continuaba comiendo de forma compulsiva.

Hicieron todavía otros envíos, aunque desistieron de enviar más copias impresas por el coste que suponía. En su lugar, enviaron correos a editoriales más pequeñas pero que todavía contaban con una distribución interesante. Rebecca sugirió en algún momento que probara también con los grandes monstruos editoriales. Johnnie no pensaba que una editorial grande se interesara jamás en su novela. Era una historia de fantasmas… Las grandes editoriales parecían estar interesadas en novela actual o novela histórica, pero lo hizo de todos modos, al menos allí donde era posible. La mayoría ostentaban ominosos mensajes en sus páginas web que rezaban cosas como: NO NOS ENVÍE NADA. NO NOS CONTACTE. Johnnie, encogiéndose de hombros, preparó los e-mails, adjuntó el archivo con el manuscrito, y le dio a Enviar.

—Tenemos que tener paciencia, cariño —decía su mujer en los momentos que lo encontraba más abatido—. La historia de la literatura está llena de casos en los que las editoriales no supieron ver el potencial de una novela. Acuérdate de la autora de Harry Potter… Recibió rechazos de siete editoriales antes de encontrar a alguien que confiara en ella, y fíjate ahora. O el autor de La conjura de los necios, una de las grandes novelas americanas, sólo vio su novela publicada a título póstumo, después de suicidarse por no conseguirlo.

—Quizá es lo que debería hacer —contestaba Johnnie—. Suicidarme.

Una calurosa noche de abril, Johnnie consultó el correo electrónico antes de irse a la cama, después de haber pasado casi cinco horas pegado al televisor. Había estado saltando de un canal a otro a medida que la programación acababa y daba paso a los programas basura de la madrugada. Allí estaban los reyes del vehículo de cultura por excelencia, prodigando sus miserias en debates sin sentido, pero Johnnie se lo tragó todo, acosado por una amargura interior que iba en aumento. Sin embargo, en aquella hora en la que la noche daba paso al alba, apareció un e-mail nuevo en la pantalla de su ordenador.

La puerta

Estimado señor Balmori:

Gracias por su envío. Su novela La puerta ha pasado varios informes de lectura y ha sido aprobada para su publicación tras consideración en Junta, por lo que deseamos ponernos en contacto con usted a la mayor brevedad para la firma del contrato. Llámeme a su conveniencia (mi número de móvil figura en mi firma). A nivel personal, añadiré que estoy muy impresionado con su obra. Creo que, con la debida promoción, podremos emplazarla en los más altos puntos de venta. Enhorabuena.

JULES M. CORMICK

Grupo Nostromo

Johnnie leyó el e-mail cuatro o cinco veces antes de atreverse siquiera a respirar, como si al hacerlo fuera a romper alguna suerte de sortilegio extraño que se hubiera creado en el ordenador. Por fin, cogió el portátil con ambas manos y lo llevó hasta el dormitorio con la pantalla desplegada. La brillante luz iluminaba su rostro a medida que cruzaba el oscuro pasillo, y el efecto era como si llevara una extraña tarta de cumpleaños. Allí, despertó a su mujer, que llevaba ya horas dormida, y ésta leyó el correo con los ojos entrecerrados.

—Johnnie… el… ¡el Grupo Nostromo!

—Sí, cariño… —asintió él.

Rebecca repasó la cabecera del e-mail para asegurarse de que no fuera alguna broma pesada. El Grupo Nostromo no era una editorial grande, era la más grande, con presencia en países de todo el mundo. Sus bestsellers se traducían a más de cuarenta idiomas. Un libro como La puerta, de manos del Grupo Nostromo, tenía con probabilidad las puertas abiertas al mercado de América Latina, sobre todo México. Y aunque no fuera así, la superdistribución a nivel nacional estaba asegurada. Los libros de Nostromo estaban hasta en las pequeñas tiendas para turistas que había a pie de playa, entre flotadores y manguitos para niños pequeños. En las gasolineras. En todas las grandes superficies. Ella había esperado que la novela acabase en alguna editorial mediana que hiciera una mínima promoción del libro, pero no le preocupaba; sabía que el boca a boca terminaría por poner la novela en su sitio. Ahora sentía que todo el proceso podría ser descabelladamente rápido; al fin y al cabo, los títulos de Nostromo contaban con una promoción en extremo eficiente: lugares destacados en las librerías, presentaciones, reseñas punteras en los lugares especializados, ediciones en tapa dura y bolsillo…

Dejó escapar un pequeño grito contenido, sonriendo en la oscuridad de la habitación, rota tan sólo por la refulgente luz de la pantalla. Luego se tiró sobre él y lo colmó a besos, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Rieron y comentaron de forma acalorada las posibilidades que se les abrían ahora; leyeron y releyeron el e-mail una y otra vez, y visitaron la web de la editorial para encontrar al señor Cormick, que resultó ser el director de la línea Phobos, dedicada a la narrativa de terror. Allí estaban todos los dinosaurios de la literatura contemporánea, grandes nombres que vendían cientos de miles de ejemplares. Se imaginaron su foto entre la lista de autores, y Rebecca bromeó sobre el hecho de que debía cortarse el pelo. Él dijo que su pelo le daba personalidad, aunque admitió que darle un poco de forma no estaría de más.

Al día siguiente hablaron por teléfono, y Johnnie fue instruido para viajar a Londres, con todos los gastos pagados, donde se celebró una reunión en la sede principal del grupo. Fueron días inolvidables. Rebecca se compró un vestido nuevo y él un traje, porque los viejos trajes denunciaban muy a las claras todo el peso que había ganado. Cenaron en un restaurante japonés y sus anfitriones comentaron la novela con verdadera admiración. Al señor Cormick le sorprendía descubrir que fuera su primera obra. Decía que el estado en el que la había entregado mostraba un grado de madurez inusual. Añadió que requeriría un trabajo mínimo de corrección, y que estaban interesados en lanzarla en unos pocos meses. Era perfecta como estaba, en definitiva, y aseguraba que el mercado estaba muy bien preparado para un argumento de ese tipo. En un momento dado, Cormick levantó su copa y le preguntó que dónde había estado toda su vida, y todos rieron. Johnnie se sintió subido en una nube, y en su mente, algo enturbiada por el alcohol, bailaban promesas de futuro.

El día de la puesta de largo llegó. Para entonces, las principales revistas literarias y las páginas web más importantes habían recibido sus ediciones especiales, y las reseñas fueron publicadas en los días previos a la gran presentación. Todas ellas entusiastas. Ernest Widford, uno de los gurús más considerados del mundo de la literatura, tildó a Johnnie de ser «la nueva y más fulgurante estrella de la bóveda celeste del terror», y escribió que consideraba La puerta como una de las mejores novelas de terror que había leído en mucho tiempo. Helen Path, de Art Et Lettera, dijo que había empezado a leer la obra sin muchos ánimos porque no era su género favorito, y no pudo dejarla hasta haberla terminado por completo, diez horas más tarde. Añadió que, por primera vez, estuvo veinte minutos al teléfono intentando que alguien de la editorial le proporcionara el contacto del autor, tales eran las ganas que sentía por comentar la obra. Te Little Library le puso a la obra una nota imposible, once sobre diez, y el periódico Ecco! publicó un emocionado artículo donde aseguraban que no comprendían de qué oscura sima abisal se había sacado Nostromo a aquel autor desconocido que había concebido, con tanto acierto, una historia de terror como aquélla.

La presentación fue un éxito, pero aún lo fue más el tour de promoción por las principales ciudades inglesas. En la Tower Records, en Londres, se agotaron los trescientos cincuenta ejemplares que estaban a la venta, y Johnnie tuvo que prometer que volvería a la semana siguiente para firmar los ejemplares de todos aquellos que se habían quedado sin el libro. La distribuidora no daba abasto, los ejemplares se agotaban con una rapidez pasmosa y había que reponerlos cada poco tiempo. En dos semanas, La puerta había vendido veinte mil ejemplares, agotando por completo la primera edición.

Dos meses más tarde, las reseñas de La puerta se contaban por docenas, y a las seis y cuarto de la tarde, una pequeña tienda en Leeds vendía el último ejemplar de la segunda edición: sesenta mil ejemplares. A esas alturas, una chica joven con pelo anaranjado y un abrigo a juego lo detenía por la calle mirándolo con verdadera fascinación: quería saber si él era el auténtico Johnnie Balmori, el autor de La puerta. Johnnie respondió que sí, y se asombró al ver a una mujer tan hermosa balbucear ante su presencia, pasmada por tener delante «a su autor favorito». Era la primera vez que lo paraban por la calle, fuera del contexto de firmas y presentaciones. Sintió que un enjambre de mariposas revoleteaba por su estómago, pero consiguió firmarle un autógrafo y la chica se alejó contenta con su pequeño trofeo.

Al llegar el tercer mes, recibió un correo con el estado de cuentas de la editorial, informándole de los beneficios obtenidos por las ventas. Era una bonita cifra, un poco más de ciento treinta y seis mil libras. Rebecca se quedó mirando el estado de cuentas con un nudo en la garganta; no hacía más que preguntar si la cifra era correcta, o era el total sobre el que debían calcular su porcentaje.

—Se han vendido ochenta mil ejemplares, cariño —explicó él—. Si nos llevamos una libra con veinte por cada libro vendido, la cifra es contundente.

—¡Coño! —exclamó Rebecca, y Johnnie rio de buena gana, contagiado por los ojos brillantes de ella. Estaban llenos de ilusión. No era usual verla soltando palabras malsonantes, pero supuso que estaba más que justificado.

Aquella noche planearon salir a celebrarlo, pero Johnnie descubrió con disgusto que el traje que se había comprado para la firma del contrato en Londres le quedaba bastante apretado. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para abrocharse el pantalón, y resultaba del todo imposible conseguir cerrar la chaqueta.

—Quizá deberías pensar en una dieta, señor escritor —sugirió ella—. A menos que te hayas propuesto ser el nuevo Matthew Martin. Él estaba frente al espejo, desnudo, observando la prominente panza que empezaba a colgar sobre el pubis. En la espalda, la columna vertebral formaba un cráter, hundida entre unos abultados lumbares. Su cara se había deformado por mor de una generosa papada, y las mejillas le abultaban como si tuviera algodones en los carrillos. El cambio había sido tan progresivo y rápido que no se había dado cuenta hasta ese momento, pero ahora apenas reconocía la figura que le devolvía el espejo. Estaba realmente orondo.

—Quizá sí —contestó con visible pesadumbre.

Al final del siguiente mes volvió a llegar un nuevo estado de cuentas, esta vez de cincuenta y cuatro mil libras adicionales. Rebecca estaba entusiasmada, y mientras Johnnie asistía a unas jornadas en North Hampton organizadas por miembros de una asociación de escritores de terror, ella se fue a ver a un agente inmobiliario.

Johnnie siempre había querido vivir en algún lugar apartado de la ciudad, rodeado de árboles y, a ser posible, junto a un lago. No había lagos en la ciudad en la que vivían, pero encontró una hermosa casa en una urbanización de alto standing, que era justo lo que él le describía tan a menudo en sus ensoñaciones, cuando jugaban a imaginar qué harían si les tocase la lotería. Tenía terraza delantera y trasera, un pequeño jardín inglés, una chimenea construida bajo un pilar central de ladrillo visto, una cocina enorme y varios dormitorios; porque si el sueño de su marido era una casa grande y aislada, el de ella era tener una familia, y las condiciones para ello nunca habían sido más propicias: ella se servía de un ordenador y una conexión a internet para su trabajo (rara vez tenía que acudir a la oficina para asistir a alguna reunión) y Johnnie trabajaría en casa todo el día, escribiendo más novelas. Los niños podrían jugar entonces en el jardín, sin echar de menos a unos padres que se van por la mañana temprano y vuelven tarde por la noche, después del trabajo.

Aquella noche, Rebecca le enseñó a Johnnie la ficha con los detalles de la propiedad, y él se quedó embelesado mirando las fotografías. Era como si alguien hubiera tomado instantáneas de lo que siempre había imaginado para ambos. Riendo como colegiales, buscaron la ubicación en Google Maps y se maravillaron imaginándose recorriendo todos aquellos caminos que atravesaban una extensa campiña llena de árboles. A un kilómetro de distancia, hacia el nordeste, parecía haber un riachuelo que bajaba serpenteando por una cañada cuajada de juncos, y por el lado contrario, uno de los caminos subía sinuoso reptando por la falda de una montaña. Recorrieron todos los senderos con ojos llenos de sueños, y decidieron que si las ventas continuaban manteniéndose unos cuantos meses más, se embarcarían en la compra de la casa. Tendrían bastante para pagar más de la mitad del importe, y el resto podría financiarse con una hipoteca.

Aquella noche hicieron el amor, y Rebecca se quedó dormida pensando que su pecho podía explotar de felicidad en cualquier momento.

Al día siguiente, como si un augurio divino los estuviera iluminando, Johnnie recibió una llamada de Cormick.

—¡Buenos días, Johnnie! —saludó al otro lado del teléfono. Cormick tenía la facultad de sonar siempre como si estuviera empezando unas largas y fantásticas vacaciones.

—Buenos días, Jules —exclamó, afable.

—Escucha, tengo excelentes noticias para vosotros.

—¿De qué se trata?

—¡Tenemos luz verde para la versión americana! —soltó Jules. Aunque no lo tenía delante, Johnnie pudo imaginarlo sentado a la mesa de su escritorio, vistiendo con notable pulcritud una chaqueta oscura y una impecable camisa blanca.

—En… ¿en serio? —dijo Johnnie—. Eso… ¡eso es fantástico!

—Vaya si lo es, amigo. América y Australia; imagínate cuánta gente va a leer tu libro.

—¡Uau! —soltó Johnnie, con la cabeza dando vueltas ante las proporciones del mercado que se le abría—. ¿Quieres que vayamos allí para firmar algo?

Al otro lado de la línea, Jules rio.

—Aunque nos encanta verte por aquí, no tienes que hacerlo. Tu contrato actual cubre la distribución en todos los países en todos los idiomas. Tú asegúrate de que tu cuenta bancaria permite un montón de dígitos y nosotros haremos el resto.

Johnnie rio.

—Y eso me lleva a otra cosa, que es el verdadero motivo de mi llamada —dijo Jules.

—Dime…

—Me imagino que, después del éxito que estás teniendo, estarás escribiendo otro libro…

Johnnie parpadeó. Había estado tan ocupado viendo las reacciones de las críticas por internet y yendo de un lado a otro, que ni siquiera se había parado a pensar que quizá sería hora de escribir una segunda novela. Habían pasado tres meses ya, pero de alguna forma el tiempo había volado. Se sintió un poco extraño por no poder contestar de forma positiva, como si hubiera estado perdiendo el tiempo.

—Bueno, tengo algunas ideas. Aún les estoy dando vueltas.

—¡Estupendo! Ya lo imaginábamos —dijo Cormick—. Siempre al pie del cañón, como debe ser.

Johnnie no contestó, pero cambiaba el peso del cuerpo de una pierna a otra, nervioso por su pequeña mentira.

—Escucha, ya sabes que estamos encantados contigo, Johnnie. Estaríamos locos si te dejásemos escapar, así que hemos estado hablando estos días y queremos ofrecerte un adelanto por un segundo contrato por tu nueva novela. No es un adelanto de ventas, es una cantidad adicional por tu compromiso de que publicarás con nosotros.

Johnnie dijo algo, pero ni siquiera él mismo fue consciente de su respuesta. Tampoco había pensado en eso. Imaginó que era probable que ahora recibiera ofertas de editoriales internacionales aún más grandes, si es que las había.

—¿Qué tal te suena, Johnnie? —le preguntó Cormick.

—Suena muy bien, Jules. Muy bien… —admitió él. La casa que habían estado mirando revoloteaba en su cabeza. Sabía que aún era pronto, pero no pudo evitar imaginarse metiendo su vida en cajas de embalaje y llevándoselas allí.

—Escucha, no tienes que decidirlo ahora. Háblalo con Rebecca. Pero no vamos a engañarte: te harán otras ofertas. Es más, me extrañaría que no lo hubieran hecho ya…

—No, no. Ninguna oferta —le aseguró Johnnie.

—De acuerdo. De todos modos, te digo esto porque vamos a ser justos contigo, y nuestra oferta será tan buena como la de cualquier otro. Queremos trabajar contigo, y que ganes todo el dinero que te mereces, porque así seguiremos juntos en el futuro, ¿entiendes?

—Sí.

—¿Quieres que te diga la cifra que hemos barajado para que puedas hablarlo con tu mujer?

Johnnie tragó saliva antes de contestar.

—Sí, por favor…

Cormick dejó transcurrir unos instantes antes de soltar la cifra por la línea del móvil.

—Doscientas mil libras.

La cifra se dibujó en la mente del escritor con un fastuoso relieve, ominosa y recubierta de brillos metálicos. Doscientas mil libras era la mitad de lo que costaba la casa. Si a eso le sumaban lo que ya habían ganado, tendrían la casa pagada casi en su totalidad.

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