Alex

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Segunda parte » Capítulo 34

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Alex ha intentado una última maniobra de resistencia. «No estoy vestida, no puedo salir así, no he traído nada». «Estás perfecta». Y de repente están frente a frente en el salón. Jacqueline la mira fijamente, sumerge su mirada en los ojos verdes de Alex y asiente con la cabeza con una admiración entremezclada de añoranza, como si contemplara una parte de su propia vida, como si recordara lo bueno que es ser joven y guapa, y dice convencida: «Estás perfecta». Alex ya no sabe qué más decir, toman un taxi y casi sin darse cuenta ya han llegado. La sala de baile es muy grande. A Alex, el local en sí ya le parece trágico, como el circo o el zoo, uno de esos lugares que provocan una tristeza inmediata e inexplicable; además, para llenarlo harían falta ochocientas personas, y apenas hay ciento cincuenta. Una orquesta, acordeón, piano eléctrico, los músicos rondan la cincuentena, el director lleva un peluquín castaño que le resbala con el sudor y uno se pregunta si no acabará por caerle sobre la espalda. Un centenar de sillas rodean el parquet, brillante como una moneda nueva, y una treintena de parejas pasan y vuelven a pasar disfrazadas de invitados a una boda, de españoles de poca monta, de charlestón o de bolero. Parece un lugar de encuentro para los solitarios. Jacqueline no lo ve así, allí se siente como en su casa, le encanta y se nota. Conoce a la gente, y les presenta a Alex: «Laura —y le guiña un ojo—, mi sobrina». La mayoría rondan entre los cuarenta y cincuenta años. Las treintañeras tienen allí aspecto de huérfanas y los treintañeros, de tipos turbios. Hay también una decena de mujeres enérgicas, de la edad de Jacqueline, acicaladas, peinadas y maquilladas, del brazo de maridos amables y pacientes de impecable raya en el pantalón, unas mujeres ruidosas y chistosas, de las que se apuntan a un bombardeo. Acogen a Alex con abrazos, como si aguardaran ese encuentro con impaciencia desde hace tiempo; pero pronto la olvidan porque, ante todo, han ido a bailar.

Y todo eso no es más que un inmenso pretexto porque allí está Mario, y es por él por quien Jacqueline ha ido. Debería habérselo dicho a Alex, lo habría hecho más sencillo. Un tipo de unos treinta años con físico de albañil, algo torpe pero de una virilidad incontestable. Así que, a un lado, Mario, el albañil, y al otro, Michel, con un estilo de antiguo directivo, con corbata, uno de esos hombres que se estiran los puños de la camisa con la punta de los dedos y que llevan gemelos con sus iniciales. Viste un traje verde acuoso, muy claro, con un fino galón negro a lo largo de la pernera, como muchos otros, que hace que uno se pregunte en qué otro sitio se podría lucir semejante prenda. Está loco por Jacqueline y se le nota, salvo que, frente a Mario, sus cincuenta años pesan; Jacqueline no le presta la menor atención a Michel, y Alex se limita a observarlos en esa danza invisible. Aquí, bastan unos rudimentos de etología para poder interpretar todas las relaciones.

A un lado de la sala hay una barra, que casi parece una cantina, donde los clientes se apiñan, charlan y bromean cuando el baile decae, y donde los hombres abordan a las mujeres. En algunos momentos, la multitud se agolpa en ese rincón de la sala y las parejas que siguen bailando todavía parecen más solas, como las figuritas de una tarta nupcial. El director de la orquesta acelera entonces la cadencia para acabar lo antes posible y probar suerte con otro tema.

Son más de las dos cuando la sala comienza a vaciarse. Algunos hombres se agarran febriles a sus parejas en el centro de la pista antes de que se les acabe el tiempo.

Mario desaparece, Michel se ofrece a acompañarlas, Jacqueline se niega, toman un taxi, pero antes se despiden con besos y abrazos, ha sido una velada formidable, y todo son promesas.

En el taxi, Alex se atreve a mencionarle a Michel a una Jacqueline algo bebida que responde con una confidencia que no es ningún secreto: «Siempre me han gustado los hombres más jóvenes». Acompaña sus palabras con un pequeño mohín, como si confesara que es incapaz de resistirse al chocolate. «Ambas cosas se compran», piensa Alex. Porque tarde o temprano Jacqueline tendrá a su Mario, pero de una manera u otra le costará caro.

—Te has aburrido, ¿verdad?

Jacqueline ha cogido la mano de Alex en la suya y la aprieta con fuerza. Curiosamente, tiene las manos frías, son unas manos largas, apergaminadas, con unas uñas interminables. En esa caricia imprime todo el afecto que la hora y la ebriedad le permiten.

—No —asegura Alex con convicción—, ha sido divertido.

Pero decide que se marchará al día siguiente. A primera hora de la mañana. No tiene reserva, pero ya encontrará billete.

Llegan al hotel. Jacqueline se tambalea sobre sus altos tacones. «Vamos, es tarde». Se besan en la entrada sin hacer ruido para no despertar a nadie. «¿Hasta mañana?». Alex responde con un sí a todo, sube a su habitación, coge su maleta, vuelve a bajar y la deja cerca de la recepción, se cuelga el bolso de un hombro, pasa detrás del mostrador y abre la puerta del pequeño salón.

Jacqueline se ha descalzado y acaba de servirse un gran vaso de whisky. Ahora que está sola, que vuelve a ser ella misma, aparenta cien años más.

Al ver entrar a Alex, sonríe. «¿Has olvidado algo?». Alex no le da tiempo de articular la frase, coge el auricular del teléfono y le asesta un golpe terrible en la sien derecha. Jacqueline se vuelve y se desploma. Su vaso rueda por el suelo de la habitación. Alza la cabeza y Alex la golpea en el cráneo con todas sus fuerzas, con ambas manos esta vez, con la base del gran teléfono de baquelita. Matar a la gente golpeándole la cabeza es su especialidad, y además es lo más rápido cuando no se tiene un arma. Esta vez, tres, cuatro, cinco golpes alzando los brazos lo más arriba posible, y asunto resuelto. La cabeza de la vieja ha quedado bastante deformada, pero todavía no está muerta; es la segunda ventaja de la cabeza: aturde, pero permite disfrutar del postre. Alex le propina dos fuertes golpes más en el rostro y se da cuenta de que Jacqueline lleva dentadura postiza. Le sobresale casi entera de la boca, torcida, un modelo de resina, con buena parte de los dientes delanteros rotos. La nariz le sangra abundantemente y Alex se aparta para no mancharse. El cable del teléfono le sirve para atarle las muñecas y los tobillos, tras lo cual, aunque la vieja aún se mueva, ya no tiene de qué preocuparse.

Alex siempre se protege bien la nariz y el rostro y vierte el ácido desde lejos, extendiendo el brazo al máximo y agarrando un buen mechón de cabellos. Y en esta ocasión aún con más razón, puesto que el ácido sulfúrico concentrado provoca una efervescencia de singular intensidad al caer sobre la resina de la dentadura.

Cuando la lengua, la garganta y el cuello de la hotelera se funden, emite un grito ronco y grave, animal, y su vientre se eleva como un globo hinchado con helio. Puede que ese grito no sea más que un acto reflejo, es difícil saberlo. Sin embargo, Alex espera que sea de dolor.

Abre la ventana que da al patio y entorna la puerta para crear una corriente de aire, y luego, cuando la atmósfera vuelve a ser respirable, cierra la puerta y deja la ventana abierta. Busca la botella de Bailey’s, no la encuentra, prueba el vodka, no está mal, y se acomoda en el sofá. Un ojo sobre el cuerpo de la vieja. Muerta, parece completamente desarticulada, y eso no es nada comparado con la cara, con lo que queda de ella: la carne fundida por el ácido se ha mezclado con el bótox formando un amasijo infame.

¡Puaj!

Alex está rendida.

Coge una revista y empieza a hacer un crucigrama.

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