Alex

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Segunda parte » Capítulo 35

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Están atascados. El juez, el tiempo, la investigación, nada funciona. Incluso Le Guen se enfada. Y esa chica, de la que aún no saben nada. Camille ha terminado sus informes y mata el tiempo. Nunca le apetece demasiado volver a casa. Si Doudouche no lo estuviera esperando…

Trabajan diez horas diarias, han grabado decenas de declaraciones, releído docenas de informes, atestados, resúmenes de noticias, han requerido precisiones, verificado detalles y horarios de las personas interrogadas… Y siguen sin tener nada.

Louis asoma la cabeza y entra. Al ver los papeles esparcidos sobre la mesa, le hace un gesto al comandante: «¿Puedo?». Camille indica: «Sí». Louis pasa las hojas, son retratos de la chica. El retrato robot proporcionado por el equipo de identificación ofrece un parecido suficiente para que los testigos puedan reconocerla; sin embargo, es un retrato sin vida, mientras aquí, de memoria, Camille lo ha recompuesto, transfigurado. Esa chica no tiene nombre, pero en esos dibujos tiene alma. Camille la ha dibujado diez, veinte, treinta veces tal vez, como si la conociera muy bien. En uno de los retratos aparece sentada a la mesa, sin duda en un restaurante, con las manos entrelazadas bajo el mentón, como si escuchara a alguien explicar una anécdota, con unos ojos claros y alegres. En otro impresionante boceto, la chica alza la cabeza y llora, diríase que se ha quedado sin palabras y le tiemblan los labios. En un tercero se la ve en la calle, camina y arquea la espalda al volverse para ver el reflejo de su rostro sorprendido en el cristal de un escaparate. Gracias al lápiz de Camille, esa chica está increíblemente viva.

A Louis le apetece dar su opinión acerca de esos dibujos, lo mucho que le gustan; sin embargo, se reprime al recordar que Camille dibujaba a Irène así, en todo momento. Sobre la mesa de su despacho siempre había nuevos croquis, los garabateaba mientras hablaba por teléfono, eran el fruto involuntario de su pensamiento.

Así que Louis no dice nada al respecto. Intercambian unas palabras. No, Louis aún se va a quedar un rato, no mucho, tiene que acabar unas cosas. Camille asiente, se levanta, se pone el abrigo, coge su sombrero y sale.

Camille se sorprende de cruzarse con Armand. Son raras las ocasiones en que este se queda en el despacho hasta tan tarde. Armand lleva un cigarrillo en cada oreja y del bolsillo de su americana gastada sobresale la punta de un bolígrafo de cuatro colores. Eso significa que en algún lugar de la planta hay un agente nuevo, una circunstancia en la que el olfato de Armand nunca falla. Un principiante no puede dar dos pasos en el edificio sin tropezar con el veterano más simpático de la tierra, dispuesto a hacerle de cicerone por ese laberinto de pasillos, simpatías y rumores, un tipo afable que comprende muy bien a los jóvenes. A Camille le encanta. Parece uno de esos números en los que al desafortunado espectador que sale al escenario lo despojan del reloj y la cartera sin que se dé cuenta. A lo largo de la conversación, al principiante le vuelan cigarrillos, bolígrafo, cuaderno, mapa de París, billetes de metro, cheques restaurante, tarjeta del aparcamiento, calderilla, periódico del día y revista de crucigramas. El primer día, Armand acumula cuanto puede, porque luego ya es demasiado tarde.

Camille y Armand abandonan juntos la brigada. Camille le estrecha la mano a Louis por la mañana, pero nunca por la noche. Con Armand, se dan la mano por la noche sin decirse nada.

En el fondo, hay algo que todo el mundo sabe pero nadie dice: Camille es un hombre lleno de costumbres que impone a su entorno y siempre es capaz de crear alguna nueva.

De hecho, más que de costumbres se trata de rituales. Maneras de reconocerse. Con él, la vida es una perpetua celebración, salvo que nadie sabe qué se celebra. Y un lenguaje. Incluso ponerse las gafas, en el caso de Camille, puede tener distintos significados; según el caso, puede ser: «Necesito reflexionar», «Dejadme en paz», «Me siento viejo» o «A ver si pasan diez años». Para Camille, ponerse las gafas es tal vez el equivalente de atusarse el flequillo en el caso de Louis, un lenguaje de signos. Puede que Camille actúe de ese modo a causa de su baja estatura. Necesita anclarse en el mundo.

Armand estrecha la mano de Camille y corre hacia el metro. Camille se queda sin saber qué hacer. Doudouche es cariñosa y hace lo que puede, pero volver a casa por la noche solo por ella…

Camille ha leído en algún sitio que la señal que puede salvarlo a uno llega en el momento en el que ya no se cree en nada.

Y eso es lo que sucede justamente entonces, en ese preciso instante.

El chaparrón, que les había dado un momento de tregua, se desata de nuevo con más fuerza. Camille se sujeta el sombrero para que no se lo lleve el viento y se dirige hacia la parada de taxis, totalmente desierta. Hay dos hombres inclinados sobre la calzada que esperan bajo sendos paraguas negros y miran a lo lejos, fastidiados, como pasajeros que aguardan impacientes un tren que llega con retraso. Camille consulta su reloj. El metro. Media vuelta, unos pasos, de nuevo media vuelta. Se detiene y observa el carrusel en torno a la parada de taxis. Un coche avanza lentamente por el carril reservado, tan lentamente que incluso parece una discreta invitación, aterciopelada, la ventanilla está bajada… Y de repente Camille sabe que lo ha encontrado. Que no le pregunten por qué. Quizá porque se le han agotado las soluciones. El autobús no era posible debido a la hora; el metro, demasiado arriesgado, hay cámaras por todas partes y, después de cierta hora, cuando está desierto, siempre hay alguien que puede fijarse en ti. El taxi tampoco, no hay nada mejor para ser observado de cerca.

Así que…

Así que eso es lo que ocurrió. No pierde el tiempo dándole más vueltas, se cala el sombrero, adelanta al cliente que se disponía a subir, farfulla una disculpa y mete la cabeza por la ventanilla.

—¿Al quai de Valmy?

—¿Quince euros? —propone el conductor.

Es de un país del Este, pero ¿cuál? A Camille no se le dan nada bien los acentos… Abre la puerta trasera. El coche arranca. El conductor sube la luna de la ventanilla. Lleva un chaleco de lana, tricotado, casero, con una cremallera. Hace al menos diez años que Camille no ve una prenda semejante. Desde que tiró el suyo. Pasan unos minutos y Camille cierra los ojos, aliviado.

—He cambiado de opinión —dice—, lléveme mejor al quai des Orfèvres.

El conductor lo mira por el retrovisor. En el quai des Orfèvres, todos en Francia lo saben, está la Prefectura de Policía de París.

Y se encuentra con la placa del comandante Verhoeven en primer plano.

Louis se está poniendo su abrigo Alexander McQueen, a punto de marcharse, cuando Camille llega con su presa. Louis se sorprende.

—¿Tienes un segundo? —pregunta Camille.

Sin aguardar la respuesta, lleva al conductor a una sala de interrogatorios y se apoya en una silla, frente a él.

No va a tardar mucho. Y eso es lo que le explica al tipo:

—Hablando se entiende la gente de bien, ¿no es así?

El concepto «gente de bien» es un tanto complejo para un lituano de cincuenta años. Por ello, Camille se refugia en valores más seguros, explicaciones más sencillas y, por ende, más eficaces.

—Nosotros, y me refiero a la policía, nos vamos a volcar en este asunto. Puedo movilizar a las fuerzas necesarias para rodear las estaciones del Norte y del Este, la de Montparnasse, la de Saint-Lazare e incluso la de Invalides para impedir las salidas hacia el aeropuerto de Roissy. Podemos hacer una redada y detener a dos tercios de los taxistas sin licencia de París en menos de una hora y evitar que el resto trabaje durante dos meses. A los que pillemos, los traemos aquí, retenemos a los que no tienen papeles, a los que lleven documentación falsa y a los que los tengan caducados, y les metemos una multa equivalente al precio de su coche, y requisamos los vehículos. Ah, sí, no podemos hacer otra cosa, es la ley, ya me entiendes. Y luego metemos a la mitad de vosotros en aviones con destino a Belgrado, Tallin o Vilnius, ya nos ocuparemos de las reservas, ¡no te preocupes!, y a los que queden los enviamos dos años a la cárcel. ¿Qué me dices a eso, amigo?

El taxista lituano no domina el francés, pero ha entendido lo esencial. Mira con inquietud su pasaporte, que está sobre la mesa. Camille lo alisa con el canto de la mano, como si quisiera limpiarlo.

—Además, te voy a guardar esto, si me permites. En recuerdo de nuestro encuentro. Y te devolveré esto otro.

Le tiende su teléfono móvil. El semblante del comandante Verhoeven cambia bruscamente, no está para bromas. Deja violentamente el teléfono sobre la mesa metálica.

—Y ahora me pones patas arriba la comunidad. Quiero a una chica de entre veinticinco y treinta años, atractiva pero muy cansada. Sucia. Uno de vosotros la recogió el miércoles 11 entre la iglesia y la porte de Pantin. Quiero saber adónde la llevó. Tienes veinticuatro horas.

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