Alex

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Segunda parte » Capítulo 37

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El juez ha exigido la presencia del equipo al completo, con Le Guen a la cabeza, Camille, Louis y Armand. El caso está lamentablemente atascado.

Atascado pero, sin embargo…, no tanto como parece. Porque por fin hay novedades. Algo, de hecho, verdaderamente cabal y radicalmente nuevo, y para que todo el mundo lo disfrute, el juez ha pedido a Le Guen que amplíen el radio de acción. Apenas entra en el despacho de la brigada con paso austero, Le Guen trata de calmar a Camille con sus insistentes miradas. Camille, por su parte, siente cómo la presión le sube desde el vientre. Sus dedos, entrelazados a su espalda, se mueven como si se prepararan para una operación de una precisión máxima. Observa la entrada del juez. Por la manera en que se comporta desde el inicio de la investigación se adivina que, para él, la prueba de la inteligencia es tener la última palabra. Y hoy no tiene intención de ceder ni un ápice.

El juez va impecablemente vestido. Traje sobrio, gris, corbata sobria, gris, la elegancia que encarna la serenidad de la justicia. A la vista de ese traje, propio de Chéjov, Camille adivina que Vidard va a deleitarlos con una representación teatral. No tiene ningún mérito, el papel del juez ya está escrito. La obra podría titularse Crónica de un nuevo anuncio, porque el equipo ya sabe a qué atenerse, y resumirse en «son ustedes unos imbéciles», porque la teoría de Camille acaba de irse al traste.

La noticia les ha llegado dos horas antes. El asesinato de una tal Jacqueline Zanetti, hotelera de Toulouse. Golpeada violentamente en la cabeza, con un encarnizamiento evidente, luego atada y rematada con ácido sulfúrico concentrado.

Camille ha telefoneado de inmediato a Delavigne. Se conocieron al inicio de sus carreras, veinte años atrás, y es comisario de la brigada criminal en Toulouse. En cuatro horas se han llamado siete u ocho veces. Delavigne es un tipo sólido, servicial, solidario e incordiado, y de qué manera, por su colega Verhoeven. En el transcurso de la mañana, desde su despacho, Camille ha asistido a las primeras constataciones y a los interrogatorios casi como si hubiera estado presente.

—No cabe la menor duda —dice el juez—, seguro que se trata de la misma asesina. De un asesinato a otro, el método es casi invariable. El atestado afirma que la muerte de la señora Zanetti se produjo el jueves, a primerísima hora de la madrugada.

—Su hotel es bastante conocido —ha dicho Delavigne—, un sitio very quiet.

Ah, sí. Delavigne es así, le gusta trufar su conversación de anglicismos. Es su estilo. A Camille le molesta sobremanera.

—La chica llegó el martes a Toulouse, hemos dado con su rastro en un hotel cerca de la estación donde se alojó bajo el nombre de Astrid Berma. Al día siguiente cambió de alojamiento. El miércoles se hospedó en el de Zanetti, el hotel du Pré Hardy, bajo el nombre de Laura Bloch, y el jueves in the night le dio varios golpes con el teléfono. En plena cara. Luego la remató con ácido sulfúrico y limpió la caja del hotel, alrededor de unos dos mil euros, antes de desaparecer.

—No escatima en identidades, que digamos…

—No, nada que decir en cuanto a eso.

—No sabemos si se desplaza en coche, en tren o en avión. Investigaremos la estación de ferrocarriles, la de autobuses, las agencias de alquiler y los taxis, pero necesitaremos tiempo.

—Han hallado sus huellas por todas partes —señala el juez—, en su habitación, en el salón de la señora Zanetti… Está claro que no le importa que las encuentren. Como no está fichada, sabe que no tiene por qué preocuparse. Raya la provocación.

El hecho de que en la misma sala haya un juez y un comisario no impide que los policías obedezcan la regla de Camille: en las reuniones de síntesis, uno se queda de pie. Camille, apoyado en la puerta, guarda silencio y espera.

—¿Luego? —ha preguntado Delavigne—. Pues el jueves por la noche acompañó a Zanetti al baile del Central, un lugar bastante picturesque

—¿En qué sentido?

—Es un local de viejos y solitarios. Solteros, aficionados al baile. De veintiún botones con sus americanas blancas, corbatas finas y vestidos de volantes… A mí me parece más bien funny, pero creo que a ti te parecería deprimente.

—Ya veo.

—No, no creo que lo veas realmente.

—¿Hasta ese punto?

—Ni te lo puedes imaginar. ¡El Central debería formar parte del circuito de los turistas japoneses como pinnacle of achievement!

—¡Albert!

—¿Qué?

—Deja ya esos anglicismos, no sabes cómo me joden.

Ok, boy.

—Mucho mejor… ¿El asesinato está relacionado con esa salida?

—A priori, no. Ningún testimonio lo indica. La velada fue «animada», «divertida», alguno la califica incluso de «formidable», en resumen, una velada de mierda, pero en cualquier caso sin problemas ni disputas, salvo las habituales historias de ligue, de parejas, en las que la chica no tomó parte. Se mantuvo al margen, según parece. Parecía que estuviera allí para satisfacer a Zanetti.

—¿Se conocían?

—Zanetti la presentó como su sobrina. Bastó menos de una hora para comprobar que no tiene hermanos ni hermanas. En esa familia hay tantas sobrinas como comulgantes en un burdel.

—Si tú no sabes nada acerca de comulgantes…

—¡Por supuesto, señor! En cuestión de comulgantes, ¡los proxenetas de Toulouse son muy estrictos!

—Pero sé que ya disponen de todos los elementos gracias a sus colegas de Toulouse —dice el juez—. No, eso no es lo interesante.

«Vamos, canta», piensa Camille.

—Lo interesante es que hasta ahora solo había matado a hombres mayores que ella y este asesinato de una mujer de más de cincuenta años hace que su hipótesis se tambalee. Me refiero a la teoría del comandante Verhoeven acerca de los asesinatos sexuales.

—También era la suya, señoría.

Es Le Guen. También él empieza a estar harto.

—¡Absolutamente! —dice el juez.

Sonríe, casi contento.

—Todos hemos cometido el mismo error.

—No se trata de ningún error —dice Camille.

Todos lo miran.

—En resumen —ha dicho Delavigne—, se fueron juntas al baile, y tenemos un montón de testigos entre las amistades y los conocidos de la víctima. Describen a la chica como amable, smiley (sorry), y todos la reconocen en el retrato robot que me enviaste. Guapa, delgada, ojos verdes, castaña-pelirroja. Dos mujeres dicen estar seguras de que se trataba de una peluca.

—Creo que tienen razón.

—Noche de baile en el Central y luego regreso al hotel, hacia las tres de la madrugada. El asesinato debió de cometerse poco después, porque (a ojo, ¿eh?, habrá que esperar los resultados de la autopsia para estar seguros) el forense estima que el crimen se cometió hacia las tres y media.

—¿Una pelea?

—Es posible pero, para acabarla con ácido sulfúrico, debían de dirimir diferencias insalvables.

—¿Nadie oyó nada?

No one. Sorry… Qué quieres, a esa hora todos los clientes estaban durmiendo. Y además, unos telefonazos en la cara tampoco arman tanto alboroto.

—Esa Zanetti, ¿vivía sola?

—Por lo que sabemos, según en qué épocas. En los últimos tiempos, sí, estaba sola.

—Poco importa su hipótesis, comandante. Puede usted agarrarse a la teoría que desee, pero eso no nos hace avanzar y por desgracia no altera el resultado. Tenemos entre manos el caso de una asesina totalmente imprevisible, que se desplaza rápido y a menudo, que mata indiferentemente a hombres y mujeres, que se mueve libremente y que ni siquiera se inquieta puesto que no está fichada. Así que mi pregunta, señor comisario, es muy sencilla: ¿qué piensa hacer?

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