Alex

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Segunda parte » Capítulo 38

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—Está bien, si dices que es media hora… Pero ¿me traerás de vuelta?

Félix juraría cualquier cosa. Sin embargo, tiene la impresión de que las cosas no han ido demasiado bien con Julia, que su conversación no le ha interesado. La primera vez, a la salida del restaurante, sintió que no estaba a la altura, y hace un rato, al teléfono, no cree haber jugado un buen partido. En su descargo, la llamada de Julia lo ha trastocado, no la esperaba. Y ahora esta velada. Y antes el restaurante, vaya idea ha tenido. Lo ha pillado desprevenido, qué se le va a hacer… Esa chica te llama, te dice que está tumbada en su cama y te propone que cenes con ella esta noche. Sí, vale, esta noche, pero ¿dónde? Así que te quedas en blanco y dices lo primero que te viene a la cabeza, y luego…

Al principio, ella se ha divertido excitándolo. Conoce el efecto que provoca el vestido que ha elegido, y no ha fallado: en cuanto la ha visto, parecía que se le iba a desencajar la mandíbula. Luego Alex ha dicho: «Buenas noches, Félix…», apoyando su mano sobre el hombro de él y le ha rozado la mejilla con los labios, muy deprisa, con familiaridad. Félix se ha derretido, confuso, porque ese gesto podía significar tanto «de acuerdo para esta noche» como «seamos buenos amigos», como si trabajaran juntos. Alex sabe hacer muy bien esas cosas.

Ha dejado que él le hablara de su vida profesional, de los escáneres, las impresoras, la empresa, las oportunidades de promoción futuras, los colegas que no le llegan ni a la suela del zapato y hasta de la facturación del mes, que Alex ha recibido con un «¡oh!» de admiración y Félix, sacando pecho, ha interpretado como si hubiera recuperado terreno tras un gol.

No, lo que divierte a Alex de ese hombre es su rostro, le provoca sensaciones fuertes, desconcertantes, y sobre todo, le encanta advertir la violencia de su deseo. Esa es la razón de que esté allí. Todos los poros de su piel gritan que quiere acostarse con ella. Su virilidad está a punto de estallar a la menor chispa. Cuando ella le sonríe, se pone tan tenso que parece que vaya a levantar la mesa. Igual que la primera vez. «¿Será un eyaculador precoz?», se pregunta Alex.

Después, en su coche, Alex se ha subido el vestido un poco más de lo necesario y él no puede resistirse, llevan diez minutos en camino y le pone la mano sobre el muslo, muy arriba. Alex no dice nada, cierra los ojos y sonríe para sus adentros. Cuando vuelve a abrirlos lo lee en su rostro, eso lo ha hecho enloquecer, si pudiera se la tiraría allí mismo, de inmediato, en el cinturón periférico. En ese preciso momento pasan junto a la porte de la Villette, ahí fue donde Trarieux murió atropellado por el semirremolque. Alex se siente muy feliz, la mano de Félix sube por su muslo y ella lo detiene. El gesto, sereno y caluroso, tiene más de promesa que de prohibición. Lo sujeta de la muñeca de una manera… Si sigue con esa erección, el tipo no va a llegar entero, estallará en pleno vuelo. Avanzan en silencio, el ambiente en el coche es denso, arde, el silencio está suspendido como una bengala sobre un detonador. Félix conduce deprisa, Alex se siente tranquila. Y tras la vía rápida, un suburbio inmenso, una hilera de edificios altos y tristes. Aparca su coche a la primera y se vuelve hacia ella, pero Alex ya ha salido del coche y se alisa el vestido con la mano. Él se dirige hacia el edificio con un enorme bulto en la bragueta que ella finge no ver. Alza la vista, el edificio debe de tener al menos veinte plantas.

—Doce —dice él.

Está tolerablemente destartalado, las paredes sucias, cubiertas de inscripciones obscenas. Algunos buzones están reventados. Él se avergüenza, parece como si solo ahora se le hubiera ocurrido que podría haberla llevado a un hotel. Pero la palabra «hotel» justo al salir del restaurante hubiera significado inequívocamente «quiero follarte» y no ha osado. Y de repente, se siente avergonzado. Ella le sonríe para darle a entender que no tiene ninguna importancia. Y es verdad, para Alex, eso carece de importancia. Para tranquilizarlo, le pone de nuevo la mano en el hombro y, mientras él busca la llave, ella le da un beso muy breve y muy ardiente en la mejilla, casi en el cuello, y le provoca un escalofrío. Él se detiene en seco, toma aire, abre la puerta, enciende las luces y dice: «Entra, ahora vuelvo».

Apartamento de soltero. De divorciado. Ha corrido hacia el dormitorio. Alex se quita la chaqueta, la deja sobre el sofá y vuelve para observarlo. La cama no está hecha, la verdad es que no hay nada hecho, y él extiende las sábanas con amplios movimientos. Cuando la descubre en el umbral, sonríe torpemente, se disculpa, trata de hacerlo con rapidez, tiene verdadera prisa por recoger y acabar, Alex lo ve apañárselas como puede. Una habitación sin personalidad, una habitación de hombre sin mujer. Un ordenador desfasado, ropa esparcida, un maletín pasado de moda, un viejo trofeo de fútbol sobre un estante; en un marco, la reproducción de una acuarela como las que hay en las habitaciones de hotel, ceniceros atestados de colillas, él está de rodillas sobre la cama y estira los brazos tratando de alisar la sábana, Alex se le acerca, está justo detrás de él, alza el trofeo de fútbol con ambas manos por encima de la cabeza y lo abate sobre la parte posterior del cráneo. Al primer golpe, el ángulo de la base de mármol se hunde al menos tres centímetros produciendo un ruido sordo y una especie de vibración en el aire. La violencia del impacto desequilibra a Alex, que da un paso a un lado, regresa hacia la cama, busca un ángulo mejor, alza de nuevo los brazos por encima de la cabeza y abate el trofeo con todas sus fuerzas, apuntando. La arista de la base se hunde en el occipital y Félix cae sobre su vientre, presa de violentas convulsiones… Según parece, ya está listo. Mejor ahorrar.

Quizá ya esté muerto y el sistema neurovegetativo siga agitando su cuerpo.

Se acerca, se inclina con curiosidad y lo levanta de un hombro. Pues no, parece solo inconsciente. Gime y respira. Incluso conserva el reflejo del parpadeo. Tiene el cráneo tan machacado que clínicamente ya está medio muerto. Puede que dos terceras partes muerto.

Así que no está muerto del todo.

Mejor.

En cualquier caso, con la que acaba de caerle, no representa un gran peligro.

Lo tumba boca arriba, es pesado, sin resistencia. Hay corbatas, cinturones, todo lo necesario para atarle las muñecas y los tobillos, será cosa de unos minutos.

Alex va hasta la cocina, de camino coge su bolso, vuelve al dormitorio, saca un frasco y se sienta a horcajadas sobre el pecho de Félix, le rompe unos cuantos dientes al forzarle la mandíbula con el pie de la lamparilla, dobla un tenedor y se lo mete en la boca para mantenerla abierta, se aparta, le hinca el gollete en el fondo de la garganta y le vierte tranquilamente medio litro de ácido sulfúrico concentrado en la laringe.

A Félix, cómo no, eso lo despierta.

Aunque no por mucho tiempo.

Hubiera jurado que esos edificios eran ruidosos. Sin embargo, por la noche hay tranquilidad, y el entorno, visto desde la duodécima planta, es bastante bonito. Busca un punto de referencia, pero le es difícil orientarse en ese paisaje nocturno. Tampoco había visto que la autopista pasa muy cerca, esa debe de ser la vía rápida que han tomado para llegar, y si es así, París debe de quedar al otro lado. Alex y su nulo sentido de la orientación…

El orden y la limpieza del apartamento dejan bastante que desear; sin embargo, Félix mima su ordenador portátil y lo guarda en una bonita bolsa bien ordenada, con compartimentos para las carpetas, los bolígrafos y el cable de alimentación. Alex levanta la pantalla, lo enciende, se conecta a internet y echa un vistazo, divertida, al historial: páginas pornográficas, juegos en línea, se vuelve hacia el dormitorio («qué pillín, este Félix…») y teclea su nombre. Nada, la policía sigue sin conocer su identidad. Sonríe. Se dispone a apagar el portátil, pero antes teclea: «policía-orden de búsqueda-asesinatos», ignora los primeros resultados y por fin lo encuentra. Buscan a una mujer acusada de varios asesinatos, hacen un llamamiento a la colaboración ciudadana, Alex es calificada de «peligrosa». A juzgar por el estado de Félix en la habitación vecina, el calificativo no está fuera de lugar. Y, honestamente, su retrato robot está bastante logrado. Para hacerlo han debido de utilizar las fotos que le tomó Trarieux. No hay duda, han obtenido un buen resultado; sin embargo, esa mirada ausente hace que resulten siempre unos rostros sin vida, apagados. Si cambias el peinado y el color de los ojos, tienes a otra persona. Y eso es exactamente lo que va a hacer. Alex cierra el portátil con un gesto seco.

Antes de marcharse, echa un último vistazo al dormitorio. El trofeo está sobre la cama. El ángulo de la base está lleno de sangre y hay bastantes cabellos pegados. La figura representa a un futbolista a punto de chutar y marcar un gol. El ganador del trofeo, tendido en el catre, tiene un aspecto mucho menos victorioso. El ácido ha fundido su garganta, que ahora no es más que un amasijo de carne blanca y rosada. Parece como si, tirando con un poco de fuerza, se le pudiera arrancar la cabeza de cuajo. Tiene los ojos abiertos, desorbitados, cubiertos por un ligero velo que ha apagado la mirada, como los ojos de vidrio de los osos de peluche, Alex tiene uno así.

Sin darle la vuelta, Alex le registra la americana para coger las llaves. Sale a la escalera y luego baja al aparcamiento.

Acciona el mando en el último instante, cuando ya está junto al coche.

Arranca en cinco segundos. Abre del todo la ventanilla, el olor a colilla es asqueroso. Alex piensa en que es una buena noticia para Félix: acaba de dejar de fumar.

Un poco antes de llegar a la porte de París, da un pequeño rodeo y detiene el vehículo un instante junto al canal, frente al edificio de las Fundiciones Generales. La inmensa construcción, sumergida en la noche, parece un animal prehistórico. Alex siente un escalofrío en la espalda con solo pensar en lo que ha vivido allí dentro. Abre la puerta, da unos pasos, arroja el ordenador portátil de Félix al canal y vuelve a subir al coche.

A esa hora, se llega al aparcamiento de la Cité de la Musique en menos de veinte minutos.

Estaciona el coche en el segundo sótano y arroja las llaves a una alcantarilla antes de dirigirse al metro.

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