Alex

Alex


Segunda parte » Capítulo 45

Página 49 de 69

45

El tiempo de recuperar su coche, y Alex se dirige al aeropuerto de Roissy-Charles-de-Gaulle. Examina con atención el panel de salidas durante un buen rato: Sudamérica es demasiado cara para su presupuesto y Estados Unidos es un país de polis, así que opta por Europa; y en Europa, ¿qué le queda? Suiza. De todos los destinos, es el mejor. Plataforma internacional, lugar de paso y garante de anonimato desde donde puede organizarse con tranquilidad. Allí se blanquea el dinero del narcotráfico y se les lava la cara a los criminales de guerra; un país muy acogedor para los asesinos. Alex compra un billete a Zúrich, con salida a las ocho y cuarenta del día siguiente, y aprovecha su paso por el aeropuerto para visitar las tiendas y comprarse una maleta. En el fondo, nunca ha osado permitirse verdaderos lujos. Es la primera vez, y no habrá mejor ocasión. Renuncia a una maleta y elige una bonita bolsa de viaje de cuero con un bello monograma en relieve. Una fortuna. Está encantada. Compra también una botella de whisky Bowmore. Paga todo con su tarjeta de crédito. Echa cuentas mentalmente y se tranquiliza, está al límite pero se lo puede permitir. Luego se decide por Villepinte, con sus interminables zonas industriales, trufadas de aparcamientos industriales y de hoteles industriales. Al margen de algunos desiertos, no hay lugar más anónimo en la faz de la tierra, y tampoco tan solitario. Hotel Volubilis. Una cadena impersonal que anuncia «comodidad e intimidad». La comodidad se traduce en cien plazas de aparcamiento; la intimidad, en cien habitaciones idénticas que se pagan por adelantado, pues la confianza no está contemplada en el contrato. Alex usa de nuevo su tarjeta de crédito. «¿Cuánto tiempo se necesita para llegar a Roissy?», pregunta, y la recepcionista le da la respuesta habitual: «Veinticinco minutos». Alex calcula holgadamente y pide el taxi para las siete de la mañana siguiente.

Está muy cansada, apenas reconoce su rostro en el espejo del ascensor.

Tercera planta. La moqueta empieza a estar tan agotada como Alex. La habitación escapa a cualquier descripción. El número de viajeros que han pasado por ella es incalculable, el número de noches solitarias, la infinidad de noches agitadas o pesadas. ¿Cuántas parejas ilegítimas habrán entrado allí, ardientes y febriles, y habrán rodado sobre la cama para marcharse con el sentimiento de haber destrozado sus vidas? Alex deja el bolso junto a la puerta y contempla ese desolador decorado preguntándose si hay alguna manera de salvarlo.

Son las ocho en punto de la tarde. No necesita consultar su reloj, la sintonía del informativo de la televisión que viene de la habitación de la derecha se lo confirma. Se duchará más tarde. Se quita la peluca rubia, saca de su maleta el neceser de aseo, se quita las lentillas de color ultramar y las arroja al retrete. Luego se cambia de ropa, unos vaqueros holgados y un jersey sobre su piel desnuda. Esparce todas sus cosas sobre la cama, se cuelga la mochila vacía y sale de la habitación, recorre el pasillo y desciende la escalera. Aguarda unos segundos en lo alto de los últimos peldaños a que el recepcionista se aleje del mostrador para salir hacia el aparcamiento sin ser vista y llegar hasta su coche. Siente que de repente hace un frío terrible. La oscuridad es absoluta. Tiene la piel de gallina. Sobre el cielo del aparcamiento, se oye el rugido de los aviones amortiguado por las gruesas y veloces nubes.

Ha comprado bolsas de basura. Abre el maletero de su coche. De sus ojos brotan lágrimas que no quiere ver. Abre las dos cajas en las que guarda sus escasas pertenencias y, reprimiendo cualquier pensamiento, agarra cuanto contienen sin mirar, ahogando unos sollozos que no quiere oír, y lo mete todo a puñados en las bolsas de basura, los cuadernos escolares, las cartas, los fragmentos de diario y las monedas mexicanas, y de vez en cuando se enjuga los ojos con el reverso de la manga. Resopla, pero no quiere detenerse, ya no puede, es imposible, tiene que llegar al final, abandonarlo todo, la bisutería de fantasía, las fotos, hacerlo desaparecer. Sin contar, sin recordar, las páginas de las novelas, todo, todo, el pequeño busto de un negro en madera negra, el llavero, un corazón en el que ahora apenas se lee «Daniel», su primer gran amor de primaria, la inscripción está casi borrada, qué más da, y Alex cierra la tercera bolsa con la cinta blanca, pero todo eso es demasiado para ella, demasiado fuerte, demasiado violento, así que se vuelve, se sienta pesadamente, se hunde en el maletero abierto del coche y se sostiene la cabeza entre las manos. Quisiera gritar. Gritar. Si pudiera. Si aún tuviera fuerzas. Un coche entra despacio en el aparcamiento y Alex se incorpora precipitadamente, finge buscar algo en el maletero, el coche pasa y aparca algo más lejos, más cerca de la recepción, es mejor si hay que caminar menos.

Las tres bolsas de basura están en el suelo. Alex cierra el maletero con llave, recoge las bolsas y abandona el aparcamiento con zancadas largas y decididas. La verja que cierra el acceso no debe de haber sido manipulada desde hace años y se oxida bajo la espesa capa de pintura que antaño fue blanca. Una calle en una zona industrial, poca circulación, algunos coches extraviados en busca de un hotel idéntico, luego un ciclomotor, ningún peatón, ¿por qué alguien que no fuera como Alex iba a querer vagar por aquel desierto? Además, ¿adónde puede irse desde una calle que conduce a otras absolutamente idénticas? Los contenedores de basura están alineados sobre la acera, frente a la verja de cada una de las empresas, hay decenas. Alex camina varios minutos y se decide. Aquel. Abre el contenedor, tira las bolsas y se deshace de su mochila, cierra violentamente la tapa y regresa al hotel. Ahí yace la vida de Alex, una chica desgraciada, una asesina, organizada, débil, seductora, perdida, una desconocida para la policía; Alex, que esta noche es por fin una chica mayor; Alex, que se enjuga las lágrimas, que respira profundamente al ritmo de sus andares decididos, que vuelve al hotel, que pasa esta vez sin mayor cuidado por delante del recepcionista absorto ante el televisor; Alex, que sube a su habitación, que se desnuda y se derrite con una ducha caliente, y luego muy caliente, con la boca bien abierta bajo el chorro de agua.

Ir a la siguiente página

Report Page