Alex

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Segunda parte » Capítulo 46

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A veces las decisiones son misteriosas. Esa, por ejemplo, Camille sería incapaz de explicarla.

Por la tarde ha estado pensando en el caso, en el número de crímenes que esa chica va a cometer antes de que consigan atraparla. Pero, sobre todo, ha estado pensando en la chica, en ese rostro que ha dibujado más de mil veces, en todo lo que ha despertado de nuevo en su vida. Esa tarde descubre dónde radica su error. Esa chica no tiene nada que ver con Irène, ha confundido las personas y la situación. Su secuestro, por supuesto, lo llevó de inmediato a pensar en Irène, y luego Camille no dejó de asociarlas porque revivía, con extraordinario realismo, emociones y terrores que hacían resurgir en él un sentimiento de culpabilidad semejante. Es exactamente lo que se teme que ocurra cuando un policía se implica en un caso afectivamente próximo. Pero Camille sabe que no ha caído en una trampa, sabe que él mismo la tendió y que su amigo Le Guen no hizo más que proponerle que se enfrentara por fin a la realidad. Camille podría haber cedido el relevo, pero no lo hizo. Camille deseaba lo que le ha sucedido. Lo necesitaba.

Camille se calza los zapatos, se pone la americana, coge las llaves de su coche y, una hora más tarde, se adentra lentamente en las calles adormecidas que conducen al lindero del bosque de Clamart.

Una calle a la derecha, otra a la izquierda y luego una línea recta que se pierde entre los grandes árboles. La última vez que estuvo allí sujetaba su arma reglamentaria entre los muslos.

A una cincuentena de metros aparece el edificio. La luz de los faros se refleja en los cristales sucios, unas pequeñas vidrieras verticales pegadas unas a otras, como en la pendiente de los tejados de algunas fábricas. Camille detiene el coche, apaga el motor y deja los faros encendidos.

Ese día le asalta una duda. ¿Y si se ha equivocado?

Apaga los faros y sale del coche. La noche allí es más fresca que en París, o tal vez sea él quien tiene frío. Deja la puerta del coche abierta y dirige sus pasos hacia el edificio. Debía de estar más o menos allí cuando el helicóptero apareció súbitamente entre las copas de los árboles. El ruido y el viento estuvieron a punto de derribarlo, y Camille echó a correr. No recuerda si empuñaba su arma. Sin duda, sí, hace tiempo, es difícil recordar los detalles.

El taller es un edificio de una sola planta, la antigua casa del guarda de una finca hoy desaparecida; de lejos parece una isba, con un porche cubierto en el que se espera encontrar una mecedora. El camino que recorre Camille es exactamente el mismo que tomó cientos de veces siendo niño, y después adolescente, cuando iba a visitar a su madre, a verla trabajar, o a trabajar junto a ella. De niño, el bosque no lo atraía, apenas se internaba unos pasos, decía que prefería quedarse en el taller. Era un chiquillo solitario. La necesidad engendra la virtud, porque, debido a su talla, le era difícil encontrar compañeros de juegos. Se negaba a ser un objeto perpetuo de bromas. Prefería no jugar con nadie. En realidad, el bosque le daba miedo. Todavía hoy, esos grandes árboles… Camille tiene cincuenta años, o casi. Le ha pasado la edad de creer en ogros. Pero es igual de alto que a los trece años, y aunque se resista con tesón, esa noche, ese bosque, ese edificio solitario lo hacen estremecer. En él trabajaba su madre. Y también fue en él donde murió Irène.

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