Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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—No creo que Nome pueda seguir siendo una gran ciudad. Hay más de cuatrocientos mineros que se presentaron a nuestro comité porque quieren viajar en el Senator cuando zarpe, si es que puede descargar. Pero no tienen un céntimo.

—¿Y qué van a hacer?

—Nuestro comité les proporcionará un pasaje gratuito al sur. Y apuesto a que habrá otros cuatrocientos que pagarán, aunque viajen durmiendo en cubierta, sólo para salir de aquí.

—Cuando lleguen a Seattle ¿qué harán?

—Algunos, mezclarse con la gente de la ciudad. La mayoría, continuar viaje. Irán a la deriva hasta que consigan trabajo para empezar otra vez. Una ciudad grande puede absorber a gente sin dinero. Una pequeña población como Nome, no.

—Nome es bastante grande —observó Missy—. La ciudad más grande de Alaska.

Tom se quedó escuchando la tempestad, que alcanzaba a su peor momento. Luego dijo:

—Anoche tuve una visión; supongo que tú la llamarías así. Como no podía dormirme, preocupado por el detective…

—No puedes asegurar que sea un detective —insistió Matt.

—Vi Alaska como si fuera un buque enorme, mucho más grande que el Senator, y sobrevivía a esta tormenta sólo porque estaba firmemente anclado. Esta carrera del oro tiene que apagarse. Y creo que, cuando pase, deberemos hacer todo lo posible por fortalecer nuestros vínculos con Seattle. Si le va bien a Seattle, nos irá bien a nosotros.

Pero Missy dijo:

—Yo no estoy tan segura. Todo lo bueno que le pase a Alaska vendrá de Alaska.

Al atardecer del día 17, cuando la tempestad empezó a amainar, Tom y Matt caminaron bajo la lluvia torrencial para inspeccionar los daños; quedaron horrorizados ante el gran número de casas destruidas y la pequeña cantidad de tiendas que aún estaban en pie. Nome, sin ninguna protección contra el mar de Bering, habría sido borrada del mapa de no ser por la persistencia de los mineros, que estaban dispuestos a reconstruir su ciudad de oro.

—Lo que debemos hacer, tarde o temprano —dijo Tom— es un dique costero que nos proteja de estas tormentas.

Mientras caminaban, bajo la luz del crepúsculo, se les unieron varios comerciantes, algunos de los cuales habían perdido sus establecimientos, barridos por completo. Otros encontraban medio metro de agua en sus tiendas. Entre los sesenta y tantos bares, sólo los mejores estaban en condiciones de reabrir.

—La lluvia hizo algo bueno —comentó uno de los hombres—. Al menos, el hotel Golden Gate no volvió a incendiarse.

Fue al llegar a la playa, por cualquier punto de sus cuarenta y seis kilómetros de extensión, cuando pudieron apreciar la tremenda potencia de la tempestad, pues no había un solo aparato para extraer oro a la vista. Los pequeños filtros y las enormes máquinas que devoraban la arena habían desaparecido en su totalidad. La playa estaba barrida y limpia, sin el menor vestigio de la gran carrera del oro. Uno de los clérigos de la ciudad se unió al grupo y no pudo evitar el comentario:

—Véanlo ustedes mismos, señores. Es como si Dios se hubiera cansado de nuestros excesos y limpiase la pizarra. He aquí la famosa carrera del oro.

—No —dijo un minero—. Allí está la famosa carrera del oro, en ese barco en el que los hombres esperan para venir a tierra. Dentro de dos días, la playa estará cubierta de hombres, tal como un trozo de ternera se cubre de hormigas.

—Estoy de acuerdo con usted, reverendo —dijo otro minero—, pero de todo esto extraigo una conclusión distinta. Creo que Dios ha enviado la tormenta, pero lo ha hecho para reacomodar los derechos de placer. Y para traer una nueva carga de oro. No veo la hora de recomenzar.

Mientras él hablaba, dos hombres entrados en años bajaron a la playa, arrastrando un monstruoso artefacto; después de escoger un sitio donde antes abundaba el oro, reanudaron la tarea de cribar la arena.

Pero la imagen duradera, al amainar la histórica tormenta de septiembre de 1900, fue la del gran vapor Senator, que se mecía en las aguas turbulentas a buena distancia de la costa, esperando la oportunidad de descargar la siguiente tanda de buscadores de oro. También retenía a un tal señor Reed, más impaciente por llegar a la ciudad que ninguno de los aspirantes a mineros.

Si en el mar su inquietud era evidente, en tierra se tornó casi imperceptible. Después de inscribirse en el indemne Hotel Golden Gate bajo el nombre de Frank Reed, de Denver, Colorado, pasó tres días familiarizándose con la distribución de Nome: qué sitio ocupaban las concesiones originales en los arroyos y cómo hacían los hombres que acudían como moscas a las playas para establecer sus derechos en esta o aquella porción de arena. Visitó las tiendas principales para ver qué vendían y probó la cerveza en varias tabernas, donde permaneció callado, escuchando. Como cualquier hombre sensato, quedó horrorizado al ver lo que se hacía en Nome con las aguas residuales. En esos primeros días comió con mucha moderación.

En su cuarto día de estancia en la ciudad empezó a visitar a los supuestos líderes; sus preguntas fueron tan diversas y poco reveladoras que tres hombres maduros fueron al Golden Gate para hablar con él. En el trayecto se encontraron con Tom Venn y le pidieron que les acompañara.

—Señor Reed: sus actividades nos dejan perplejos.

—La perplejidad de ustedes no es mayor que la mía.

—¿A qué ha venido, señor?

El desconocido pensó en la pregunta por algunos instantes. Su verdadero impulso era decir la verdad a esos hombres honrados y preocupados, pero en su larga experiencia había aprendido a no actuar precipitadamente, por lo que eligió un término medio:

—Todavía no estoy en libertad de responder a sus preguntas, caballeros. Pero créanme si les digo que no he venido a molestar a personas como ustedes. —Sabiendo que ellos merecían más, sacó un documento del bolsillo interior—. Usted es el señor Kennedy. Se me dijo que era un hombre honorable. He venido a hablar con usted. —Leyó otros dos nombres con similares comentarios. Luego se volvió hacia Tom—. A ti no creo conocerte.

—¿No ha venido por mí? —preguntó Tom, con tremendo alivio.

—No he venido por nadie.

—Soy Tom Venn. De Ross Raglan.

—¡Vaya, vaya! —exclamó el señor Reed, sin poder disimular su sorpresa—. No tenía idea de que fueras tan joven. A ti quería verte antes que a nadie.

A Tom le temblaban las rodillas y tenía la boca seca, pero había acordado con Missy que se enfrentaría a lo que fuera.

—¿Para qué deseaba hablar conmigo?

Entonces el señor Reed tuvo que descubrir en parte su juego:

—Por el caso Concannon.

—Ah… —Tom suspiró tan profundamente que, si el señor Reed hubiera ido a investigar un gran asalto a un banco, ese suspiro le habría hecho pensar que el ladrón era Tom.

—Tú firmaste el certificado de defunción del señor Concannon, ¿verdad?

—Sí. Como usted sabe, no tenemos médico forense.

—Lo sé.

—Por eso pidieron que alguno de nosotros… Creo que el señor Kennedy, aquí presente, también lo firmó.

—En efecto —confirmó el señor Reed—. Su nombre estaba en el documento. Ahora vamos a sentarnos, caballeros, y ustedes me dirán lo que sepan del caso Concannon.

Era como un hurón; escarbaba hasta los detalles más recónditos de lo que había sido un accidente normal en el mar, provocado por la rotura de un botalón al moverse el barco.

—El Alacrity era un barco de R R, ¿verdad?

—Uno de los pequeños —aclaró Venn—, construido para el trayecto a Skagway; fue desviado al iniciarse la gran carrera hacia las playas.

—¿No es algo extraño que el certificado de defunción haya sido emitido por un empleado de la empresa propietaria del barco involucrado en el fatal accidente?

—En un primer momento, yo no sabía siquiera que él había muerto en el Alacrity. Sólo se me llamó para firmar los papeles. Alguien tenía que hacerlo para que la señora Concannon pudiera cobrar su seguro.

—Sí, eso explicó la gente de Denver.

—Pero, ¿usted no es de la compañía aseguradora?

—No. Ellos avisaron a las autoridades que en el caso Concannon podía haber ocurrido algo extraño. Y parece ajustarse a un patrón.

—¿Qué es lo que se ajusta a un patrón? —preguntó un hombre mayor.

El señor Reed sonrió.

—Su pregunta es profunda, señor, y merece una respuesta que aún no puedo darle. Voy a repetirlo: no he venido a investigar a ninguno de ustedes. De los presentes no tenemos más que referencias excelentes. Ahora vamos a separarnos; cuanto menos se comente sobre esto, mejor. Comprendo que quieran discutirlo entre ustedes, pero por favor, por favor, no mencionen el asunto en público. —Cuando los hombres estaban a punto de salir, añadió—: Le agradecería que me dijera todo lo que puedan sobre el caso Concannon.

—No pudo tratarse de un asesinato, señor Reed —aseguró Tom con firmeza.

—De eso estoy seguro —replicó el forastero.

El quinto día después de la tormenta, el señor Reed reunió a ese primer grupo de líderes en el Golden Gate, junto con ocho o nueve hombres más, incluidos todos los clérigos de la ciudad. Cuando estuvieron instalados, se puso de pie ante ellos.

—Caballeros, han sido ustedes muy pacientes y se lo agradezco. Tienen todo el derecho del mundo a saber quién soy y a qué he venido. Me llamo Harold Snyder. Soy alguacil del Distrito de California y he venido para iniciar actuaciones en la fraudulenta conversión de propiedades pertenecientes a mineros que tenían derechos perfectamente legales sobre el arroyo Anvil.

Antes de que los presentes pudieran siquiera aspirar hondo, comenzó a dar órdenes como una ametralladora:

—Quiero todos los detalles de lo que ocurrió con las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba. Y me gustaría reunirme mañana con Lars Skjellerup, ciudadano de Noruega, y con Mikkel Sana, ciudadano de Laponia. ¿De qué nación forma parte ese lugar?

—Podría ser de Noruega, Suecia, Finlandia y hasta un extremo de Rusia.

—Y con el siberiano conocido como Arkikov, sin nombre de pila. —Luego siguió con una serie de instrucciones—: Consíganme un plano a escala del arroyo Anvil. Todos los documentos relacionados con los títulos de propiedad. Una cronología de las diversas asambleas. Y una lista completa de los mineros que asistieron a las dos primeras asambleas. —Concluyó con una declaración que electrizó a los comerciantes—: Antes de iniciar esta sesión asigné a tres miembros de esta sociedad, incluido un religioso, la misión de observar todos los movimientos del juez Grant y de Marvin Hoxey. Estos observadores no les permitirán quemar ningún papel.

Dicho esto, dio por terminada la reunión.

Al día siguiente llegaron los propietarios originales de las Cinco, Seis y Siete Arriba. Una vez cerradas las puertas, él realizó una minuciosa investigación, utilizando mapas, diagramas, calendarios y listas de testimonios anteriores, a fin de detectar las horribles faltas a la justicia que los funcionarios de San Francisco comenzaban a sospechar.

Al cabo de dos días tenía evidencias inequívocas contra los dos ladrones y estaba convencido, pero temía que todo eso no sirviera de mucho ante Un tribunal. Al parecer, el juez Grant y Hoxey lo sabían, pues continuaban operando como de costumbre; el último había puesto a bordo del Senator un inmenso cargamento de oro que viajaría al sur para ser depositado en su cuenta.

—El problema —advirtió el señor Snyder al comité— es que resulta casi imposible probar ante un jurado lo que han hecho esos dos bandidos. Ustedes saben mejor que nadie lo infiel que ha sido el juez Grant a su juramento, pero ¿cómo podemos demostrar que les ha robado sus propiedades? Ustedes saben que Hoxey se quedó con sus concesiones, pero ¿cómo lo probaremos? A los jurados no les interesan mucho los papeles. Sin embargo, si pudiéramos demostrar lo del caso Concannon…

—¿Qué pasa con el caso Concannon?

—Creemos que privaron a una viuda del seguro que debía cobrar. La gente de Denver se olió algo podrido, pero los bandidos cubrieron las huellas. No tenemos nada en que basarnos, pero si pusiéramos en el estrado de los testigos a una indefensa viuda… —Se interrumpió—. Demonios, ¿no hay nadie que sepa algo sobre ese caso?

Fue entonces cuando a Tom Venn se le ocurrió que Missy podía saber algo de lo de Concannon.

—No estoy seguro, señor Snyder —dijo—, pero creo que Missy Peckham puede estar enterada.

—Tráigala ahora mismo.

Tom corrió primero a su tienda y ordenó a Matt Murphy:

—Ve a la oficina del juez Grant. No quiero que me vea. Y trae a Missy.

—¿Aquí?

—No. Llévala al Golden Gate.

Al llegar a la oficina del juez Grant, Matt fue detenido por los tres hombres que custodiaban el sitio.

—No se puede entrar.

—El señor Snyder quiere hablar con Missy.

El juez Grant no la dejará salir.

—Voy a contar hasta tres. Después entraré como sea para sacarla de ahí.

Missy salió del despacho. Cuando se sentó ante el señor Snyder, con Tom y Matt, la pregunta fue directa:

—¿Qué sabe usted sobre el caso Concannon?

—No fue suicidio ni asesinato —dijo Missy—. Había una póliza de seguro. El juez Grant y el señor Hoxey robaron una buena parte.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo sé.

—¡Maldita sea…! Todo el mundo dice «porque lo sé» y nadie sabe nada que se pueda presentar a un jurado.

—Bueno, yo sé —replicó Missy, empecinada.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo anoté todo.

El señor Snyder, sintiendo que por las venas del caso volvía a correr la vida, se obligó a preguntar en voz baja:

—¿Usted tomaba nota?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me bastó trabajar con ellos una semana para saber que esos dos no se traían nada bueno entre manos.

—¿Esos dos?

—Sí. Yo mecanografiaba todas las cartas del señor Hoxey.

Silencio. Luego, con mucha cautela, el señor Snyder preguntó:

—¿También tomaba notas sobre los negocios de Hoxey?

—En efecto.

—¿Y dónde están esas notas?

Entonces se produjo un silencio muy largo, pues Missy estaba acordándose de Skagway, donde los hombres de Soapy Smith se vestían de clérigos para cometer estafas, de carteros para robar y de porteadores para apoderarse de mercancías que nunca llegaban al barco. En esos feos tiempos todo hombre era sospechoso; Missy aún veía a Diente Negro escurriéndose como una rata en el sitio de aquella terrible avalancha para robar las mochilas de los muertos. El señor Snyder, como cualquier secuaz de Soapy Smith, podía ser un impostor traído a Nome por el juez Grant y Hoxey, a fin de buscar y destruir cualquier evidencia que hubiera contra ellos. Decidió no decir nada más a ese desconocido.

—¿Dónde están esas notas? —repitió el señor Snyder.

Missy permanecía muda.

—Díselo —pidió Matt.

Su súplica era tan insistente que ella se giró hacia Tom, angustiada, y dijo:

—Esto es igual que Skagway. ¿Cómo sabemos quién es él en realidad? ¿Cómo sabemos si se puede confiar en él? ¿Y si trabajara para Hoxey?

Era una protesta que el señor Snyder comprendía tan bien como Tom. Cuando una sociedad permite el caos total, engendra la sospecha generalizada; entonces se corroen los procesos normales por los que cualquier organización mantiene un rumbo estable (la confianza, la responsabilidad, la formalidad, el castigo de los delitos), y todo comienza a derrumbarse, pues han desaparecido los puntales.

Con paciencia, el recto Harold Snyder, que ya no se presentaba como el Misterioso señor Reed, entregó a Missy sus credenciales para que las estudiara y digiriera. Era, en verdad, un alguacil federal, y tenía órdenes de la Corte Federal de San Francisco, que le encomendaba investigar la mala actuación de un juez de Nome; tenía también facultad de arresto. Tampoco eso convenció a Missy:

—Los hombres de Soapy también tenían documentos. El mismo Soapy los imprimía. —Y miró sucesivamente a cada uno de los tres hombres, preguntando—: ¿Cómo puedo estar segura?

—Missy —intervino Tom—, ¿recuerdas lo que te dijo el sargento Kirby cuando el inspector Steele quería hacerse cargo de tu dinero? «Si no puede confiar en el inspector Steele, no puede confiar en nadie». La situación es la misma.

Ella comprendió que era cierto. En algún momento en cualquier crisis, había que confiar en alguien. Entonces dijo que entregaría su libreta. En ese instante, aquella mujer fuerte pareció perder toda su capacidad de lucha. Le habían ocurrido demasiadas cosas en un tiempo demasiado breve. Dejó caer pesadamente la cabeza en la mesa y se la cubrió con los brazos.

Matt y Tom la dejaron allí. Después de una carrera hasta la cabaña, volvieron con la libreta, que el irlandés dejó en la mesa sin abrir.

—¿Es ésta la famosa libreta, Missy?

—Sí.

—Vamos a estudiar cada anotación con cuidado.

Ya avanzada la tarde, Snyder preguntó:

—¿Qué significa esta anotación?

Y ella dijo:

—El juez Grant me hizo reclamar el pago de siete horas de trabajo extra que yo no había hecho, pero cuando me pagaron se quedó con el dinero.

Snyder apartó la libreta como si su olor le ofendiera:

—Por Dios, quién pensaría que un hombre con ese sueldo puede estafar a su secretaria.

Pero fue al llegar a las anotaciones referidas a Hoxey cuando se enfureció de verdad:

—Soy un representante de la ley y tomo ese papel muy en serio. Pero en estos momentos me gustaría poder encerrar a esos dos en un cuarto, con ese gigante noruego, el siberiano y ese pequeño lapón, tan fornido. Apostaría a que ellos liquidarían el caso en quince minutos, ahorrando mucho dinero a los contribuyentes.

Durante su segunda mañana con la libreta de Missy llegó al caso Concannon. Aquello era repugnante:

—Una mujer pierde a su esposo en un accidente absurdo, que no tiene explicación, y estos dos bandidos le birlan el dinero del seguro.

No pudo seguir leyendo. Salió violentamente del hotel y fue en busca del juez Grant y de Hoxey, que se mantenían escondidos. A ambos les puso las esposas.

—¿Adónde nos lleva? —gimió el juez.

Snyder dijo:

—Están bajo detención preventiva, para que no acaben linchados por esta gente.

Dos días después, cuando el Senator zarpó hacia el sur, los dos iban a bordo. Habían pasado en Nome menos de cuatro meses, pero en ese tiempo arrojaron una de las manchas más lamentables a los ojos vendados de la justicia estadounidense.

La saga de Nome se detuvo, chirriante y a tropezones. El Hotel Golden Gate volvió a incendiarse y fue reconstruido. El glaciar de orina helada llenaba los callejones durante el invierno y se fundía en el mar al llegar el verano. Las playas doradas continuaron arrojando oro un año más, antes de agotarse, mientras que las minas de placer, a lo largo del arroyo Anvil, dieron un rendimiento modesto todavía varias décadas más.

La gloria había sido asombrosa, aunque breve. En un solo período de doce meses, Nome produjo oro por valor de siete millones y medio de dólares, más que todo lo pagado por Alaska en 1867. En total se extrajeron más de ciento quince millones, en los tiempos en que el oro se pagaba a veinte dólares la onza.

Las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba, una vez más en poder de sus legítimos propietarios, sólo rindieron fortunas modestas, porque Marvin Hoxey había secuestrado la mejor porción del oro. La ocultó tan bien que, durante su juicio en San Francisco y su encarcelamiento en la penitenciaría, el gobierno no pudo hallar sus dos millones de botín: él se quedó con todo.

El indignado juez le sentenció a quince años de prisión, justo castigo para un hombre que había despojado a tantos; pero, al cabo de tres meses, el presidente McKinley le indultó, bajo el pretexto de que el encarcelamiento amenazaba su salud; además, todos sabían que, anteriormente, el hombre había sido un ciudadano ejemplar. Por treinta productivos años más, seguiría siendo el intrigante más eficiente de Washington y continuaría impidiendo que se dictara cualquier legislación constructiva para que Alaska pudiera autogobernarse. Los legisladores le prestaban oídos, pues él continuaba jactándose: «Conozco Alaska como la palma de mi mano y, para hablar francamente, aún no está en condiciones de gobernarse a sí misma». El caso del juez Grant tuvo una conclusión sorprendente. Tal como había predicho Harold Snyder, pese a la libreta de Missy no se pudo probar específicamente ningún cargo contra él; durante las frenéticas semanas de su estancia en Nome, había manejado sus asuntos con astucia casi animal, tan cuidadosamente y con tanto conocimiento de lo que ocurría que pudo aprovechar cuanta evidencia se presentó para condenar a Hoxey; por su parte, quedaba como un recto juez de Iowa, que había tratado de hacer lo posible. Snyder, que escuchaba el juicio, rompió varias veces en carcajadas:

—En Nome todos pensábamos que el juez Grant era un títere utilizado por el astuto Marvin Hoxey. No, el astuto era Grant. Maniobró de tal modo que salió libre y Hoxey fue a la cárcel.

Al terminar una sesión en la que las pruebas presentadas contra el juez Grant terminaron absolviéndole y perjudicando a su socio, Marvin se acercó a Snyder para decirle:

—Éste ha sido muy zorro.

Declarado inocente por un jurado federal, Grant volvió a Iowa; tras un lapso de dos años, durante los cuales fortaleció sus líneas de defensa, retomó su puesto en el tribunal ante el cual su padre había ejercido la abogacía; allí se le conocía como «el eminente jurista que llevó un sistema de justicia a Alaska». Repetidas veces, mientras actuaba en el estrado o pronunciaba algún discurso, en su ciudad o en Chicago, la gente comentaba, admirada: «¡Qué pinta de juez tiene!», demostrando con ello que, en muchas ocasiones, es más importante parecer que ser.

Tom Venn prosperó, como suelen prosperar los jóvenes trabajadores bien preparados. Siempre mantuvo sin óxido su balanza de pesar oro y, cuando R R cerró la tienda de Nome por la catastrófica despoblación (treinta y dos mil habitantes en 1900, contando los nómadas, y mil doscientos tres años después, pues ya casi no había mineros), le ascendieron encargándole la gran tienda de Juneau, la nueva capital de Alaska. Continuó atendiendo los negocios como siempre, pero también comenzó a observar cuidadosamente a todas sus clientas jóvenes, en busca de una posible compañera para el matrimonio.

El cambio mayor fue el que se produjo en la vida de Missy Peckham y Matt Murphy. No, no es que la esposa irlandesa muriera, dejándole en libertad de volver para casarse, ya que el divorcio no era posible, siendo ambos católicos. Pero una tarde de julio, tras el deshielo del Yukón, llegó a Nome un forastero alto, de hombros encorvados, que no se alojó en el costoso Golden Gate, sino en uno de los albergues improvisados, que estaban hechos de madera y lona y cobraban más barato.

Después de inscribirse, arrojó su bolsa a un rincón sin desempacar sus cosas y comenzó a vagar por las calles. Hizo algunas preguntas y le dieron las señas de un cobertizo miserable, a cuya puerta golpeó, anunciándose:

—Soy John Klope.

Missy, sin demostrar sorpresa, le invitó a entrar en voz baja:

—Pasa, John. Siéntate. ¿Te preparo café?

Quería saber qué había sido de ellos. Matt contó su viaje en bicicleta por el Yukón y Missy explicó qué habían hecho en la famosa carrera del oro:

—Llegamos aquí demasiado tarde, como siempre, para conseguir las buenas minas de placer. Ni siquiera solicitamos una concesión. También nos perdimos el oro de la playa. Eso era un caos. Conseguimos trabajo y creo que nos fue mejor que a la mayor parte de los que estaban en la playa.

—¿Qué clase de trabajo?

—Missy trabajaba con ese juez corrupto, qué desastre. Yo, con Tom Venn, cuando amplió la tienda.

—¡Tom Venn! ¿Está aquí?

—En Juneau. Fue un gran ascenso.

—¿Cómo está Tom? ¿Cómo le ha ido?

—Acabo de decirte que le han ascendido.

—Era un muchacho estupendo. —John sorbió su café. Luego señaló las míseras habitaciones que la pareja compartía—. Las cosas no andan muy bien, ¿verdad?

—Cuando se acabó el oro… —explicó Matt—. Ya sabes lo que pasa.

—¿Y a ti, John? ¿Cómo te ha ido? —preguntó Missy, pues él también parecía estar pasando por una mala época.

—¿Os acordáis cómo cavábamos en ese maldito agujero?

—Ya lo creo —dijo Matt, casi gimiendo—. ¿Hallaste algo allí abajo?

—Mucha roca, nada de oro.

—Lo siento —dijo Missy—. Hiciste todo lo posible, pero tu concesión estaba tan arriba… Todo el mundo sabía que el oro estaba abajo, en el arroyo, donde las concesiones ya estaban ocupadas.

Esas tres personas tan diferentes entre sí, ya más maduras y asentadas por la experiencia, se quedaron calladas, calentándose las manos en las tazas. Al cabo de un rato Klope dijo:

—Debe de haber sido una tormenta muy fuerte la que se llevó todas las máquinas de la playa.

—Sí que lo fue.

—Vimos fotos. Parecía horrible.

—Y Dawson… ahora debe de parecer una ciudad fantasma —comentó Matt.

—No la reconocerías. No queda una sola tienda.

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