Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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—¿Recuerdas la nuestra? ¿Con grasa en la lona? ¿Te acuerdas de esas ricas tortas que nos enseñaste a hacer?

Mientras rememoraban con afectuosa nostalgia los viejos tiempos, Missy dijo:

—¿Sabes lo de la Yegua Belga? Los prostíbulos que tenía aquí se le incendiaron dos veces; otra vez se los llevó el viento. Todos le teníamos lástima, hasta que descubrimos que ella había seducido a unos mineros para que se los construyeran; nunca perdió un céntimo. Después de cada desastre, aumentaba los precios y ganaba una fortuna. Un día se fue. Sin más. Recogió sus cosas y se fue, John. Ocho muchachas varadas en la playa, sin un céntimo.

—¿Y adónde se fue?

—A Bélgica, a comprarse una finca cerca de Amberes.

Se estaba acabando el día. Para Missy era obvio que John Klope tenía temas más importantes de que hablar que la tempestad o la suerte corrida por la Yegua. La sobresaltó una idea: «¡Por Dios, ha venido a pedirme que me case con él!». Y empezó a retroceder, pues en Matt Murphy había encontrado a un hombre de temperamento casi ideal. Era amable e ingenioso, sabía olfatear a los bandidos e identificar a la buena gente; a ella le encantaba compartir su vida con él, aunque no fuera capaz de hallar un empleo estable. Pero siempre habría alguien que necesitara sus servicios de secretaria y ella estaba más que dispuesta a compartir sus ingresos con Matt.

Klope tosió, se movió hacia el borde de la silla y dio vueltas a sus pulgares. Por fin dijo:

—¿No os habéis enterado?

—¿De qué?

—De lo mío. —Como ellos sacudieran la cabeza, añadió azorado—: Siempre dije que allá arriba tenía que haber oro.

—Pero no lo hallaste. Acabas de decirlo.

—En el pozo que cavamos entre los tres, no. Pero cuando llegué a la roca sólida y comencé los laterales…

—Lo hiciste cuando yo aún estaba allí —apuntó Matt.

—Sí, y no hallé nada. Pero me enfurecí tanto con ese trabajo… y estaba tan seguro de que allí había existido un río que cavé otro agujero, más abajo. ¿No os habéis enterado?

—¿Qué pasó, John?

—Sarqaq se quedó conmigo por si encontrábamos algo. Otra vez hasta el lecho de roca: yo, derritiendo el iodo, él, sacándolo. Y esa vez, al hacer los laterales… —Se interrumpió para mirar a sus dos buenos amigos—: En la primera criba que saqué de la grieta grande, novecientos dólares… en pepitas, no en escamas.

Sí, antes de que ese único lateral se agotara, John Klope, asistido por Sarqaq, el esquimal tullido, sacó trescientos veinte mil dólares de oro, uno de los más puros producidos a lo largo del Klondike. Su persistencia le había llevado hasta los depósitos dejados por un río que había corrido por allí doscientos mil años antes.

Tras el silencio de Missy y Matt, emocionalmente exhaustos por explorar todos los aspectos de ese tremendo golpe de buena suerte, Klope se sintió dispuesto a pronunciar el torpe discurso que le había llevado de Dawson a Nome, en el trayecto de regreso a su granja de Moose Hide, Idaho:

—Vosotros dos y Tom Venn tuvisteis tanto que ver con ese hallazgo como yo. Me ayudasteis a continuar en los malos tiempos. Sarqaq también. Mientras excavaba ese lateral y enviaba arriba el lodo lleno de oro, pensaba en vosotros. —Se le quebró la voz—. Nadie puede trabajar bajo tierra dos años, a menos que alguien tenga fe en él. Toma.

Puso un sobre en la mano de Missy. Cuando ella lo abrió cayeron dos órdenes de pago: una a favor de ella, la otra a favor de Matt, contra un banco canadiense. Cada una por valor de veinte mil dólares.

—A Tom se la enviaré por correo a Juneau —añadió Klope.

Todavía hizo algo más. A punto de abandonar el cobertizo, sacó de su raída mochila un paquete que puso sobre la mesa:

—Si abres algún otro restaurante, necesitarás esto.

Cuando Missy retiró la envoltura cayó en la cuenta de que Klope estaba poniendo en sus manos una de sus pertenencias más preciadas: la masa de levadura, cuya historia registrada tenía ya casi un siglo.

Dos días después, Klope abordó un barco hacia Seattle. Él personificaba el tipo de hombre solitario que había llegado a Alaska en busca de oro. Era uno de los pocos cuyos sueños se habían hecho realidad, pero sólo a un coste terrible: había desafiado las planicies del Yukón en medio de una ventisca para viajar por el río congelado más allá de Eagle; trabajó como un esclavo en los barrancos de Eldorado; perdió a Missy, la mujer que amaba, y a Matt Murphy, el socio en quien confiaba. Pero consiguió su oro.

Y eso no le cambió en absoluto. No caminaba más erguido. No empezó súbitamente a leer buenos libros. No hizo amigos leales para reemplazar a los que había dejado allá. Su vida no se alteró para bien ni para mal. Como era hombre de honor, había dado veinte mil dólares a cada uno de los cuatro con quienes se sabía en deuda: Missy, Matt, Tom Venn, Sarqaq; pero al retornar a Idaho no haría nada espectacular con el resto del dinero. No fundaría un banco para ayudar a los granjeros ni una biblioteca ni un hospital, tampoco ofrecería becas para los colegios de Idaho. Había abandonado su hogar en aquellos embriagadores días de 1897, había vivido tiempos de cambios extraordinarios; ahora retornaba al hogar con las balbucientes secuelas, tan simple e incapaz de expresarse como era al partir hacia el Ártico. Hubo miles como él.

Missy Peckham, en el Klondike y en Nome, desarrolló su fuerza hasta llegar a ser una mujer bella por su integridad; Tom Venn, el joven tímido, se convirtió en un hombre de asombrosa madurez. Pero lo consiguieron sufriendo privaciones y fracasos, no mediante el éxito, y las lecciones adquiridas les servirían durante toda la vida. John Klope, como tantos otros, volvería al hogar llevando sólo oro, que se le escurriría poco a poco entre los dedos, hasta tal punto que se preguntaría en la vejez: «¿Adónde fue a parar? ¿Para qué sirvió?».

A lo largo de Bonanza y Eldorado se desarmaron los aparejos. Los cobertizos, que habían protegido a los mineros en las orillas del Mackenzie durante los inviernos árticos, se iban derrumbando poco a poco; las maravillosas playas doradas de Nome eran, una vez más, simple arena. Cuando llegaran nuevas tormentas desde el mar de Bering no encontrarían tiendas que destruir, pues ahora todo era como antes.

En esta crónica no volveremos a hablar del oro. Aún se harían pequeños hallazgos excitantes cerca de la nueva ciudad de Fairbanks; uno de los más fructíferos sería el de la profunda mina de cuarzo, frente a Juneau. Pero jamás habría otro Klondike, otra Nome. Por algún milagro que nunca se comprenderá del todo, en esos puntos privilegiados el oro había subido a la superficie para ser arrastrado por la erosión, rasado por la arena, el viento y el hielo hasta quedar depositado arbitrariamente en un lugar y en otro no.

El metal que enloquecía a los hombres se comportaba tan descabelladamente como ellos. En esos días frenéticos, al terminar el siglo, concentró la atención del mundo en Alaska, pero su efecto sobre la zona no fue más duradero que sobre John Klope.

Sin embargo, hubo tres hombres cuyas existencias se vieron cambiadas por el milagroso oro de Nome. Lars Skjellerup adquirió la nacionalidad estadounidense. Una mañana, mientras estaba en la playa observando el desembarco de los pasajeros traídos por un barco, divisó en la proa de la barcaza a una joven maravillosamente vivaz; quedó cautivado por su sonrisa, su aspecto de ansiedad y su porte, hasta tal punto que, cuando los marineros ordenaron a los esquimales que cargaran a los pasajeros hasta la costa, él corrió al oleaje, ofreció sus hombros a la muchacha y se estremeció con un entusiasmo nuevo cuando se la cargaron a la espalda.

Paso a paso, cuidadosamente, la llevó a la playa, con la mente convertida en un torbellino. Ya estaban unos quince metros tierra adentro cuando ella dijo, serenamente:

—¿No le parece que ya puede dejarme en el suelo, señor?

Después de presentarse, con cierta torpeza, se enteró de que la señorita Armstrong venía desde Virginia para enseñar en la escuela de Nome. En los días siguientes rondó la escuela. Cuando todos, incluida la señorita Armstrong, tenían conciencia de su enamoramiento, le hizo la más extraordinaria de las proposiciones:

—Voy a aceptar el puesto de misionero presbiteriano en Barrow. ¿Me haría usted el honor de acompañarme?

De ese modo, una joven que había huido de Virginia por la romántica Alaska se encontró casada con un misionero en la lejana Barrow, donde su esposo dedicaba casi todo el tiempo a enseñar a los esquimales cómo atender a los renos que él y su esposa habían llevado al norte.

Mikkel Sana depositó su dinero en un banco de Juneau y retornó a Laponia en busca de una novia, pero no pudo convencer a ninguna de esas cautas bellezas laponas de que, en verdad, era un hombre muy rico. Finalmente convenció a la tercera hija de un hombre que poseía trescientos renos. La muchacha se decidió a correr el riesgo y ¡qué sorpresa la suya cuando, al acompañar a Sana hasta Juneau, descubrió que la cuenta bancaria realmente existía! Aprendió inglés en seis meses y pasó a ser la bibliotecaria de la ciudad.

En la vida de Arkikov no había lugar para una esposa, por lo menos al principio. Después de haber sufrido abusos y perdido su Siete Arriba Por no ser ciudadano estadounidense, estaba decidido a reparar esa deficiencia. En cuanto le devolvieron su concesión, tras el arresto de Hoxey, inició los trámites para naturalizarse. Claro que, como Alaska aún no tenía un gobierno civil regular, eso resultó tan difícil que por dos veces estuvo a punto de renunciar. Pero su socio Skjellerup le persuadió para que continuara. Una vez que Lars fue enviado como misionero a Barrow, las cartas que despachó a Seattle, apoyando la solicitud de Arkikov, resultaron tan convincentes que le fue otorgada la ciudadanía.

Un funcionario que llegó a Nome en un guardacostas le explicó que en Estados Unidos, a diferencia de lo que se acostumbraba en Siberia, era necesario que toda persona tuviera un nombre de pila y un apellido. Arkikov preguntó:

—¿Mí toma qué nombre?

Y el hombre dijo:

—Bueno, algunos eligen el nombre del oficio que desempeñan.

—¿Del qué?

—De su trabajo. El que en su país era panadero toma el apellido Baker. El que era orfebre se llama Goldsmith. ¿A qué se dedicaba usted en su país?

—¿Qué país?

—Siberia.

—Mí rebaño renos.

A esas horas era bien sabido que ese tal Arkikov tenía unos sesenta mil dólares en el banco; por ende, había que tratarle con respeto. El funcionario carraspeó.

—Arkikov «Pastor-de-renos» sonaría un poco extraño. ¿Qué le parece si conserva Arkikov como apellido y adopta dos nombres de pila estadounidenses?

—Tal vez. ¿Qué nombres?

—Hay dos pares muy usados. George Washington Arkikov.

—¿Quién es?

—El padre de este país. Un gran general.

—Mí gusta general.

—El otro par también es bonito. Abraham Lincoln Arkikov.

—¿Qué hizo?

—Liberó a los esclavos.

—¿Cómo esclavos?

Cuando el hombre le explicó lo que había hecho Lincoln (el siberiano nunca había visto a un negro estadounidense), la cuestión quedó resuelta:

—En Siberia, esclavos. Mí como Lincoln.

Así se convirtió en A. L. Arkikov, de Nome, Alaska. Con el tiempo se casó con una esquimal. Sus tres hijos asistieron a la Universidad de Washington, en Seattle, porque el padre era un hombre rico.

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