Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Al terminar esa primera semana de convivencia con los Ross, Tom dijo mientras cenaban:

—Ustedes son dos de las mejores personas que he conocido en mi vida.

—Caramba, que amable eres, Tom. Sin duda has conocido a mucha gente buena en tantos viajes. —La señora Ross se volvió a estudiarle.

—Bueno, sí, conozco a mucha gente buena. Missy Peckham, que fue como una madre para mí, era una de las mejores. Y en el Yukón conocí a un minero a quien acompañaría al fin del mundo. Pero…

—¿Qué tratas de decir?

—Sólo que eran buenas personas, tal vez las mejores, pero las cosas nunca les salían bien.

—¿A qué te refieres? —Evidentemente, el interés de la mujer era sincero.

—Bueno, por una parte no encontraron nunca a la persona adecuada para casarse. Por otra, todo lo que intentaban parecía fracasar… —Vaciló un momento antes de llegar a lo más significativo—: En ustedes he encontrado, por primera vez, a dos que… —No sabía cómo terminar el contraste entre los fracasos conocidos y esas dos personas bien adaptadas y felices—. Es decir, he conocido a algunas personas maravillosas, pero nunca estaban casadas entre sí.

Y tras esa confesión clavó la vista en el plato.

La señora Ross apreciaba mucho esos momentos de franca revelación, que le enriquecían la vida, y no tenía intenciones de permitir que la conversación terminara allí:

—No, nunca.

—¿Por qué piensas que somos diferentes?

—Bueno, los dos tienen poder, mucho poder, pero no abusan de él.

—Ése es un cumplido maravilloso, Tom. A mí me cuesta mucho impedir que Malcolm, aquí presente, abuse del poder que tiene. —Guiñó un ojo a su marido—. Y él me impide ser arrogante.

El señor Ross tosió y dijo:

—Nunca ha habido necesidad de impedírselo. ¿Quieres saber por qué?

—Sí —asintió Tom con tono ansioso.

—Pues bien, hijo, la señora Ross no es una mujer cualquiera. A principios de la década de mil ochocientos sesenta, cuando Seattle estaba en sus comienzos, había aquí muchos hombres aventurados como mi padre, que habían llegado aquí expulsados de Escocia. Muchos hombres y ninguna mujer. Fue así que un visionario llamado Mercer tuvo una idea brillante: iría a Washíngton para que el gobierno le ayudara a financiar un barco; luego viajaría a Nueva Inglaterra, que estaba perdiendo muchos hombres en la Guerra Civil; allí invitaría a varios cientos de muchachas, que de otro modo podían quedarse solteras, a que aceptaran trabajo en Seattle, donde abundaban los hombres solos. Los periódicos de la época dieron tanta publicidad a la expedición que, cuando Mercer llegó a Boston, se encontró con veintenas de mujeres deseosas de probar suerte en el Oeste. Una muchacha llamada Lydia Dart, que trabajaba en una fábrica, era la más ansiosa por escapar de ese trabajo pesado.

—Mercer logró convencer a cientos de muchachas para que encararan la aventura y consiguió mucho apoyo moral para su proyecto; lo que le costaba era obtener fondos para el barco. Por fin halló a un financiero dispuesto a respaldar la empresa y proporcionar un billete a quinientas pasajeras, por una tarifa mínima. Bueno, todo marchaba bien. La operación parecía perfecta.

Se interrumpió para sonreír a su esposa. No parecía decidido a continuar.

—¿Y qué pasó? —preguntó Tom.

—Algunos periodistas mal intencionados, verdaderos cerdos, hicieron correr el rumor de que el señor Mercer tenía en la Costa Oeste una cadena de prostíbulos y de que, cuando las muchachas llegaran a Seattle, serían arrojadas a esos burdeles. Estalló un gran escándalo. Lágrimas, recriminaciones. Padres y hermanos que encerraban a las jóvenes en sus cuartos para impedir que se embarcaran. Antes de que Mercer pudiera contestar a esas horribles acusaciones, dos de cada tres de sus posibles viajeras habían cambiado de idea y se negaban a pensarlo otra vez.

—En enero de 1866, el barco zarpó con sólo cien pasajeros, de los cuales apenas treinta eran jóvenes solteras. Convencídos de que el señor Mercer era honrado, permanecieron junto a él, soportando el desdén victoriano de los vecinos, y rodearon el cabo de Hornos para establecer sus hogares en el Noroeste. Lidia Dart se convirtió en su líder. Cuidaba de ellas, alejaba a los periodistas que trataban de crear nuevos relatos escandalosos. Cuando llegaron a Seattle fue como una madre para las más jóvenes.

—¿Y qué fue de ellas?

—Se convirtieron en el alma de la ciudad. Eran mujeres cultas y refinadas las que habían venido a la frontera. Muchas se dedicaron a la enseñanza y, en menos de un año, se casaron con los mejores jóvenes de Seattle. Una de ellas, que permaneció soltera, organizó la primera escuela pública de la ciudad. Todas ellas representaban lo mejor de Seattle. Aún viven cuatro de ellas, las grandes ancianas de la ciudad.

—¿Y qué relación tiene con ellas la señora Ross?

—¡Ajá! La joven Lydia Dart fue la última en casarse. Quería estudiar el panorama. Por fin escogió a un promisorio abogado apellidado Henderson. Y el primer vástago de la pareja fue la graciosa dama con quien estás cenando.

Con una amplia sonrisa, Tom miró a la señora.

—¿Conque usted es hija de una de esas jóvenes?

—Las Chicas de Mercer, como las llama la historia de Seattle. Sí, una de ellas fue mi madre. Y nunca hubo en el Oeste mujeres como ésas.

—Si hubieras conocido a Lydia Dart Henderson —dijo el señor Ross—, comprenderías que mi esposa no puede ser pomposa ni olvidar el sentido del humor. Háblale de la carta que escribió a ese periódico de Boston.

La señora Ross soltó una carcajada ante lo absurdo de lo que había hecho su madre, pero obviamente le encantaba relatarlo:

—Unos diez años después de que las chicas de Mercer llegaran a Seattle, mi madre las reunió a todas. Recuerdo bien aquello, porque yo tenía unos siete años. Vinieron veinticuatro mujeres, todas casadas con médicos, abogados y comerciantes, y cada una contó su historia. Ni una sola estaba mal casada. Y esa noche mi madre despachó una carta al periódico de Boston que había sido el primero en armar el escándalo de los prostíbulos.

—¿Qué decía la carta? —preguntó Tom.

El señor Ross señaló la pared, tras la cabeza del muchacho, donde un artículo periodístico enmarcado ocupaba el sitial de honor, y le indicó que lo descolgara.

—Te divertirás —prometió—, como yo cuando la leí por primera vez.

Los editores de este diario han recibido recientemente una interesante misiva de cierta señora Lydia Dart, nativa de esta ciudad, que se arriesgó a viajar a Seattle en 1866. Pensamos que a nuestros lectores puede resultarles instructiva.

Señor Director.

Anoche, veinticinco mujeres jóvenes que desafiaron la censura pública para emigrar a Seattle, apodadas «las Chicas de Mercer», celebraron el décimo aniversario de su aventura. Veinticuatro de nosotras estamos casadas con los líderes cívicos de la comunidad y tenemos, en total, casi noventa hijos. Lizzie Ordway prefirió permanecer soltera y ya dirige la escuela más grande de la ciudad. Todas nosotras tenemos casa propia; nuestros hijos en edad escolar se desempeñan muy bien. Trece de nuestros esposos ocupan o han ocupado cargos públicos en nuestra hermosa ciudad.

Invitamos a veinticinco de las jóvenes que se negaron a venir con nosotros en 1866 a que se reúnan y nos envíen una carta describiendo qué han hecho en este tiempo.

Lydia Dart Henderson.

—¡Qué carta! —comentó Tom, al colgar nuevamente el documento.

Y el señor Ross añadió:

—Mi suegra continuó escribiendo cartas como ésa hasta el día de su muerte. Mucho de lo bueno que tiene esta ciudad surgió de las Chicas de Mercer.

—Alguien debería organizar otro barco como ése para los hombres de Alaska —sugirió Tom—. En Juneau vendrían muy bien dos o tres mujeres como Lydia Dart, en estos momentos.

La señora Ross, sonriendo, dijo:

—El viernes por la tarde, Tom, conocerás a la nueva Lydia Dart, sólo que ella tiene también el apellido Ross.

En el primer momento, Tom no captó el significado de lo que se decía, pero al ver que el señor Ross hacía un gesto de asentimiento comprendió que sus anfitriones estaban hablando de su hija. La señora añadió:

—Pasa la semana en la escuela del convento. Es bastante buena estudiante.

—Lydia Dart, la original, ¿era católica?

—En realidad, sí —dijo la señora Ross—. Pero cuando su iglesia trató de impedirle venir a Seattle, ella se apartó, en cierto modo. Luego se casó con un escocés que era estrictamente presbiteriano; a mí me criaron convencida de que era a un tiempo papista y presbiteriana. Nunca tuve ningún problema, pero siempre me han gustado las escuelas católicas. Enseñan bien a los niños, y a nuestra Lydia le hace falta esa disciplina.

Tom Venn pasó el jueves y el viernes en un estado de notable nerviosismo, preguntándose cómo sería Lydia y cómo reaccionaría él ante la nieta de la mujer que había escrito esa carta. Tenía miedo de quedar como un tonto. Pero sus aprensiones desaparecieron la noche del viernes, al regresar de la oficina: Lydia Ross, de diecisiete años, era una muchacha esbelta y vivaz, cuya vida feliz hacía que se presentara ante todos con una gran franqueza. Para ella no existían los tormentos de la adolescencia; suponía que tanto su famosa abuela como su bien adaptada madre habían disfrutado adolescencias similares y tenía intenciones de convertirse en una mujer como ellas. También adoraba a su padre y se sentía a gusto con su hermano menor, que estaba desarrollando actitudes similares. Cuando Tom Venn la vio entrar por la puerta principal, con el pelo rubio trenzado alrededor de la cabeza y el fuerte cuello descubierto, percibió inmediatamente que ella era una extensión de la feliz familia que tanto le impresionaba.

—¡Hola! —dijo la muchacha, alargándole la mano con desenvoltura—. SOY Lydia. Papá me ha hablado de lo bien que obraste cuando ocurrieron los asesinatos en la fábrica.

—¿Te habló de eso? —preguntó Tom, sorprendido de que el señor Ross hubiera discutido un hecho tan desagradable con su hija.

—Él nos lo cuenta todo —replicó ella, arrojando unos cuantos libros sujetos con una correa sobre la mesa del vestíbulo, donde pensaba dejarlos hasta la mañana del lunes—. Y me describió tu lucha con el oso pardo.

—En realidad, no fue una lucha. No me vas a creer, pero una muchacha india le dijo al oso que se fuera… y el oso se fue.

—¿Qué tamaño tienen los osos pardos? Nuestro libro de geografía dice que son el doble de un oso común.

—Éste era de tamaño mediano. Pero un hotel de Juneau tiene uno de tres metros. Disecado, por supuesto.

—De lo contrario sería toda una atracción.

Estaba muy interesada en Alaska y destacó que aún no se le había permitido ir de visita en los barcos de su padre.

—Lo que quiero ver son los glaciares de que tanto nos habla. ¿Son tan grandes como dice?

—Al parecer, todo en Alaska es grande. Más grande de lo que imaginas. —Y Tom le describió el enorme témpano que había llegado flotando hasta el mismo umbral de la tienda, en Juneau.

—¿En la propia calle principal, dices?

—En el agua, por supuesto. Pero sí, podías tocarlo con un palo.

—¿Y qué hicieron con él?

—Un hombre le arrojó una cuerda y se lo llevó fácilmente con un pequeño remolcador.

—¿Un remolcador así de pequeño y un témpano así de grande?

El modo en que la muchacha movía las manos era tan expresivo que Tom cayó bajo el hechizo de su vivacidad, su rápida reacción a la palabra hablada y su encantadora sonrisa. Desde entonces, cenar con los Ross se convirtió en un rito precioso. El sábado por la noche, Lydia entretuvo a los comensales con un burlesco relato de cómo dos de las monjas católicas de su escuela le habían tomado el pelo al joven sacerdote que ejercía de rector.

—Cuando terminaron con él, nos parecía alguien muy simple. Tan tonto, en realidad, que nos dio lástima.

—¿Sabía él lo que estaba pasando? —preguntó Tom.

—No. En realidad, nunca sabe lo que está pasando.

El hijo de los Ross, que estaba en una escuela primaria pública, preguntó a Tom en qué tipo de escuela había estudiado. El joven dijo, como pidiendo disculpas:

—Era una escuela común, de Chicago. Pero la tuve que abandonar.

—Tom ha aprendido en la mejor de las escuelas —interrumpió el señor Ross—, en la misma que instruyó a mi padre: la escuela de la vida. —Pidió la atención a su hijo y añadió—: El joven que tienes ante ti, Jake, estaba prácticamente a cargo de nuestra tienda de Dawson cuando aún no tenía la edad de Lydia. Y un año después dirigía todo lo de Nome.

—¿Las minas de oro? —preguntó el niño.

Y como Tom asintió con la cabeza, los jóvenes Ross pasaron a mirarle con mayor respeto.

Ese fin de semana fue el más rico en experiencia humana de cuantos Tom Venn había vivido hasta entonces, pues pudo ver cómo vivía una familia bien organizada y la gran libertad que se permitía a los hijos mientras cumplieran con las cortesías básicas; le impresionó, sobre todo, el hecho de que la señora Ross, obviamente orgullosa de su vivaz hija, prohibiera a Lydia salir el domingo por la tarde mientras no hubiera terminado sus deberes de fin de semana. Los libros abandonaron la mesa a la que Lydia los había arrojado, pero dos horas después estaba lista para dar un paseo por las colinas boscosas, detrás del castillo.

Fue un paseo que Tom no olvidaría nunca. Aunque el aire era invernal, el sol calentaba. Al principio, el estrecho Puget estaba centelleante, pero se tornó sombrío al llegar un chubasco del estrecho de Juan de Fuca. En cierto momento Tom dijo:

—Mira allá abajo. Casi parece que el corazón de la ciudad estuviera expuesto.

—¡Qué bien usas las palabras! —observó Lydia.

—Mi madre, o algo así…

Lydia le preguntó qué quería decir con eso, por Dios. Él se echó a reír, incómodo, y explicó:

—Mi verdadera madre… bueno, huyó con otro hombre. Entonces mi padre se casó con Missy, en cierto modo. Era una mujer maravillosa… Quiero decir, es una mujer maravillosa. Ahora vive en Nome.

Y se interrumpió, abrumado por el contraste entre la caótica vida de Missy y el orden reinante en la casa de los Ross. Quería explicar por qué Missy Peckham, esa buena mujer, no había podido casarse con su padre, tal como ahora no podía casarse con el señor Murphy, pero era demasiado complejo.

—Mi padre piensa que yo debería seguir estudiando —comentó Lydia, cambiando prudentemente de tema—. Mi madre tiene sus dudas.

—¿Dónde te gustaría estudiar?

—Aquí, en Seattle. En la universidad, tal vez.

—Sería bonito.

—Pero mi abuela se acordaba siempre con afecto de Boston. Antes de morir me dijo…

—¿No estaba harta de Boston?

—¡No! Escribió esa carta para provocarlos. Pero Boston le gustaba. Decía que era el faro de América y quería que yo estudiara allí. —De pronto Lydia calló, pues por su mente pasaban pensamientos poderosos. Al cabo de un rato, dijo—: Quiero ser como mi abuela, siempre valiente y dispuesta a intentar cosas nuevas. Creo que debo estudiar para alcanzar lo que deseo.

—¿Y qué deseas?

—No sé. Son tantas las posibilidades, que no puedo decidirme.

Tom se echó a reír porque él se enfrentaba al mismo dilema.

—Igual que yo. Me encanta trabajar en Alaska e imagino años ininterrumpidos allá. Pero en Seattle me siento más a gusto y no sé cómo hacer para conseguir un puesto aquí.

—Creo que, si haces un buen trabajo en Alaska, lo lógico será que mi padre te traiga aquí, tarde o temprano. Tiene muy buena opinión de ti, Tom, Y también mi madre.

—Pero también me tiene reservado muchísimo trabajo para hacer en Alaska. —Tom puso fin a ese tema—. ¿Conoces a ese tal Marvin Hoxey?

—Es un hombre horrible. Realmente rastrero. Mi padre lo sabe, pero dice que a veces es preciso utilizar la herramienta que se tiene a mano. —Empujó una piedra con el pie—. Hoxey no engaña a papá ni por un momento.

Habían girado hacia la ladera oriental de la pequeña colina. El estrecho Puget ya no estaba a la vista, pero sí los lagos y los cursos de agua que definen ese sector de Seattle, tan atractivos a su modo como el paisaje más impresionante del Oeste.

—Siempre me ha gustado este paisaje —dijo Lydia—, menos imponente, pero más seguro.

—No me pareces una persona que busque seguridad —comentó Tom.

Y ella le corrigió:

—No me asustan los desafíos, pero me gusta tener un refugio seguro al final del día. Mi abuela opinaba lo mismo. Un día me dijo: «Yo no vine al oeste sólo a buscar aventuras. Vine a buscar un buen hombre y a construir un hogar sólido». Aventuras y un refugio seguro: es una buena combinación.

El lunes por la mañana le comunicó a Tom:

—Mi padre dice que te irás antes de que yo vuelva. Ha sido muy divertido conversar contigo. Comprendo que papá tenga tan buena opinión de ti, Tom.

Y se fue, esta vez con el pelo suelto a la espalda y los libros rebotándole contra la pierna derecha.

El martes, el señor Ross le anunció durante la cena:

—Quiero que supervises la entrega y la instalación del equipo para hacer latas. Nuestro barco zarpa el jueves y, después de anclar en Juneau, se detendrá en la fábrica. Los hombres allí te ayudarán con las máquinas y el nuevo aparato para soldar.

Tom tenía veintiún años y un aplomo asombroso para su edad. Sin azorarse, sugirió:

—¿Y si tomara el barco del lunes y me reuniera con los hombres en la fábrica?

—¿Por qué quieres hacer eso?

—Porque me gustaría mucho ver de nuevo a Lydia.

En la habitación se hizo silencio. Lo rompió la señora Ross, que dijo con alegría:

—Es una idea sensata, Malcolm. Estoy segura de que a Lydia también le gustaría ver a Tom otra vez.

Y la decisión se tomó sin más palabras, sin que el señor Ross mostrara irritación alguna por ver sobrepasada su autoridad. Tom Venn le gustaba y apreciaba la franqueza del joven.

El segundo fin de semana fue más serio que el primero, pues todos los Ross, sobre todo Lydia, tenían presente que Tom se había quedado expresamente para explorar más esa amistad. Cuando se quedaron solos, ella le dijo con franqueza que había roto otros dos compromisos para poder dedicarle tiempo. Al protestar Tom de que no habría debido hacerlo, Lydia replicó con franqueza:

—Oh, era lo que yo quería. De los muchachos que conozco, la mayoría son unos pelmazos.

—Dejarán de serlo cuando tengan cuatro años más —adujo él.

Y ella repuso:

—Ya tienen cuatro años más y son unos pelmazos absolutos.

Dieron dos paseos por la colina, contemplando la ciudad y sus cambiantes pasajes; conversaron sin cesar sobre los estudios, los planes políticos del señor Hoxey y el futuro de Ross Raglan. El lunes por la mañana, al partir hacia la escuela, Lydia se detuvo en el vestíbulo, en presencia de sus padres y se despidió de Tom con un beso. No quería que hubiera ningún malentendido en cuanto a sus sentimientos.

Cuando las máquinas de armar latas estuvieron instaladas en Tótem, Tom Venn y Sam Bigears, que había aceptado a regañadientes hacer de vigilante de los edificios vacíos durante el invierno, comenzaron a prepararlo todo para la llegada de los trabajadores chinos y filipinos. De Seattle se trajeron enormes cantidades de arroz, pues ambos grupos se volverían difíciles de gobernar si la empresa trataba de alimentarlos con patatas, y se construyeron más literas para los chinos nuevos. Un día en que Tom cruzó el estuario a remo para visitar a Sam, cuya amistad quería retener, cometió la imprudencia de decirle:

—Éste puede ser el último año que empleemos a chinos.

Sam, que no sabía guardar rencores, aunque estaba disgustado desde la última visita de Tom, le preguntó:

—¿Quién, si no? Tlingits nunca trabaja fábrica.

Tom no dijo más, pues preveía que podían presentarse problemas pero, en varias ocasiones posteriores, Sam quiso saber quiénes iban a ocupar el lugar de los chinos:

—Nosotros no queremos japoneses, no esquimales en nuestro territorio. Mucho mejor, demonios, si chinos y filipinos se van.

—Tal vez algún día se vayan —dijo Tom.

Pero a fines de abril llegó a la desembocadura del río de las Pléyades un gran buque canadiense, el Star of Montreal para depositar a noventa y tres trabajadores chinos. Mientras éstos bajaban por la plancha, Tom vio lo que temía: Ah Ting estaba al mando, una vez más, con su coleta larga y los ojos más desafiantes que antes, si eso era posible. Ese año sólo uno de sus compañeros hablaba inglés. Tom, al pasearse entre ellos, sospechó que más de la mitad eran inmigrantes recién llegados, pues no tenían idea del trabajo que iban a hacer.

—Quiero a dos de tus mejores hombres —dijo a Ah Ting.

—¿Para qué? —preguntó el líder, dando a entender, como de costumbre, que sería él quien decidiera dónde trabajaría cada uno.

—Para manejar una máquina nueva.

Y Ah Ting replicó:

—Máquina nueva trabajo yo.

Pero Tom se opuso con firmeza:

—No, tú haces falta aquí. Para mantener el orden.

—Cierto —reconoció Ah Ting, sin animosidad. Él era el mejor y resultaba prudente que trabajara donde pudiese supervisar al mayor número de obreros. Designó a dos buenos trabajadores, pero cuando Tom se los llevó, Ah Ting insistió en seguirles, pues consideraba esencial saber qué estaba ocurriendo en cada parte de la planta. En realidad, actuaba como si la envasadora fuera suya, presunción que irritó a Tom, tal como había irritado al señor Ross durante los disturbios del año anterior.

En cuanto Ah Ting vio las pilas de latas aplanadas y las máquinas que les darían forma, comprendió la amenaza que ese nuevo sistema representaba para sus chinos. Entonces rechazó desdeñosamente esos aparatos, diciendo:

—No sirve. No más chinos trabajando aquí.

—Necesitaremos dos hombres capacitados para las máquinas —le aseguró Tom—. Y dos más, tal vez, para trasladar las latas.

Ah Ting no quiso saber nada de eso. El año anterior había supervisado a dieciséis de sus hombres en ese sector; ese año serían cuatro, a lo sumo, y él estaba seguro de que el señor Venn se apresuraría a reducirlos a tres, quizás a dos, cuando los hombres se familiarizaran con la operación del nuevo sistema. Pero ¿qué podía hacer, salvo mostrar su malhumor? Y lo hizo, dando todas las muestras de tornarse cada vez más intratable durante la temporada.

Ante esa insubordinación, Tom sintió la tentación de despedirle en el acto; pero sabía que ningún sustituto podría dominar a las veintenas de chinos necesarios para mantener en funcionamiento las mesas de limpieza y los hornos de cocción. Así, contra su propio criterio, esperó el momento apropiado, aceptando las protestas de Ah Ting, e hizo pequeñas concesiones en cuanto a la comida y el alojamiento para mantener satisfecho a su terco capataz.

Una vez logrado esto con más o menos éxito, tuvo que enfrentarse a la ira de los pescadores. Cuando el profesor Starling y su equipo aparecieron en escena para armar su trampa y los hombres de la zona vieron aquellas largas guías estiradas en casi toda la amplitud del estuario, comprendieron que allí acababan sus tiempos de dominación y comenzaron a causar dificultades. Los más recios entre los blancos trataron de demoler la trampa y cortar las guías; otros prometieron impedir que los barcos de aprovisionamiento amarraran en el muelle y se llevaran los cajones de salmón enlatado. También hubo amenazas por parte de los

tlingits, pero al fin la gran trampa fue construida y las guías instaladas. Entonces los pescadores, a los que ya no se necesitaba, quedaron sin ningún poder para oponerse a los rápidos cambios que estaban invadiendo la industria.

Cuando los salmones maduros comenzaron a llegar al estuario, todos los peones observaron con atención, tratando de determinar si la trampa recogería suficientes peces para mantener llenas las mesas de limpieza; al terminar la primera semana era evidente que la trampa y sus dos guías funcionarían aun mejor de lo esperado por los hombres que la habían instalado. En verdad, cuando el profesor Starling revisó la operación detectó un problema que él mismo no había previsto:

—Está funcionando tan bien, señor Venn, que la encañizada no tiene capacidad para tantos peces como recibe. Sus hombres no están retirando el pescado lo bastante deprisa.

—Por el momento no podemos procesar más en el cobertizo de limpieza.

—Cuando el doctor Whitman perfeccione su Chino de Hierro —reconoció Starling— podremos acelerar la cadena. Pero ahora ¿qué haremos?

A pesar de su parlamento, las eficientes guías, al bloquear el movimiento de los salmones que se esforzaban por llegar a sus lagos natales, continuaban arrojando tantos peces grandes a la trampa y, desde allí, a la zona de retención que sólo había una forma de solucionarlo:

—Tendremos que dejar morir a los peces más débiles, los del fondo, y que se los lleve la corriente.

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