Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Así se hizo. Durante todo ese verano la trampa del río de las Pléyades atrapó muchos salmones grandes y se perdió una cantidad enorme entre los más débiles. Las águilas venían desde varios kilómetros a la redonda para darse un festín con el pescado en putrefacción; miles de peces que habrían podido proporcionar un sabroso sustento a las gentes hambrientas de todo el mundo se quedaban allí, contaminando las aguas bajas del estuario del Taku.

Más inquietante aún, con respecto al futuro de la industria, era la excesiva efectividad de la trampa. Los pescadores experimentados comenzaban a dudar de que los salmones maduros pasaran la barrera en número suficiente para asegurar la perpetuación de la especie.

—¡Pero si la abrimos durante el fin de semana! —aseguró el profesor Starling a los escépticos de Juneau, al detenerse allí en su regreso a Seattle—. Si ustedes vieran las hordas de peces que pasan en esos dos días…

—Un día y medio —corrigió alguien.

Él asintió:

—Si ustedes vieran las hordas de salmones que escapan en ese período, comprenderían que el futuro está asegurado.

—¿Y los peces que ustedes dejan morir en la encañizada? —preguntó otro hombre.

Starling contestó:

—En toda operación grande hay algún desperdicio. Es inevitable, pero a largo plazo no provoca ningún daño considerable.

Y allá fue otra vez, a seguir planeando otras seis trampas enormes que se instalarían en las envasadoras futuras de Ross Raglan.

En Juneau, algunos hombres interesados siguieron el consejo del profesor Starling y navegaron hasta el río de las Pléyades para inspeccionar la trampa en funcionamiento. Pero cuando el pequeño barco quiso amarrar, Tom Venn apareció en el muelle para advertirles que estaban en propiedad privada y que no se les permitiría el ingreso.

—Pero su profesor Starling nos invitó a venir para ver cómo funciona la trampa.

—Él no estaba autorizado a hacerlo —dijo Tom.

Los encallecidos pescadores de Juneau no se dejaron convencer tan fácilmente.

—Vamos a desembarcar, Venn, y si usted trata de impedirlo, habrá problemas.

No hubo confrontación, pues la trampa y sus guías se podían inspeccionar sin invadir la propiedad de Tótem. Tom indicó a los pescadores que llevaran su bote aguas abajo desde la trampa, pues de ese modo podrían observar la conducta de los salmones. Quien no conociera la pesca de Alaska habría quedado atónito al ver aquello: los salmones maduros entraban, no por docenas ni por centenas, sino por millares. Trescientos en un bloque, seiscientos, todos con el hocico apuntado contra la corriente. A veces el agua donde flotaba el bote se colmaba de peces: diez, quince mil salmones que pasaban apretados, con los cuerpos brillando al sol, a pocos centímetros de la superficie. En momentos de tanta abundancia parecía que la provisión era inagotable e indestructible.

Pero cuando esa multitud se aproximaba a las guías extendidas se enfrentaba a una situación diferente a todo lo conocido. Esas altas alambradas no eran como las cascadas que sus antepasados habían ascendido de un salto por incontables generaciones; estos nuevos adminículos eran barreras efectivas. Los consternados peces trataban de rodearlas, pero acababan siguiendo el curso de menor resistencia y nadaban hacia la trampa central; allí entraban en ese laberinto al que era tan fácil entrar, pero del que no se podía salir. Paso a paso se iban adentrando en él hasta que, por fin, pasaban a la relativa libertad de la gran encañizada de retención.

En esos momentos, los peces que llegaban a la encañizada eran tantos que los más débiles empezaban a notar la falta de agua en las agallas; con asombrosa celeridad, los más pequeños iban muriendo y sus cuerpos se hundían hasta el fondo de la encañizada, mientras los trabajadores de Tom Venn izaban a los supervivientes a la vía, para llevarlos al cobertizo de procesamiento, donde los hombres de Ah Ting los preparaban para la cocción.

Los pescadores de Juneau, al presenciar la magnitud de ese revolucionario método de pesca, vieron de inmediato que provocaba una terrible pérdida de peces, que no habrían causado los procesos antiguos. Uno de los mayores dijo:

—No tienen respeto por los salmones. Si siguen así, no sé qué va a pasar.

Pero uno de los botes se quedó un día más, para ver qué pasaba durante el fin de semana. El sábado por la tarde, cuando se cerró la trampa y se levantaron las guías, una horda de peces subió por Taku, pasó la trampa y continuó nadando hacia los lagos.

—Los que pasan podrían poblar toda Alaska y la mayor parte de Canadá —dijo uno de los hombres.

Ya reconfortados, vieron la situación de modo diferente.

—Es el sistema moderno —reconoció uno de los pescadores.

Y todos estuvieron de acuerdo en que, pese a la lamentable pérdida de salmones, probablemente escaparían en los fines de semana peces suficientes para mantener la provisión.

En 1904, cuando los pescadores de Juneau llegaron a esa errónea conclusión sobre la supervivencia de los salmones,

Nerka, que ya tenía tres años de edad, habitaba las aguas dulces del lago de las Pléyades como si fuera a seguir toda la vida en esa rutina. Pero una mañana, tras una semana de agitación, se lanzó a una actividad sin precedentes, como si una campana hubiera convocado a todos los salmones de su generación para el cumplimiento de una tarea grandiosa y significativa.

Entonces, por motivos que él no podía identificar, sus nervios se estremecieron como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo, dejándolo agitado e inquieto. Llevado por impulsos que no comprendía, descubrió que le repugnaba el agua dulce de su lago natal, que antes lo había nutrido. Pasó varios días revolviéndose con nerviosismo. De pronto, una noche,

Nerka empezó a nadar hacia la salida de su lago, seguido por miles de su generación, y se arrojó a las aguas torrentosas del río de las Pléyades. Pero al partir tenía la premonición de que algún día, en años muy distantes, retornaría a esas aguas acogedoras en las que se había criado. Estaba a punto de convertirse en un salmón maduro. Su piel había tomado el lustre plateado de los adultos y, aunque aún medía sólo unos cuantos centímetros de longitud, su aspecto era ya de salmón.

Con poderosos golpes de su cola en crecimiento, nadó rápidamente por el río de las Pléyades; cuando se enfrentó a los rápidos que se arremolinaban entre rocas expuestas supo instintivamente cuál era la manera menos peligrosa para descender. Pero cuando su avance se veía amenazado por cascadas de altura más inquietante,

Nerka vacilaba, estudiaba las alternativas y, por fin, se lanzaba a una vigorosa actividad, saltando casi jubiloso a la llovizna, debatiéndose en el descenso, hasta caer con un golpe seco en el fondo; allí descansaba por un momento antes de reanudar el viaje.

¿Registraba acaso esas cascadas al descender, por algún complejo mecanismo biológico, atesorando conocimientos para el día en que, dentro de dos años, algo le impeliera a ascender en dirección opuesta, a fin de fertilizar las huevas de alguna hembra igualmente decidida? Su viaje de retorno sería una de las hazañas más notables del mundo animal.

Pero ahora, al aproximarse a los tramos inferiores del río, se enfrentaba a un gran peligro: en una cascada más o menos insignificante, que normalmente habría franqueado con facilidad, el cansancio o el descuido hicieron que el agua lo arrojara contra una roca que sobresalía abajo. Cayó con un torpe chapoteo al pie de la cascada, entre un grupo de voraces truchas, todas más grandes que los salmones jóvenes. Con veloces movimientos, las truchas saltaron hacia los aturdidos salmones, devorándolos en cantidades asombrosas. Lo más probable es que

Nerka, totalmente desorientado por el golpe contra la piedra, se convirtiera en una presa fácil y desapareciera antes de llegar al agua salada que lo llamaba.

No obstante ya había demostrado ser un pez decidido; de modo instintivo, pese a su embotamiento, esquivó el primer ataque de la trucha y se dejó caer entre las hierbas protectoras, de donde el otro pez no podría desalojarlo; con ese trémulo recurso eludió los ataques de la hambrienta trucha.

De los cuatro mil salmones nacidos con

Nerka en 1901, en el lago de las Pléyades. ¿Cuántos sobrevivirían ahora? Es decir: ¿cuántos nadaron por el río de las Pléyades para cumplir su destino en el océano? La mortandad había sido tan terrible y constante que perecieron tres mil novecientos sesenta Y Ocho, dejando sólo treinta y dos vivos y dispuestos a la aventura en el océano. Pero sobre ese patético número se construiría la gran industria salmonera de Alaska, y serían

Nerka y otros peces como él, luchadores y cautos, los que dieran tan ricas ganancias a industrias conserveras como la de Tótem, en el estuario del Taku.

Una mañana, tras haber escapado de las zanquilargas garzas reales y de los mergos,

Nerka se aproximó al momento más crítico de su vida; ese pez de agua dulce iba a lanzarse a las aguas salobres del mar, no centímetro a centímetro ni lentamente, en un período de semanas, sino con un solo golpe de cola y la activación de sus aletas. Es cierto que el cambio del agua del lago a la del mar había sido gradual, pero aun así el salto del agua dulce a la salada era tremendo, como si a un ser humano que hubiera vivido a base de benévolo oxígeno se le dijera: «Dentro de una semana respirarás sólo gas metano». Ningún humano podría sobrevivir a eso, a menos que su metabolismo y su estructura fisiológica dieran un salto cuántico, y eso es lo que

Nerka hizo.

Aun así, el ingreso en ese nuevo medio fue un golpe casi letal. Pasó varios días tambaleándose, acobardado ante la sal; en ese estado comatoso corría un peligro terrible: una inmensa bandada de voraces gaviotas blancas y cuervos negros revoloteaba en el cielo plomizo, dispuestos a sumergirse entre los vacilantes salmones jóvenes para atraparlos con el pico. La devastación creada por esas chillonas aves de presa era sobrecogedora: los futuros salmones perecían por millares en sus garras afiladas; los que sobrevivieron milagrosamente lo lograron sólo por suerte.

Nerka, lento en adaptarse al agua salada, era más vulnerable que ninguno, pues de vez en cuando se dejaba llevar de costado por la corriente, convirtiéndose en blanco fácil para las aves que se zambullían. Lo salvó la mera casualidad, no su propio esfuerzo. Después de escapar por muy poco, revivió lo suficiente para descender a las profundidades, a la oscuridad que amaba. Allí, lejos de los depredadores, hizo funcionar sus agallas, haciendo pasar por la fuerza esa extraña agua marina por su organismo.

Durante la mayor parte de ese verano,

Nerka y sus compañeros se quedaron en el estuario del Taku, atracándose con el rico plancton y adaptándose al agua salada. Empezaron a crecer. Sus sentidos se aceleraron. Ya no temían luchar contra peces más grandes. Ya eran salmones; gradualmente, avanzaron hacia la boca del estuario, pues sentían la necesidad de alimentarse con los camarones y los peces pequeños que allí abundaban. Y a medida que maduraban, se veían impulsados a salir al océano abierto, buscando aventuras en las grandes aguas arremolinadas.

De los treinta y un compañeros que llegaron a la boca de Taku, la mitad pereció antes de llegar al océano, pero

Nerka sobrevivió. Ansioso, pasó rozando la roca emergente de la Morsa y abandonó el estuario, para adentrarse en el Pacífico rumbo al oeste.

Mientras

Nerka nadaba hacia el océano Pacífico, Tom Venn estaba cometiendo su primer error grave en la administración de Tótem. Los trabajadores chinos a los que Ah Ting había elegido para manejar las máquinas nuevas, las que convertían piezas planas de hojalata en envases terminados, no se estaban desempeñando bien. Quizá por ineptitud, quizá por malicia, hacían que las máquinas funcionaran mal. Tom, convencido de que era un caso de sabotaje, los retiró de esa sección e hizo trasladar las máquinas al sector de los filipinos, donde instruyó a cuatro jóvenes sobre el modo de hacer latas.

Cuando Ali Ting supo que el taller de latas, donde antes trabajaban dieciséis chinos, ya no daba trabajo a ninguno, montó en cólera. Sin su acostumbrada sonrisa, entró intempestivamente en la oficina de Tom exigiendo que se devolvieran las máquinas al sector de los chinos y que se designara para hacerlas funcionar no a cuatro sino a seis de los suyos. Tom no podía tolerar semejante intromisión en sus prerrogativas de director; después de escuchar las primeras frases de la queja, dijo:

—Soy yo quien decide quién trabaja y dónde. Ahora vuelve al cobertizo de limpieza.

Pero en el momento en que Ah Ting se retiraba, el muchacho tuvo una premonición de que ese frío rechazo podía provocar problemas. Quiso seguirle para explicar más en detalle los motivos de su decisión, pero fue interrumpido por la llegada de uno de los filipinos encargados de las máquinas y no pudo aplacar al chino.

El problema no tenía ninguna importancia:

—¿Cómo llevamos las latas terminadas a la línea de envasado, señor Venn?

Ah Ting no habría permitido que uno de sus hombres hiciera una pregunta tan tonta; él mismo habría ideado tres o cuatro maneras de trasladar las latas, para probarlas luego e informar al señor Venn de cuál era la más efectiva. «Pero los filipinos tienen que aprender», se dijo Tom. Cuando el problema quedó resuelto, exactamente del modo que habría elegido Ah Ting, el muchacho volvió a su oficina. Apenas tuvo tiempo de firmar unas pocas cartas de embarque cuando oyó una terrible conmoción que le hizo volar a los cobertizos.

Descubrió entonces que, cuando dos de los trabajadores filipinos traían las latas terminadas a la línea, invadían el terreno que siempre había correspondido a los chinos y, por esa causa, dos hombres de Ah Ting los habían atacado con cuchillos.

Los filipinos eran dos hombres capaces, que con frecuencia se habían peleado con chinos en su tierra natal, donde las dos razas mantenían una tregua inestable. Decididos a no dejarse intimidar por esos chinos, asieron las armas que encontraron a mano, incluido un pesado martillo, y rechazaron a sus atacantes, pidiendo refuerzos en tagalo; en menos de un minuto, cinco o seis filipinos entraron violentamente en el edificio.

Eso no se podía tolerar, ya que los chinos consideraban inviolable su zona de trabajo. Cuando Tom Venn llegó al sitio de la refriega, los hombres se estaban arrojando unos a los otros contra los muros y blandiendo cuchillos peligrosamente cerca del cuello ajeno. Sin tener en cuenta el peligro que corría, el joven asió a Ah Ting por el brazo, y le gritó:

—¡Tenemos que parar esto!

Al rato, sobre todo gracias a la efectividad de su capataz chino, logró acallar los gritos y redujo el desmán a gruñidos y amenazas por lo bajo. Por fortuna, ninguno de los bandos comprendía las viles acusaciones lanzadas Por el otro. Los filipinos se retiraron a sus dominios, convencidos de llevarse la victoria.

No era así. En una cautelosa reunión de Venn con Ah Ting y el líder de los filipinos, sensato ciudadano de Manila que dominaba tanto el inglés como el chino, se acordó una tregua. Los filipinos continuarían fabricando las latas, pero el transporte a la línea de envasado quedaría a cargo de los chinos que habían sido expulsados del taller. De este modo, Ah Ting recobraba los cuatro puestos perdidos.

Cuando Tom volvió a verle, el capataz había recobrado su enorme sonrisa.

Sin embargo, la tregua no duró mucho. Los filipinos que manejaban las dos máquinas las trabaron sucesivamente, sin que nadie de su sector supiera cómo repararlas. Llamaron a Tom, que se acercó a las máquinas estropeadas lleno de confianza, pero se descubrió igualmente incapaz de arreglarlas. Por lo tanto, con bastante bochorno, tuvo que mandar por Ah Ting, el inveterado reparador, para que la planta pudiera continuar en funcionamiento.

Ese amo de máquinas y personas se presentó con aire insolente, como si dijera a Venn y a sus filipinos: «Aquí nadie puede hacer nada sin mi ayuda». Puso manos a la obra y, en menos de dos minutos, identificó el problema. Quince minutos después ambas máquinas funcionaban como nuevas, en realidad, mejor que antes, pues él había corregido una falla de diseño.

Por desgracia, al terminar dijo en chino, olvidando que el líder de los filipinos entendía ese idioma:

—Ahora puede que hasta los estúpidos filipinos puedan manejar estas máquinas sin romperlas.

Cuando el capataz filipino tradujo ese insulto a sus compañeros, cuatro de ellos se abalanzaron sobre Ah Ting, el cual se defendió con sus herramientas. De cualquier modo, si Tom no hubiera acudido en su ayuda, el chino habría resultado aplastado por sus atacantes.

Esa noche Tom redactó una carta para el señor Ross, que enviaría a Seattle:

Por eso he decidido, de una vez por todas, que no podemos seguir trabajando con estos chinos intratables. Los despediría a todos mañana mismo, si hubiera algún modo de hacer funcionar la planta sin ellos. ¿Cómo marcha ese Chino de Hierro? ¿Podremos depender de esa máquina el año que viene? Naturalmente es lo que espero.

Ross, al recibir esa carta, corrió al laboratorio del doctor Whitman; éste, a su vez, mandó por su colega, el profesor Starling, el mismo que había instalado la efectiva trampa de Tótem. Cuando los tres estuvieron ante el último modelo del Chino de Hierro, el empresario preguntó sin rodeos:

—¿Podemos arriesgarnos con esto el año próximo?

Para su satisfacción, los dos ingenieros respondieron que las primeras dificultades habían sido eliminadas.

—¡La cosa funciona! —aseguró el doctor Whitman, sin dejar lugar a dudas.

Pero Ross dijo:

—Me gustaría verlo con mis propios ojos.

Trajeron unos cuantos pescados del tamaño aproximado del salmón Y, en cuanto la rueda impulsada a vapor puso en funcionamiento las diversas cintas transportadoras que hacían moverse las cuchillas, Whitman los fue poniendo al alcance de la máquina, alternando cortos con largos. Sin fallar, las primeras cuchillas cortaban la cabeza y la cola, mientras el artefacto medía el cuerpo del pez y se adaptaba sin falla, permitiendo que la tercera cuchilla lo destripara limpiamente y lo pusiera en camino.

—¡Qué maravilla! —gritó Ross. Y apartó a Whitman de un codazo para poner él mismo los distintos pescados en la cinta. Durante varios minutos, el Chino de Hierro no cometió ningún error.

—¿Cuándo podremos tener esto en Alaska?

El doctor Whitman eludió la respuesta.

—Quiero que vea las innovaciones que hemos introducido. Las partes móviles han sido reducidas a la mitad, con lo que se reducen a la mitad las cosas que pueden fallar. Fíjese usted qué sólidas son las piezas.

Tomó un pequeño martillo para golpear las articulaciones críticas, demostrando que podían soportar el considerable maltrato que recibirían de los trabajadores no especializados.

—Bien, muy bien —ponderó Ross, impaciente—. Pero ¿cuándo podremos instalarlas?

Y el profesor Starling respondió:

—Creo que deberíamos enviar este prototipo ahora mismo, para ver si en Alaska funciona igual. Antes de principios de octubre tendremos hechos todos los ajustes necesarios. Así, en abril del año próximo toda la planta funcionará sin emplear otra cosa que estas máquinas.

—¡De acuerdo! —exclamó el empresario—. ¿Cuántas máquinas necesitaremos en Tótem?

Starling, que conocía bien las instalaciones, dijo:

—Tal como está la planta ahora, bastará con seis.

Y Ross ordenó:

—Perfeccione ésta sobre el terreno y constrúyame ocho. Vamos a ampliar la envasadora Tótem.

Fue así como, en el mes de julio, el vapor de R R Queen of the North amarró en el estuario del Taku, llevando tres largas y misteriosas cajas, que fueron transportadas a un cobertizo nuevo, apresuradamente construido para albergar la maquinaria milagrosa. Tom prefirió no informar a Ah Ting de la función que tendría el contenido de las cajas, pero en cuanto las piezas fueron desembaladas, detrás de ventanas cegadas con tablas para impedir el espionaje, el chino halló un modo de penetrar en el misterio. Lo que vio allí le inquietó. Después de inspeccionar furtivamente todas las partes de la nueva máquina, dedujo cuáles serían sus funciones e identificó sagazmente su modo de operar. Una noche, cuando el artefacto estaba ya armado por completo, Ah Ting entró subrepticiamente en el nuevo cobertizo e, iluminándose con cerillas robadas en la cocina, siguió cada paso del proceso, imaginando cómo funcionarían las distintas partes. Al acabar, conocía la máquina casi tan bien como sus inventores.

Allí, en la oscuridad, una vez agotadas las cerillas, comprendió el motivo de tanto secreto por parte de Tom: «No más chinos. Latas, a los filipinos, Muy pronto, salmón destripado por esta cosa maldita». Reflexionó sobre el triste estado de las cosas durante varios minutos. Por fin expresó el motivo que le afectaba más directamente: «Muy pronto, no más Ah Ting».

A las nueve de la mañana del día siguiente, los agitados chinos invadieron la oficina de Tom Venn, haciendo gestos que él pudo interpretar: en el cobertizo donde trabajaban había graves problemas. En la creencia de que había estallado otra riña entre chinos y filipinos, cogió un pesado trozo de madera, similar a un bate de béisbol, y corrió al cobertizo, donde nadie estaba trabajando. Allí descubrió la causa de la conmoción.

Ah Ting había desaparecido. Sus hombres estaban seguros de que no había pasado la noche en el alojamiento de los chinos. Inspeccionaron a fondo los terrenos de la fábrica (superficie ya considerable) sin hallar rastro de él. Y durante la noche empezó a correr el rumor de que los filipinos lo habían asesinado. Tom se negó a aceptar esa acusación. Después de llamar al otro chino que hablaba inglés, le advirtió:

—Di a tus hombres que no repitan eso o tendremos otra pelea. Ah Ting tiene que estar por aquí, en alguna parte.

Luego corrió al alojamiento de los filipinos, donde comprobó muy pronto que Ah Ting no había sido víctima de ningún ataque premeditado. Esos hombres le gustaban; encontraba en ellos posibilidades que aprovecharía cuando el efecto perturbador de los chinos hubiera desaparecido.

—Por hoy no se trabaja más —dijo a sus líderes—. Que ninguno de ustedes se acerque al sector de los chinos.

Luego concentró su atención en Ah Ting. Cuanto más investigaba, más frustrado se sentía. El hombre no estaba en la planta. Si había sido asesinado, seguramente lo habían arrojado al estuario con un peso, para que permaneciera oculto allí para siempre. Hacia las tres de la tarde ordenó a todos que volvieran al trabajo, pero apostó guardias blancos para cuidar de que los dos grupos orientales permanecieran separados. Ah Ting había desaparecido; no tenía sentido seguir tratando de imaginar cómo. Venn se hizo cargo personalmente de los chinos. Esa noche, después de haber tratado en vano de zanjar las interminables disputas que surgían entre esa fuerza laboral, se escabulló hasta el cobertizo nuevo para inspeccionar la milagrosa maquinaria instalada allí.

—No veo la hora de que podamos prescindir de ellos —murmuró, con ceñuda satisfacción.

Y fue a acostarse, convencido de que 1905 sería un año mucho mejor que 1904.

Una vez que Ah Ting hubo descifrado el misterio de la máquina escondida en el cobertizo nuevo y comprendido que significaba el fin de su empleo en Tótem, dedicó unos quince minutos a decidir lo que haría. Su decisión principal fue una que hasta entonces no había concebido: «Quiero quedarme aquí». Después de reflexionar brevemente, llegó a la conclusión de que Alaska le gustaba, respetaba a la gente que allí había conocido, como Tom Venn, y tenía mucho aprecio por los pocos indios que había tratado en la fábrica. Más importante aún: detestaba la perspectiva de que le enviaran de nuevo a China; en cuanto a San Francisco, sus recuerdos de la ciudad eran deplorables.

Por tanto, en el apuro del momento, hizo lo que suelen hacer los hombres resueltos ante una situación intolerable: decidió marcharse por su cuenta y correr los riesgos de comenzar una vida nueva, mejor que la conocida en el pasado y que la que disfrutaba por entonces. Además de coraje, que hacía mucha falta, contaba con ciertas certezas: «Sé de máquinas más que nadie, más que el mismo señor Venn. Trabajo más que nadie, y dudo que haya muchos dispuestos a arriesgarse como me arriesgué yo para salir de China y escapar a los asesinos de San Francisco. Si alguien puede hacerlo, SOY YO».

Acto seguido, salió subrepticiamente del nuevo edificio por la entrada que había abierto, retirando una tabla del suelo. Sólo con lo que llevaba puesto, dejando todo su equipo en el alojamiento, caminó tranquilamente en la oscuridad hasta la desembocadura del río de las Pléyades, allí donde se ensanchaba antes de incorporarse al estuario del Taku. Estaba fuera de la planta y, por el momento, a salvo de ser descubierto por nadie. Aunque no era en absoluto un criminal, todos los chinos sabían que Alaska no permitía el establecimiento de orientales dentro de sus fronteras: «En otoño, el que no se embarque de regreso a Seattle se arriesga a ser detenido».

Pero con la experiencia acumulada durante su estancia en Norteamérica, Ah Ting estaba seguro de que, en cualquier lugar que se instalase, podría ganarse la vida arreglando cosas. Se consideraba valioso como carpintero, fontanero y albañil; gente así siempre era bien recibida, pese a lo que dijeran las leyes. Como antes, estaba dispuesto a correr los riesgos.

Había oído hablar mucho de Juneau. Por lo que comentaban las gentes que vivían allí, parecía un sitio atractivo, justamente el tipo de comunidad en expansión que tendría trabajo para un hombre de su talento. Lo que no sabía era cómo llegar. En varias ocasiones había hecho preguntas veladas, pero los capataces blancos siempre decían: «Vinimos en barco», y él no tenía barco. También sabía que Juneau estaba al otro lado de los dos glaciares que le eran familiares. A la Morsa la había visto tres veces, cuando el barco de Seattle le llevaba o le traía; en cuanto al glaciar Pléyades, lo había visto casi todos los días desde su llegada a Tótem. Eran formidables barreras de hielo, que se prolongaban por muchos kilómetros, y él no tenía ningún deseo de confiar su suerte a terrenos tan difíciles.

Tres o cuatro veces, durante sus temporadas en Tótem, había visto a un indio maduro que visitaba el lugar; sabía, por haberlo oído casualmente, que ese

tlingit llevaba el extraño nombre de Bigears. Y como Ah Ting tenía un apetito insaciable de cualquier información que más adelante pudiera serle útil, recordaba varios comentarios escuchados al azar, según los cuales Bigears no estaba del todo contento con la presencia de esa planta tan cerca de su casa.

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