Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—Bastante razonable, siempre que se permita el paso de un número suficiente para que procreen. —Luego detectó un problema que con frecuencia preocupaba a Sam Bigears—. Pero dada la localización de esta trampa, aun cuando los fines de semana permitan el paso de suficientes Salmones para satisfacer a Canadá, me parece que este río de las pléyades quedará sin reabastecimiento.

Tom replicó en tono tranquilizador:

—Estoy seguro de que muchos suben también por ese río.

El sábado por la tarde, toda la comisión, incluido el capitán Kírby abordó pequeños botes para observar el tránsito del salmón por la trampa bajo las guías. Eran tantos los hermosos ejemplares que pasaban, claramente visibles a pocos centímetros de la superficie, que

Sir Thomas admitió:

—Es impresionante, en verdad.

Y uno de su equipo añadió:

—El problema es sencillo: hay que adiestrar a los salmones para que sólo naden aguas arriba en domingo.

Cuando cesaron las risas, Tom trató de allanar las dudas que preocupaban al equipo.

—Ustedes deben comprender, señores, que cuando el salmón joven viene desde los ríos canadienses para llegar al mar, no encuentran ningún problema. Como la estación es otra, las trampas no están en funcionamiento.

El domingo por la mañana, después de otra visita a la trampa, los canadienses pusieron manos a la obra. Con los mapas en el escritorio de Tom, interpelaron:

—¿Qué harán los conserveros de Alaska para proteger los sitios de cría del Canadá?

Tom respondió directamente:

—Las fábricas están aquí,

sir Thomas. Ustedes no tienen una sola planta en toda la zona. No necesitan el salmón. Nosotros sí.

Sir Thomas no se echó atrás:

—Por el momento, lo que usted dice parece correcto. Pero también debemos tener en cuenta que en el futuro habrá muchos canadienses en estas regiones. Entonces será muy importante contar con una provisión segura de salmón. Y si los de Alaska impiden o aniquilan el reabastecimiento, nos estarán causando un grave perjuicio. Tom no cedió:

—Cerramos las trampas en toda Alaska, como ustedes han visto. Estoy seguro de que pasa un suficiente número de peces.

—¡Pero qué derroche! ¡Cuántos salmones muertos!

—No son tantos, en relación con el total…

A

sir Thomas le irritaba un poco discutir con un hombre tan joven, pero le impresionaba favorablemente la eficacia con que Tom defendía los intereses de su empresa. Por eso, después de hacer hincapié en la intención canadiense de buscar un acuerdo internacional que protegiera sus intereses en la industria del salmón, escuchó cortésmente los argumentos con que el muchacho rebatía los suyos, diciendo que difícilmente Estados Unidos se sometería a semejante acuerdo.

Reacio a prolongar un debate de posiciones tan encontradas,

sir Thomas pidió a Kirby que le entregara otro cartapacio y lo hojeó hasta hallar el documento que buscaba:

—Señor Venn, ¿conoce usted a cierto señor Marvin Hoxey?

La expresión sorprendida de Tom demostró que sí. El canadiense continuó:

—Parece ser nuestro principal obstáculo en Washington. No deja de citar estadísticas que destruyen todas nuestras reclamaciones, pero sospechamos que sus datos son fraudulentos. ¿Qué puede usted decirnos acerca de él? ¿Es realmente experto en estos asuntos?

—Por supuesto —respondió Tom, sin parpadear.

—¿Y ha inspeccionado estas trampas? Ésta, en especial.

—En efecto.

Sir Thomas no dijo nada, pero pidió otro documento y lo estudió por unos segundos, como si buscara el modo de aprovechar esa información. Por fin carraspeó Y se inclinó hacia delante, para preguntar con voz conciliadora:

—Ahora bien, ¿no es cierto, señor Venn, que en la ciudad de Nome, en el año…? Veamos… ¿puede haber sido mil novecientos? Sí, creo que sí. ¿Conoció usted por entonces al señor Hoxey?

—Sí.

—¿No ofreció usted un testimonio que ayudó a encarcelarlo?

Tom respondió, débilmente:

—Así fue. —Pero se apresuró a añadir—: Deben saber ustedes que el señor Hoxey recibió un indulto pleno del presidente. Todo fue un error político.

—No lo dudo —comentó

sir Thomas. Y no insistió en el tema.

Era ya noche entrada, el domingo, cuando Tom encontró la oportunidad de charlar a solas con el capitán Kirby. Después de intercambiar reminiscencias de los viejos tiempos, el policía preguntó francamente:

—¿Qué clase de persona es ese Hoxey. Tom? Nos está causando muchos problemas.

—¿Entre usted y yo?

—Como en los viejos tiempos.

—Use esta información, si quiere, pero no diga que yo se la di.

—Ya sabes que puedes confiar en mí.

Tom miró a Kirby a los ojos:

—Si él hubiera aparecido en el Klondike cuando usted y yo estábamos allí, usted lo habría hecho liquidar en dos días.

No se volvió a tocar el tema, pero cuando la conversación retomó el hilo de los tiempos pasados el muchacho comentó:

—¿A que no sabe a quién encontré en Juneau? —Y como Kirby confesó no tener idea—: ¡A Missy Peckham!

Los dos hombres se inclinaron mientras recordaban a esa valiente mujer que trepaba el paso de Chilkoot, donde había conocido a Kirby. Y hablaron de los veloces descensos en pala, de la construcción del barco, de los días pasados en la tienda en Dawson y en el arroyo Bonanza.

—Nunca halló oro, ¿verdad? —preguntó Kirby, expresando pena por la mala suerte de Missy.

—No, nunca.

—Maldita sea —protestó Kirby, descargando el puño contra la mesa—. esa mujer siempre tuvo mala suerte.

—No tan mala. —Y muy pausadamente, Tom le describió la aparición de John Klope en Nome, un día, llevando grandes regalos de oro para Missy, Murphy y él mismo.

—Bueno, me alegro. ¿Y dices que ahora está en Juneau?

—Sí. Ella y Murphy van a instalarse allí.

—¿A hacer qué?

—No tienen idea. Pero conociendo a Missy, será algo interesante.

Kirby pensó por un momento. Luego juntó las manos en una palmada, proponiendo:

—¿Nos acompañarías a Juneau, Tom? Mañana por la mañana vendrá un barco a recogernos.

Tom vacilaba, pero el policía insistió:

—Si tienes problemas con tu jefe, el de Seattle,

sir Thomas puede insistir por escrito para que continúes con la entrevista allí.

Por la mañana, Kirby entregó una solicitud formal para que Thomas Venn, director de la Fábrica de Conservas Tótem, acompañara a la Comisión de Pesca de Canadá a realizar consultas en Juneau; durante el rápido viaje a la capital,

sir Thomas dijo:

—Si yo fuera el propietario de una fábrica, señor Venn, lo querría a usted como director —añadió—: Pero se equivoca totalmente al interpretar los intereses de Canadá en este asunto. No descansaremos hasta obtener un acuerdo equitativo para dar solución al problema.

No preguntó por qué Kirby quería al muchacho en Juneau, pero al llegar al Hotel Occidental, ante el placer con que ambos saludaron a la mujer que allí se hospedaba, con su esposo y su hijita, dedujo que los motivos eran importantes.

Fue un reencuentro emotivo, del que Matt Murphy participó con tanto entusiasmo como los otros tres. Habían conocido días embriagadores y grandes desilusiones. A su debido tiempo surgió el nombre de Marvin Hoxey; entonces Matt y Missy revelaron la horrible historia, con detalles tan sensacionales que Kirby no pudo sino preguntar:

—¿Cómo puedes hacer negocios con ese hombre, Tom?

Y éste sólo pudo responder:

—Los hace la empresa, no yo.

—¿Y tú te sientes en la obligación de ser leal a la compañía?

—Sí.

Kirby no dijo nada, pues él se sentía en la obligación de ser leal a la Policía Montada y conocía las presiones que puede imponer ese tipo de fidelidad. En su caso las presiones eran legítimas: las del gobierno canadiense; en el caso de Tom, ilegítimas, como todo lo relacionado con Marvin Hoxey. Pero los hombres razonables tenían conciencia de las presiones, buenas o malas, y respondían a ellas de un modo diferente.

Por fin la conversación giró hacia el motivo que llevaba allí a los canadienses; Missy se mostró más que pasivamente interesada en las fábricas de conservas de salmón y los hechos fueron surgiendo gradualmente:

—Es en parte por ese motivo que Matt y yo estamos aquí. No me refiero al salmón, sino a los derechos de los nativos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kirby.

Y ella explicó:

—En todos los lugares en que hemos estado, Will, sea en Canadá o en Alaska, hemos visto que los nativos llevan la peor parte. ¡Si vieras en Nome!

—Me lo imagino.

—Matt y yo tuvimos la impresión, por ser descendientes de nativos irlandeses y estadounidenses, como podría decirse… bueno, nos pareció que debíamos estar de parte de los nativos. Deberíamos ayudarles a cuidar de sí mismos mejor que ahora.

Consciente de que quizás estaba hablando contra sus propios intereses, Tom dijo impulsivamente:

—¡Grandioso! Cuando Lars Skjellerup estuvo aquí, hace algunas semanas, vino a rogar al gobierno que abriera escuelas para los nativos. Y dijo casi lo mismo que tú, Missy.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kirby, volviéndose hacia la mujer a quien en otros tiempos había estado tan ligado. Ahora se encontraban como adultos maduros, cada cual luchando por hacer de su mundo un sitio más ordenado.

Alentada por su sonrisa, Missy expresó en público por primera vez los principios que orientarían el resto de su vida.

—Veo una Alaska que no esté dominada por los ricos de Seattle. Quiero una Alaska que tenga gobierno propio, leyes propias, su propia libertad. —Entonces se tornó casi vehemente—: ¿Sabéis que Matt y yo no Podemos comprar tierras en Juneau? ¿Por qué? Porque al gobierno de Alaska no se le ha permitido legislar sobre la propiedad de las tierras y el de Estados Unidos no quiere hacerlo.

De esa falta que enfurecía a todos los de Alaska, pues inhibía el normal desarrollo cívico, la mujer pasó a un marco más amplio:

—Hemos estado estudiando los mismos problemas que te traen aquí, Kirby.

Ahí se interrumpió. El capitán de la Policía Montada le preguntó:

—¿Y a qué conclusión habéis llegado?

Ella dijo:

—Que toda la riqueza que produce el salmón de estas aguas debería ser dedicada al bienestar de Alaska, no a los comerciantes de Seattle.

Kirby, riendo, señaló a Tom:

—Se refiere a ti.

—No, lo digo en serio. He descubierto que este verano se han puesto en funcionamiento más de treinta fábricas como las de Tom, y ni una de ellas deja un céntimo para nosotros, los de Alaska. —Hasta ese momento había hablado de los de Alaska en tercera persona, como si quisiera proteger derechos ajenos; ahora, sutilmente, ella misma pasaba a ser de Alaska y así continuaría.

Al terminar ese animado discurso, Kirby preguntó:

—¿Esto no hace de tu viejo amigo Tom un enemigo?

Y ella respondió:

—Si él continúa trabajando para los comerciantes de Seattle seremos enemigos políticos, sí.

Antes de que nadie pudiera contestar, Kirby hizo una seña a

sir Thomas Washburn, diciendo:

—Usted debería escuchar a esta dama,

sir Thomas.

El presidente de la comisión lo hizo y quedó atónito por la similitud entre sus opiniones y las que ella expresaba.

—Usted tiene la cabeza bien puesta, señora.

—Ya libraba estas batallas en Chicago. Entre los desesperados, pero nunca sin esperanzas.

Conversaron los dos por largo rato, como si no hubiera nadie más allí. Cuanto más revelaban sus aspiraciones, más claramente veía Tom Venn que sólo podían alcanzar lo buscado a expensas de su empleador, Malcolm Ross. Por fin, algo irritado, intervino:

—Usted,

sir Thomas, con su posición y todo eso, ¿cómo puede Pensar de ese modo?

Y el caballero canadiense se echó a reír:

—Mi padre tenía una pequeña tienda en Saskatchewan. Él habría aplaudido lo que dice esta joven, porque solía decirme las mismas cosas.

Y le volvió abruptamente la espalda para reanudar su discusión con Missy.

Tom estaba ansioso por pasar la Navidad con los Ross y renovar su amistad con Lydia. Ella le saludó con cordialidad, pero el muchacho no tardó en descubrir que estaba profundamente atraída por un joven de veintidós años, bastante refinado, al que había conocido en la universidad. Se llamaba Horace. La relación no parecía estar formalizada, pero ella se había obligado a asistir con él a unas cuantas fiestas. No por eso le dejó de lado, por supuesto, pero estaba tan ocupada que, con frecuencia él se encontraba solo con los padres o con los miembros mayores de la empresa.

Por ellos supo que la temporada de 1905 había sido muy ventajosa, que el Congreso de Estados Unidos había tratado generosamente los intereses de Seattle y que los planes para instalar una nueva fábrica en Ketchikan marchaban estupendamente. Supo también que lo pondrían definitivamente a cargo de esa construcción a partir de mediados de enero, y él los sorprendió con la información de que planeaba construir una casa en Juneau. Cuando le preguntaron por qué, con intenciones de disuadirle, dijo:

—Me gusta la ciudad. Tiene mucho empuje y su emplazamiento es casi tan bueno como el de Seattle. Además ahora es la capital.

Un vicepresidente de R R observó:

—Pero tendrás que viajar mucho. Tenemos varias fábricas más en proyecto y tú eres el experto que las hace funcionar.

Entonces él les recordó cómo se desarrollaba un año normal en la planta:

—Dos meses de preparación, tres de trabajar como un buey, un mes más para cerrar y otros seis para vivir. No quiero pasar esos seis meses encerrado en algún sitio remoto, en el borde de un bosque.

—Tienes razón —admitió el vicepresidente—. Y supongo que muy pronto querrás casarte. Probablemente tu esposa piense igual que tú.

La mención del matrimonio provocó un silencio nervioso. Esa noche, cuando los otros invitados se hubieron ido, la señora Ross se esmeró en asegurar a Tom que Lydia aún tenía una gran opinión de él y le pidió que la disculpara por pasar tanto tiempo con Horace y tan poco con él.

—Esto era de esperar, por el entusiasmo de la universidad y todo eso.

—Comprendo —dijo Tom.

Pero ese invierno hubo pocos paseos por las colinas con Lydia y prácticamente ninguna conversación extendida, ni siquiera sobre temas triviales, mucho menos sobre cosas importantes. La desilusión le llevó a dos conclusiones: «No conozco mujer más sensata que la señora Ross. Si ella es una muestra de lo que será Lydia a su edad… ¡hum! Y parece que Lydia ha pasado a otro Plano». No trató de determinar qué plano podía ser ése ni en qué Consistía la obvia diferencia, pero tuvo la fuerte sensación de haberla perdido; ni si quiera las alegres celebraciones navideñas de Seattle ni las cálidas celebraciones de ese día modificaron su conclusión: estaba fuera de lugar y lo sabía.

Para acortar sus vacaciones, dijo como excusa que debía regresar a Juneau y preparar su traslado a Ketchikan. Al matrimonio Ross no le sorprendió que, en esa ocasión, su hija no lo despidiera con un beso.

En Juneau se encontró con la contradicción que había mencionado Missy durante el reencuentro con el capitán Kirby: Alaska tenía tierras casi ilimitadas, pero las cuatro ciudades del sur (Juneau, Sitka, Ketchikan y Wrangell) ocupaban un sitio tan estrecho, aferradas a un asidero al borde del océano, que daban una impresión de mezquindad y de poco espacio. En realidad, la tierra aprovechable era en Juneau tan escasa y preciosa que Tom no pudo hallar una casa ya construida ni una parcela en la cual construir; aunque le gustaba la ciudad y encontraba hermosas las montañas que la acorralaban contra el mar, comenzó a perder las esperanzas de conseguir allí un sitio donde vivir.

Pero como Juneau tenía una población de sólo mil seiscientas personas (mucho más que Ketchikan o Wrangell, que no llegaban al millar), Tom Se reencontraba siempre con viejos conocidos, que poco a poco fueron buscando para él una pequeña selección de casas disponibles. También le mantenían al tanto de lo que ocurría en la ciudad. Por fin, con la ayuda de Missy, Tom se decidió por la casa que un capitán de barco estaba por desocupar, pero cuando iba a hacer el primer pago, Sam Bigears se opuso enérgicamente:

—¡Tom! ¿Mejor mira atrás de casa?

Al explorar la zona con más cuidado, en su compañía, Tom vio lo que provocaba la advertencia de su amigo: la tierra se elevaba a pico, casi como un acantilado. Eso era común en Juneau, donde algunas de las calles que desembocaban en el mar no eran calles comunes, sino escaleras de madera. En realidad, para vivir allí hacían falta piernas fuertes, pues andar trepando era parte de la existencia diaria.

Al principio a Tom no le preocupó lo escarpado de esa elevación, pero Sam le señaló la gravedad del problema. Había allí un barranco, cuyo extremo apuntaba directamente a la casa que Tom estaba pensando comprar, y en él se acumulaba un banco de nieve tan enorme que, tarde o temprano, caería en avalancha, tal vez sepultando la casa.

—Mira allí —le advirtió Sam—. Antes había casa, pero año pasado nieve suelta. ¡Puf! No más casa. Aquí lo mismo, quizá.

Algunos días después de esa entrevista con Bigears apareció Nancy en Juneau; tenía dieciocho años y estaba lista para terminar sus estudios. Era una de las pocas niñas indias que habían llegado hasta allí. Sus Maestros (Tom se encontró con uno en el hotel) decían que la muchacha era un hallazgo:

—Casi todos los indios abandonan en séptimo u octavo grado, Pero Nancy tiene una capacidad fuera de lo común. Canta como la mejor y conoce las antiguas danzas indias, pero también redacta bien sus exámenes y tiene un verdadero interés por la historia de América; quiere saber cómo llegó Alaska a ser lo que es.

Tom interrogó a otro de sus profesores, que le dijo:

—Soy el único hombre de la escuela, aparte del director, y no tengo mucha paciencia con estos indios. Me gusta que mis chicos estudien y lleguen a ser alguien, pero como la gran mayoría de los indios no responden a esa disciplina, en general no les hago ni caso. Esta Nancy Bigears, en cambio, está a la altura de cualquiera de los varones blancos y hasta los supera. Tendría que ir a la universidad.

Tom empezó nuevamente a tratarla, pero en unas condiciones muy diferentes. Se había convertido en una muchacha de ciudad; vestía y actuaba como los otros estudiantes, pero tenía perfecta conciencia de su capacidad.

Estaba estudiando historia americana y aplicaba todas sus lecciones a Alaska; cierta vez, al oírla hablar de las injusticias sufridas por su tierra, Tom dijo:

—Me gustaría presentarte a mi amiga Missy. Es mayor que tú, pero sus ideas se parecen bastante a las tuyas.

Un día de enero las invitó a ambas a comer; se entretuvieron tanto en la sobremesa que la oscuridad descendió sobre las montañas y el canal Gastineau quedó ensombrecido antes de que ellos terminaran. Hablaron de las tradiciones esquimales y

tlingits, de las dificultades provocadas por las costumbres de los blancos y de todos los problemas que afloraban cuando uno vivía durante mucho tiempo en ciudades como Nome o Juneau. La conversación corrió principalmente por cuenta de las mujeres; de vez en cuando lo que ellas decían enfurecía a Tom, pues los hombres como él quedaban convertidos en villanos, cosa que no podía aceptar.

En su enfado, llegó a expresar por primera vez la actitud que adoptaban él y la mayoría de los blancos:

—No hay tiempo que perder. Hay mucho que hacer. Tal vez los esquimales de Barrow puedan continuar con las costumbres antiguas. Pero los indios de otros lugares harían bien en entrar cuanto antes en el siglo veinte.

—¿Y qué quieres decir con eso, si me haces el favor? —preguntó Missy, en tono belicoso.

A él no le molestó explicarse:

—Todavía no hay en Alaska muchos estadounidenses de verdad; me refiero a hombres y mujeres blancos. Pero creedme: el futuro de esta tierra es convertirse en otro Oregón, otro Idaho. Los indios tienen derecho a ser tratados con toda consideración y a recibir los títulos de sus tierras, sin duda, pero no tienen opción: deben entrar en la corriente principal, olvidar sus costumbres tribales y derrotarnos en nuestro propio juego. —Y añadió, tomando las manos de Nancy: Y esta jovencita es quien tiene capacidad para mostrar el camino a su pueblo.

—¡Estoy de acuerdo con eso! —dijo Missy, llena de entusiasmo.

—El otro día —continuó Tom— el señor Wetherill me decía que Nancy, siendo tan buena alumna, debería ir a la universidad el año próximo. A California, a Washington o a la costa este. ¿Qué opinas de eso?

La opinión de Missy le dejó atónito:

—¡No lo creo así, Tom! Nancy no necesita ir a la universidad, como no lo necesité yo. Su trabajo está aquí, en Alaska, donde debe abrirse paso y enseñar a los otros a adaptarse. Podría llegar a ser la mujer más grande de este territorio. ¡No se os ocurra, a ti y al señor Wetherill, enviarla a Estados Unidos para que la echen a perder!

Tom estaba dispuesto a argumentar que su enfoque era la salvación Para los indios, pero se lo impidió Sam Bigears, que entró en el hotel buscando a su hija:

—A la casa de Harry vendrán visitas y necesitan tu ayuda.

Ella se levantó obediente, dando las gracias a Tom por la comida y a Missy por su apoyo. Cuando se hubo marchado, la mujer dijo:

—Me temo que siempre será así: siempre habrá una fiesta en alguna parte, y eso está antes que nada.

Luego añadió en voz baja, entre las sombras del comedor, que todavía no había sido abierto para la cena:

—Supongo que lo sabes, ¿verdad, Tom?

—¿Que tú y ella tenéis razón? No estoy seguro en absoluto.

—No. Que estás enamorado de ella.

Espantado ante esas sinceras palabras, Tom guardó silencio, entre pensamientos confusos. A la mente le vino una imagen de Lydia Ross, que con tanta ligereza le había descartado. Luego, la de Nancy Bigears, desbordando entusiasmo. Recordó las tardes pasadas con ella junto al tótem familiar y en el camino del río de las Pléyades, y la mañana en que ella le había llevado en su canoa al otro lado del estuario del Taku, para pasear por el hielo del glaciar. Entonces comprendió que Missy tenía razón.

—Seattle es un sueño perdido, Missy. Volé demasiado alto y me chamusqué las alas.

Sonrió con tristeza, mientras ella le escuchaba en silencio, por no interrumpir el torrente de ideas que el joven necesitaba expresar.

—Me quedaré aquí, a trabajar en una fábrica y luego en otra. Y Nancy estará siempre allí, en las sombras, cada año más encantadora. Y por fin cuando hayan pasado los años y yo no tenga nada mejor que hacer, le pediré que se case conmigo.

Entonces recordó las duras palabras del señor Ross, el día en que los había visto besarse, y quiso compartirlas con Missy:

—¿Sabes qué me dijo Ross, al pensar que yo podía enredarme con Nancy? «¿Crees, Venn, que Ross Raglan puede trasladarte a la casa central de Seattle si te casas con una india?». Y por el momento me asustó, alejándome de ella.

—Y ahora su hija te ha alejado en dirección contraria.

—¿Cómo lo sabes?

—Pareces un niño de la escuela primaria que ha besado por primera vez a una niña, Tom. Todas las otras niñas de la clase lo saben.

Con una sonrisa luminosa, como para cambiar de tema, el joven dijo:

—¿Qué vais a hacer aquí, en Juneau?

Y ella respondió:

—No tenemos prisa. Los irlandeses saben tomarse las cosas como van viniendo. —Se levantó para irse y él la acompañó hasta la puerta. Ella le tocó el brazo, añadiendo—: Bien podrías hacerlo, Tom, ¿sabes?

—¿Qué cosa?

—Casarte con una estupenda muchacha

tlingit. Tú eres de primera: ella también. Juntos podríais alcanzar las estrellas.

Y desapareció antes de que él pudiera contestar.

En los días que siguieron, las cosas empezaron a suceder como Tom había pronosticado: Nancy Bigears estaba siempre allí, entre sombras, casi contra su voluntad, y Tom comenzó a dejarse llevar hacia ella. Se encontraban con mucha más frecuencia de la que él quería y, cuando la muchacha dirigía la conversación hacia los temas que la preocupaban, como los derechos de los

tlingits y lo conveniente que habría sido prohibir el alcohol en Alaska, tocaba acordes disonantes, pero muy audibles, en sus propias reflexiones. Rara vez estaban de acuerdo, pero Tom se veía obligado a reconocer que ella no malgastaba la vida en trivialidades.

Una tarde le dijo:

—Me gustaría ir otra vez al glaciar.

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