Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Nancy comprendió que deseaba verla una vez más en el ambiente donde por primera vez la había mirado con atención, aunque por entonces ella tenía sólo catorce años.

—¿Hay en Estados Unidos —preguntó— muchas ciudades donde puedas salir del centro y dar un paseo por un glaciar activo?

—No muchas —respondió él.

Era un bello día de enero; la corriente de Japón traía a la costa suficiente aire cálido como para provocar una atmósfera casi de verano, aunque una pequeña familia de témpanos se arracimaba en el canal. Ellos viajaron con las ventanillas del coche abiertas. En el glaciar, cuya cueva había desaparecido hacía tiempo por el hielo desprendido desde más arriba, caminaron un rato a lo largo de la parte frontal, tocando de vez en cuando el monstruoso hocico y hasta recostándose contra él cuando se detenían a conversar.

—El otro día, Nancy, Missy me dijo que yo estaba enamorado de ti.

—Yo siempre te he amado, Tom. Lo sabes. Desde el primer día, allí. —Y señaló el sitio donde había estado la cueva de techo azul.

«¿Si nos casáramos…?». Tom no halló palabras para expresar las cautelosas definiciones que estaba pensando. Pero Nancy desvió su razonamiento con una pregunta que le sobresaltó:

—La hija de tu patrón, allá en Seattle, ¿te hizo saber que no tenía interés?

Tom chascó los dedos.

—¿Ha sido Missy la que te ha dicho que me preguntaras eso?

Ella se echó a reír.

—No necesito que nadie me diga las cosas importantes.

Y le sonrió tan provocativamente, por debajo de su flequillo oscuro, que él estalló en una carcajada. Cuando estaba con Nancy reía con frecuencia.

«Lo que dije era correcto —pensó—. Nos dejaremos llevar y algún día me diré—. ¿Por qué no, diablos…? Y nos casaremos». Pero en ese momento ella se detuvo para mirarle y le dijo con suavidad:

—No resultaría. Al menos no ahora. Tal vez más adelante, cuando todos hayamos crecido. Cuando Alaska haya crecido, quiero decir.

Sin concluir, echó a andar nuevamente hacia donde esperaba el caballo. Pero Tom permaneció inmóvil, de pie junto al glaciar; era como si avanzara lenta e implacablemente en una glaciación. Al fin la alcanzó. Mientras volvían a Juneau cayó la noche en las montañas circundantes y desapareció el aliento de inusitado verano. En los bordes de la ciudad, ella le señaló una casa caída de costado:

—Tal como te advirtió papá. A veces la nieve se precipita. Como si tuviéramos pequeños glaciares propios.

Por la mañana Tom dijo a Sam Bigears que no siguiera buscándole casa en Juneau:

—Viviré en Ketchikan mientras se construya la nueva fábrica, Después…

Y al día siguiente se embarcó hacia el sur, rumbo a sus nuevas obligaciones.

Mientras Tom Venn viajaba hacia su vida futura en Ketchikan, el salmón

Nerka comenzaba a recibir señales en el punto más alejado de la corriente de Alaska; le advertían que era hora de iniciar el retorno, y el mensaje era tan imperioso que, si bien estaba lejos del lago de las Pléyades, dejó de nadar en círculos sin sentido para dirigirse, sin desviaciones, hacia las aguas en que había nacido. Batiendo la cola en poderosos arcos, con un vigor no utilizado hasta entonces, se lanzó a través del agua, no ya a su habitual velocidad de quince kilómetros diarios, sino cuatro o cinco veces más rápido.

En sus anteriores vueltas en la corriente se había contentado siempre con pasear entre sus congéneres, machos o hembras, casi sin distinguir entre unos y otras; ahora se esmeraba en evitar a otros machos, como si comprendiera que, con sus nuevas obligaciones, no sólo eran sus competidores sino también sus posibles enemigos.

En el punto en que se encontraba cuando recibió las señales, habría sido razonable que se dirigiera hacia Oregón, Kamchatka o el Yukón, pero obedecía al dispositivo implantado en él años antes y seguía su señal, esa hebra de sombra de un eco perdido. Desde una zona muy aislada del Pacífico, se lanzó con el rumbo exacto que lo llevaría al estuario del Taku y el lago de las Pléyades, donde asumiría la misión más importante de su vida.

El primer día de mayo, estaba aún a más de dos mil kilómetros del hogar, pero las señales eran ahora tan intensas que empezó a nadar a setenta y ocho kilómetros por día; en esa veloz travesía de la corriente comenzó a alimentarse prodigiosamente, consumiendo peces en cantidades increíbles: tres o cuatro veces más que antes. En realidad, comía vorazmente aun cuando no tenía hambre, como si supiera que, tras abandonar el océano no volvería a alimentarse por el resto de su vida.

A principios de septiembre, entró en el estuario del Taku. Al sumergirse en el agua dulce, su cuerpo comenzó a sufrir una de las transformaciones más extraordinarias del reino animal, un cambio feo, como si buscara un aspecto atemorizante para las batallas a las que pronto se enfrentaría. Hasta ese momento, mientras nadaba tranquilamente en la corriente, había sido un pez agradable, bastante bello cuando se contorsionaba; ahora, en obediencia a las señales internas, se transformaba en algo grotesco. La mandíbula inferior se volvió ridículamente pronunciada, con los dientes tan adelantados con respecto a los superiores que parecían de tiburón; el hocico se volvió hacia adentro, en forma de gancho; más aún lo desfiguraba el hecho de que su lomo hubiera adquirido una gran joroba y un color rojo intenso. El cuerpo, antes esbelto y aerodinámico, se volvió grueso. Todo él se convirtió en una bestia feroz, impulsada por urgencias que no podía comprender.

Nadaba con decisión hacia el lago en que se había criado, pero el curso le llevó hasta donde le esperaba la trampa de Tótem, con sus largas guías, imposibilitándole la entrada al río de las Pléyades. Desconcertado ante esa barrera que no había encontrado al abandonar el lago, se detuvo a estudiar la situación como un general; vio a miles de sus congéneres que se dejaban llevar supinamente por las guías, hacia el interior de la trampa y no sintió compasión de ellos; no debía permitir que esa desacostumbrada barrera le impidiera llegar a su río. Todos los nervios de su espina dorsal, todos los impulsos de su diminuto cerebro, le advertían que, de algún modo, debía rodear la trampa y que sólo podría hacerlo saltando por encima de la guía letal.

Nadó tan cerca de la orilla derecha como pudo, alentado por el agua fría y dulce que llegaba del río de las Pléyades, con un potente mensaje del lago; pero cuando trató de encaminarse hacia la fuente de agua tranquilizadora, una vez más se vio frustrado por la guía. Desconcertado, iba a dejarse llevar hacia el centro fatal cuando un salmón, algo más grande que él, llegó desde atrás y, al detectar un punto flojo en la guía, dio un enérgico salto y cayó pesadamente en el agua libre, más allá.

Como disparado por una pistola,

Nerka se lanzó hacia delante, activó aletas y cola y se elevó en un arco por el aire, sólo para chocar contra el último hilo de la guía, que le arrojó bruscamente hacia atrás. Por algunos instantes trató de dilucidar qué había provocado su fracaso, allí donde el otro pez había tenido éxito. Luego, con un esfuerzo mayor, lo intentó otra vez; nuevamente fue rechazado por la guía.

Pasó algunos minutos descansando en el agua fresca; cuando sintió que volvían sus fuerzas, echó a nadar con grandes movimientos de la cola y, reuniendo toda su energía, se disparó como una bala hacia la guía, arqueándose más que antes, y cayó con un fuerte chapoteo aguas arriba.

Un trabajador de Tótem, al observar los notables saltos de esos dos salmones, dijo a sus compañeros:

—Será mejor que pongamos dos hilos más en la guía. Esos dos que han pasado eran verdaderas bellezas.

Era crucial que

Nerka sobreviviera para completar su misión, pues de los cuatro mil que habían nacido en su generación sólo sobrevivían seis, y de ellos dependía el destino del salmón en el lago de las Pléyades.

Como la fábrica de Ketchikan tendría un cincuenta por ciento más de capacidad que Tótem, a partir de mediados de enero Tom estuvo tan ocupado que no tuvo tiempo para lamentarse por el modo en que se habían derrumbado los dos grandes proyectos amorosos de su vida. Al llegar a la construcción encontró ya levantados los dos edificios principales. Al ver lo enormes que eran, Tom ahogó una exclamación al caer en la cuenta de que a él le correspondería terminar los nueve o diez cobertizos subsidiarios y llenarlos con las máquinas necesarias. Pasó febrero y marzo instalando zonas de embalaje, líneas de enlatado y las dos cosas esenciales: los Chinos de Hierro y las enormes retortas de vapor para cocer el pescado. No le gustaba pensar en lo que costaría esa planta (quizás cuatrocientos mil dólares), pero sabía que en cuanto comenzara a funcionar, podría embalar sesenta mil cajones Por año, y eso era muchísimo salmón.

A mediados de marzo resultó evidente que algunos de los alojamientos no estarían terminados a tiempo. Entonces envió un mensaje pidiendo refuerzos a Juneau; en el siguiente viaje al sur apareció Sam Bigears con cuatro ayudantes expertos.

—Todavía no trabajo en edificios —dijo Sam—, pero los hago.

Para sorpresa de Tom, uno de los hombres era Ah Ting; cuando los obreros locales le vieron entrar, protestaron en voz alta, diciendo que en Alaska no se permitía trabajar a chinos, pero Tom explicó que Ah Ting era una excepción. No quedaron satisfechos con la explicación, pero al ver cómo hacía funcionar los temperamentales Chinos de Hierro cuando ellos no podían, reconocieron que tenía su utilidad.

En las horas de trabajo, Sam Bigears solía hacer una pausa para informar a su amigo Tom de lo que ocurría en Juneau. Algunas informaciones eran a un tiempo agradables y divertidas:

—Ese siberiano loco, cómo se llama, consiguió casi mejor casa de la ciudad y su mujer puso pensión. Él cobra y ella trabaja todo.

También dijo que Matt y Missy seguían sin hallar una casa a su gusto, pero que ella metía las narices en todo.

—Le dicen Gobernadora, ella dice todos qué hacer.

—¿No se enfadan con ella? —preguntó Tom.

Y Sam respondió:

—No. Gustan lo que ella dice. Quizá gustan su interés.

—Siempre ha sido así.

Sam dijo que ella se había ofrecido para trabajar en una de las iglesias, pero que no la aceptaban por no estar seguros de si estaba casada con Murphy o no.

—Pero su niña va escuela dominical esa iglesia.

Tom nunca preguntaba por Nancy, pues ignoraba cuánto sabía Sam de sus mutuos sentimientos y, por su parte, no quería decirlo. No obstante, cuando Sam hablaba de su hija, escuchaba con atención.

—Gana gran concurso escribir. No me asombra. Ella buena para escribir. Pero también gana eso de oratoria. Eso sí, sorpresa. Habla «Derechos

tlingit a tierra». Creo que gana porque señora Missy una de jueces. Ella gusta lo que dice Nancy. Yo también.

Gracias a la energía de Tom y al duro trabajo de hombres como Bigears y Ah Ting, la fábrica de Ketchikan estuvo lista a tiempo; como la afluencia de salmón en esas aguas era aun más copiosa que en el estuario del Taku, los grandes edificios pronto estuvieron trabajando a pleno rendimiento Y los trabajadores de Juneau volvieron a casa. Cuando se marchó Ah Ting, los operarios de los Chinos de Hierro dijeron a Tom:

—Menos mal que se va. En Alaska no hay lugar para los chinos.

—¿Ustedes no son de Seattle? —preguntó Tom. Y como ellos dijeron que sí, los sorprendió al decir—: En ese caso, no es un problema que les deba interesar, ¿verdad? —Avergonzado por lo seco de su contestación, Se volvió hacia ellos, añadiendo—: Bien saben que sin la ayuda del chino este sitio no estaría listo.

Y el asunto quedó así.

Ese arrebato lo turbó, pues en Dawson, Nome y Juneau se le conocía por su actitud serena. Se preguntó qué habría provocado el cambio, pero al revisar su conducta reciente llegó a varias conclusiones: «Hace demasiado tiempo que trabajo a toda marcha. Necesito un descanso». Luego surgió un motivo más profundo: «Al trabajar con Sam Bigears recordé lo estupenda que es Nancy. Quiero volver a verla».

Y anunció que se embarcaría con Sam hacia Juneau. Indudablemente, ya se estaba produciendo el acercamiento involuntario a Nancy del que había hablado con Missy. Y lo aceptó murmurando: «Dejemos que así sea». Antes de haberlo dispuesto todo para que otros manejaran la fábrica durante su corta ausencia, llegó un barco de aprovisionamiento enviado por R R desde Seattle. El capitán traía un mensaje personal para Tom:

—La señora Ross llegará en el próximo viaje del Montreal Queen, acompañada por su hija. Quieren pasar el día inspeccionando la nueva planta y el señor Ross espera que usted las acompañe cuando se embarquen hacia el estuario del Taku. Pasarán allí algunos días y luego tomarán el Queen para volver a Seattle.

Tom se preguntó qué podía significar esa misión de la que no le habían hecho ninguna alusión en Navidad, pero sentía un arrebato de entusiasmo al saber que vería nuevamente a Lydia, aunque ella le hubiera tratado tan mal en el invierno. Trató de no atribuir a esa visita un significado más profundo, pero lo cierto es que se paseaba por la planta en estado de euforia.

Tomó una decisión fácil:

—No iré contigo a Juneau, Sam. —Lo dijo casi mecánicamente, como si la decisión de no visitar a Nancy Bigears fuera un acto de libre albedrío, sin razones morales ni emotivas. Y en verdad así era, pues no se le ocurrió que, al rechazar a Sam por la señora Ross, también rechazaba a Nancy con la esperanza de que surgiera algo mejor con Lydia.

Los ciudadanos de Ketchikan experimentaban cierto orgullo cuando arribaba un gran barco de pasajeros; como el Montreal Queen era el mejor y el más nuevo de cuantos llegaban a Alaska, cuando la esbelta nave canadiense echó amarras todos estaban en el muelle. En cuanto se instaló la plancha, la señora Ross apareció en su extremo, asistida por un oficial. Era el capitán Binneford, un marino atildado e imponente, originario del este de Canadá y con muchos años de experiencia en el Atlántico. Después de entregarla a Tom Venn, que corría a saludarla, el capitán Binneford dijo:

—Cuide bien de esta buena señora. Queremos que nos la devuelva sana y salva cuando nos detengamos en Tótem, en el viaje de regreso.

Mientras Tom ofrecía el brazo a la señora, detrás de ella apareció Lydia, vistiendo un traje blanco con detalles marineros. Parecía una joven bien elegida para la publicidad de un viaje a París o Roma; era la ansiosa turista dispuesta a contemplar el paisaje.

—¡Hola, Tom! —saludó con un tono enérgico poco apropiado en una dama distinguida.

Y, para sorpresa de su madre tanto como de Tom, corrió hacia él para plantarle un entusiasta beso en la mejilla.

Pasaron ese largo día viendo lo que Ketchikan podía ofrecer; los Seiscientos habitantes de la ciudad se esmeraron en lo Posible. Hubo Un con cierto de la banda, una barbacoa y un desfile para acompañarlas de nuevo al barco, que zarparía al final del día.

Los Ross habían reservado un camarote para Tom pero, en cuanto el joven hubo entrado, la señora Ross le pidió que la acompañara a pasear por la cubierta superior. Una vez más, le dejó asombrado por su desenvoltura.

—Este viaje fue idea de Lydia. Ella sabía… Bueno, la verdad es que le di un buen sermón por el modo en que te trató en Navidad. No, no digas nada. A veces ocurren cosas así, Tom, y no podemos impedirlo. Pero sí Podemos corregirlas. Y eso es lo que ella quiere hacer. —La señora rió por lo bajo—. No estoy segura de que quisiera, pero yo dejé bien en claro que debía hacerlo. —Después de pasear un rato más, añadió—: Fue entonces cuando sugirió este viaje. ¡Qué idea más afortunada!

—Respeto enormemente a su hija, señora Ross. No conozco a nadie como ella.

—Tampoco yo. Es una muchacha especial, aunque sea yo quien lo diga. Pero también lo era su abuela, como bien sabes.

—No tenía por qué disculparse.

—Pero quiso hacerlo, cuando le señalé lo feo que había sido su comportamiento.

Más tarde, Tom recorrió esa misma cubierta con Lydia, que también le dejó estupefacto con la franqueza de su comentario:

—En Navidad Tom, yo me creía muy enamorada de Horace. Él parecía la solución a todo. Ahora lo veo bastante falso. Y para decirte la verdad, tenía muchos deseos de volver a verte. Por que tú eres de verdad, como me dijo mi padre en ese momento.

Tom no podía creer en lo que estaba oyendo. Entonces ella añadió:

—No creo estar enamorada de ti, Tom. Dudo que me enamore hasta que sea mucho mayor. Pero las conversaciones que tenía contigo en esa colina son las mejores que he tenido nunca. Y cuando Horace parloteaba sobre su familia, sus estudios y los señorones a los que conocía, yo no podía dejar de pensar en ti… y en la realidad.

Completaron el paseo en silencio. Por fin Tom dijo:

—En Navidad no me ofendí. Me parecía que ése era el mundo al que tenías derecho y al que yo no pertenecía.

—¡Oh, Tom! —Lydia estalló en lágrimas y se detuvo para reclinarse contra la barandilla. Luego le estrechó la mano, añadió—: Perdóname. Era Navidad; me dejé arrastrar por todas las celebraciones y pensé que ése era mi mundo.

Siguieron caminando. Al cabo de un rato ella dijo:

—Mi mundo es bastante más grande que eso.

Pero cuando se dieron las buenas noches, ya pasada la una de la mañana y con las montañas de Alaska observándoles desde lo alto, cayó en otro arrebato de franqueza:

—No sé qué significa este viaje, Tom. De veras, no lo sé. No debemos tomarlo muy en serio, pero ten muy en cuenta que quiero conservar tu amistad. —Y añadió, riendo con nerviosismo—: Mi padre también. Parece que vas a estar cerca de nosotros por mucho tiempo; por eso he querido hacer las Paces.

—La pipa de la paz está encendida.

Ella le dio un beso y subió a su habitación.

Mientras el Montreal Queen remontaba majestuosamente el estuario del Taku, Tom Venn, acodado en la barandilla con las Ross, les explicaba los glaciares de la costa occidental. La mejor parte de la aventura empezó cuando el gran barco ancló en el extremo mismo del estuario, para desembarcar a los pasajeros que iban a caminar hasta el lago escondido y los encantadores glaciares gemelos que lo alimentaban.

Eran veinte minutos de difícil trayecto cuesta arriba, pero las dos mujeres insistieron en hacerla. Cuando llegaron a los bellos glaciares, tan diferentes de los otros, estaban exhaustas. Allí era posible imaginar que uno formaba parte de un viviente campo de hielo.

—Son las hijas de aquella anciana —sugirió Lydia. Y en verdad causaban esa impresión.

Cuando llegaron a la fábrica, en el viaje de regreso por el estuario, Tom se enteró de que Nancy Bigears pasaba en su hogar las vacaciones escolares. Sam fue a presentar sus respetos y le informó que la muchacha aún no había decidido qué hacer. La señora Ross quiso saber cuáles eran las opciones que tenía.

—Sus maestros dicen quizá universidad —explicó Sam.

Eso intrigó tanto a la señora que dijo:

—Siempre hemos querido educar a los jóvenes esquimales que resulten brillantes.

—Somos

tlingits —aclaró Sam.

—Perdone usted —se disculpó la mujer, apresuradamente—. Nadie me ha explicado la diferencia.

—No me ofendo —dijo Sam—. Algunos mi gente no puedo estar muy orgulloso.

—Pero imagino que estará usted muy orgulloso de su hija.

—Sí, seguro.

—Pues bien, señor Bigears, si la niña es tan buena alumna como usted dice, buscaremos el modo de que vaya a la universidad. ¿Por qué no le dice que venga a vernos?

En un luminoso día de verano, con la planta a toda marcha, Sam Bigears y Nancy cruzaron el estuario para visitar a las dos mujeres, de las que ella ya sabía muchas cosas. Cuando entraron en la oficina, Nancy, ceñuda y aprensiva bajo su recortado flequillo, miró primero a la señora Ross, que le dedicó una sonrisa tranquilizadora, como para que se sintiera a gusto, y luego a Lydia, la rival a quien veía por primera vez. La madre, después de notar que la entrevista se parecía mucho a un procedimiento legal, pues todos miraban a la joven esperando oír lo que dijera, trató de suavizar la situación:

—Siéntate aquí conmigo, Nancy. Nos han hablado tan bien de tu trabajo en la escuela que hemos querido tener el honor de conocerte.

Nancy ocupó el asiento indicado, pensando: «Me tratan como a una niña y tengo más edad que cualquiera de ellos». Pero entonces Lydia siguió el ejemplo de su madre:

—Mira, podríamos buscar el modo de que asistieras a la universidad.

Y la señora Ross continuó:

—Alaska necesita… En realidad, todos necesitamos de jóvenes brillantes, que impongan modernidad a todo. —Notando que eso podía Parecer condescendiente, añadió apresuradamente—: Como el señor Venn… al administrar esta planta.

Nancy se perdió la analogía, pues estaba mirando a Tom. Y por el modo en que lo hacía, Lydia Ross comprendió inmediatamente que la muchacha india estaba enamorada de él. El joven dijo:

—La señora Ross me comunicó que sería un privilegio conocerte. Y yo le aseguré que no la desilusionarías.

Ahora Nancy estaba dispuesta a hablar:

—¿Es usted la esposa del dueño de esta planta?

—Sí.

—Bueno, pues debería decirle que hace mal en impedir a mi pueblo pescar en nuestro río, como siempre hemos hecho.

La señora Ross, sorprendida por ese ataque frontal, se volvió hacia Tom sin dejarse intimidar:

—¿Es cierto lo que dice?

Tom se vio obligado a explicar que, de acuerdo con las leyes, cuando una fábrica obtenía el derecho de instalar su trampa en la confluencia…

—Eso está mal, señora Ross. Mi familia ha pescado en este río durante más de cincuenta años.

Continuó defendiendo con tanto vigor los derechos de los nativos que la señora Ross se descubrió asintiendo. Pero al fin tuvo que interrumpirla:

—Nancy, lo que deseábamos era preguntarte dos cosas. ¿Te gustaría ir a la universidad? ¿Has aprovechado tus estudios lo suficiente como para continuar con éxito?

—En realidad, señora Ross, no sé qué es una universidad. Pero mis maestros insisten en decirme que, si quisiera, podría ir.

Ante esa franca autoevaluación, la mujer empezó a hacerle una serie de preguntas, con intención de identificar el nivel de su preparación. Tanto ella como Lydia se quedaron sorprendidas ante las maduras respuestas de Nancy. Al parecer, había leído buenas obras literarias y sus conocimientos de historia estadounidense superaban ampliamente el promedio. Sabía qué era la Capilla Sixtina y cómo se estructuraba una ópera. Pero cuando la señora habló de álgebra y geometría, Nancy dijo francamente:

—No sé mucho de aritmética.

—Tampoco yo —dijo Lydia.

Pero su madre no permitió esa fácil salida:

—Si quieres destacarte, Nancy, tienes que saber de proporciones y de cómo resolver incógnitas.

La muchacha replicó, con total sinceridad:

—Es lo que me dice siempre la señorita Foster.

La señora Ross quedó preocupada al saber, por Nancy y Tom, que pocos indios pasaban del sexto grado y que, de todos los

tlingits, sólo ella había llegado al último curso.

—Ha dado un buen ejemplo —comentó.

Tom quedó tan complacido como si fuera uno de los profesores.

A esa altura de la entrevista nadie dudaba que Nancy podía sobrevivir en una universidad. Lydia comentó que ya superaba en conocimientos a muchos nuevos estudiantes.

—En la universidad podrías pasarlo estupendamente, Nancy.

La señora aseguró a padre e hija que se le proporcionaría alguna beca:

—No se trata de que ella necesite ir a la universidad, sino de que la universidad necesita de ella.

Pero resultaba obvio que Nancy, la primera de su pueblo en emprender una aventura tan audaz, no estaba del todo segura.

—No sé —dijo tímidamente.

Pero su padre, orgulloso de verla desenvolverse así, dijo sin dirigirse a nadie en especial:

—Si es gratis, irá.

La señora Ross se apresuró a aclarar:

—No sería del todo gratis. ¿Podría usted ayudarla con pequeños fondos?

—Ya lo hago —respondió Sam. Y todos se echaron a reír.

Al terminar la entrevista, que se había desarrollado mejor de lo esperado, las mujeres Ross tomaron una decisión que dejó a Tom sorprendido y regocijado. La señora anunció:

—Esta noche, cuando el Montreal Queen amarre aquí, yo me embarcaré para volver a Seattle, como estaba planeado. Pero Lydia querría quedarse algunos días más y regresar el viernes en nuestro barco de aprovisionamiento. —Antes de que nadie pudiera hacer algún comentario, se volvió hacia Sam—: Señor Bigears: ¿puedo dejar a mi hija con su familia hasta que llegue el barco? No estaría bien que se hospedara aquí, con el señor Venn.

Lo dijo con tanto encanto que todos se sintieron a gusto. Sam preguntó a Lydia:

—¿Lista para verdadero

potlatch tlingit?

Y la muchacha respondió:

—No sé si eso se come o si es para acostarse, pero estoy lista.

Cuando el barco canadiense llegó, ella permaneció en el muelle con Nancy y Tom, mientras su madre se embarcaba.

La señora Ross, más amable que nunca, se detuvo en el extremo de la plancha:

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