Alaska

Alaska


XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

Página 103 de 123

La frase «criador de zorros» desvió la conversación, pues los hombres de Seattle quisieron saber a qué se refería. Nate se pasó media hora explicando que, en las desiertas Aleutianas, había hombres que alquilaban islas enteras, como Ben Krickel, para poblarlas con un solo tipo de zorros: «Puede ser el plateado, que da más ganancia. O el azul que se cría muy bien. O simplemente el zorro rojo. Hasta un bonito gris claro». Les describió lo que hacían los Krickel, padre e hija, para cazar los zorros azules de la isla de Lapak y enviarlos al comerciante de Saint Louis. Luego añadió:

—Mi cuñado llegó a ser oficial de la Fuerza Aérea. Se casó con la hija de Krickel.

El de los seguros, cautivado por su relato, exclamó con ese burbujeante entusiasmo que le permitía conquistar a los posibles clientes:

—¡Caramba! ¡Dos matrimonios en la familia y los dos entre una persona de Minnesota y una que es mitad india! ¿No es curioso?

—YO soy mitad indio. Sandy Krickel es mitad

aleuta.

—¿Hay quien pueda darse cuenta de eso a simple vista?

Por primera vez Nate estalló en una carcajada.

—Puedo distinguir a un

aleuta de un indio a cien metros. Y cuando pierdo los estribos, Sandy asegura que puede reconocer a un indio a ciento cincuenta. Los nativos entre nosotros no nos tenemos mucho cariño que digamos.

—¿Pero todos tienen problemas con los blancos? —preguntó el banquero.

Nate eludió la respuesta.

—Vean ustedes: además hay cinco o seis tipos diferentes de esquimales. Y los

yupiks no se llevan muy bien con los

inupiats.

—¿Cuál es cuál? —preguntó el de los seguros.

—Los

inupiats viven en el norte, a lo largo del Océano Glacial Ártico; los

yupiks, al sur, junto al mar de Bering. Yo prefiero a los

yupiks, pero unos Y otros me matarían a golpes, si pudieran.

—¿Y no pueden? —preguntó el de los seguros.

—De tres en tres, quizá.

El banquero levantó la vista de la cama que estaba haciendo.

—Con tantas diferencias, no creo que quieras que Alaska sea un estado, ¿verdad?

—Con una población de sólo setenta mil —objetó el banquero.

—Como en una pelea entre los esquimales y yo, aquí un solo hombre vale por dos o por tres, quizá.

En Matanuska, la persona que se tomaba más a pecho la lucha por alcanzar la condición de estado para Alaska era Missy Peckham; la enérgica anciana de setenta y cinco años se había quedado en esa colonia porque allí vivían muchos de sus amigos. Como al parecer no había en la región otra persona que pareciera apta, el gobierno territorial la había nombrado representante local de una Comisión de Apoyo, cuya misión consistía en organizar el apoyo local a la causa de la conversión de Alaska en estado y representar las aspiraciones de Alaska en Los cuarenta y ocho de abajo. Para muchos, ese nombramiento no era más que una especie de cargo honorífico, que no requería trabajo ni grandes compromisos. Para Missy, en cambio, se convirtió en la gran pasión de sus últimos años. Escalando el paso de Chilkoot o batallando en Nome por la justicia, había aprendido que el autogobierno no dependía del número de habitantes ni de la base impositiva, tampoco de la conformidad a normas rígidas, sino del fuego que hubiera en el corazón humano. Y el suyo estaba en llamas, pues había presenciado de cerca el celo con que los pobladores de Matanuska construyeron un nuevo mundo para sí mismos y había visto a hombres ardientes construir su carretera en el páramo. Sabía que el pueblo de Alaska estaba listo para convertirse en estado y que su coraje establecía su capacidad.

Por eso se tomó muy en serio su misión, convirtiéndose en la autoridad civil de Alaska sobre un problema pequeño, pero importante: la industria del salmón. Aunque nunca había trabajado en una fábrica de conservas, su larga residencia en Juneau la había puesto en contacto con diez o doce instalaciones, como las de Tótem en el estuario del Taku. Por sus experiencias con los propietarios de Seattle y los hombres que trabajaban para ellos, contaba con sólidos conocimientos de la economía de esa industria crucial. Cuando reunía todos sus datos, presentaba el horrible retrato de una situación injustificable, como hizo durante su primera y apasionada presentación en una reunión que se llevó a cabo en Anchorage:

Los hechos son éstos. Las fábricas de conservas han pertenecido siempre a hombres ricos de Seattle y muy rara vez a alguien de Alaska. Por su asociación con los poderosos intereses de Washington, ellos siempre han evitado pagar impuestos a nuestro gobierno de Alaska. Importan trabajadores a nuestro territorio por los meses de verano, sin pagar impuestos sobre sus salarios. ¡Oh, sí! Pagan cinco dólares por cabeza, cinco dólares, para una especie de impuesto escolar; pero no es lo que deberían abonar por robar uno de nuestros recursos naturales más valiosos.

Lo que me indigna, lo que debería indignar a todos ustedes, es que las trampas y las ruedas que se utilizan están acabando con nuestros salmones. En el estado de Washington y en Canadá no se permiten esas matanzas caprichosas; por eso, allá el salmón aumenta año tras año. El nuestro se está acabando porque las autoridades federales han obedecido siempre al interés de Seattle, nunca al nuestro. Y como no somos estado, no tenemos senadores ni congresistas que hagan valer nuestros derechos.

Esa primera vez habló durante quince minutos, causando una impresión tremenda por la autoridad con que había reunido los hechos condenatorios de la situación; más adelante, algunos expertos interesados empezaron a proporcionarle datos más específicos. Entonces su habitual disertación sobre los salmones llegó a veinticinco minutos; se convirtió en lo que un admirador partidario del estado denominaba «nuestro discurso de barricada». Pero en la cima de su popularidad uno de los expertos le advirtió:

—Tu charla, Missy, es toda datos y cifras. Si te enviamos a Los cuarenta y ocho de abajo, tendrás que infundirle más interés humano.

Ella estaba en desventaja por no haber trabajado nunca en un bote pesquero ni en la industria conservera, pero la casualidad hizo que recibiera ayuda de una fuente inesperada. Una noche, mientras disertaba en Anchorage, donde la agitación por la causa iba en aumento, vio entre el público a una mujer bien vestida, de unos cuarenta y cinco años, que se inclinaba hacia delante para seguir con atención cada una de sus acusaciones. Su presencia la desconcertó, pues Missy no podía determinar su raza; no era caucásica, por supuesto, pero tampoco esquimal ni

atapasca. «Probablemente sea

aleuta. Con esos ojos…».

—Al terminar la reunión, la desconocida no salió con los otros, sino que permaneció a un lado, mientras varias personas se adelantaban para felicitar a Missy. Cuando el salón quedó casi desierto, la mujer se acercó con una sonrisa cálida y la mano extendida.

—Nos conocimos en Juneau, señora Peckham. Soy Tammy Ting. Ahora, Tammy Venn.

—¿Tú eres la hija de Ah Ting? ¿La nieta de Sam Bigears?

—Sí. Ah Ting y Sam hablaban muy bien de usted, señora Peckham.

—Señorita. —De pronto, como si la hubieran sorprendido robando galletitas, Missy se llevó una mano a la boca, con una gran sonrisa—. ¿He dicho algo horrible en mi disertación? Sobre los Venn, quiero decir.

Entonces Tammy añadió algo que cimentaría la amistad entre ambas:

—Nada que yo misma no diga. Soy una firme partidaria de que seamos un estado, señorita Peckham.

Missy la observó y reparó en las encantadoras sombras

chino-tlingits que daban a su rostro una expresión tan provocativa. De pronto se irguió hacia arriba y la besó.

—Será mejor que conversemos —dijo.

Volvieron al hotel de Tammy, a analizar las cuestiones del salmón, las fábricas de conservas y la relación que con ambas habían tenido Ah Ting y Sam Bigears.

—Hay algo que siempre me intrigó —dijo Tammy—. En inglés el nombre de mi padre habría debido ser Ting Ah. Era el señor Ah, pero siempre lo llamaron señor Ting. Y yo heredé su nombre en vez de su apellido. Un día le pedí que me lo explicara y él se burló: «Señor Ah por aquí, señor Ah por allá… Como estornudos. Señor Ting, sonoro, práctico».

—Él era práctico, sí —reconoció Missy—. Cuéntame cómo eran las cosas en la fábrica de conservas.

Los relatos que Ah Ting y Sam Bigears habían hecho a su familia le ocuparon horas enteras. Desde entonces, la arenga de Missy sobre el salmón adquirió un toque personal. Hablaba de la visita que Will Kirby, su antiguo amante, había hecho al estuario del Taku, en un intento por convencer a los propietarios de Seattle de que dieran a los salmones una mejor posibilidad de supervivencia; relataba el dramático hundimiento del Montreal Queen. En realidad, la disertación de Missy se convirtió en uno de los puntos sobresalientes en la lucha de Alaska por alcanzar el rango de estado. Quienes la escuchaban decían a sus vecinos: «Deberías escuchar a la Peckham. Ella sabe el porqué».

El punto culminante de su campaña, en lo que al salmón se refería, se produjo en una gran reunión en Seattle, donde era esencial reclutar el apoyo de los senadores Magnuson y Jackson. Telefoneó a Tammy Venn en cuanto bajó del avión:

—Esto es importantísimo, Tammy. Quiero causar buena impresión y necesito tus consejos.

La respuesta de Tammy la dejó atónita:

—No tendrás dificultades. Yo voy a hablar inmediatamente después que tú y cubriré cualquier error que cometas.

—¿Vas a hablar en favor de que Alaska sea un estado? ¿En Seattle?

—Por supuesto.

—Bendita seas.

Las dos mujeres se presentaron hacia el final de la reunión: la recia trabajadora social y la suave

chino-tlingit, miembro de la alta sociedad de Seattle. Ambas crearon espectación, una enérgica apertura del debate sobre el estado de Alaska. Los diarios locales, naturalmente, destacaban el hecho de que Tammy Venn fuera la nuera de Thomas Venn, presidente de Ross Raglan e inveterado opositor a que se otorgara rango de estado a una zona tan atrasada como Alaska, donde se concentraban tantas de las inversiones de los Venn. A la mañana siguiente, cuando los periodistas pidieron su opinión sobre la explosiva declaración de Tammy, Venn dijo austeramente:

—Mi nuera expresa su propia opinión pero, como abandonó Alaska siendo muy joven, no está al tanto de los últimos acontecimientos en el territorio.

Los mismos periodistas entrevistaron a Malcolm Venn, el cual dijo:

—¿Dicen ustedes que mi esposa ha apoyado públicamente el rango de estado para Alaska? —Y ante el coro afirmativo—: Está más loca que una cabra. Tendré que hablar con ella de esto. —Luego se echó a reír—: ¿Alguien de ustedes ha tratado de sacarle una idea de la cabeza?

Cuando se le preguntó específicamente si él estaba en contra de que Alaska se convirtiera en estado, dijo con seriedad:

—Sin duda. Ese maravilloso territorio fue creado para seguir siendo salvaje. Con setenta mil habitantes no podría tener un concejo municipal, mucho menos un gobierno.

A la mañana siguiente, los diarios publicaban la refutación de Tammy:

Siempre sospeché que mi esposo sabía muy poco sobre mi tierra natal. El censo de 1950 indica que tenemos ciento veintiocho mil seiscientos cuarenta y tres habitantes. Estoy segura de convencerle de nuestro derecho a ser estado antes de que acabe el mes.

Pero ese fin de semana se publicó una simpática instantánea de Tom y Lydia Venn, acompañados por Malcolm, a un lado de la animosa Tammy, que posaba con un estandarte de Missy Peckham: ESTADO YA.

La broma periodística provocó una derivación asombrosa: un comerciante de cincuenta años, vestido de sarga azul y calzado con zapatos negros muy lustrados, se presentó en el hotel de Missy, anunciándose con el nombre de Oliver Rowntree, dedicado en San Francisco al transporte de mercancías. Estaba en Seattle para ciertas negociaciones con el ferrocarril, que serían de gran importancia para toda la costa del Pacífico. Su sorpresa fue obvia al ver que era una mujer tan anciana la que estaba armando tanto alboroto por Alaska, pero fue pronto al grano:

—Estoy ciento por ciento de acuerdo con usted, señorita Peckham. No ocupo ningún cargo en el gobierno ni tengo autoridad de la que valerme, pero cuento con la información de toda una vida. Y me saca de quicio ver que gente como la de Ross Raglan conspire con los ferrocarriles para negar a Alaska el rango de estado.

—¿Por qué le preocupa tanto a usted?

—Porque nací en Alaska. En Anchorage. Mi padre trataba de sacar adelante un comercio. Uno de los mejores; podía medirse con los de fuera, como decíamos entonces.

—Ahora decimos «Los cuarenta y ocho de abajo».

—Trabajó mucho con Hawaii. Allí se habla de «el Continente». Y es por mi experiencia con ellos por lo que lo de Alaska me duele tanto. Quiero que nuestra gente, allá arriba, tenga por fin una oportunidad justa.

—Usted lo hace por su padre, ¿verdad?

—Supongo que sí. Yo vi cómo luchaba para ganar cada dólar, con el agua al cuello. Vino a Oregón, donde las leyes eran sensatas, y sin ninguna dificultad creó la mejor tienda al norte de San Francisco. Murió rico, con una cadena de ocho tiendas considerables, cada una de las cuales rendía bastante dinero.

»Ahora vamos a los hechos. Estoy descubriendo que la emoción generalizada importa muy poco en este asunto. Matar de hambre a los esquimales no es ahora mejor de lo que fue matar de hambre a los belgas en la primera guerra mundial.

Los datos que el hombre le presentaba eran tan asombrosos que Missy quiso oírlos dos veces.

—Mejor aún —propuso él—, le enviaré algunos informes.

Pero éstos, una vez recibidos, no sustituían el duro recital que él le había proporcionado en la primera reunión.

—Todo comenzó con la Ley Jones, de 1920. ¿Ha oído hablar de ella?

—Vagamente. Sé que es mala para Alaska. ¿Detalles? No.

—Bueno, el suegro de ese empresario cuya fotografía se publicó en el diario de esta mañana, el viejo Malcolm Ross, tuvo una influencia decisiva en su promulgación. El senador Jones, de Washington, la hizo aprobar por el Senado. LO que hacía, sencillamente, era poner una camisa de fuerza a Hawaii y sobre todo a Alaska. Decía que para llevar cargas a Alaska o a Hawaii desde los puertos de la Costa Oeste, los barcos debían ser construidos en Estados Unidos, propiedad de empresas estadounidenses y tripulados por ciudadanos estadounidenses. Eso puso a Hawaii y a Alaska en considerable desventaja con respecto a puertos como Boston o Filadelfia, donde los navíos europeos y los de bandera extranjera pueden traer mercancías desde el exterior. Pero Hawaii estaba mucho mejor que Alaska, pues había líneas competidoras que se esforzaban por reducir costes. Alaska sólo cuenta con R R, que ha continuado estrangulando a la gente de allí como estrangulaba a mi padre.

—No puedo creer que una nación haga eso con una parte de sus habitantes —dijo Missy. Entonces Rowntree presentó el argumento decisivo:

—Aquí es donde yo entro en escena a lo grande. Traigo una enorme cantidad de mercaderías por tren, a través del país. Debido a las tretas que los de Seattle deslizaron en la Ley Jones, lo que me cuesta un dólar de flete a San Francisco, para despachar a Hawaii, cuesta un dólar con noventa y cinco si lo envío a Seattle para embarcarlo hacia Alaska. Si tenemos en cuenta las desventajas que padece Alaska, la proporción es de tres a uno.

—¿Y por qué Hawaii sale tan favorecido? —preguntó Missy, disgustada.

Y Rowntree dijo, bromeando sólo a medias:

—Porque allí son más inteligentes. Han aprendido a protegerse.

Missy juró:

—Conseguiremos algunos cerebros de Hawaii. —Y pidió ayuda a Rowntree para redactar y pulir la famosa disertación que pronunciaría más de sesenta veces por todas partes en Los cuarenta y ocho de abajo: «El estrangulamiento de Alaska».

Su primera lectura, en un salón de Seattle, tuvo una consecuencia imprevista, pues Tammy Venn apareció entre el público, llevando a rastras a su animoso —marido. Antes de la reunión, algunos conocidos fastidiaron a Tammy, recordando que Malcolm había dicho de ella públicamente que estaba «más loca que una cabra». Presionado, le dijo a un periodista:

—Me he disculpado mil veces por esa declaración. Fue grosera y casi indecente. Debería haber dicho que estaba más loca que un piojo.

Juntos explicaron, de muy buen humor, que estaban en desacuerdo con respecto a muchas cosas:

—Tammy es demócrata, yo, republicano. Ella quería que nuestros hijos fueran a la escuela pública. Yo deseaba una de las buenas escuelas privadas del este.

—¿Y quién ganó?

—Empate. La niña estudia en el este. El varón aquí, en Seattle.

—¿Y quién va a ganar en el asunto del estado de Alaska?

Él replicó:

—Los senadores de esta gran república tienen suficiente sentido común como para no aprobar esa tontería.

Mientras hablaba, ella le puso la mano detrás de la cabeza, a la vista de las cámaras, haciéndole orejas de burro con el índice y el meñique.

Después de la conferencia (que para Tammy fue deliciosa y para su esposo, motivo de disgusto, por el modo en que Missy atacaba a su padre) se encontraron con Oliver Rowntree. Al primer saludo, Oliver y Tammy se miraron con fijeza y, chasqueando los dedos, exclamaron:

—¡Pero si nos conocemos!

—¿Cómo es eso? —preguntó Malcolm Venn, mientras se sentaban a tomar una copa.

Tammy comenzó a hablar en tono vacilante:

—La historia es larga, pero ¿recuerdas cuando nos conocimos, en mil novecientos veinticinco, en ese barco de R R que nos llevaba a Alaska? —Ante la expresión confundida de su esposo, ella insistió—: Haz memoria. Tú estabas allí trabajando de detective privado, para atrapar al pillo que saboteaba los barcos de tu padre.

—¡Por supuesto! Fue un viaje muy romántico, aunque sea yo quien lo diga. Pero no pude atrapar al saboteador.

Tammy apuntó un dedo hacia sí misma, tratando de disimular la sonrisa.

—¿TÚ? —gritó su esposo, tan fuerte que se oyó en otras mesas.

Ella hizo un gesto de asentimiento y pidió a Rowntree que completara la historia.

—Dice la verdad. En siete viajes sucesivos fui yo quien arrojó objetos del barco por la borda y atascó los inodoros.

—Nos conocimos en la universidad, por casualidad —intervino Tammy—. Él me dijo que debía alejar las sospechas de sí y me pidió que hiciera lo mismo en un barco donde él no estuviera presente. Las mismas pistas, todo eso.

—Pero ¿por qué? —preguntó Venn a Rowntree.

Y éste respondió, simplemente:

—Porque ustedes, con la Ley Jones en el bolsillo, estaban sofocando los legítimos negocios de Alaska. Mi padre quebró por culpa del suyo. El sabotaje era la única venganza que yo podía tomar.

Malcolm Venn, que pronto sería presidente de R R, miró fijamente a ese desconocido surgido del pasado e irrumpió en una cálida sonrisa:

—¡Hijo de puta! Tendría que hacerte detener.

—El delito ha prescrito.

—¿Y tú le ayudaste? —preguntó a Tammy, que sonrió:

—Sí. En esos tiempos mis padres estaban muy en contra de R R. Más tarde cedieron.

Conversaron largo rato sobre los viejos tiempos. Luego Venn dijo:

—Mi padre trabajó con un viejo réprobo llamado Marvin Hoxey para hacer aprobar la Ley Jones, por el bien de Alaska. Ahora yo trabajaré con algunos de los empresarios más honrados del mundo para oponerme a que Alaska sea un estado, a fin de proteger esta zona maravillosa de su propia locura. Ustedes tres no tienen ninguna posibilidad de llevar esto a cabo, por muy persuasivos que sean sus discursos, señorita Peckham. Las buenas gentes de Estados Unidos son demasiado inteligentes como para caer en su trampa.

Al parecer, una vez más los estados del Oeste sabían lo que más convenía a Alaska, pues en esa primera escaramuza el Congreso escuchó a líderes como Thomas Venn y los magnates industriales de Seattle, Portland y San Francisco. Pero los testimonios más perjudiciales llegaban de la misma Alaska, pues sus ciudadanos, audiencia tras audiencia, se presentaban para atestiguar que el territorio no estaba preparado para ser estado, a lo que se oponían por diversas razones. En una serie de reuniones a las que convocaron a congresistas que viajaron a Alaska para escuchar la opinión de los pobladores locales, surgieron estos tipos de testimonios:

General Leonidas Shafter, retirado de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, domiciliado en la península de Kenai: «En efecto, senador, yo ayudé a construir los aeropuertos de Alaska y presté servicio en las Aleutianas durante la segunda guerra mundial. Sé por experiencia la importancia militar de Alaska. Es la autopista por la que Rusia atacará algún día a Norteamérica y debe permanecer bajo control militar. Conceder a Alaska los derechos de un estado sería desastroso para la seguridad de nuestra nación».

Thomas Venn, industrial de Seattle, propietario de una casa cerca de Denali: «Debido a mi larga vinculación con Alaska y a los años que pasé aquí, trabajando en distintas actividades, debo oponerme a que este territorio vasto, desconectado y despoblado se convierta en estado. El tiempo ha demostrado que las disposiciones actuales aseguran el bienestar de los pocos que viven aquí e incentivan el desarrollo de zonas todavía intactas».

Señora Watson, ama de casa de Haines: «No conozco a seis contribuyentes que quieran que Alaska sea un estado. Claro, hay unos cuantos indios y mestizos que no pagan impuestos y están entusiasmados con la idea».

John Karpinic, tendero de Ketchikan: «Por aquí nadie quiere tontear con un gobierno de estado. Suficientes problemas tenemos con el federal».

Contra esta arremetida en defensa del

statu quo, unas pocas voces se alzaban enérgicamente a favor de que el territorio se convirtiera en estado. Tres eran significativas:

John Stamp, editor de Anchorage: «Podría dar ochenta motivos por los que Alaska debería ser estado desde hace tiempo, pero no puedo superar las sencillas palabras que pronunció James Otis en vísperas de la Revolución Americana: “Impuestos sin representación es tiranía”. Si sus corazones no responden a ese grito de batalla, ustedes falsean el espíritu de la gran nación que surgió de ese grito. ¿Por qué Alaska no tiene carreteras como el resto de Norteamérica? Porque no tenemos congresistas que luchen por ellas. ¿Por qué nuestros ferrocarriles no reciben el debido subsidio del gobierno federal? ¿Por qué no tenemos los aeropuertos que necesitamos tan desesperadamente? ¿Por qué no contamos con las escuelas, los hospitales, las bibliotecas públicas, los grandes tribunales? Porque ustedes nos han negado el derecho a cobrar impuestos a las industrias que, en otras partes de Estados Unidos, ayudan a pagar esos servicios. Como los colonos de antaño, pido a gritos alivio».

Henry Louis Dechamps, profesor de geografía, Universidad de California, Berkeley, ciudadano estadounidense educado en la universidad canadiense de McGill: «Caballeros: al tratar de decidir qué harán con Alaska, se lo ruego, no se fijen sólo en Juneau y Sitka, pensando que están viendo el corazón de Alaska. No miren sólo a Anchorage y Fairbanks. Miren ustedes, les ruego, la parte más septentrional de ese vasto territorio, allí donde toca el Océano Glacial Ártico, pues a lo largo de esas costas y en ese mar helado se desarrollará la historia que determinará el destino de América del Norte. Estamos horriblemente retrasados en nuestros conocimientos de cómo vivir y funcionar en el Ártico. Pero puedo asegurarles que la Unión Soviética está realizando allí ejercicios constantes y que su acumulación de conocimientos excede ampliamente al nuestro. Debemos ponernos al día pues el Océano Glacial Ártico está destinado a ser, en el futuro, no una masa de agua rodeada de hielo, sino un mar oculto en cuyas entrañas navegarán submarinos y otros navíos que actualmente no podemos imaginar. Será una ruta para los aviones, un aposento para hombres audaces, dispuestos a atacar nuestras comunicaciones, nuestras bases de avanzada, nuestras costas y nuestra misma seguridad como nación. Alaska, en el próximo siglo, será una de las principales posesiones de Estados Unidos. Hagan caso omiso de ella y pondrán en peligro a nuestra nación. Desarróllenla y tendrán un escudo adicional. Concédanle ahora mismo el rango de estado».

Señorita Melissa Peckham, ama de casa de Juneau (después de explicar las monstruosidades de la Ley Jones y los abusos cometidos contra Alaska por los ferrocarriles y las instalaciones portuarias de Seattle, concluye como sigue): «Me pregunto si, entre las personas que han atestiguado ante ustedes durante estos tres días, hay una sola que tenga de Alaska una experiencia tan amplia como yo. Como llegué siendo joven, pude ver las minas de oro, el desarrollo del río Yukón, la gran industria de conservas de salmón del sur, el crecimiento de aldeas y ciudades, el noble experimento de Matanuska, la llegada del ferrocarril, la construcción de la carretera Alcan, el surgimiento de la aviación. Pero, por encima de todo, he visto nacer un pueblo nuevo, con aspiraciones nuevas. Estamos hartos de ser colonia. Queremos una legislatura propia, que cree nuestras propias leyes. Queremos ser libres del condescendiente control de Seattle. Creemos habernos ganado el derecho a que se nos considere ciudadanos plenos con derechos plenos».

Pero a largo plazo, los testimonios más efectivos fueron los de personas de nombres extraños y rostros más extraños aún; ellas desfilaron ante los micrófonos con declaraciones tan simples que resonaron como cañonazos en las paredes de las salas donde se llevaban a cabo las reuniones:

Saul Chythlook, taxista esquimal

yupik, domiciliado en Nome: «Combatí en Iwo Jima; me dieron baja en San Francisco. Trabajé un tiempo país norte de puente grande. Vi muchas ciudades pequeñas. No gran cosa. Todas tienen gobierno propio. ¿Por qué nosotros no?».

Stepan Kossietski, maestro

Ir a la siguiente página

Report Page