Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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tlingit en la escuela de Mount Edgecumbe, Sitka:'«Cursé mi bachillerato en Artes en la Universidad de Alaska, en Fairbanks, y la licenciatura en Berkeley, California. Estoy de acuerdo con la mujer de Shishmaref que atestiguó esta mañana. Hay muchos nativos que no están preparados para que Alaska sea un estado. Pero supongo que en un estado como Dakota del Sur hay también unos cuantos que no lo están. Beben demasiado. Son perezosos. No leen los periódicos. Pero permítanme decir algo: los nativos buenos que conozco no están simplemente preparados, sino también impacientes. ¿Si son capaces de gobernar lo que sería el estado de Alaska? Debo decir que están mucho mejor preparados que algunos de los funcionarios que ustedes nos han enviado desde Los cuarenta y ocho de abajo».

Norma Merculieff, ama de casa

aleuta-rusa de la isla Kodiak: «Mi esposo pesca cangrejos. Él y dos más tienen barco propio: ciento ochenta mil dólares, todo pago, impuestos también. ¿Creen ustedes que ellos no saben manejar un concejo municipal? Si son demasiado estúpidos, sus esposas manejaremos el concejo y que ellos manejen el barco. El año que viene comprarán otro, doscientos cincuenta mil dólares; les va muy bien».

Ganaron los opositores y la estadidad de Alaska pareció haber muerto. Pero entonces comenzaron a pasar diversas cosas: algunas, de importancia nacional; otras, de dimensiones arbitrarias y hasta tontas. Los ciudadanos de Estados Unidos empezaban a pensar globalmente; muchos de ellos, que nunca habían soñado con Hawaii ni con Alaska, comenzaron a comprender que, cuanto antes la nación acercara a su seno esas preciosas tierras alejadas, mejor. Además, muchos estadounidenses habían combatido en el Pacífico y ahora apreciaban tanto su magnitud como su importancia. Otros habían descubierto el valor que podía tener una isla insignificante, como Wake o Midway, arenales en los que se decidía el destino de una nación, motas invisibles a quince kilómetros de distancia de las que dependían las aerolíneas del mundo, y no estaban dispuestos a renunciar a islas grandes como Hawaii.

Siempre hubo más apoyo para Hawaii que para Alaska. Teniendo en cuenta la riqueza y la población proporcional de ambas, no es de extrañar. Pero hombres reflexivos como el profesor Dechamps, que había atestiguado ante la comisión del Congreso, continuaban disertando sobre la importancia de las tierras septentrionales; también los militares usaban ahora globos terráqueos antes que mapas planos y apreciaban el enorme valor de un perímetro defensivo en el norte. Por lo tanto, crecía el apoyo para Alaska.

Pero entonces la política empezó a asumir una importancia decisiva y surgieron errores de cálculo muy curiosos: los más expertos entendían las cosas totalmente al revés. Según su razonamiento, como Hawaii estaba bastante bien poblado, a cargo de hombres y mujeres responsables, si se le daba rango de estado, votaría sin duda por el Partido Republicano; en cambio Alaska, indisciplinado territorio fronterizo, probablemente daría su voto a los demócratas. A largo plazo resultó a la inversa, para estupefacción de muchos, incluidos los expertos.

En este punto crucial, los reflexivos militares que rodeaban a Eisenhower, así como los conservadores de Seattle y el Oeste, cargaron demasiado las tintas y convencieron al presidente de que Alaska, al menos el noventa por ciento situado más al norte, debía permanecer bajo control militar, con rango de territorio. Una tarde, persuadido por sus argumentos, el mandatario dijo al desgaire, ante la prensa de Washington, que en el sector sudeste de Alaska (Juneau, Sitka, Ketchikan, Wrangell, Petersburg) podía haber bastante población para merecer el rango de estado en algún futuro no muy próximo, pero que las grandes zonas desiertas del norte quizá nunca se poblarían lo suficiente.

Ese flagrante error permitió a los habitantes de Alaska hacer pública una asombrosa corrección: «El presidente Eisenhower tal vez entienda de Asuntos militares, pero obviamente sabe poco de Alaska. Según el censo preliminar de 1960, si tomamos las cinco ciudades del sudeste que él alaba por estar tan pobladas, suman una población de diecinueve mil habitantes; en el Cinturón Ferroviario, en cambio (es decir, de Fairbanks a Anchorage y hasta la península Kenai, donde termina el ferrocarril) habrá más de cincuenta y siete mil: tres veces más. Es el Cinturón Ferroviario el que está listo para ser estado, no las pequeñas poblaciones preferidas por el general, allá en ese rincón olvidado».

En ese momento crítico en que la aprobación de la nueva ley oscilaba en la balanza, se produjo una de esas casualidades que a veces ayudan a decidir la historia. El gobernador del territorio era un dotado exestudiante de medicina y periodista, Ernest Gruening, de Harvard, que en 1928 había escrito el mejor libro sobre la revolución de México. Su perspicaz análisis llamó la atención del presidente Roosevelt, que le nombró director de la División de Territorios e Islas. Fue así como llegó a conocer Alaska y a respetar su potencial grandeza. En los círculos de gobierno solía hablar con tanta frecuencia y entusiasmo sobre lo que Alaska podía llegar a ser que, en 1939, fue designado gobernador territorial y, más tarde, elegido para oficiar como seudosenador ante el Congreso de Estados Unidos, con voz, pero sin voto, hasta el momento en que el territorio se convirtiera en estado y se pudieran elegir senadores de verdad.

Gruening había descubierto cuánto bien puede hacer el libro adecuado en el momento adecuado y, como buen publicista, recurrió a una amiga escritora, Edna Ferber, a la que le hizo una tentadora propuesta: «Venga a Alaska y escriba un libro sobre nosotros. Haga por nosotros lo que acaba de hacer por Texas». La enorme popularidad de su novela Gigante había despertado el interés de toda la nación por las debilidades y grandezas de ese estado sureño, y él suponía que un libro similar, escrito por la misma autora, podría hacer lo mismo por Alaska.

La señorita Ferber, tras enfrentar la tormenta de críticas adversas arrojadas sobre ella por los leales a Texas, disfrutaba con la idea de abordar otro asunto polémico. Pasó un breve tiempo en Alaska y escribió apresuradamente Palacio de Hielo, que fue ampliamente leído. Las consecuencias fueron exactamente las que esperaba el sagaz Gruening. De ese libro escribiría más adelante:

Palacio de Hielo hizo una contundente defensa del derecho de Alaska a ser un estado, bajo la forma de una obra de ficción.

—Algunos críticos literarios consideraron que no estaba a la altura de sus mejores trabajos, pero uno de ellos lo calificó, bastante acertadamente, como «La cabaña del tío Tom para el estado de Alaska». Miles de personas que hasta entonces nunca se habían interesado por nuestros artículos documentales en favor de nuestra causa, de los cuales publiqué varios en Harper’s, The Atlantic Monthly y The New York Times Magazine, leían novelas.

En las últimas semanas de nuestra campaña por el rango de estado, decenas de personas me preguntaron si había leído Palacio de Hielo. El libro llamó la atención de muchos congresistas. No dudo que cambió unos cuantos votos.

En 1958, al intensificarse el debate, un anciano caballero de excelente reputación entró majestuosamente en una sala de audiencias del Senado, dispuesto a atestiguar contra la conversión de Alaska en estado. Era Thomas Venn, de setenta y cinco años, y estaba en Washington para proteger los intereses comerciales de Seattle. De pelo blanco y porte puritanamente erguido, daba la impresión de ser un hombre que no toleraba a los tontos ni a sus tontas opiniones, pero no despertaba rechazo en modo alguno, pues sabía sonreír afablemente cuando sus amigos saludaban y sabía que la presencia de su esposa, Lydia Ross Venn, realzaba ese aspecto de distinción.

Mientras ocupaban sus lugares, en el extremo de la fila reservada para los declarantes, la señora Venn susurró discretamente algo al oído de su esposo, que miró hacia el extremo opuesto:

—¡Dios mío! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?

Era Missy Peckham, de Juneau, cuya firme decisión había ayudado a mantener la lucha en la primera plana de los periódicos. Tenía una sonrisa traviesa e ingenio rápido; no la sobrecogían la sala de audiencias ni los dignatarios que estaban entrando para llevar a cabo la sesión, en la que ella presentaría su último testimonio sobre la cruzada a la que había dedicado los últimos años de su vida. Al ver que Tom Venn la miraba fijamente, saludó con una sonrisa inocente, como para darle la bienvenida a su bando. Él se inclinó, tieso y sin que se le coloreara el rostro. Luego tomó asiento y escuchó recitar ante el público su larga relación con Alaska y Ross Raglan. A continuación, sin levantar la voz ni entablar polémicas, presentó los argumentos de los que se oponían al rango de estado, entonces y en el futuro previsible:

—Caballeros: entre los presentes en esta sala, nadie puede hablar de Alaska con más afecto que yo. Conozco cada rincón de ese vasto territorio desde que, en 1898, escalé el temido paso de Chilkoot; a lo largo de las décadas siguientes, he actuado siempre para promover el bienestar de Alaska. Les aseguro que, según mi razonado criterio, Alaska no está lista para ser estado, que sería un craso error darle ese rango y que su futuro estará mejor asegurado prolongando la benévola custodia de que ha disfrutado hasta ahora.

»Los militares saben cómo proteger Alaska. Los comerciantes de la Costa Oeste saben cómo satisfacer sus necesidades industriales y bancarias. Los solidarios expertos de la Oficina de Asuntos Indígenas conocen la mejor manera de ayudar a los nativos. Y el Departamento del Interior ha demostrado que es capaz de conservar los recursos nacionales. Tenemos allí todos los instrumentos requeridos para un sistema de gobierno sabio y protector, que ha funcionado admirablemente en el pasado y continuará haciéndolo en el futuro. Como miles de hombres y mujeres responsables, que sólo tenemos en cuenta el bienestar de este gran territorio, ruego a ustedes que no entorpezcan a Alaska con una forma de gobierno que es incapaz de manejar. Los insto a rechazar la conversión en estado.

Al abandonar la silla de los testigos, Venn tuvo que pasar junto a Missy, que en cierto sentido le había criado, haciéndole de madre, alentándole en su trabajo, impartiéndole sus valores, maravillosamente estables. Si alguien le hubiera interrogado en ese momento, habría dicho, sin vacilar: «La señorita - Peckham me enseñó casi todo lo que sé». Se saludaron como antiguos amigos y hasta habrían podido abrazarse, pues cada uno tenía deudas tremendas con respecto al otro. Pero entonces ella ocupó su lugar ante la mesa para refutar cuanto Venn acababa de decir:

—Distinguidos senadores. (Aquí se interrumpió para preguntar: «¿Se Puede subir el volumen de este artefacto? ¿Se me escucha ahora? ¡Bien!»). Aclaremos primero el mayor de los problemas. El declarante anterior, distinguido —amigo de Alaska, ha asegurado que no tenemos población suficiente para justificar el rango de estado. Pues bien: cuando la furia de la guerra civil estaba por destruir a nuestra nación, el presidente Abraham Lincoln comprendió que necesitaba dos votos más en el Senado, a fin de proteger sus estrategias para ganar la guerra. ¿Y cómo los consiguió? Haciendo caso omiso de todas las reglas para la creación de nuevos estados, redactó las propias e invitó a Nevada a convertirse en estado. Luego impuso su aceptación al Congreso y, mediante este empecinado acto, ayudó a salvar la Unión. ¿Cuál era la población de Nevada en ese momento histórico? Aquí lo dice: «Seis mil ochocientos cincuenta y siete». En la actualidad Alaska cuenta con un número treinta y tres veces mayor. Y es tan necesaria ahora como lo era Nevada entonces.

»¿Por qué nos necesitan ustedes? Porque seremos siempre la puerta a Asia, el puesto de avanzada en el Ártico. Ustedes necesitan nuestra experiencia en la vida y la conquista del helado norte. Llegará también el día en que necesiten de nuestros recursos naturales: nuestra vasta provisión de pulpa de madera, nuestros depósitos minerales, nuestros peces. Y hasta podemos tener enormes yacimientos de petróleo. Mi amigo Johnny Kemper, que estudió en la Escuela de Minería de Colorado, me dice que tal vez tengamos un gran yacimiento allá arriba, en la Plataforma Ártica.

Cuando abandonó la silla, pasó con decisión junto a su pupilo de otros tiempos, Tom Venn, el cual susurró:

—Gracias por no atacar a Ross Raglan.

Y ella respondió, también susurrando:

—Ya nos encargaremos de ustedes cuando seamos estado.

Sonrieron, se saludaron con la cabeza y acordaron diferir el enfrentamiento.

A finales de junio de 1958 era ya evidente que Alaska tenía fuertes posibilidades de lograr el rango de estado antes que Hawaii, pues la mezcla racial de este último territorio era un obstáculo para la aceptación. La Cámara ya había aprobado a Alaska por doscientos diez votos contra ciento setenta y dos, con cincuenta y una asombrosas abstenciones por parte de congresistas incapaces de aceptar que Alaska, semidesierta, tuviera dos votos en el Senado, igual que la populosa Nueva York. Además, algunos se oponían a permitir que «una población mestiza atrapada en una nevera», al decir de alguien, obtuviera la ciudadanía con pleno derecho a voto.

Sólo faltaba el voto del Senado, que por un tiempo pareció dudoso. Algunos senadores trataron de reducir a Alaska a una condición de Estado libre asociado: fueron derrotados por cincuenta votos contra veintinueve. Otros argumentaban, persuasivamente, que los militares eran los más indicados para decidir el futuro de Alaska: perdieron por cincuenta y tres contra treinta y uno. Un contingente encabezado por el senador Thurmond apoyaba la propuesta del presidente Eisenhower, en cuanto a que toda la parte norte fuera excluida de la categoría de estado, aunque la alcanzaran los distritos del sur: derrotados por sesenta y siete contra dieciséis. Missy Peckham, que escuchaba el debate, tuvo la impresión de que sus enemigos podían citar cincuenta argumentos, mientras que ella tenía sólo uno a favor: había llegado el momento de que la Unión abrazara sin reservas a un digno miembro nuevo.

El 30 de junio ya no fue posible seguir postergando la votación decisiva con enmiendas obstruccionistas. Cuando se procedió a votar, salieron a la luz numerosas incongruencias. Leales conservadores sureños, como Harry Bird de Virginia, James Eastland y John Stennis de Mississippi, Allen Ellender de Louisiana, Herman Talmadge de Georgia y Strom Thurmond de Carolina del Sur, tras haber declarado públicamente que estaban Contra la admisión, votaron a favor de ella. Pero también lo hicieron conspicuos liberales como Sam Ervin, de Carolina del Norte, William Fulbright y John McClellan, de Arkansas, y Mike Monroney, de Oklahoma. Dos atormentadas parejas de senadores resolvieron su conflicto de tendencias de maneras opuestas. Warren Magnuson y Henry Jackson, de Washington, habían sido fuertemente presionados por sus votantes empresarios de Seattle, a fin de que se expresaran contra la admisión, sobre la base de que el estado de Washington perdería el control económico del territorio. Al efectuarse la votación ambos tuvieron que obedecer a su conciencia: «Sí». Los dos senadores de Texas, Lyndon Johnson y Ralph Yarborough, eran indudables liberales que con frecuencia habían hablado en favor de la admisión pero, cuando llegó el momento decisivo, no pudieron arriesgar su carrera política admitiendo a un enorme estado nuevo, que relegaría a Texas a un segundo lugar. El día en que se votó, ambos llegaron a la misma decisión: no podían votar ni a favor ni en contra. Por lo tanto, ambos se abstuvieron.

La cuenta final fue de sesenta y cuatro por el sí, veinte por el no y doce abstenciones. Alaska se había convertido en el cuadragésimo noveno estado, 2,2 veces más grande que Texas, con una población total equivalente a la de Richmond, Virginia. Cuando Tom Venn oyó el recuento final, dijo:

—Alaska se ha condenado a la mediocridad.

Pero Missy Peckham, que lo celebraba con amigos en un costoso restaurante de Washington, se puso de pie, tambaleante, y levantó su copa, gritando:

—¡Ahora tenemos que demostrarlo!

Y pasó el resto de esa larga noche analizando las extrañas innovaciones políticas y sociales que harían de Alaska un estado único entre todos. Sus propuestas eran asombrosas:

—Quiero una escuela a la que puedan asistir todos los niños de Alaska, cueste lo que cueste. Quiero viviendas para todos los esquimales y todos los

tlingits. Debemos tener el control de nuestros salmones, alces y caribúes. Necesitamos carreteras, fábricas y diez o doce colonias como Matanuska.

Y así continuó, proyectando esos sueños que había expresado por primera vez durante el terrible pánico de 1893 y a los cuales había dedicado su vida posterior.

Tenía ya ochenta y tres años. Muy entusiasmada por su visión de una utopía ártica y excitada por el desacostumbrado consumo de alcohol, en cuanto sus amigos la ayudaron a acostarse cayó en un sueño profundo y satisfecho del que no despertó. Cuando se descubrió su cadáver, los conocidos informaron a Thomas Venn, sabiendo que ambos eran viejos amigos, y éste corrió al modesto hotel donde Missy había muerto. Pasó unos veinte minutos de pie junto a su cama, recordándola tal como era en aquellos lejanos tiempos en que había llevado esperanza y alimentos a una familia hambrienta. Por fin, se inclinó para besar su frente pálida. Luego le dio un beso por cada uno de los hombres cuyas vidas había iluminado: Buchanan Venn, el esposo traicionado de Chicago; Will Kirby, el solitario policía canadiense; John Klope, el alma perdida del Klondike; Matt Murphy, el infatigable irlandés.

—Ella querría que la sepultáramos en Alaska —dijo Venn, al retirarse—. Envíenla a Juneau, que yo me haré cargo de todos los gastos.

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