Alaska

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II. LA FORTALEZA DE HIELO

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En el pasado más remoto, y en distintas ocasiones, se produjo, por motivos todavía no aclarados, una gran acumulación de hielo en los Polos, donde se espesaba y extendía cada vez más, hasta que se formaron unas inmensas placas heladas que invadieron los continentes circundantes. La nieve caía con más velocidad de la normal, por lo que no llegaba a fundirse, tal como hubiera hecho en otras circunstancias. Por el contrario, se amontonaba hasta alcanzar alturas considerables, y el peso de la parte superior era tan enorme que la nieve de las primeras capas se helaba; mientras siguió nevando, continuó formándose hielo, hasta alcanzar un espesor de casi dos kilómetros y medio en ciertos lugares. Algunas zonas de la superficie terrestre, muy cargadas de hielo, soportaban un peso tan opresivo e ineludible que empezaron a hundirse visiblemente; de este modo, tierras que se alzaban sobre la superficie del océano descendieron hasta el nivel del mar e incluso por debajo de él.

Cuando en una región determinada la acumulación de hielo se producía sobre una meseta plana, se formaba un enorme casquete de hielo que se extendía con lentitud; pero la violenta formación de la superficie de la Tierra había creado un relieve irregular en el que predominaban los valles y las montañas, por lo que en la mayoría de ocasiones el hielo se depositaba en pendientes, la fuerza de la gravedad lo desplazaba poco a poco hacia elevaciones más bajas y, al descender, por la fuerza de su peso, arrastraba una masa de escombros compuesta por arena, grava, rocas y algún enorme canto rodado. Este transporte de materiales se producía dondequiera que el hielo acumulado entraba en movimiento, pero tenía consecuencias espectaculares cuando se juntaba gran cantidad de nieve en alguna meseta alta. En esos lugares se formaban glaciares que descendían por valles de vertientes pronunciadas, y el hielo desgajaba entonces el suelo del valle y formaba en sus laderas unos surcos muy pronunciados que aún serían visibles a lo largo de los milenios posteriores.

Estos glaciares no podían fluir eternamente; a medida que se adentraban en tierras más bajas y cálidas empezaban a fundirse por los extremos y originaban grandes ríos que transportaban hasta el mar hielo, cantos rodados y aluvión. Eran ríos glaciales de una blancura lechosa, coloreada por los fragmentos de roca que arrastraban, y, cuando se depositaban las piedras que acarreaban, se formaban nuevas tierras con los detritus que dejaba el hielo fundido.

Si el valle que recorría el glaciar llegaba hasta la costa, la impresionante superficie de hielo alcanzaba el borde del mar; allí, con el tiempo, se iban desprendiendo fragmentos del glaciar, del tamaño de una catedral o incluso mayores, y, cuando uno de los icebergs así formados se estrellaba contra el océano, por donde seguiría viajando durante meses, años o décadas como una entidad independiente, el estruendo resonaba en el aire hasta varios kilómetros más allá. Entonces se convertía en un objeto de majestuosa belleza, con la luz del sol que centelleaba en sus altos picos, las olas que jugaban a sus pies y las aves primitivas que le saludaban al pasar, raudas.

Por supuesto, con el tiempo, los grandes icebergs acababan fundiéndose, el agua que llevaban se sumaba a la del océano y las nubes que pasaban por lo alto la recogían, la transportaban tierra adentro y la depositaban en forma de nieve fresca sobre la acumulación de hielo que continuaba extendiéndose y alimentando a los glaciares.

Normalmente (si puede aplicarse esta palabra a una función natural que por su propio carácter es variable) la formación de nieve quedaba compensada por su desaparición al fundirse en agua, de modo que los casquetes de hielo no llegaban a ocupar territorios que no estuvieran ya anteriormente cubiertos por él, aunque el equilibrio se alteró durante los períodos que hemos dado en llamar glaciaciones, cuando el hielo se formaba a gran velocidad sin que le diera tiempo a fundirse y disiparse. Lo que provocó ese desequilibrio es un misterio que fascina a los estudiosos desde hace siglos.

Hay siete u ocho factores que se han sugerido como posible explicación de las glaciaciones: una inclinación del eje terráqueo hacia el sol, que habría provocado la formación de hielo en las partes de la Tierra que hubiesen quedado apartadas, siquiera levemente, del calor solar; la traslación de los polos terrestres, que no están fijos y en algunos períodos se han encontrado cerca del actual ecuador; la órbita elíptica de la Tierra alrededor del Sol, que se desvía de forma que la distancia entre ambos planetas puede variar mucho en el curso de un año; algunos cambios en el interior del mismo Sol, que podrían haber alterado la intensidad del calor que éste emite; posibles alteraciones químicas de la atmósfera; cambios físicos en los océanos; junto con otras interesantes e imaginativas posibilidades.

Estos factores podrían actuar durante un período tan breve como un año de calendario o tan prolongado como cincuenta o cien mil años, por lo que aventurar una teoría que explique cómo interactúan todos para provocar una glaciación resulta, evidentemente, un problema muy complejo y aún no resuelto. Por ofrecer un ejemplo sencillo, si cuatro factores diferentes de un problema complejo operan en ciclos de 13, 17, 23 y 37 años, respectivamente, y si tienen que coincidir todos para producir el efecto deseado, habrá que esperar 188 071 años (13 × 17 × 23 × 37) para que ocurra. Pero si el resultado fuese satisfactorio solamente con la coincidencia de los dos primeros factores, podríamos esperar que ocurriera al cabo de 221 años (13 × 17).

Hoy en día se ha planteado una teoría muy interesante según la cual, en tiempos relativamente recientes, en Europa y en América del Norte se han producido extensos períodos de glaciación obedeciendo a tres ciclos, cuya explicación no se conoce, de unos 100 000, 4 1000 y 22 000 años. Por motivos no del todo comprendidos, después de estos intervalos el hielo empieza a acumularse y se extiende hasta cubrir zonas en las que durante milenios no ha habido casquetes de hielo ni glaciares. Es posible que con el correr del tiempo se descubran las causas de este fenómeno, que son naturales; los escritores de ciencia ficción incluso imaginan que podrían llegar a ser controlables, de manera que las futuras glaciaciones no se extenderían tan al sur por Europa y América del Norte como ocurrió en el pasado.

Es curioso que en el Polo Sur, que era un continente, con el tiempo llegó a formarse una capa permanente de hielo, mientras que en el Polo Norte, que era mar, no se formó ninguna. Los glaciares que cubrían América del Norte se originaron en los casquetes helados del Canadá; los que inundaron Europa, en los países escandinavos; y los que atacaron a Rusia, junto al mar de Barents. En América del Norte, el hielo se desplazó principalmente hacia el sur, de modo que Alaska nunca se encontró cubierta por una gruesa capa de hielo, a diferencia de Wisconsin, Massachusetts y una docena de estados más. Alaska llegaría a ser conocida como una tierra fría y yerma, cubierta de hielo y de nieve; sin embargo, en toda su historia nunca llegó a tener tanto hielo como el que hubo en ciertas épocas en estados actualmente más habitables, como Connecticut, Massachusetts y Nueva York.

Ha habido muchas glaciaciones en el mundo, entre ellas dos que se prolongaron durante una impresionante cantidad de milenios y aplastaron a gran parte de Europa y América del Norte bajo un monstruoso espesor de hielo. En ese tiempo, los vientos aullaban a través de páramos sin fin, y la noche, gélida, parecía no acabar. Cuando salía el sol, su resplandor resultaba improductivo, pues brillaba sobre superficies congeladas y muertas. Desapareció cualquier forma visible de vida: las hierbas y los árboles, los gusanos y los insectos, los peces y el resto de animales. Durante aquellos vastos períodos de esterilidad helada imperaba la desolación y debía parecer imposible que algún día volvieran el calor y la vida.

Sin embargo, cada interminable glaciación venía seguida por un intervalo feliz, igualmente largo, durante el cual retrocedía misteriosamente el hielo, y la tierra quedaba libre de su prisión helada, estallaba de energía y volvía a ser capaz de recuperar la vida en todas sus manifestaciones. Otra vez florecía la hierba con la que se alimentaban los animales y éstos se apresuraban a regresar. Los árboles crecían y daban frutos. Los campos, fertilizados por minerales que no se habían aprovechado desde hacía tiempo, rendían cosechas abundantes, y los pájaros cantaban. Los Wisconsin y las Austria del futuro rebosaban de vida, mientras el sol traía de nuevo el calor y el bienestar. El mundo había regresado a una vida de abundancia.

Estas dos primeras grandes glaciaciones se iniciaron hace tanto tiempo (digamos unos 700 millones de años) que podríamos prescindir de ellas; ahora bien, hace aproximadamente dos millones de años, antes de comenzar el registro de la historia, se produjo otra serie de glaciaciones mucho más breves, cuyas fechas, duración y características se conocen con tanta precisión que han llegado a recibir nombres diferentes: de Nebraska, de Kansas, de Illinois, de Wisconsin (y en Europa: Guriz, Mindel, Riss, Würm); en total son seis, porque el último segmento de cada grupo se subdivide en tres partes. No volveremos a referirnos a ellas, por lo que podemos ignorar sus nombres, pero hay dos hechos significativos que no podemos pasar por alto: hace sólo 14 000 años que terminó la última de estas seis recientes glaciaciones; y hace solamente 7000, en lo que por entonces era América del Norte quedaban todavía restos de glaciares que situaban a sus habitantes en una glaciación. Basándose en el ritmo de ampliación y reducción que normalmente ha seguido el casquete polar, puede deducirse que dentro de 20 000 años habrá otra incursión de hielo en zonas de Estados Unidos situadas tan al sur como Nueva York, Iowa y los estados que hay entre ellos. Claro que, por entonces, si podemos fiarnos de la historia, Alaska estará libre de hielo y será un lugar relativamente atractivo, donde podrán refugiarse los habitantes de los estados del norte.

Alaska no llegó a quedar sumergida bajo esos intensos pesos de agua congelada, pero sufrió el ataque de glaciares aislados, algunos de tamaño considerable, formados en sus propias montañas. Durante una de las glaciaciones menores, en el norte, la cordillera Brooks quedó cubierta por un dedo helado, que talló y reajustó las montañas y excavó hermosos valles. Mucho después, en el sur, en la cordillera Alaska, se adentraron glaciares de cierto tamaño, y aún hoy existen enormes casquetes de hielo de donde surgen glaciares que penetran en las regiones situadas más al sur, donde los vientos del Pacífico traen continuamente precipitaciones que cubren los casquetes con nieve que se acumula hasta formar hielo, tal como ocurría al formarse los primeros casquetes de hielo de Alaska.

Pero la mayor parte del territorio se libró de los glaciares. No se formó ninguno al norte de la cordillera Brooks. No hubo ninguno en la vasta región intermedia situada entre las dos cadenas montañosas y, en algunas zonas aisladas de la región, hacia el sur, tampoco aparecieron los glaciares. El hielo no llegó a cubrir más que un treinta por ciento de la región.

Sin embargo, en Alaska las consecuencias de las glaciaciones posteriores fueron más dramáticas que en cualquier otro lugar de los Estados Unidos, y eso por un motivo que resulta evidente cuando uno cae en la cuenta. Si gran parte de América del Norte queda cubierta por una capa de hielo de grosor superior al kilómetro y medio, el agua congelada tiene que provenir de algún sitio, dado que no ha llegado misteriosamente del espacio exterior. El agua no puede llegar así como así a la superficie de la tierra, sino que debe provenir del agua ya existente, es decir, tiene que haber sido robada al océano. Esto es precisamente lo que ocurrió: los vientos secos que azotaban los océanos levantaban enormes cantidades de agua, que en las latitudes altas caían en forma de lluvia fría, y en forma de nieve cerca de los polos. Cuando este agua quedó comprimida en forma de hielo, se expandió y llegó a cubrir tierras que estaban secas, lo que hizo que la humedad aportada cayera cada vez más en forma de nieve. Por todo ello, los glaciares existentes crecían y se creaban otros nuevos.

En el período que nos ocupa, más reciente, este robo de agua se prolongó durante miles de años, hasta que las acumulaciones de nieve hubieron aumentado enormemente de tamaño y los océanos vieron reducido considerablemente su caudal. Hace apenas 20 000 años, en el peor momento, el nivel de todos los océanos del mundo llegó a ser casi cien metros inferior al actual. Las costas de los estados norteamericanos situados junto al océano Atlántico se extendían muchos más kilómetros hacia el este que ahora; el golfo de México estaba casi completamente seco y Florida no era una península ni Cape Cod un cabo. Las islas del Caribe formaban unas pocas islas grandes y la costa del Canadá no podía ni verse, pues estaba totalmente sofocada por el hielo.

A causa de este marcado descenso del nivel de los océanos, ciertos territorios que hasta entonces habían estado separados quedaron unidos por unos istmos de tierra que emergían al retirarse las aguas. De este modo, Australia quedó ligada a la Antártida; Ceilán, a la India; Chipre, al Asia occidental; e Inglaterra, a Europa. La unión más espectacular fue la de Alaska a Siberia, porque puso en contacto a dos continentes y permitió que de uno a otro pasaran animales y personas. Fue, además, el único nexo al que se dio un nombre propio; los científicos lo bautizaron como Beringia, la tierra desparecida del mar de Bering.

Los geógrafos designan este fenómeno de unión de territorios con la expresión «puente de tierra», que no es muy afortunada porque la imagen relacionada con la palabra «puente» induce a confusiones. La conexión entre Alaska y Siberia no era un puente en el sentido corriente, es decir, una estructura estrecha por la que se puede circular; era el fondo emergido del mar, una franja que medía apenas 90 kilómetros de este a oeste, y más de 750 kilómetros de sur a norte. En su parte más ancha cubría la misma distancia que media entre Atlanta y Nueva York o entre París y Copenhague. Su anchura era cuatro veces mayor que la de casi toda América Central, medida de océano a océano, y, si un hombre se situaba de pie en el centro, no pensaría que estaba en un puente, sino que creería encontrarse sobre una parte significativa de un continente. Invitaba a cruzarlo, sin embargo, y con este paso podemos iniciar la historia de la Alaska habitada. Comienza con los primeros inmigrantes.

Hace unos 385 000 mil años, cuando los océanos y los continentes ocupaban ya la posición que hoy conocemos, estaba abierto el puente de tierra desde Asia, y un animal enorme y pesado, bastante parecido a un elefante de gran tamaño pero con unos enormes colmillos salientes, empezó a avanzar lentamente hacia el este, seguido por cuatro hembras y sus crías. Aunque no era el primero de su raza en cruzar el puente, sí era uno de los más interesantes porque su experiencia vital simbolizaba la gran aventura que emprenderían los animales de ese período.

Era un mastodonte, y lo llamaremos así, pues era el progenitor de todas aquellas bestias grandes y nobles que se extendieron por Alaska. Un millón de años antes había surgido del mismo tronco que produjo el elefante, pero en África, en Europa y, más adelante, en Asia central, había desarrollado características que lo diferenciaban de este primo suyo. Tenía unos colmillos más gruesos y unas paletas delanteras más bajas, así como unas patas más fuertes y el cuerpo cubierto de un pelo más visible. Su comportamiento era muy similar, comía el mismo tipo de alimentos Y su longevidad era más o menos la misma.

Cuando cruzó el puente, que recorría unos ciento diez kilómetros entre Asia y Alaska, Mastodonte tenía cuarenta años y, si escapaba de los feroces felinos que codiciaban su carne, podía esperar vivir hasta cerca de los ochenta. Las cuatro hembras eran mucho más jóvenes y su esperanza de vida era un poco más larga, algo habitual en el reino animal.

Al llegar a Alaska, los nueve mastodontes se encontraron con cuatro tipos de terreno radicalmente distintos, algo diferentes de la tierra que habían abandonado en Asia. En la región más lejana, muy al norte, frente al océano Ártico, había una franja estrecha de desierto ártico; era una tierra estéril e inhóspita, de arenas movedizas, en la que casi no brotaba nada comestible. En invierno, durante las doce semanas en que no salía el sol, el suelo estaba cubierto de una nieve fina que solamente formaba pequeños montículos cuando los intensos vientos barrían el paisaje hasta llevarla junto a alguna colina o un peñasco donde la depositaban.

Como Mastodonte sabía por instinto que ninguno de su especie podría sobrevivir mucho tiempo en aquel desierto, rehuyó la región apartada del norte; de todos modos, le quedaban por explorar otras tres zonas, más valiosas. Al sur del desierto, confundiéndose gradualmente con él, se extendía otra franja relativamente estrecha; era la tundra, que se encontraba perpetuamente helada desde unos treinta a unos sesenta centímetros por debajo de la superficie, pero que allí donde el suelo estaba suficientemente seco como para permitir su crecimiento, era rica en vida vegetal. Abundaban los líquenes suculentos y los musgos, muy nutritivos; había incluso algunos arbustos, cuyas fuertes ramas tenían hojas que podían usarse como alimento. Como los veranos eran demasiado cortos, no había verdaderos árboles, porque no hubieran tenido tiempo de florecer o de desarrollar sus ramas; por lo tanto, aunque en verano, cuando el desarrollo de las plantas se veía estimulado por la casi continua luz del sol, la tundra ofrecía una alimentación adecuada para Mastodonte y su familia, éstos tenían que huir del lugar al acercarse el invierno.

Quedaban, pues, dos áreas suficientemente ricas entre los glaciares del norte y del sur: la primera era una región espléndida y hospitalaria. La gran estepa de Alaska, un territorio donde abundaba la hierba, muy alta por lo general, y que nunca dejaba de ofrecer algún alimento, incluso en los años poco productivos. En la estepa no solían crecer árboles grandes, pero arraigaban algunos grupos de arbustos bajos en algunos puntos aislados y protegidos del viento abrasador; había sobre todo sauces enanos, cuyas hojas encantaban a Mastodonte. Cuando estaba hambriento, le gustaba desgarrar con sus fuertes colmillos la corteza de estos árboles; a veces se pasaba horas entre un grupo de sauces, comiendo un pedazo de corteza e intentando que las ramas bajas le dieran un poco de sombra que lo protegiera del intenso calor estival.

La cuarta zona disponible era mayor que las tres anteriores, porque por entonces el clima de Alaska era bastante benigno y estimulaba el crecimiento de árboles en regiones que estuvieron antes desprovistas de ellos y que, cuando bajasen de nuevo las temperaturas, volverían a estarlo. En esa parte había álamos, abedules, pinos y alerces, y había también algunos animales, como la mofeta moteada, que compartían el bosque con Mastodonte, a quien le gustaban mucho los árboles, porque podía comer erguido, mordisqueando su abundante follaje. Después de comer, podía rascarse el lomo usando como postes los fuertes troncos de los pinos o de los alerces.

De este modo, tanto la abundancia de la región boscosa como la riqueza de la estepa, menos exuberante pero más segura, permitían que Mastodonte y su familia se alimentaran bien; como éstos habían llegado a Alaska en primavera, se encaminaron hacia una región parecida a la que conocían en Siberia: la tundra, donde les esperaba la hierba y los arbustos bajos. Sin embargo, el calor del sol, gracias al cual crecían las plantas, ocasionaba por otra parte un curioso problema, porque fundía los veinte o veinticinco centímetros superiores del subsuelo helado, con lo que se ablandaba la tierra y se convertía en una especie de cieno pegajoso. Evidentemente, la humedad se estancaba, porque la tierra más profunda estaba, y seguiría estándolo durante incontables años, sólidamente congelada. Al acercarse el verano, se deshelaban miles de pequeños lagos y había cada vez más lodo, de modo que algunas veces Mastodonte había llegado a hundirse hasta las rodillas.

Resbalaba y chapoteaba por la tundra húmeda, tratando de mantener a raya a la miríada de mosquitos que en esa época aparecían dispuestos a atacar a cualquier cosa que se moviera. A veces, cuando levantaba una de sus enormes patas para librarla del barro en el que se iba hundiendo poco a poco, el ruido que hacía al sacarla retumbaba hasta lo lejos.

Ese primer verano, Mastodonte y su grupo pastaron en la tundra casi todo el tiempo, hasta que el sol calentó menos, indicando la proximidad del invierno; entonces empezaron a alejarse hacia el sur, rumbo a la estepa, que les ofrecía sabrosa hierba asomando entre la nieve fina. Al principio del otoño, se encontraban en la línea divisoria entre la tundra y la estepa, y los sauces enanos parecían tentarles en el horizonte con un hogar seguro para el invierno; pero los mastodontes obedecían al impulso, mucho más imperioso, del sol que se debilitaba, y, por eso, cuando aparecieron las primeras nieves en la zona comprendida entre los grandes glaciares, Mastodonte y su familia habían pasado ya a la zona boscosa, que les aseguraba una amplia provisión de comida.

El primer semestre que pasó Mastodonte en Alaska resultó todo un éxito, aunque él no era consciente, por supuesto, de haber efectuado la transición entre Asia y América del Norte; solamente había seguido el rastro de mejores fuentes de alimentación. Ni siquiera había abandonado Asia, porque en aquellos años las sólidas placas de hielo que se extendían hacia el este convertían a Alaska en una parte del continente mayor.

A lo largo del primer invierno, Mastodonte descubrió que él y los otros mastodontes no estaban solos en aquel fértil entorno, pues en su partida del continente asiático les habían precedido una variadísima colección de animales; una mañana muy fría en que Mastodonte estaba solo, sobre la nieve, arrancando los brotes más accesibles de un sauce, oyó un crujido inquietante.

Por miedo de que saltara sobre él algún enemigo escondido en lo alto de los árboles, se apartó prudentemente, y muy a tiempo, porque justo cuando se alejaba del sauce observó como su enemigo más temible surgía de la protección de un bosquecillo cercano.

Era una especie de tigre, con unas garras poderosas y un par de amenazadores dientes superiores de casi noventa centímetros de longitud, increíblemente afilados. Mastodonte sabía que, aunque con aquellos terroríficos dientes el tigre sable no podía atravesarle el pellejo en los costados ni en la parte superior, donde era especialmente fuerte y le protegía, si llegaba a subírsele al lomo podría hincarlos en la piel más fina del cogote. Tenía que defenderse rápidamente de aquel enemigo hambriento, de modo que, con una agilidad sorprendente en un animal tan grande, giró sobre la pata delantera izquierda describiendo un semicírculo con su voluminoso cuerpo y así se enfrentó a la embestida del tigre sable.

Por supuesto, Mastodonte tenía unos largos colmillos, pero no estaban hechos para atacar a un enemigo y ensartarlo con ellos. Su cerebro diminuto empezó a enviar señales que le impulsaron a describir grandes círculos con los colmillos, y, cuando el felino saltó, esperando esquivarlos, el colmillo derecho de Mastodonte golpeó con gran fuerza las patas traseras del tigre sable. Aunque el golpe no logró lanzar por los aires ni inmovilizar al felino, consiguió desviar el ataque y le provocó una magulladura que, sin llegar a desarmarlo, puso rabioso al tigre.

El felino se tambaleó entre los árboles hasta recobrar el control y luego giró rápidamente para atacar desde atrás, esperando alcanzar con un salto gigantesco el lomo de Mastodonte y clavar desde allí los dientes en el cuello vulnerable. El felino era mucho más rápido que el mastodonte y, después de una serie de ataques que cansaron al enorme animal, que intentaba rebatirlos, el tigre saltó con un gran brinco y, aunque no alcanzó, como quería, la parte llana del lomo, logró colocarse entre el lomo y un flanco. Trató de subir hasta una posición más segura, pero, mientras tanto, Mastodonte, con evidente instinto de supervivencia, se frotó contra unas ramas bajas, de modo que, si el felino no hubiera tenido la prudencia de saltar, Mastodonte habría logrado aplastarlo.

Vencido por segunda vez, el gran felino, nueve veces mayor que el tigre actual, rugió ferozmente desde su posición entre los árboles y recuperó fuerzas para un ataque definitivo. Esta vez emprendió un salto aún más poderoso contra Mastodonte, desde un lado, pero el enorme animal, que le estaba esperando, volvió a girar sobre la pata delantera izquierda, describió con los colmillos un arco que alcanzó en el aire al tigre sable y lo envió rodando por el suelo, con una pata dolorosamente herida.

El tigre sable tuvo suficiente por aquel día. Se alejó cabizbajo, entre gruñidos y protestas; había aprendido que para darse un atracón de carne de mastodonte tendría que cazar en pareja y hasta en grupos de tres o cuatro tigres, pues los mastodontes eran bastante astutos para defenderse solos.

En aquella época, en Alaska abundaban los leones, que, comparados con lo que llegarían a ser después, eran mucho más grandes y peludos. No tenían unas hermosas melenas ni unos rabos ondulantes, y los machos carecían del aire regio que los caracterizaría en el futuro; eran como los hizo la naturaleza, unos grandes felinos admirablemente preparados para la caza. Como habían aprendido la misma lección que el tigre sable, nunca atacaban solos a un mastodonte; pero una manada de seis o siete leones hambrientos podía acosarle hasta la muerte, y, por eso, Mastodonte nunca se aventuraba en zonas donde pudiera esconderse un grupo de leones. Evitaba las colinas rocosas cubiertas de árboles, así como los valles profundos, desde cuyas laderas un grupo de leones podía bajar y atacarle; a veces, mientras iba andando ruidosamente, doblando cuando quería los dispersos árboles tiernos, veía en la distancia alguna familia de leones que comía los restos de un animal derribado y cambiaba de rumbo para no llamar su atención.

En ocasiones Mastodonte se encontraba con un animal acuático, el gran castor, que le había seguido desde Asia. Los castores, que alcanzaban un tamaño gigantesco y tenían dientes que les permitían derribar un árbol grande, trabajaban todo el tiempo construyendo unos diques que Mastodonte solía ver desde lejos; pero después del trabajo, a las grandes bestias, cuyo pelaje denso brillaba bajo la fría luz del sol, les gustaba jugar rudamente, con una agilidad que contrastaba con los movimientos pesados de Mastodonte, admirado con las cabriolas de los castores. No mantenía un contacto estrecho con los castores subacuáticos, pero los observaba con perplejidad cuando retozaban después de trabajar.

Mastodonte se relacionaba principalmente con los numerosos bisontes de la estepa, los enormes antecesores del búfalo. Estas bestias lanudas, de cabeza gacha y cuernos poderosos, paralelos al suelo, pastaban en zonas donde a él también le gustaba vagar y, algunas veces, se reunían tantos bisontes en una misma pradera que el suelo parecía completamente cubierto. A menudo, un tigre sable acechaba a los que quedaban rezagados, cuando todos pastaban, dirigiendo sus cabezas en la misma dirección. Entonces, ante alguna señal que Mastodonte no podía detectar, los centenares de bisontes gigantescos echaban a correr para huir de los fatales colmillos del felino y atronaban la estepa con su paso.

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