Alaska

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II. LA FORTALEZA DE HIELO

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De vez en cuando se cruzaba con los camellos. Eran unas bestias altas y desgarbadas que se comían la parte superior de los árboles y parecían fuera de lugar en todas partes; se movían con lentitud y pateaban ferozmente a sus enemigos, pero en cuanto un tigre sable lograba aferrárseles al lomo, se rendían de inmediato. En algunas raras ocasiones, Mastodonte pastaba en la misma zona, al lado de un par de camellos; entonces, esos dos animales tan diferentes entre sí se ignoraban mutuamente, y podían pasar meses enteros hasta que Mastodonte viera a otro camello. Eran unas bestias misteriosas y prefería dejarlas en paz.

Mastodonte vivía su existencia sin sobresaltos, plácida y tranquilamente. Poco tenía que temer si lograba defenderse de los tigres sable, evitaba quedar atrapado en un pantano y escapaba de los grandes incendios provocados por los relámpagos. Había comida en abundancia. Era joven aún y podía atraer y retener a las hembras. Los veranos no eran demasiado húmedos y calurosos, y los inviernos no eran tan fríos y secos. Tenía una vida agradable que recorría a grandes pasos, digna y noblemente. A veces, otros animales, como los lobos o los tigres sable, intentaban matarle para comérselo, pero a él sólo le apetecían los pastos y las hojas tiernas, de los que consumía casi trescientos kilos cada día. Era el más simpático de todos los animales que habitaban Alaska en esos primeros tiempos.

El movimiento de los animales a través de Alaska estaba limitado por una curiosa característica física: el puente de tierra de Beringia sólo existía cuando los casquetes de hielo polares eran lo suficientemente extensos para retener grandes cantidades del agua de los océanos. Para que hubiera un puente, las capas de hielo tenían que ser inmensas.

Cuando esto ocurría, el hielo cubría la parte occidental de Canadá y, aunque no llegaba a formar una masa ininterrumpida hasta Alaska, algunos glaciares actuaban como avanzadilla hasta que, con el tiempo, esos dedos helados alcanzaban la costa del Pacífico y formaban una serie de barreras de hielo que ni hombres ni animales podían franquear. Se podía entrar fácilmente en Alaska desde Asia, pero era imposible adentrarse en el interior de América del Norte. Alaska se convertía, funcionalmente, en una parte de Asia, una situación que se mantendría durante largos períodos de tiempo.

Parece que en ninguna época los animales y los hombres pudieron cruzar el puente y continuar el viaje hasta el interior de América del Norte; no obstante, sabemos que finalmente lograron adentrarse, porque los mastodontes, los bisontes y las ovejas, al igual que los hombres, llegaron al continente estadounidense desde Asia, y cabe deducir que el desplazamiento hacia el interior se produjo después de un largo período de espera en la fortaleza de hielo de Alaska.

Varios datos lo confirman. Algunos animales permanecieron en Alaska mientras sus hermanos y hermanas, durante algún intervalo en que las barreras estuvieron abiertas, se desplazaron hasta el resto de América del Norte. Sin embargo, al cerrarse las barreras, los dos linajes quedaron separados durante milenios de aislamiento y se diferenciaron hasta tal extremo que cada uno desarrolló características propias.

Evidentemente, el trasiego de animales por el puente no se producía en una sola dirección; si bien las bestias más espectaculares (los mastodontes, los tigres sable y los rinocerontes) llegaron desde Asia y enriquecieron así el nuevo mundo, otros animales, como el camello, se originaron en América y ofrecieron sus grandes posibilidades a Asia. El intercambio entre continentes de consecuencias más importantes se dio en dirección oeste, entrando en Asia a través del puente.

Una mañana, en el centro de Alaska, mientras Mastodonte rumiaba entre los álamos situados junto a una ciénaga, observó como se aproximaba desde el sur una hilera de animales mucho más pequeños que los que había visto hasta entonces. Caminaban a cuatro patas, como él, pero no tenían colmillos, ni un pelaje denso, ni la cabeza grande ni las patas fuertes. Eran unas bestias airosas, de movimientos rápidos y mirada viva, a las que observó con el interés de un animal indiferente, inspeccionándolas mientras se acercaban. Permitió que se detuvieran a poca distancia, le mirasen y continuaran la marcha, porque ni uno solo de sus gestos ni de sus movimientos le llevó a sospechar que fueran peligrosos.

Eran caballos, el hermoso regalo que hacía el nuevo al viejo mundo, Y se desplazaban, nómadas, en dirección a Asia, el lugar desde el cual miles de años después sus descendientes se extenderían milagrosamente hacia todos los rincones de Europa. ¡Qué hermosos se veían aquella mañana, cuando pasaron junto a Mastodonte dirigiéndose al corazón de Alaska, donde encontrarían sitio para detenerse en su largo peregrinaje!

En ningún otro lugar pueden observarse tan claramente las sutiles relaciones de la naturaleza. Hielos altos y océanos bajos. Puente abierto, pasaje cerrado. Los mastodontes que avanzan pesadamente hacia América del Norte, los delicados caballos que se trasladan a Asia. El mastodonte, que se dirige torpemente hacia su extinción ineludible. El caballo, que galopa hacia una larga vida en Francia y en Arabia. Alaska, rodeada por el hielo, era una estación de paso para todos los viajeros, cualquiera que fuese su rumbo. Podían descansar en sus anchos valles sin hielo, cuyo saludable clima les hacía realmente acogedores. Ciertamente, Alaska era una fortaleza de hielo, pero entre sus muros congelados, la vida, aunque fuese dura, podía ser también agradable.

Es triste darse cuenta de que esos animales majestuosos que iban llegando a Alaska durante los intervalos de clima templado de la última glaciación, se extinguieron en su mayoría, casi siempre antes de la llegada del hombre. Los grandes mastodontes desaparecieron; los feroces tigres sable se fundieron con la neblina de los pantanos junto a los que cazaban. Los rinocerontes prosperaron durante un tiempo, para sumirse lentamente en el olvido. Los leones no encontraron un nicho estable en América del Norte y ni siquiera el camello pudo progresar en su tierra de origen. América del Norte hubiera sido mucho más hermosa si esas grandes bestias se hubieran quedado para animar su paisaje, pero el destino no lo quiso así. Descansaron en Alaska durante un tiempo y después, sin saberlo, anduvieron hacia su condenación.

Algunos de los animales inmigrantes lograron adaptarse y, desde entonces, su continua presencia ha hecho de nuestra tierra un lugar habitable; fueron el castor, el caribú, el majestuoso alce americano, el bisonte y la oveja. Hubo también un animal espléndido que cruzó el puente desde Asia y sobrevivió el tiempo suficiente para coexistir con el hombre. Podía haber escapado a la extinción; su batalla contra ella constituye una epopeya del reino animal.

El mamut lanudo vino de Asia mucho más tarde que el mastodonte y algo después que los animales que acabamos de nombrar. Llegó en un momento de brusca transición climática, cuando terminaba un intervalo relativamente benigno y se iniciaba otro más extremo, pero se adaptó al nuevo ambiente con gran facilidad, de modo que prosperó y se multiplicó, hasta convertirse en un ejemplo de inmigración con éxito y en el animal más característico de la antigua Alaska.

Sus antepasados más remotos provenían del África tropical; eran unos elefantes de tamaño enorme, con largos colmillos y unas orejas grandes que agitaban constantemente, abanicándose con ellas para mantener baja la temperatura del cuerpo. En África se alimentaban de los árboles de poca altura y arrancaban la hierba con sus trompas prensiles. Eran unos animales magníficos, admirablemente preparados para vivir en un ambiente tropical.

Al desplazarse lentamente hacia el norte, esos elefantes fueron convirtiéndose en unos animales adaptados casi a la perfección a la vida en el ártico. Por ejemplo, sus grandes orejas se redujeron casi a la duodécima parte de lo que habían sido en los trópicos, porque ahora los animales no necesitaban «abanicarse» para soportar un calor intenso y, en cambio, requerían quedar expuestos lo menos posible a los vientos árticos, que les enfriaban.

También se desprendieron de la piel suave que les permitía mantenerse frescos en África y desarrollaron una gruesa cobertura de pelo, cuyas hebras alcanzaban un metro de longitud; después de pasar varios miles de años en climas más fríos, se volvieron tan peludos que parecían cochambrosas mantas ambulantes.

En la época que nos ocupa, la incursión del hielo se encontraba en su punto álgido, de modo que los cambios experimentados eran insuficientes para protegerlos de las gélidas ráfagas invernales de Alaska; por ello, los mamuts desarrollaron, además de ese pelaje denso y protector, una capa interna e invisible de lana espesa, que aumentaba la protección del pelo de un modo muy efectivo y les permitía soportar temperaturas extremadamente bajas.

Los mamuts sufrieron también cambios internos. El estómago se adaptó a la diferente alimentación de Beringia, la hierba dura y baja, mucho más nutritiva que las enormes hojas de los árboles africanos. Desarrollaron huesos más pequeños, de modo que el cuerpo de un mamut común, mucho más reducido que el de un elefante, quedaba menos expuesto al frío. Los cuartos delanteros se volvieron más pesados y más altos que los traseros, con lo que su perfil se parecía menos al de un elefante que al de una hiena: era alto por delante y más bajo por detrás.

En cierto modo, el cambio más espectacular, aunque no el más funcional, fue el que sufrieron los colmillos. En África los colmillos salían de la mandíbula superior y seguían una dirección más o menos paralela, se curvaban hacia abajo y remontaban otra vez hacia adelante. Constituían unas armas formidables que los machos usaban en los combates que entablaban por el derecho a mantener en su grupo a las hembras. Resultaban también útiles para bajar las ramas que les servían de alimento.

En las tierras árticas, los colmillos de los mamuts cambiaron espectacularmente. Se volvieron mucho más grandes que los de los elefantes africanos, hasta medir más de tres metros y medio en algunos casos. Pero se distinguían especialmente porque, aunque comenzaban como los de un elefante, en línea recta, hacia adelante y hacia abajo, súbitamente se desviaban hacia afuera, se separaban del cuerpo y describían una elegante curva hacia el suelo. De haber mantenido esa dirección habrían sido unas armas poderosas, ofensivas o defensivas; empero, justo en el punto en que parecían seguir ese camino, describían un giro arbitrario hacia atrás, en dirección al eje central, hasta que se volvían a encontrar las puntas, que algunas veces llegaban a cruzarse por delante de la cara del mamut.

Al adoptar esta forma extraña, los colmillos dejaron de tener funcionalidad alguna; de hecho, en verano dificultaban la alimentación, pero en invierno tenían cierta utilidad, porque los mamuts podían usarlos para esparcir la nieve que cubría los musgos y los líquenes, que así podían comer otros animales, como los bisontes, alcanzaban el mismo resultado hundiendo la cabezota en la nieve y moviéndola de un lado a otro.

De este modo, cuando los mastodontes, mucho más grandes, ya habían desaparecido, los mamuts, protegidos contra el intenso frío invernal y adaptados a la abundante alimentación del verano, proliferaron y se impusieron en el paisaje. Los mastodontes, al igual que los demás animales de aquel antiguo período, habían sufrido el ataque feroz de los tigres sable, pero, tras la extinción gradual de ese depredador, los únicos enemigos que les quedaban a los mamuts eran los leones y los lobos que trataban de robarles las crías. Por supuesto, las manadas de lobos podían acosar hasta la muerte a un mamut viejo y débil; eso no tenía importancia, ya que si la muerte no llegaba de esa forma llegaría de cualquier otra.

Los mamuts vivían unos cincuenta o sesenta años, aunque ocasionalmente un ejemplar fuerte podía superar los setenta, y es precisamente el modo en que el animal moría lo que ha contribuido en gran medida a que se llegue a conocer en la actualidad la fama de la especie. En muchas ocasiones (tan numerosas que podría hacerse un estudio estadístico) tanto en Siberia, en Alaska como en Canadá, un Mamut, de cualquier sexo y edad, pereció al caer en un foso de barro, le alcanzó una inundación repentina, cargada de grava, o bien murió a la orilla de algún río, donde cayó el cadáver.

Si estas muertes accidentales se producían en primavera o en verano, los cuervos y otros animales de presa eliminaban el cadáver rápidamente, dejando solamente huesos raídos y algún mechón de pelo que no tardaba en desaparecer. Se han encontrado en algunos lugares estas acumulaciones de huesos y colmillos, muy útiles para reconstruir nuestros conocimientos actuales sobre los mamuts.

Pero si la muerte accidental ocurría a finales de otoño o a principios de invierno, podía ocurrir que el cuerpo quedara cubierto rápidamente por una capa gruesa de lodo pegajoso, que en pleno invierno se helaba. De este modo, el cadáver quedaba totalmente congelado, lo que imposibilitaba su descomposición y lo conservaba. Podemos suponer que, con frecuencia, en primavera y verano se produciría un deshielo, de modo que desaparecerían los cristales de hielo del lodo protector y el cuerpo acabaría descomponiéndose. Entonces el cadáver se desintegraría en la forma habitual, aunque debido a la congelación el proceso se hubiese postergado una estación.

Sin embargo, en algunas raras ocasiones, que a lo largo de 100 000 años Pueden haber sido bastante numerosas, por algún motivo la congelación inmediata inicial se mantuvo de forma permanente, de modo que el cadáver se conservó intacto durante 1000, 30 000 o 50 000 años. Mucho después, cuando los humanos ocuparan los valles centrales de Alaska, algún día un hombre curioso vería un objeto, que no sería hueso ni madera conservada, sobresaliendo de una ribera en deshielo, y, al excavar en la orilla, se encontraría frente a los restos completos de un mamut lanudo, muerto hacía miles de años en aquel mismo lugar.

Cuando limpiase con cuidado los restos de lodo viscoso aparecería un objeto muy interesante, algo único en el mundo: un mamut completo, con todo su largo pelaje, con los grandes colmillos de puntas cruzadas retorcidos hacia adelante, con el contenido del estómago tal como quedó después de la última comida y con la enorme dentadura en unas condiciones tan perfectas que se podría calcular, con una aproximación de cinco o seis años, su edad en el momento de morir. Por supuesto, no se trataría de un animal erguido, regordete y limpio, dispuesto en un estuche azul de hielo, sino que estaría aplastado, embadurnado de cieno, asquerosamente sucio y con las articulaciones ya medio desarmadas; pero sería un mamut completo, que ofrecería un gran volumen de información a sus descubridores.

Lo que sigue es importante. Los grandes dinosaurios, que precedieron en millones de años a los mamuts, nos son conocidos porque durante milenios sus huesos fueron penetrados por depósitos minerales que han preservado su estructura íntima. No disponemos de auténticos huesos sino de huesos petrificados, en los cuales, como en la madera petrificada, no queda ni un átomo de la materia original. Antes de un hallazgo efectuado recientemente en el norte de Alaska, ningún ser humano había visto los huesos de un dinosaurio, aunque en los museos cualquiera podía observar sus esqueletos petrificados, preservados mágicamente, como fotografías de piedra de huesos desaparecidos mucho tiempo antes.

Sin embargo, los mamuts conservados por congelación en Siberia y Alaska nos ofrecen los huesos auténticos, el pelo, el corazón, el estómago y un tesoro valiosísimo de conocimientos. Parece ser que el primero de estos gélidos hallazgos se produjo casualmente en Siberia, en algún momento del siglo XVII, y a éste le siguieron otros, a intervalos regulares. No hace mucho que en Alaska, cerca de Fairbanks, se descubrió un mamut casi completo, y es de suponer que antes del fin del siglo se hallarán otros.

¿Por qué cuando se encuentra un animal completo siempre es un mamut? Ocasionalmente se descubren otros animales, no muchos, y rara vez están en tan buen estado como los mamuts mejor conservados. Una de las razones es la gran expansión que alcanzó la especie. Otra, que los mamuts vivían precisamente en las zonas en las que era posible la conservación en lodo congelado. Además, sus huesos y colmillos tenían un tamaño considerable; en la misma época y en las mismas zonas murieron seguramente muchos pájaros, pero como sus huesos no pesaban, en su caso se perdieron los esqueletos, junto con la piel y las plumas. La razón más importante, sin embargo, es que esos mamuts en particular murieron durante una época de glaciación, cuando no solamente era posible, sino muy probable, que se produjera una congelación instantánea.

De cualquier modo, los mamuts lanudos cumplieron una función singular, de un valor inestimable para los seres humanos: gracias a que después de morir quedaban rápidamente congelados, continuaron viviendo para mostrarnos cómo era la vida en Alaska cuando la fortaleza de hielo la convertía en un refugio para los grandes animales.

Hace 29 000 años, un día de finales de invierno, Matriarca, una abuela mamut de cuarenta y cuatro años que ya comenzaba a acusar su edad, condujo al reducido rebaño de seis ejemplares que tenía a su cargo por las suaves laderas de una pradera, hasta la orilla de un gran río que más adelante se llamó Yukón. Alzó la trompa para olfatear el aire tibio, hizo señas a los otros de que la siguieran, se adentró en un bosquecillo de sauces enanos que bordeaba el río y, cuando los demás llegaron a su lado, les indicó que podían empezar a comer los brotes de las ramas de los sauces. Como estaban contentos de dejar atrás las escasas raciones con que se habían visto obligados a subsistir durante el último invierno, hicieron lo que les indicaba, con mucho ruido y movimiento, y, mientras comían hasta hartarse, Matriarca emitía gruñidos de ánimo.

En el rebaño tenía dos hijas, cada una de ellas con dos crías: hembra y macho la mayor, macho y hembra la más joven. Matriarca aplicaba sobre los seis una disciplina severa, porque los mamuts habían aprendido que la supervivencia de la especie dependía muy poco de los grandes machos, con sus colmillos tremendos y aparatosos; los machos aparecían solamente a mediados del verano, durante el período de apareamiento, no se les veía el pelo durante el resto del año, y no se hacían responsables de la crianza y la educación de los jóvenes.

Matriarca, que obedecía a los instintos propios de su especie y a los impulsos específicos de su condición femenina, dedicaba toda su vida al rebaño, especialmente a las crías. En esa época pesaba unos 1500 kilos; para sobrevivir necesitaba cada día unos setenta kilos de hierba, líquenes, musgo y ramillas; y, si no podía conseguir esa cantidad de provisiones, sentía unas intensas punzadas de hambre, porque lo que comía tenía muy poco valor nutritivo y su organismo lo asimilaba en menos de doce horas, ya que, a diferencia de otros animales, no engullía y después rumiaba, masticando el bolo alimenticio hasta extraer los últimos restos de su valor nutritivo. Lo que ella hacía era atracarse con grandes cantidades de alimentos de poca calidad y eliminar los restos rápidamente. Su actividad más importante era comer.

No obstante, si mientras pastaba sospechaba levemente que sus cuatro nietos no estaban recibiendo su parte, se quedaba sin alimento para que ellos comiesen primero. Haría lo mismo por cualquier mamut joven, aunque no fuera de su familia, si su propia madre y su abuela pastaban en otra zona y lo habían dejado a su cargo. Aunque el estómago vacío se le contrajera de dolor y le advirtiese: «¡Come o perecerás!», atendía primero a su descendencia, y solamente cuando ellos habían recibido suficiente pasto y ramillas, mascaba ella los brotes de los abedules y recogía hierbas con su elegante trompa.

Esta característica, que la diferenciaba de otras abuelas mamuts, respondía al amor apasionado que sentía por sus hijos. Años atrás, antes de que la hija menor tuviera a su primera cría, se unió, durante la época de celo, al rebaño un viejo macho orgulloso que, por algún motivo inexplicable, se quedó con ellos después del apareamiento, en lugar de volver con los otros machos, que pastaban por su cuenta hasta la próxima temporada de celo.

Matriarca no había puesto objeciones cuando el viejo macho apareció por primera vez en escena, atraído por sus hijas, que por entonces eran tres.

Sin embargo, cuando vio que permanecía con ellas después del cortejo, se inquietó y, de diversas maneras (por ejemplo, empujándolo fuera de donde había mejor pasto), le indicó que tenía que alejarse de las hembras y de sus crías. Como él se negó a obedecer, Matriarca se enfureció, pero el macho pesaba casi el doble que ella, tenía unos colmillos enormes, era muy alto y la dominaba por completo en tamaño y agresividad, por lo que no pudo hacer otra cosa que demostrar sus sentimientos. Tuvo que conformarse con emitir ruidos y agitar nerviosamente la trompa, expresando así su disgusto.

Un día, mientras observaba al viejo macho, vio como empujaba con rudeza a una joven madre que estaba instruyendo a su hija de un año; podría haberlo aceptado, porque tradicionalmente los machos se reservaban los mejores sitios para alimentarse, pero en esa ocasión Matriarca no pudo tolerarlo porque le pareció que también había maltratado a la pequeña. Se arrojó contra el intruso emitiendo un alarido agudo y penetrante, sin tener en cuenta que él era de mayor tamaño y tenía una gran capacidad para el combate (pues no hubiera podido montar a las hijas de Matriarca si no hubiera logrado alejar a otros machos menos capaces e igualmente deseosos), pero estaba tan decidida a proteger a su descendencia que consiguió que su adversario, mucho mayor que ella, retrocediera unos pasos.

Él, que era más fuerte y disponía de unos grandes colmillos cruzados, impuso rápidamente su autoridad y contraatacó con dureza; la golpeó con tanta fuerza que le rompió el colmillo derecho más o menos por la mitad. Con sólo colmillo y medio, Matriarca se convirtió en una mamut envejecida para el resto de su vida. Desequilibrada y con un aspecto más torpe que el de sus hermanas, cruzaba la estepa con el colmillo quebrado y, para compensar la diferencia de peso, inclinaba su cabeza enorme hacia la derecha, como si mirara de soslayo con sus ojuelos bizcos algo que los demás no podían ver.

Nunca había sido un animal hermoso, ni siquiera gracioso. No tenía la figura admirable de sus antepasados los elefantes, y formaba una especie de triángulo ambulante con el vértice situado en su alta cabeza, la base a lo largo de la línea en que sus patas tocaban el suelo, una vertical que bajaba por la cara y la trompa y una pendiente muy característica, que descendía larga y fea por entre los cuartos delanteros y el trasero achaparrado. Para acabar de darle un aspecto casi informe, tenía todo el cuerpo cubierto de un pelo largo y enmarañado. Además de un triángulo andante, era un felpudo ambulante y, como se había roto su colmillo derecho, había perdido incluso la dignidad que podían prestarle sus colmillos grandes y gráciles.

Ciertamente, no tenía gracia, pero tenía la nobleza derivada de su amor apasionado por cualquier mamut joven que cayera bajo su protección, pues ese animal inmenso y torpe hacía honor al concepto de la maternidad animal.

En aquellos años en que la glaciación se encontraba en su apogeo, el territorio que Matriarca tenía a su disposición para alimentar a su familia era algo más hospitalario que el que habían conocido los mastodontes. Seguía formado por cuatro zonas: el desierto ártico del norte, la tundra perpetuamente helada, una estepa rica en pastos y una franja con bastantes árboles como para denominarla tierra boscosa e incluso selva. La estepa, sin embargo, había aumentado tanto de tamaño que los mamuts que vagaban por ella encontraban suficiente comida con la combinación de las hierbas comestibles y los nutritivos sauces enanos.

De hecho, aquella zona más amplia resultaba especialmente hospitalaria para aquellas bestias enormes y pesadas, hasta el punto de que los científicos, cuando posteriormente trataron de reconstruir cómo se vivía en Alaska hace 28 000 años, le dieron el descriptivo nombre de «Estepa del Mamut»; no podían haber encontrado una denominación mejor, porque aquella zona atrapada en el interior de la fortaleza de hielo era precisamente eso, la gran estepa nutricia gracias a la cual los mamuts de lomo inclinado podían existir en gran número. Durante esos siglos fueron siempre ellos, junto con los caribús y los antílopes, los principales ocupantes de la estepa que recibe su nombre.

Matriarca se movía por la estepa como si ésta hubiera sido creada para su uso exclusivo. Era suya, aunque reconocía que, durante algunas semanas de cada verano, necesitaba la asistencia de los grandes machos que, por lo demás, se limitaban a pastar en sus propias zonas. También sabía que dependía de ella la supervivencia de los mamuts tras el nacimiento de las crías, por lo que le correspondía elegir los lugares donde se alimentarían y, cuando la familia tenía que abandonar un territorio a punto de agotarse, en busca de otros más ricos en comida, era ella quien daba la señal.

Un rebaño pequeño de mamuts como el que ella encabezaba podía recorrer más de seiscientos kilómetros en el curso de un año, de modo que llegó a conocer grandes extensiones de la estepa; durante los peregrinajes que ella dirigía observó dos fenómenos misteriosos, que no resolvió aunque acabó por acostumbrarse a ellos. La estepa, en sus zonas más ricas, disponía de una variedad de árboles comestibles cuyos antecesores seguramente habían conocido los desaparecidos mastodontes: alerces, sauces enanos, abedules y alisos; sin embargo, en los últimos tiempos, en ciertos lugares en los que había agua y se hallaban protegidos de los vendavales, había comenzado a aparecer un árbol de una especie nueva, muy vistoso aunque venenoso.

No perdía nunca las hojas, largas y en forma de aguja, por lo que resultaba especialmente tentador, pero los mamuts lo evitaban incluso durante la época de escasez de comida, en invierno, porque si engullían sus atractivas agujas enfermaban e incluso podían llegar a morir.

Era una pícea, el mayor de los árboles, y su aroma característico atraía y repelía simultáneamente a los mamuts. Matriarca estaba desconcertada: ella no se atrevía a comer las agujas, pero había observado que sus compañeros de bosque, los puercoespines, devoraban gustosamente las hojas ponzoñosas y se preguntaba a menudo por qué. No había observado que, antes de comerse las agujas, los puercoespines trepaban a buena altura por el árbol.

La pícea, que se protegía con tanta astucia como los animales que la rodeaban, había ideado una sagaz estratagema defensiva. En sus cargadas ramas inferiores, que un mamut hambriento podría arrasar en una sola mañana, concentraba un aceite volátil que daba muy mal sabor a las hojas. Pero las ramas superiores, que los mamuts no podían alcanzar ni siquiera con sus largas trompas, seguían siendo comestibles.

La pícea ofrecía un segundo acertijo en los escasos sitios donde crecía. Durante aquellos largos veranos en que el aire se enrarecía y las hierbas y los arbustos se resecaban, en el cielo aparecía de vez en cuando un destello seguido por un gran estruendo, como si un millar de árboles hubiera caído en el mismo instante. Muchas veces comenzaba de pronto, misteriosamente y sin motivo, un incendio en los pastos. O bien alguna pícea muy alta se quebraba, como desgarrada por un colmillo gigantesco, entre la corteza surgía una voluta de humo, luego se formaba una llamita y al cabo de poco ardía todo el bosque y se incendiaba la estepa cubierta de hierba.

Matriarca había sobrevivido a seis incendios similares, y los mamuts habían aprendido que en esos momentos tenían que dirigirse al río más cercano y hundirse en él hasta los ojos, respirando con la trompa por encima del agua. Por este motivo, los animales que encabezaban un rebaño, como Matriarca, trataban siempre de saber dónde se hallaba el agua más cercana y, como sabían por experiencia que si el fuego llegaba a rodearlos no tenían escapatoria, se retiraban a aquel refugio en cuanto estallaba un incendio en la estepa. A lo largo de los siglos, había habido algunos machos que se habían abierto paso audazmente a través del aro fatal: su experiencia había enseñado a los mamuts la estrategia para sobrevivir.

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