Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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Hacia el año 29 000 AEA (es decir, Antes de la Era Actual, tomando como referencia el año en que se estableció como un sistema fiable para fechar acontecimientos prehistóricos el método del carbono, el año 1950 de la era cristiana), la proyección oriental de Asia que más adelante sería conocida con el nombre de Siberia pasaba por un período de hambruna extrema, que era especialmente feroz en una choza de barro orientada a la salida del sol. Allí, en una estancia grande excavada a poco más de un metro por debajo del nivel de la tierra que la rodeaba, vivía una familia de cinco miembros, que solamente disponía de una pequeña provisión de comida para enfrentarse al invierno próximo y tenía pocas esperanzas de conseguir más.

La casa no ofrecía ninguna comodidad, pues apenas los protegía de los fuertes vientos del invierno, que soplaban continuamente a través de la mitad superior de la construcción, elevada sobre el nivel del suelo y formada por ramas entretejidas flojamente y recubiertas de barro. Aunque era poco más que una cabaña rupestre, la choza proporcionaba algo esencial: en el centro del suelo había un hogar, donde ardían algunos leños todavía húmedos, los cuales despedían un humo que aromatizaba la comida, pero también causaba una irritación permanente en los ojos.

El jefe de las cinco personas que al término de aquel otoño se apiñaban en la miserable vivienda era Varnak, un hombre valiente y uno de los mejores cazadores de la aldea de Nurik; su esposa se llamaba Tevuk, tenía veinticuatro años, y era la madre de dos hijos varones que pronto podrían ir con su padre a cazar los animales con cuya carne se alimentaba la familia. Aquel año, sin embargo, escaseaban los animales hasta el punto de que en algunas chozas los jóvenes comenzaban a murmurar:

—Quizá quedará comida solamente para los jóvenes y entonces será el momento de que se marchen los ancianos.

Varnak y Tevuk no querían escuchar aquellas insinuaciones, aunque ellos tenían que cuidar a una mujer muy vieja, a quien querían mucho, por lo que estaban dispuestos a pasar hambre antes de dejarla a ella sin nada. Se apodaba la Anciana y era la madre de Varnak, el cual había decidido ayudarla a vivir su existencia hasta el final, pues ella era la persona más sabia de la aldea y la única que podía hablarles a los jóvenes sobre su estirpe heroica.

—Hay quien dice: «Que se mueran los viejos» —le susurró una noche a su mujer—, pero yo no pienso hacer caso.

—Yo tampoco —replicó Tevuk.

Ella no tenía madre ni tías, y sabía que su esposo estaba hablando de su propia madre, pero pensaba defender a aquella vieja decidida mientras siguiera con vida. Sería difícil, porque la Anciana no era fácil de dominar y tendría que ser Tevuk quien se ocupara casi exclusivamente de atenderla, pero había un vínculo indisoluble entre las dos mujeres.

Cuando Varnak era un joven casadero, se había fijado en una joven de raro atractivo, a la que cortejaban varios hombres. Pero su madre, cuyo marido había muerto tempranamente en un accidente de caza mientras perseguía un mamut lanudo, vio claramente que, si se ataba a aquella mujer, su hijo se vería perjudicado, de modo que intentó convencerle de que su vida sería mucho mejor si se unía a Tevuk, una mujer algo mayor, muy sensata y trabajadora.

Varnak, cautivado por la más joven, se resistía a los consejos de su madre; cuando iba a unirse a la más seductora, la Anciana bloqueó la entrada de la cabaña y no dejó salir a su hijo en tres días, hasta asegurarse de que otro hombre había capturado a la hechicera.

—Esa mujer trama hechizos, Varnak. La he visto recoger musgo y buscar cornamentas para pulverizarlas. Te estoy protegiendo de ella.

La pérdida de aquella mujer maravillosa le dejó a él desconsolado, y no pudo volver a escuchar a su madre hasta al cabo de un tiempo; sin embargo, cuando se le pasó la rabia, consiguió mirar a Tevuk con ojos más serenos y se dio cuenta de que su madre tenía razón. Cuando fuese una vieja de cuarenta años, Tevuk sería tan útil como en su juventud.

—Es de las que se hacen más fuertes con el correr de las estaciones, Varnak. Como yo —dijo la Anciana.

Y Varnak comprobó que era cierto. En aquella época difícil, sin apenas comida en la choza, Varnak estaba doblemente agradecido por contar con sus dos buenas mujeres: su esposa exploraba el territorio y recogía hasta la mínima migaja con que alimentar a sus dos hijos; su madre, mientras tanto, reunía a sus nietos y a los otros niños de la aldea, y los distraía del hambre narrándoles las tradiciones heroicas de la tribu.

—Hace mucho tiempo, nuestro pueblo vivía en el sur, donde había muchos árboles y animales de todo tipo para comer. ¿Sabéis qué significa sur?

—No.

—Mi abuela me decía que allí hace calor. Y el invierno no es perpetuo —les contaba la Anciana, en la fría oscuridad de finales del invierno.

—¿Y por qué vinieron a esta tierra?

Aquel problema siempre había intrigado a la Anciana, que intentaba resolverlo a partir de nociones vagas.

—Hay personas fuertes y débiles. Mi hijo Varnak es muy fuerte, como sabéis. Y también lo es Turak, el hombre que mató al gran bisonte. Pero, cuando vivían en el sur, nuestra gente no era fuerte, y otros nos echaron de aquellas buenas tierras. Y cuando nos mudamos al norte, a territorios que no eran tan buenos, también nos expulsaron. Un verano llegamos aquí, era un lugar bello y mi abuela me contaba que todo el mundo bailó. Pero, ¿qué pasó después? —preguntó, dirigiéndose a una niña de once temporadas.

—Después llegó el invierno —respondió la niña.

—Sí, después llegó el invierno —repitió la Anciana.

Era un resumen muy acertado de la historia de su clan, y hasta de la historia de la Humanidad. La vida humana se había originado en climas cálidos y húmedos que favorecían la supervivencia; sin embargo, después de un millón de años, la población había aumentado hasta provocar una competencia inevitable por el espacio vital, por lo que los grupos más preparados se encaminaron hacia las zonas más templadas del norte y, en aquel clima más moderado, comenzaron a desarrollar los sistemas de control, como la agricultura estacional y el cuidado de animales, que posibilitaron formas superiores de civilización.

En tiempos de la requetetatarabuela de la Anciana o quizá aun antes, se repitió una vez más la competencia por los lugares más productivos; en esa ocasión, quienes se vieron forzados a continuar la marcha fueron los menos preparados, que dejaron a los más aptos en las zonas templadas. Como consecuencia, las zonas subárticas del Hemisferio Norte comenzaron a llenarse de gente que había sido expulsada de climas más gratos. La entrada de gente se producía siempre desde las tierras más cálidas situadas al sur, e, inevitablemente, las personas que ocupaban los extremos tenían que vivir en unas tierras frías y áridas que apenas podían sustentarles.

Pero la Anciana narraba a los niños, con orgullo, otra interpretación de ese movimiento hacia el norte:

—Algunos hombres y mujeres valientes amaban las tierras frías y la caza del mamut y el caribú. Les gustaban los días interminables del verano y no tenían miedo de las noches de invierno como ésta. —Miró a cada miembro de su auditorio, tratando de inculcarles el orgullo por sus antepasados—. Mi hijo es uno de esos hombres valientes, y también Turak, el que mató al bisonte. Vosotros también tenéis que serlo, cuando crezcáis y salgáis a luchar contra el mamut.

La vieja tenía razón. A muchos de los hombres que llegaron al norte les apasionaba medir sus fuerzas con morsas y ballenas, y deseaban luchar con los blancos osos polares y con los mamuts lanudos. Cazaban a las focas para aprovechar su piel, que les permitiría sobrevivir a los inviernos árticos, y conocían los secretos del hielo, la nieve y las ventiscas repentinas. Idearon maneras de combatir a los mosquitos que les atacaban ferozmente cada primavera, en hordas capaces de oscurecer el sol, y enseñaron a sus hijos varones a rastrear animales para obtener pieles y comida, para que la vida pudiera continuar tras su muerte.

—Ésos son los auténticos norteños —continuaba la vieja, quien hubiera podido añadir que en la Tierra nunca había existido otra raza más valerosa—. Quiero que seáis como ellos —concluía.

—Tengo hambre —comenzaba a gemir entonces una de las niñas.

Entonces, de su chaqueta de piel de foca, la Anciana sacaba un trozo reseco de grasa de foca, que repartía entre los niños, sin tomar ella nada.

Un día en que apenas había luz en la aldea, la vieja estuvo a punto de perder su entereza, cuando uno de los niños que se reunían en la choza oscura a escuchar sus relatos le preguntó:

—¿Por qué no volvemos al sur, donde hay comida?

—Los antiguos se preguntaban eso a menudo —tuvo que contestar la Anciana con toda franqueza—, y a veces se mentían a sí mismos diciendo «Sí, el año que viene volveremos», pero no lo decían en serio. No podemos volver. Vosotros no podéis volver. Ahora ya sois norteños.

La vida en el norte no le parecía un castigo y no hubiera permitido nunca que creyeran eso su hijo o sus nietos; sin embargo, cuando caían sobre ella los días insoportables del invierno, más largos pero más fríos y cargados de hielo, esperaba a que se durmiesen los niños y, como durante aquellos días tenían que subsistir royendo pieles de foca, que apenas les proporcionaban energía, les susurraba al hijo y a la nuera hambrientos:

—Otro invierno como éste y nos moriremos todos.

—¿Adónde iremos? —preguntó su hijo.

—Una vez, mi padre persiguió durante cuatro días a un mamut —contestó ella—. El animal lo condujo a través de tierras yermas hacia el este, donde pudo ver campos verdes.

—¿Por qué no vamos al sur? —propuso Tevuk.

—En el sur nunca hubo lugar para nosotros —replicó la vieja—. No quiero saber nada del sur.

De este modo, en los angustiosos días del principio de la primavera, cuando el rigor del invierno seguía atormentando a aquella gente establecida en el extremo occidental del puente de tierra, el gran cazador Varnak, que veía morir de hambre a su familia, comenzó a investigar sobre la tierra del este.

—Una mañana —le explicó un hombre muy anciano—, cuando yo era joven y no tenía nada mejor que hacer, caminé hacia el este y, al llegar la noche, aunque el sol estaba alto porque aún era verano, no sentí deseos de volver a casa; anduve y anduve durante dos días más y al tercer día vi algo que me entusiasmó.

—¿Qué? —preguntó Varnak.

—El cuerpo de un mamut muerto —contestó el viejo, con los ojos centelleantes, como si el incidente hubiera ocurrido tres días antes. Esperó a que Varnak comprendiera la importancia de la revelación y, como éste no dijo nada, continuó—: Si un mamut encontró motivos para cruzar esa tierra desolada, también habría razones para que la cruzaran los hombres.

—Sí, pero dices que el mamut murió —apuntó Varnak.

—Cierto —contestó el hombre, riendo—, pero tenía un motivo para intentarlo. Y tus razones son igual de poderosas: si te quedas aquí, te morirás de hambre.

—¿Me acompañarás, si me voy?

—Yo soy demasiado viejo —dijo el hombre—. Pero tú…

Aquel día Varnak informó a los cuatro miembros de su familia:

—Cuando llegue el verano, nos iremos hacia donde sale el sol.

La ruta estaba abierta desde hacía 2000 años; sin embargo, aunque alguna vez hubo quien cruzó el puente, no resultaba un camino especialmente estimulante. De norte a sur medía 900 kilómetros de anchura; los vientos soplaban incansablemente, impidiendo que crecieran los árboles y los arbustos; y había tan poca hierba y musgo que los animales grandes no encontraban nada para pastar. En invierno, hacía tanto frío que hasta las liebres y las ratas se quedaban bajo tierra; y en verano tampoco se aventuraban muchos hombres por el puente. Era inhabitable.

Sin embargo, sí podía cruzarse: en la dirección que tomarían la gente de Varnak si intentasen atravesarlo, de oeste a este, la distancia no llegaba a 100 kilómetros. Claro está que Varnak no lo sabía; por él, podrían haber sido 1000 kilómetros, pero por lo que había oído pensaba que el trayecto era más breve.

—Partiremos cuando se igualen el día y la noche —informó a su madre.

Ella aceptó totalmente el plan y difundió la noticia por toda la aldea.

Cuando se supo que Varnak trataría de encontrar comida en el este, en las chozas se iniciaron discusiones apasionadas, y algunos de los hombres decidieron que sería buena idea acompañarlo. A medida que avanzaba la primavera, cuatro o cinco familias sopesaron seriamente la posibilidad de emigrar; finalmente, ante Varnak se presentaron tres, con una promesa firme:

—Nosotros también iremos.

Cuando llegó el día de marzo elegido por Varnak, aquél en que el día y la noche se igualaban en todos los rincones de la Tierra, Varnak, Tevuk, sus dos hijos y la Anciana se dispusieron a partir, acompañados por otros tres cazadores, sus esposas y sus ocho hijos.

Las diecinueve personas reunidas en el límite oriental de la aldea ofrecían un aspecto impresionante, pues los hombres usaban vestimentas de pieles muy gruesas, que les daban el aspecto de pesados animales. Llevaban unas picas largas, como si fueran a la guerra, y sobre los ojos les caía el pelo negro, revuelto. Todos tenían la piel de color amarillo oscuro y los ojos de un negro brillante; y cuando miraban de un lado a otro, en un gesto habitual, parecían águilas rapaces.

Las cinco mujeres iban vestidas de otra manera, llevaban prendas de Pieles decoradas con conchas en el dobladillo, y sus rostros eran asombrosamente parecidos. Todas tenían tatuadas, profundamente y en sentido vertical, unas franjas azules, algunas sobre el mentón y otras dibujadas a lo largo de la cara, junto a las orejas, de las que colgaban unos pendientes de marfil tallado. Caminaban con paso decidido, incluso la Anciana, y, cuando tuvieron dispuestos los cuatro trineos en los que cada familia llevaría sus pertenencias, ellas sujetaron las riendas y se dispusieron a arrastrarlos.

Los diez niños, que llevaban ropas de diferentes colores, eran como un ramito de flores. Algunos vestían unas chaquetas cortas a rayas blancas y azules; otros, unas túnicas largas y botas pesadas; todos lucían algún adorno en el pelo, un trocito brillante de concha o de marfil.

Cada prenda de ropa era muy valiosa, porque los hombres habían arriesgado su vida para conseguir el cuero con que fabricarla, y las mujeres habían trabajado mucho para curtirlo y para preparar los tendones con que las cosían. Un par de pantalones de hombre, cosidos con cuidado para que aislaran del frío y el agua, tenía que durar toda una vida; en la península pocos tenían dos prendas de ese tipo.

Sin embargo, lo más importante eran las botas, algunas altas hasta las rodillas; cada grupo de familias necesitaba una mujer que supiera fabricar botas con cueros pesados, para evitar que a los varones del grupo, cuando cazaran en el hielo, se les congelasen los pies. Ése era otro de los motivos por los que Varnak quería mantener con vida a su madre: era la mejor fabricante de botas que había habido en la aldea en las dos últimas generaciones, y, aunque sus dedos ya no eran ágiles, eran todavía fuertes y con ellos podía hacer pasar los tendones de reno a través del cuero de foca más grueso.

Los hombres de aquella expedición no eran altos. Varnak era el más corpulento, pero no sobrepasaba el metro sesenta y cinco; y los otros eran bastante más bajos. Ninguna de las mujeres medía más de un metro y medio, y la Anciana era aún más baja. Los niños eran pequeños y los tres bebés, diminutos, aunque tenían grandes cabezas redondas; cuando se les vestía con ropas de abrigo, los chiquillos se convertían en unas hambrientas pelotas de pieles.

Los viajeros arrastraban detrás de sí, sobre unos pequeños trineos con patines de asta y hueso, la conmovedora colección de utensilios que su gente había reunido a lo largo de 10 000 años de vida en el Ártico: valiosísimas agujas de hueso, pieles con las que podían confeccionar ropa, escudillas talladas en hueso o en madera dura, y cucharas de marfil de mango largo para cocinar; no llevaban consigo ningún tipo de mobiliario, aparte de una colchoneta para cada uno de ellos y una manta de pieles para cada familia.

Pero no abandonaban Asia sólo con aquellas escasas pertenencias físicas, pues se llevaban consigo un conocimiento extraordinario del norte. Tanto los hombres como las mujeres conocían cientos de reglas de supervivencia en el invierno ártico, y docenas de consejos útiles para hallar comida en verano. Conocían la naturaleza del viento y el movimiento de las estrellas que los guiarían durante la larga noche invernal. Tenían diversos trucos para protegerse de los mosquitos, que de otro modo los hubieran enloquecido, y, por encima de todo, conocían las peculiaridades de los animales y sabían cómo rastrearlos y matarlos, y cómo aprovechar hasta las pezuñas una vez concluida la matanza.

La Anciana y las cuatro mujeres jóvenes sabían aprovechar de cincuenta maneras diferentes un mamut sacrificado, si sus hombres tenían la suerte de cazar uno. Cuando mataban un ejemplar, la Anciana era la primera que se acercaba al cuerpo e indicaba a gritos a los hombres cómo tenían que cortarlo, para que le diesen los huesos que necesitaba para fabricar sus agujas.

En sus trineos y en sus cerebros había otro bien precioso, sin el cual ningún grupo humano podría sobrevivir mucho tiempo: ocultos y protegidos dentro del trineo, llevaban unos fragmentos brillantes de concha, trozos de marfil tallados en formas curiosas o guijarros de atractivas dimensiones. En cierto modo, aquellos abalorios eran más valiosos que el resto de la carga. Algunos de aquellos recuerdos hablaban de los espíritus que regían la vida de los hombres, otros indicaban cómo había que ocuparse de los animales para que nunca faltara el alimento, y mientras que algunos estaban destinados a aplacar las grandes tormentas a fin de que los cazadores no desaparecieran durante las ventiscas, ciertos guijarros y conchas los atesoraban solamente por su particular belleza. La Anciana, por ejemplo, guardaba en un escondrijo secreto la primera aguja de hueso que había usado en su vida. Ya no era tan gruesa como en otros tiempos y con el tiempo su blancura original se había ajado y convertido en un dorado tenue; sin embargo, había sido útil durante generaciones y por ello tenía una belleza especial, que ensanchaba el corazón de la mujer con el goce de la vida cuando la contemplaba entre sus escasas posesiones.

Estos

chukchis[2] que hace 29 000 años llegaron caminando a Alaska eran personas completamente evolucionadas. Su frente era baja, el pelo les nacía cerca de los ojos y sus movimientos eran un poco simiescos, pero personas exactamente iguales a ellos estaban establecidas ya en el sur de Europa, donde creaban obras de arte inmortales en los techos y los muros de sus cavernas y por las noches componían himnos al fuego y narraban relatos que simbolizaban su experiencia vital. El pueblo de Varnak no llevaba mobiliario consigo, pero acarreaba un bagaje mental que los capacitaba para las tareas a las que iban a enfrentarse. No tenían lenguaje escrito, aunque llevaban al desierto y la estepa árticos el conocimiento de la tierra, el respeto por los animales con quienes la compartían y un sentido íntimo de las maravillas que se sucedían de año en año. Durante los milenios posteriores, habría hombres y mujeres igualmente valerosos que se aventurarían en aquellas tierras desconocidas; no tendrían mejores conocimientos que los que cabían en las cabezas oscuras de aquellos nómadas asiáticos.

Las emigraciones de este tipo tendrían consecuencias tremendas para la historia del mundo, como la apertura de dos continentes enteros a la raza humana; por ello, tenemos que efectuar algunas precisiones. Es imposible que Varnak y sus compañeros fueran conscientes de estar abandonando un continente para adentrarse en otro; no podían conocer la existencia de esas masas continentales y, aunque hubieran tenido tal conocimiento, por aquel entonces Alaska formaba parte de Asia, más que de América del Norte. Tampoco les hubiera interesado saber que cruzaban un puente, porque el difícil territorio que atravesaban no se parecía en modo alguno a eso. Finalmente, su móvil no era la emigración, dado que el trayecto entero no superaba los cien kilómetros; ya lo advirtió Varnak a los demás, la mañana de la partida:

—Si allá no nos van mejor las cosas, el verano próximo podemos regresar.

A pesar de todo, de existir una musa de la historia que registrase aquel día decisivo, tal vez hubiera exclamado, al mirar desde el Olimpo:

—¡Qué impresionante! Diecinueve personas envueltas en pieles están pisando el umbral de dos continentes desiertos.

Después del primer día de viaje, todos, excepto los niños, comprendieron que el trayecto iba a ser sumamente difícil, porque en todo el día no habían visto nada vivo aparte de la hierba, que el viento castigaba sin cesar. No había pájaros ni animales que contemplasen la desordenada procesión, ni corría ningún arroyo cargado de pececitos. Comparado con el territorio que habían conocido antes de la hambruna, de cierta abundancia, aquello era adusto y desolado, y, por la noche, cuando apostaron contra el viento sus trineos de patines gastados por la falta de nieve sobre la que deslizarse, no Pudieron evitar pensar en lo peligroso que era el viaje que efectuaban.

El segundo día no fue muy diferente, aunque les produjo peor impresión, porque los viajeros ignoraban que no necesitaban más de cinco días para llegar al más hospitalario territorio de Alaska; durante dos días más, continuaron adentrándose en lo desconocido. No hallaron nada comestible en todo aquel tiempo, y empezaban a agotarse las escasas provisiones que habían podido llevar consigo.

—Mañana —dijo Varnak la tercera noche, cuando se agruparon a sotavento de los trineos— no nos comeremos las provisiones, porque estoy seguro de que al día siguiente llegaremos a tierras mejores.

—Si la tierra va a ser mejor —preguntó uno de los hombres—, ¿no podemos confiar en que allí habrá comida?

—Si hay caza —razonó Varnak—, tendremos que estar fuertes para poder perseguirla, luchar para alcanzarla, y arriesgarnos mucho. Para hacer todo eso hay que tener la panza llena.

De modo que al cuarto día nadie comió nada, y las madres abrazaron a sus hijos hambrientos tratando de consolarles. Arropados por el calor de la primavera, todos sobrevivieron a aquel día de prueba; entrada la tarde del quinto día, se adelantaron Varnak y otro hombre, provistos de su coraje y las reservas de grasa que quedaban, y regresaron con una noticia muy interesante: había tierras mejores a un día más de camino. Esa noche, antes de la puesta del sol, Varnak distribuyó el resto de los alimentos. Todos comían lentamente, masticaban hasta que casi no les quedaba nada entre los dientes y saboreaban cada bocado mientras desaparecía por su garganta. Los siguientes días, tendrían que encontrar animales o, de lo contrario, morir. Pero mediada la tarde del sexto día vieron un río en cuyas riberas crecían unos tranquilizadores arbustos.

—Acamparemos aquí —anunció Varnak, en la excitación del momento.

Sabía que si en un lugar tan fértil no conseguían encontrar algo para comer, no tendrían más esperanzas. Dispusieron los trineos, encima de los cuales los cazadores levantaron una especie de tienda baja, y dijeron a las mujeres y a los niños que eso sería su hogar por el momento. Para reforzar la decisión de no dar un paso más hasta encontrar comida, encendieron una fogata pequeña que espantaba a los insistentes mosquitos.

Al anochecer de ese día, el hombre más joven divisó una familia de mamuts que comía en la orilla del río: estaba formada por una matriarca con el colmillo derecho roto, dos hembras más jóvenes y tres animales de poca edad. Estaban quietos, al este de su campamento, y, cuando Varnak y otros cinco

chukchis corrieron a observarles, los animales se limitaron a mirarles fijamente antes de continuar pastando.

—Esta noche rodearemos a las bestias, un hombre a cada lado —dijo Varnak en la creciente oscuridad, asumiendo el mando—. Cuando amanezca estaremos en nuestros puestos, intentaremos aislar a uno de los animales más jóvenes y le perseguiremos hasta derribarle. —Los demás se mostraron de acuerdo. Varnak, que era el más experimentado, continuó—: Yo me situaré hacia el este, para desviar a los mamuts si tratan de volver a los pastos de los que han venido.

Pero no avanzó en línea recta para no acercarse mucho a los animales. Antes de dirigirse hacia el este, cruzó el río a nado y caminó mucho rato tierra adentro. Corría sin perder de vista a las seis bestias enormes y, con un despliegue de energía que habría agotado a un hombre mejor alimentado, el pequeño cazador hambriento llegó al puesto que deseaba ocupar, jadeando bajo la luz de la luna. Entonces volvió a cruzar el río a nado y se situó detrás de unos árboles, de tal modo que los mamuts tendrían que pasar junto a él si intentaban huir hacia el este.

Al final de la noche, los cuatro

chukchis habían ocupado sus puestos; cada uno llevaba dos armas, un sólido garrote y una lanza larga, con trozos afilados de sílex en un extremo y a lo largo de los costados. Sabían que, para matar a uno de los mamuts, cada uno de ellos tendría que clavar su lanza cerca de algún punto vital y rematar a golpes al animal herido cuando empezara a tambalearse. Por su larga experiencia, sabían que podrían necesitar tres días para completar el acecho, la lucha culminante y la persecución hasta la muerte del animal herido, pero se trataba de cumplir la tarea o morir de hambre, y estaban dispuestos a ello. Cuando se dispusieron a rodear a los mamuts era un apacible día de marzo, y Varnak advirtió:

—No intentéis clavarle la lanza a la vieja matriarca, que seguramente es demasiado lista. Lo intentaremos con una de las crías.

Al salir el sol los mamuts los vieron y comenzaron a alejarse hacia el este, como había supuesto Varnak; no llegaron lejos, sin embargo, pues, cuando se le acercaron, él corrió sin miedo hacia los animales, blandiendo el garrote en una mano y la espada en la otra, lo que confundió tanto a la vieja matriarca que dio media vuelta e intentó llevar a su tropa hacia el oeste; pero se le echaron encima otros dos

chukchis y, por fin, desesperada, olvidando espadas y garrotes, se encaminó hacia el norte junto con sus compañeros.

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