Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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Los mamuts se habían librado del ataque, pero los decididos cazadores continuaron durante todo el día tras sus pasos, ya corrieran en una dirección, ya en otra, hasta que tanto los hombres como los animales comprendieron, al anochecer, que aunque los mamuts les esquivaran y huyeran con alguna astucia, las personas podrían mantenerse cerca de ellos.

Por la noche, Varnak indicó a sus hombres que encendieran otra fogata para alejar a los mosquitos, pues sospechaba, con razón, que aquello llamaría la atención de los mamuts agotados, los cuales se mantendrían en las cercanías; al amanecer del día siguiente estaban todavía a la vista, pero se encontraban ya muy lejos del campamento donde permanecían los niños y las mujeres

chukchis.

A lo largo de la segunda jornada, los mamuts, cansados, intentaron escapar, pero Varnak se anticipaba a todos sus movimientos. Cualquiera que fuese el rumbo que tomaban, él los estaba esperando con aquella amenazadora lanza y con su garrote; al atardecer, la vieja matriarca se le adelantó cuando estaba a punto de aislar a una joven hembra, y, con su colmillo roto se le enfrentó. Varnak olvidó su objetivo, saltó a un lado un momento antes de que le atravesara el temible colmillo, y, una vez a salvo del ataque de la vieja matriarca, blandió de nuevo su lanza y llevó a la joven mamut hacia donde esperaban los otros hombres.

Los cazadores, que seguían diestramente las técnicas perfeccionadas durante siglos, rodearon al animal aislado y comenzaron a atacarlo sin que pudiera protegerse. Sin embargo, la cría podía barritar; cuando la vieja matriarca oyó sus berridos de terror, dio media vuelta, se arrojó directamente contra los cazadores que la amenazaban y los dispersó como si fuesen las hojas caídas de un álamo temblón.

Parecía que en aquel momento la sabia y anciana mamut había vencido a los hombres, pero Varnak no podía permitirlo. Sabía que su vida y la de todo el grupo dependían de su respuesta, por lo que se lanzó de cabeza bajo las patas del animal joven. Era su única alternativa, aunque no ignoraba que el animal podía aplastarlo con una sola de sus poderosas patas, de modo que, con un fuerte impulso, hincó la lanza hasta el fondo de las entrañas de aquella joven hembra y después rodó para apartarse. No la mató, ni siquiera la hirió de gravedad, pero el animal había recibido un daño serio y empezó a tambalearse; cuando Varnak se levantó, los otros cazadores aullaban ya de júbilo y comenzaban a perseguir a la presa. Varnak no podía recuperar su lanza, que seguía clavada en el vientre de la mamut, pero también la persiguió, gritando con los otros y blandiendo su garrote.

Anocheció y los

chukchis encendieron otra vez una fogata, con la esperanza de que los mamuts se mantuvieran cerca; además, las grandes bestias estaban tan fatigadas que no pudieron alejarse mucho. Al amanecer se reanudó la cacería: los

chukchis continuaron corriendo, guiándose por un rastro de sangre que se iba ensanchando con el paso de las horas, animándolos a seguir.

—Nos estamos acercando. Cada uno a su tarea —dijo por fin Varnak.

Y, cuando vieron a las grandes bestias acurrucadas junto a un grupo de abedules, Varnak tomó la lanza del más joven y dirigió a sus hombres hacia la matanza. Ahora su deber era dominar a la matriarca, que daba patadas y anunciaba con alaridos su decisión de combatir hasta el final. Varnak reunió coraje y caminó hacia ella con inseguridad, solo contra el gran animal; ella vaciló apenas un momento, mientras los otros hombres golpeaban con los garrotes y las lanzas el cuerpo desprotegido de la mamut herida.

Al verle, la abuela bajó la cabeza y embistió directamente a Varnak. Él sabía que corría un peligro mortal, pero sabía también que si aquel animal viejo y feroz alcanzaba a sus hombres, acabaría con todos para rescatar a su joven pupila. Varnak no podía permitirlo, de modo que, con una valentía excepcional, saltó delante de la mamut y le clavó la lanza. Ella se detuvo, confundida, y los hombres tuvieron tiempo de abatir a la presa.

Cuando la mamut herida cayó de rodillas, sangrando a chorros por varias heridas, los tres

chukchis saltaron sobre ella para rematarla a golpes de garrote y de lanza. Una vez muerta, los cazadores siguieron los mismos procedimientos que habían observado durante miles de años: le abrieron las entrañas en busca del estómago, lleno de vegetales medio digeridos, y se comieron, hambrientos, los sólidos y los líquidos, pues sus antepasados habían descubierto que aquel material contenía elementos nutritivos vitales para los seres humanos. Recuperado el vigor tras días enteros de privación, abrieron al mamut en canal y extrajeron cortes de carne lo bastante grandes como para alimentar a sus familias hasta el verano.

Varnak no intervino en la matanza, aunque había sido el primero en herir a la presa y en alejar a la matriarca para que no interrumpiese la cacería. Pero ahora estaba exhausto, después de tantos días privado de alimento, y con las pocas energías agotadas por la dura persecución, permaneció recostado contra un árbol bajo, jadeando como un perro y tan extenuado que no pudo compartir la carne que ya humeaba sobre otra hoguera. Lo que sí hizo fue acercarse al enorme cadáver y beber, tomándola con las manos, la sangre que había proporcionado a su gente.

Cuando los cazadores acabaron de descuartizar al mamut tomaron una decisión tradicional. En vez de cargar con la masa de carne, hueso y piel hasta donde aguardaban las familias, resolvieron acampar entre los abedules cercanos y enviar a los dos hombres más jóvenes en busca de las mujeres, los niños Y los trineos.

El traslado se efectuó con facilidad, pues las mujeres estaban tan hambrientas que, al saber de la matanza, quisieron irse inmediatamente; pero los hombres les explicaron que habría que trasladar el campamento entero, de modo que retiraron la tienda, cargaron sin perder tiempo los cuatro trineos y, un poco más tarde, cuando las mujeres y los niños vieron el mamut sacrificado, gritando de contento abandonaron los trineos y corrieron hacia el fuego en el que se asaban ya porciones de la carne.

Normalmente, un grupo de cazadores como el de Varnak sólo cazaba un mamut al año, aunque si tenían una suerte desacostumbrada o si los dirigía un cazador de excepcional habilidad, podían aspirar a dos. Conseguir un mamut era todo un acontecimiento, así que se habían establecido ciertos ritos a lo largo de los siglos, que indicaban cómo había que tratar al animal muerto. La Anciana, custodia de la seguridad espiritual de la tribu, se situó ante la cabeza cortada de la bestia y le dirigió estas palabras:

—¡Oh, noble Mamut que compartís la tundra con nosotros, que gobernáis la estepa y hacéis correr el río! Os agradecemos el don de vuestro cuerpo. Os pedimos perdón por haberos quitado la vida y os rogamos que hayáis dejado atrás muchos hijos que en el futuro vengan a nosotros. Pronunciamos esta plegaria como muestra del respeto que os tenemos.

Mientras hablaba, hundió en la sangre del mamut los dedos de la mano derecha y mojó los labios de todas las mujeres y de los niños, hasta dejarlos rojos. En cuanto a los cuatro cazadores de los que dependía la continuación de su gente, acarició con los dedos ensangrentados la frente del animal muerto y luego la frente de cada hombre, suplicando a la bestia que impartiera a aquellos hombres nobles un conocimiento más profundo de su naturaleza, para que en el futuro pudieran perseguir mejor a otros mamuts. Hasta que no hubo cumplido con aquellos ritos sagrados, no se sintió libre de hurgar entre las entrañas del animal, en busca de las tripas que podría convertir en hilo de coser.

Mientras tanto, su hijo había desollado la carne de la paletilla derecha y, cuando quedó a la vista la paleta, fuerte y de hueso tan blanco como el marfil, empezó a tallarla con un buril de piedra, desprendiendo fragmentos de hueso, hasta que tuvo en las manos un fuerte raspador de bordes afilados que se podía utilizar para descuartizar la carne del mamut antes de guardarla en un sitio fresco. La importancia de su trabajo con el buril era doble: por un lado, le permitía obtener una herramienta cortante útil; por otro, casi 30 000 años después, los arqueólogos desenterrarían ese instrumento y gracias a él podrían demostrar que en el Yacimiento del Abedul, en el alba de la historia del Nuevo Mundo, habían existido seres humanos.

Cada uno de los nueve adultos tenía una responsabilidad especial en relación con el mamut muerto: uno reunió los huesos, que utilizarían después como vigas para el techo de las viviendas que llegarían a construir; otro lavó el cuero, muy valioso, y empezó a curtirlo con una mezcla de orina y del ácido destilado de la corteza de un árbol. El pelo de las patas se podía entretejer y formar con él una tela adecuada para fabricar gorras; y guardaban el cartílago que unía la pezuña con la pata, para conseguir una especie de engrudo. La Anciana continuaba hurgando en cada trozo de carne, dispuesta a recuperar los huesos finos y fuertes con los que hacer agujas, y un hombre afilaba los huesos más resistentes para insertarlos en la punta de sus lanzas.

Los

chukchis, que carecían de agricultura organizada y no podían cultivar ni acaparar hortalizas, dependían de su tremenda capacidad para la caza; lo más importante era la cacería del mamut, su fuente principal de alimento. Por eso estudiaban sus hábitos, aplacaban su espíritu para que les fuera propicio, ideaban cómo engañarle y le perseguían sin demencia. Mientras descuartizaban el ejemplar recién cazado, estudiaron todos los aspectos de su anatomía, tratando de prever cómo se hubiera comportado en circunstancias diferentes; una vez que la tribu lo hubo absorbido como una divinidad, los cuatro hombres se mostraron de acuerdo:

—La manera más segura de matar a un mamut es la que empleó Varnak: tirarse debajo de él y clavarle hacia arriba una lanza afilada.

Esta conclusión les dio seguridad, y se llevaron a los hijos varones para enseñarles a sostener la lanza con ambas manos, arrojarse al suelo boca arriba y atravesar el vientre de un mamut en movimiento, confiando en que los Grandes Espíritus les protegiesen de las patadas. Tras instruir a los muchachos mostrándoles cómo caer sin perder el dominio del arma, Varnak guiñó un ojo a otro de los cazadores y, cuando el mayor de los niños corría hacia adelante y se lanzaba al suelo boca arriba, el segundo cazador, vestido con la piel de un mamut, brincó súbitamente en el aire emitiendo un prodigioso alarido y dio una patada en el suelo a pocos centímetros de la cabeza del jovencito. El niño se quedó tan aterrorizado por aquel golpe inesperado que soltó la lanza y se tapó la cara.

—¡Eres hombre muerto! —gritó el cazador al espantado niño.

Pero Varnak pronunció la condena más grave de aquella cobardía:

—Has dejado escapar al mamut. Nos moriremos de hambre.

Devolvieron la lanza al asustado niño y le obligaron a tirarse veinte veces más al suelo boca arriba, mientras Varnak y los otros pegaban patadas ruidosamente cerca de su cabeza.

—Esta vez podías haberle clavado la lanza al mamut —le recordaban, cada vez que terminaba la pantomima—. Si hubiera sido un macho te podría haber matado, pero tú le habrías dejado la lanza clavada en el vientre y nosotros, los supervivientes, hubiéramos podido perseguirlo hasta derribarlo.

Continuaron así, hasta que el niño sintió que, cuando se enfrentase a un mamut de verdad, sería capaz de herirlo de gravedad para que los demás completasen la matanza.

—Creo que sabrás hacerlo —le felicitó Varnak, cuando acabó la práctica; y el muchachito sonrió.

Entonces los hombres dedicaron su atención al segundo de los varones, un niño de nueve años: cuando le entregaron una lanza y le dijeron que se arrojara bajo el cuerpo de un mamut que lo atacaba, el pequeño se desmayó.

Los

chukchis descargaron sus escasas provisiones en el campamento nuevo, cerca de los abedules, y se dispusieron a armar sus toscos refugios; estaban en situación de recomenzar, por lo que hubieran podido idear un estilo mejor de vivienda, pero no lo hicieron. No llegaron a inventar un iglú de hielo, o una yurta de pieles, ni chozas construidas a ras de suelo con piedras y ramas, ni ningún tipo de vivienda cómoda. Así pues, volvieron a levantar las cabañas que habían conocido en Asia: una cueva de barro excavada bajo la tierra, con una especie de bóveda superior hecha de ramas entretejidas y pieles recubiertas de barro. La excavación tampoco tenía esta vez una chimenea que permitiese la salida del humo, ni ventanas para que entrase la luz ni una puerta batiente que pudiera impedir la entrada de bichos. Sin embargo, cada cabaña era un hogar, en donde las mujeres cocinaban, cosían y criaban a sus hijos.

En aquel tiempo, el promedio de vida era de unos treinta y un años; los dientes, a causa de la continua masticación de carne y cartílagos, solían gastarse antes que el resto del cuerpo, lo que provocaba literalmente la muerte por inanición. Las mujeres solían tener tres hijos que vivían y otros tres que morían al nacer o poco después. Las familias rara vez permanecían mucho tiempo en un mismo sitio, porque los animales se volvían recelosos o se agotaban, obligando a los hombres a mudarse en busca de otras presas. La vida era difícil y ofrecía pocos placeres, pero no había guerras entre tribus o grupos de tribus, porque los grupos vivían a tanta distancia unos de otros que no disputaban por sus derechos sobre los territorios.

A lo largo de 100 000 años de ensayos y errores, pacientemente, los antepasados habían aprendido ciertas reglas para sobrevivir en el norte, que se respetaban rigurosamente. La Anciana las repetía sin cesar a su prole:

—No hay que comer la carne que se ha puesto verde. Cuando empieza el invierno y no hay suficiente comida, dormid la mayor parte del día. No tiréis nunca ningún pedazo de piel, aunque se haya puesto muy grasienta. Cazad a los animales por este orden: el mamut, el bisonte, el castor, el reno, el zorro, la liebre y el ratón. No os olvidéis de los ratones, porque gracias a ellos os mantendréis con vida en tiempos de hambruna.

La experiencia larga y cruel les había enseñado otra lección fundamental:

—Cuando busquéis pareja, id siempre, sin excepción, a alguna tribu lejana, porque, si tomáis una de vuestro propio grupo de chozas, pasarán cosas terribles.

Obedeciendo a esta dura regla, ella misma había presidido la ejecución una vez de dos hermanos que se habían casado. Y no había tenido misericordia con ellos, a pesar de que eran los hijos de su propio hermano.

—Hay que hacerlo —les había gritado a los miembros de su familia—, y antes de que nazca una criatura. Pues si permitimos que entre nosotros aparezca uno de ésos, ellos nos castigarán.

Nunca aclaraba quiénes eran ellos, pero estaba convencida de que existían y disponían de grandes poderes. Ellos regulaban las estaciones, traían a los mamuts, cuidaban de las embarazadas, y merecían ser respetados por todos estos servicios. La Anciana creía que vivían más allá del horizonte, donde quiera que estuviese, y, a veces, en momentos de privación, miraba al extremo más apartado del cielo y se inclinaba ante los invisibles, los únicos que tenían el poder de mejorar la situación.

Entre los

chukchis se vivían algunos momentos de extrema alegría, cuando los hombres abatían algún mamut especialmente grande o cuando una mujer, después de un embarazo difícil, alumbraba a un varón fuerte. En las noches glaciales del invierno, cuando escaseaba la comida y era casi imposible alcanzar cierta comodidad, a veces gozaban de una alegría especial porque los misteriosos tendían unas grandes cortinas de fuego en los cielos del norte y llenaban el firmamento con formas danzantes de mil colores y con unas grandes lanzas de luz que restallaban de uno a otro horizonte en un despliegue deslumbrante de majestad y poder.

En esas ocasiones, los hombres y las mujeres abandonaban el frío barro de sus cuevas miserables y se quedaban de pie cara al cielo en medio de la noche estrellada, mientras los de más allá del horizonte movían de un lado a otro las luces, colgaban los colores y lanzaban grandes flechas que atronaban en el firmamento. Se hacía el silencio, y los niños, a los que habían llamado para que viesen el milagro, lo recordarían todos los días de su vida.

Un hombre como Varnak podía contemplar aquel despliegue celestial unas veinte veces en toda su vida. Con suerte, podía ayudar a derribar el mismo número de mamuts, no más. Y cabía esperar que, a su edad, cercana a los treinta, su fuerza comenzara rápidamente a disminuir hasta llegar finalmente a desaparecer. Por eso no le sorprendió que Tevuk le dijera, una mañana de otoño:

—Tu madre no puede levantarse.

Corrió adonde ella yacía, bajo los abedules, y se dio cuenta de que el ataque era mortal; se agachó para ofrecerle algún consuelo, pero la mujer no lo necesitaba. En sus últimos momentos, quiso mirar el cielo que amaba y dar por cumplida su responsabilidad para con la gente que había ayudado a guiar y proteger durante tanto tiempo.

—Cuando llegue el invierno —susurró a su hijo—, recuerda a los niños que tienen que dormir mucho.

Varnak la enterró en el bosquecillo de abedules y, diez días después, la primera nieve del año cubrió su tumba. Los vientos barrieron la nieve por toda la estepa, y Varnak, cuando vio que rodeaba las cabañas, pensó: «Quizá tendríamos que pasar el invierno en el lugar que abandonamos».

—Es mejor seguir donde estamos —fue la opinión unánime de los demás adultos, a los que Varnak había consultado.

Después de tomar esta decisión, aquellos dieciocho nuevos alaskanos, provistos de suficiente carne seca de mamut para superar lo peor del invierno, se enterraron en sus chozas, que los protegerían contra las próximas tormentas.

Los primeros que cruzaron desde Asia hasta Alaska no habían sido Varnak y sus paisanos. Parece que, a lo largo de milenios, en diferentes puntos, se les adelantaron otros, que fueron avanzando gradual y arbitrariamente hacia el este en una constante búsqueda de alimentos. Algunos hacían el viaje por curiosidad y, como les gustaba lo que encontraban, se establecían allí. Otros, reñían con sus padres o sus vecinos y se alejaban sin un propósito fijo. Algunos se unían a un grupo pasivamente y jamás reunían energía suficiente para regresar. También había aquéllos que perseguían a un animal hasta muy lejos y muy velozmente y, después de la matanza, se quedaban en el lugar al que habían llegado; y hubo quienes quedaron fascinados por el atractivo de una muchacha del otro lado del río, cuyos padres iban a emprender el viaje. Sin embargo, nada nos permite deducir que alguien realizara la travesía con la intención consciente de poblar tierras nuevas o de explorar otro continente.

Cuando alcanzaban Alaska se imponían los mismos esquemas. Nunca pretendieron conscientemente ocupar el interior de América del Norte, porque las distancias y las dificultades eran muy grandes y, por sí solo, ningún grupo humano hubiera podido sobrevivir hasta completar la travesía. Evidentemente, si cuando Varnak y su gente emprendieron el viaje, la ruta en dirección al sur se hubiera hallado libre de hielo, y ellos se hubieran visto impelidos por algún impulso fanático, seguramente habrían llegado hasta Wyoming durante la primera generación; sin embargo, tal como hemos visto, muy pocas veces el pasaje estaba abierto al mismo tiempo que el puente. De modo que, aunque Varnak hubiese tenido la intención de adentrarse en América del Norte (lo que a él le era imposible concebir) habría tenido que aguardar miles de años a que el sendero quedara libre de hielo, y, antes de que sus descendientes pudieran emigrar en dirección a Wyoming, tendrían que vivir y morir cien generaciones de su estirpe.

En tiempos de Varnak, desde Siberia a Alaska pasaron un centenar de

chukchis; aproximadamente una tercera parte de ellos regresó a su tierra natal cuando descubrió que, en general, Asia era más hospitalaria que Alaska. Los restantes dos tercios vivieron prisioneros en la hermosa fortaleza de hielo, al igual que sus descendientes. Se convirtieron en alaskanos y al cabo del tiempo sólo tenían recuerdos de aquel bello territorio que los acogió; se olvidaron de Asia; y no pudieron descubrir nada de América del Norte. Varnak y sus diecisiete compañeros no regresaron jamás y tampoco lo hicieron sus descendientes. Se convirtieron en alaskanos.

¿Cómo deberíamos llamarlos? A sus antepasados, que se aventuraron en el norte, se les llamó despectivamente «los que huyeron del sur», como si los residentes supieran que los recién llegados, de haber sido más fuertes, nunca se hubieran marchado de las zonas con climas más benignos. Durante un tiempo, mientras no encontraron ningún lugar adecuado para acampar, recibieron el apodo de «nómadas». Cuando llegaron por fin a un sitio seguro, en el extremo de Asia, tomaron su nombre y pasaron a ser «

chukchis». El término apropiado hubiera sido «siberianos», pero como sin saberlo se habían comprometido con Alaska, adquirieron el nombre genérico de los indios, aunque más tarde se les distinguió como «

atapascos».

Prosperaron como tales en el sector central de Alaska y se multiplicaron en Canadá. Una rama vigorosa habitó las bellas islas que forman el sur de Alaska; y, aunque a Varnak le hubiera parecido imposible, algunos de sus descendientes viajaron miles de años después hacia el sur, hasta Arizona, donde se convirtieron en los indios navajos. Los investigadores han descubierto que el idioma de los navajos se parece tanto al

atapasco como el portugués al español, y han decidido que no puede deberse al azar. Tiene que existir algún parentesco entre ambos grupos.

Estos

atapascos nómadas no tenían ninguna relación con los esquimales, que son muy posteriores; tampoco podemos suponer que tuvieran la intención consciente de emigrar y extender su civilización hasta tierras despobladas. No eran como los pioneros ingleses, que cruzaron voluntariamente el Atlántico, con unas leyes provisionales adoptadas a bordo antes de desembarcar entre los indios. Es bastante probable que, mientras se diseminaban por América, los

atapascos no tuvieran nunca la sensación de haber abandonado el hogar.

Por ejemplo, Varnak y su mujer, que eran ya mayores, seguramente prefirieron permanecer en el lugar donde se encontraban, entre los abedules, pero es posible que, algunos años después, uno de sus hijos, junto con su esposa, imaginara que sería mejor construir su cabaña algo más hacia el este, donde habría más mamuts disponibles, y se dirigiesen hacia allí. Es probable que no perdieran el contacto con sus padres, en el campamento de los abedules, y, a su vez, sus propios hijos decidirían buscar lugares más acogedores, pero también mantendrían relaciones con sus padres y quizá también con los viejos Varnak y Tevuk, los del bosque de abedules. De esta manera, si se disponen de 29 000 años para hacerlo, se puede poblar tranquilamente un continente entero, solamente con que cada generación se traslade algunos kilómetros. Se puede llegar desde Siberia hasta Arizona sin abandonar nunca la tierra natal.

Una mayor abundancia de caza, la afición a la aventura, el rechazo a antiguas costumbres opresivas: éstas eran las eternas razones que, aun en tiempos de paz, impulsaban a diseminarse a hombres y mujeres. Las primeras personas que comenzaron a poblar América del Norte y América del Sur, sin ser conscientes de lo que hacían, se movieron también por estas razones.

Durante el proceso, Alaska cobró una importancia crucial para zonas tales como Minnesota, Pensilvania, California y Texas, porque estaba en el camino que seguían las personas que poblaron esas zonas. Los descendientes de Varnak y Tevuk, herederos del valor que había caracterizado a la Anciana, erigieron nobles culturas en tierras que pocas veces conocerían el hielo y no guardarían ninguna memoria de Asia, y fueron ellos, así como los grupos que los seguirían a lo largo de los milenios posteriores, el gran regalo que Alaska hizo a América.

En el año 14 000 AEA, cuando la ruta terrestre quedaba temporalmente inundada debido a la fusión del casquete polar, en las zonas atestadas del extremo oriental de Siberia vivía uno de los pueblos más amables del mundo. Eran los esquimales, esos cazadores asiáticos, rechonchos y morenos, que usaban un flequillo recto sobre las cejas: Constituían una estirpe vigorosa, que tenía que aventurarse por el océano Ártico y las aguas contiguas para obtener el sustento mediante la caza de las grandes ballenas, las morsas de fuertes colmillos y las focas esquivas. En todo el mundo no había otros hombres que vivieran de una forma tan peligrosa o en un clima más inhóspito que estos esquimales; y, por aquellos años, el esquimal que trabajaba con más afán era un individuo robusto y patizambo llamado Ugruk, que pasaba por todo tipo de dificultades.

Tres años antes había tomado por esposa a la hija del hombre más importante de Pelek, su aldea, que se alzaba junto al mar; entonces le había desconcertado que una joven tan atractiva se interesara por él, que no podía ofrecerle prácticamente nada. No tenía un kayak propio para cazar focas ni participaba en ninguna de las canoas más largas llamadas

umiaks con las que los hombres cazaban en grupo las ballenas que pasaban como cumbres flotantes junto al promontorio. No tenía propiedades, excepto un solo juego de pieles de foca para protegerse de los mares helados; y lo que jugaba más en contra suya era que sus padres ya no estaban para ayudarle a abrirse camino en el duro mundo de los esquimales. Para colmo, era bizco, con esa particular bizquera que pone tan nervioso al interlocutor. Si uno miraba a su ojo izquierdo, creyendo que estaba utilizando ése, él cambiaba de foco y uno se quedaba mirando a la nada, porque el ojo izquierdo se desviaba al azar. Y cuando uno se apresuraba a buscar el ojo derecho, él volvía a cambiar de foco y, una vez más uno se encontraba con la nada. No era fácil conversar con Ugruk.

Poco después del banquete de bodas se resolvió el misterio por el que Nuklit, la bonita hija del jefe, estaba dispuesta a casarse con semejante sujeto; Ugruk descubrió que su flamante esposa estaba embarazada. En los botes se murmuraba que el padre era un arponero joven y fornido, llamado Shaktulik, que ya tenía dos esposas y tres hijos. Ugruk no estaba en condiciones de protestar por el engaño, ni de protestar por ninguna otra cosa, en realidad, de modo que se mordió la lengua, admitió para sus adentros que era una suerte tener una esposa tan bonita como Nuklit, fuera como fuese, y juró ser uno de los mejores hombres a bordo de las diversas embarcaciones árticas que poseía su suegro.

El padre de Nuklit no quería a Ugruk en su tripulación, porque cada uno de los seis hombres del pesado bote tenía que ser un experto en la caza de ballenas, que era una actividad muy peligrosa. Cuatro remaban, uno se hacía cargo del timón y el último manejaba el arpón, en una formación que estaba cubierta desde hacía ya tiempo en el

umiak del jefe. Él llevaba el timón, Shaktua se ocupaba del arpón, y a cargo de los remos había cuatro tipos fornidos, con nervios de granito. Eran hombres que habían demostrado sus méritos en muchas expediciones contra las ballenas y el padre de Nuklit no pensaba romper el equipo solamente para hacer un sitio a su yerno, que le merecía tan poca consideración.

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