Alaska

Alaska


III. LOS NORTEÑOS

Página 10 de 123

Sin embargo, estaba dispuesto a prestarle a Ugruk su propio kayak, que no sería uno de los mejores, pero era una embarcación sólida, «ligera como una brisa de primavera entre los álamos temblones, impermeable como la piel de la foca», y no se hundiría por mucho que la atacaran las olas. Este kayak no respondía con rapidez a los golpes de remo, pero Ugruk se sentía agradecido, porque era muchísimo mejor que todo lo que él hubiera podido poseer por sus propios medios, ya que sus padres habían muerto, sin dejarle nada, al naufragar un pequeño bote que volcó una ballena.

A mediados del verano, cuando emigraban los grandes animales marinos, el suegro de Ugruk, con la ayuda de Shaktulik, echó al agua su

umiak desde la costa pedregosa en la que se alzaba la aldea de Pelek. Antes de partir hacia su peligrosa excursión, indicaron a Ugruk, encogiéndose de hombros, que con el kayak podía sorprender a alguna foca que dormitase y, de este modo, aportar piel y carne a la despensa de la aldea. Solo en la playa, con el tosco kayak varado a cierta distancia, en dirección este, Ugruk entornó los ojos y contempló cómo partían, entre plegarias y gritos, los hombres más hábiles de la aldea, con intención de alcanzar una ballena.

Cuando desaparecieron, y las seis cabezas se habían convertido en seis puntos sobre el horizonte, Ugruk suspiró ante la mala suerte de haberse perdido la cacería, miró hacia la choza, por si Nuklit le estaba observando, y suspiró otra vez al comprobar que no era así. Entonces caminó tristemente hacia el kayak, inspeccionando sus toscas líneas.

—Con eso no se podría alcanzar ni a una foca herida —murmuró.

Era grande, tres veces más largo que un hombre, y estaba completamente cubierto por piel impermeable de foca que lo mantenía a flote en el mar más tempestuoso. Tenía una sola abertura, lo bastante grande para dar cabida a las caderas de un hombre; por arriba, la piel de foca se ajustaba perfectamente a la cintura del cazador, y estaba cosida al kayak con tendones de ballena, que cuando estaban secos eran fáciles de manejar y cuando se mojaban se volvían impermeables.

Después de meterse en la abertura, Ugruk rodeó su cintura con la parte superior de la piel, y la ató con cuidado para que no se filtrara una gota de agua, aunque el kayak volcase. Si eso ocurría, Ugruk sólo tendría que manejar con fuerza el remo para enderezar la embarcación. Claro que, si el hombre solitario atado al bote cometía la torpeza de enfrentarse a una morsa adulta, el animal podía perforar la cobertura con sus colmillos, arrojar al hombre al mar y ahogarlo, porque los esquimales no sabían nadar; además, se hundiría por el peso de las ropas empapadas.

Cuando desapareció a lo lejos el

umiak cazador de ballenas, Ugruk probó su remo de álamo y se hizo a la mar, al este de Pelek. No confiaba mucho en hallar una foca y aún confiaba menos en saber manejarla, si encontraba una grande. Se limitaba a explorar; y, si por casualidad divisara una ballena en la distancia o alguna morsa holgazaneando, pensaba tomar nota de su rumbo e informar a los otros en cuanto regresaran, porque, si los esquimales sabían con certeza que en una zona determinada había una ballena o una morsa muy grande, podían seguir su rastro.

No había ninguna foca a la vista, lo cual no le desilusionó del todo, puesto que aún no tenía seguridad como cazador y antes de remar entre un grupo de focas prefería familiarizarse con las particularidades del kayak. Se contentó con remar hacia aquella tierra lejana que, a veces, en días despejados, se veía al otro lado del mar. Ningún habitante de Pelek había navegado nunca hasta la costa opuesta, pero todos conocían su existencia porque habían visto cómo brillaban bajo el sol de la tarde sus colinas bajas.

Cuando estaba ya bastante lejos de la costa, algunos kilómetros al sur de la posición que a aquellas horas debía de ocupar el

umiak, a su derecha vio algo que le paralizó. Era una ballena negra expuesta en toda su longitud, que nadaba en la superficie del agua, impulsándose despreocupadamente con su cola enorme. Ugruk no había visto nunca una ballena tan grande en la playa, donde los hombres descuartizaban las presas. Claro que no podía considerarse un experto, pues, en los siete últimos años, los cazadores de Pelek sólo habían conseguido tres ballenas. Aquélla era enorme, sin lugar a dudas, y Ugruk se sintió obligado a avisar a sus compañeros, ya que él solo estaba indefenso contra la bestia. Para vencerla serían necesarios seis de los mejores hombres de Siberia.

Ahora bien, ¿cómo podría comunicarse con su suegro? A falta de otra alternativa, decidió acompañar a la ballena en su perezosa navegación hacia el norte, con la esperanza de que, tarde o temprano, su rumbo se cruzara con el del

umiak.

Era una maniobra delicada, porque la ballena, si se sentía amenazada por un objeto extraño en las proximidades, con tres o cuatro golpes de su cola poderosa hundiría el kayak o lo partiría por la mitad, acabando al mismo tiempo con el hombre y con la frágil embarcación. Ugruk pasó aquella larga tarde tras la ballena, solo en su bote, tratando de hacerse invisible, y alegrándose cuando la ballena emitía un chorro de agua, pues entonces tenía la seguridad de que todavía estaba allí. La gran bestia desapareció después de lanzar dos gritos; entonces Ugruk empezó a sudar frío, porque su presa podía salir a la superficie en cualquier punto, incluso debajo del mismo kayak, o podía perderse para siempre al seguir un trayecto esforzado bajo el agua. Pero la ballena tenía que respirar y, después de una ausencia prolongada, el gran animal oscuro volvió a la superficie, lanzó un alto chorro de agua y continuó su perezoso viaje hacia el norte.

Más o menos una hora después de que el sol descendiera hacia el norte en su lento crepúsculo, Ugruk calculó que, si los hombres del

umiak habían continuado en la dirección prevista, ahora se encontrarían, seguramente, bastante al nordeste respecto al rumbo de la ballena, de modo que jamás se cruzarían con ella. Por eso decidió remar furiosamente, cruzando el camino seguido por la ballena, con la esperanza de alcanzar a los seis cazadores.

A continuación tenía que decidir la mejor forma de situarse al este de la ballena, porque, por un lado, tenía que evitar incitarla a un ataque que acabaría con él y con el kayak, y, por el otro lado, tenía que procurar avanzar aprovechando al máximo el tiempo y la distancia. Recordó que, según la tradición, las ballenas eran cortas de vista y tenían un oído agudo, así que decidió avanzar de prisa y con el menor ruido posible, y cortar directamente el camino de la ballena, por delante de ella, tan lejos como se lo permitiera su habilidad con los remos.

La maniobra era peligrosa, pero aparte de en su propia seguridad tenía que pensar en muchas otras cosas. Desde su infancia le habían enseñado que la responsabilidad suprema de los varones, niños o adultos, consistía en traer una ballena a la playa, para que la aldea pudiera comérsela, además de utilizar sus enormes huesos para construir y emplear las valiosas barbas para tantas cosas a las que se podían aplicar por su flexibilidad y resistencia. La ocasión de cazar una ballena podía presentarse una vez en la vida, y él se encontraba en situación de hacerlo, puesto que, si conducía a los cazadores hasta la ballena y ellos la mataban, compartiría los honores por su tesón al seguir a través del mar abierto al gran animal.

En ese momento decisivo, cuando iba a cruzar justo frente a la boca de la ballena, se apoyaba en un hecho curioso: su malogrado padre, que le había dejado tan poco, le había proporcionado un talismán de poder y belleza extraordinarios. Era un pequeño disco blanco, de apenas dos dedos de diámetro. Estaba hecho con el marfil de una de las pocas morsas que su padre había cazado; tenía unos bonitos dibujos rúnicos tallados que representaban el océano helado y a los animales que vivían en él y lo compartían con los esquimales.

Ugruk había visto cómo su padre tallaba el disco y pulía los bordes para que ajustara debidamente; los dos habían comprendido desde el principio que el disco, una vez terminado, sería algo especial, así que no fue ninguna tontería la predicción de su padre: «Ugruk, esto te traerá buena suerte». El niño de nueve años no lo dudó, y ni siquiera hizo una mueca cuando su padre tomó un cuchillo afilado de hueso de ballena, le perforó el labio inferior y después rellenó la incisión con hierbas. A medida que la herida cicatrizaba, le fueron insertando unas cuñas de madera más grandes cada mes para ensancharla, hasta que en el labio inferior se fue formando una banda estrecha de piel que definía un agujero redondo.

Hacia la mitad del proceso se infectó el agujero, como ocurría con frecuencia en esos casos, y Ugruk tuvo que acostarse en el suelo de barro, temblando de fiebre. Durante tres dolorosos días y sus noches, su madre le aplicó hierbas en el labio y piedras calientes sobre los pies. Por fin remitió la fiebre, y el niño, que había recuperado la consciencia, advirtió con satisfacción que el agujero se había curado y alcanzaba el tamaño requerido.

—Un día que nunca iba a olvidar, llevaron a Ugruk a una cabaña siniestra en el margen de la aldea y le condujeron ceremoniosamente al interior de uno de los sitios más mugrientos y desordenados que había visto jamás. De un muro de barro pendía el esqueleto de un hombre, y de otro, el cráneo de una foca. En el suelo, desparramados, se veían unos saquitos sucios de cuero de foca, junto a una colección de pieles malolientes sobre las que dormía el ocupante. Era el chamán de Pelek, el santón que dominaba el océano con sus plegarias, el que conversaba con los espíritus que traían las ballenas al promontorio. Tenía un aspecto formidable cuando se irguió de entre las sombras para enfrentarse a Ugruk: era alto, ojeroso, con los ojos hundidos; huecos entre los dientes, y con el pelo sumamente largo y mugriento por la suciedad acumulada a lo largo de diez o doce años. Pronunciando unos sonidos incomprensibles, tomó el disco de marfil, contempló su elegancia sin disimular su sorpresa por el hecho de que un hombre tan pobre como el padre de Ugruk poseyera aquel tesoro y, por fin, tiró del labio inferior del niño y, con sus dedos sucios, presionó el disco para introducirlo en el agujero. El tejido endurecido por la cicatriz se ajustó dolorosamente, sujetando con firmeza el disco en la posición que ocuparía, mientras Ugruk viviese.

La inserción había sido dolorosa, tal como debía ocurrir para que el disco se mantuviera en su lugar; pero cuando aquel objeto tan bello estuvo colocado debidamente, todos (algunos, con envidia) pudieron ver que Ugruk, el muchacho bizco dueño de tan pocas cosas, poseería en adelante un tesoro: el disco labial más hermoso de la costa oriental de Siberia.

Mientras remaba a toda velocidad en su kayak, cruzando el camino de la ballena, Ugruk chupaba su labio inferior para que la presencia reconfortante del talismán le infundiera ánimos. Con la lengua tocaba el marfil, tallado por ambas caras; podía seguir el contorno de la mágica ballena dibujada, y estaba convencido de que su compañía le aseguraba buena suerte; estaba en lo cierto, porque, cuando pasó rápidamente, tan cerca de la ballena que ésta hubiera podido saltar hacia adelante y aplastarlos a él y al kayak con un solo movimiento de su gigantesca cola, la perezosa bestia mantuvo la cabeza bajo el agua y ni siquiera se molestó en mirar aquella nimiedad que se movía en el mar, tan cerca de ella.

Cuando el kayak había pasado de largo, sin sufrir daño alguno, la ballena levantó su cabeza enorme, arrojó grandes cantidades de agua, abrió la boca en una especie de bostezo indiferente, y Ugruk, que había mirado hacia atrás alertado por el ruido del agua, pudo ver la magnitud de la boca a la que había escapado y su tamaño le horrorizó. Durante su juventud había ayudado a descuartizar cuatro ballenas, dos de ellas de gran tamaño, pero ninguna tenía la cabeza o la boca tan grandes. La caverna se mantuvo abierta durante casi un minuto, como una cavidad oscura capaz de engullir un kayak entero; después se cerró, casi soñolienta, lanzando un chorro de agua vacilante. El enorme animal volvió a hundirse bajo la superficie del agua; y continuó nadando hacia donde Ugruk sospechaba que esperaban sus compañeros con el

umiak. Él apretó la marcha, haciendo tintinear el amuleto contra sus dientes.

Ahora estaba al este de la ballena, seguía rumbo norte, y se había adentrado tanto en el mar que ya no podía ver ni los promontorios de la aldea ni la costa opuesta. Se encontraba solo en el vasto mar del norte, sin más apoyo que su disco labial y la esperanza de ayudar a su pueblo en la caza de aquella ballena.

Como era pleno verano, no temía que de repente la ballena se perdiese en la oscuridad, pues, mientras remaba, de vez en cuando miraba por encima del hombro a la bestia perseverante y, bajo la luz plateada del verano interminable, se aseguraba de que seguía viajando hacia el norte con él; sin embargo, cada vez que miraba a la ballena veía otra vez su boca monstruosa, aquella caverna negra que dejaba entrever el otro mundo, sobre el cual el chamán les alertaba a veces cuando entraba en trance. La experiencia de viajar hacia el norte, en medio del rumor grisáceo de la medianoche ártica, seguido por una ballena oscura, a través del profundo oleaje del mar, ponía a prueba el valor de un hombre, pero Ugruk estaba decidido a comportarse correctamente; sin embargo, sin la presencia tranquilizadora de su amuleto, se hubiera echado atrás.

Al amanecer, la ballena continuaba dirigiéndose al norte, y, antes de que el sol llegara mucho más arriba del horizonte, donde había estado durante la noche, a Ugruk le pareció que hacia el nordeste se veía algo parecido a un

umiak, por lo que dejó de vigilar a la ballena y comenzó a remar frenéticamente hacia la supuesta embarcación. Había acertado, pues, en cierto momento, tanto él como el

umiak quedaron en la cresta de sendas olas y entonces pudo ver a los seis remeros, que a su vez le divisaron a él. Agitó el remo en alto, hizo la señal que indicaba que se había localizado una ballena y luego les mostró su rumbo.

El

umiak se dirigió hacia el oeste con asombrosa rapidez, con la intención de interceptar al leviatán, y no prestó ninguna atención a Ugruk, porque lo importante no era el mensajero sino la ballena. Ugruk lo entendió; se puso a remar para que el frágil kayak pudiese alcanzar el

umiak justo cuando éste llegara junto a la ballena, y entonces se desarrolló un drama en tres partes: los hombres de la embarcación grande jadeaban de entusiasmo, la ballena les precedía majestuosa, ajena al peligro que le acechaba, y el solitario Ugruk remaba con furia, sin saber qué papel tendría en la reyerta inminente. A su alrededor, se extendía en todas direcciones la suave superficie del mar Ártico, en la que no se veían ni los icebergs de la primavera, ni pájaros, ni promontorios, golfos o bahías. En la vasta soledad septentrional, aquellos seres del norte se disponían a luchar.

Cuando el

umiak llegó a las proximidades de la ballena, los hombres no pudieron apreciar el tamaño del monstruo, porque podían ver la cabeza y la cola, pero nunca el cuerpo en toda su longitud, lo que les hizo creer que se trataba de una ballena normal. Sin embargo, cuando estuvieron más cerca, la ballena emergió de repente, ignorando todavía su presencia, y, por motivos desconocidos, arqueó el cuerpo, que emergió completamente por encima del agua. Luego, giró de costado con una fuerza tremenda, como si intentara rascarse el lomo y, con un chapuzón gigantesco, volvió a sumergirse en el mar. Entonces los seis esquimales comprendieron que se enfrentaban a una ballena excepcional, que proporcionaría a su aldea la comida de varios meses, si lograban capturarla.

El suegro de Ugruk tenía que dar sólo unas pocas órdenes. Ya estaban preparadas las vejigas de foca infladas, con las que intentarían impedir el avance de la ballena, en el caso de que pudieran arponearla. Cada uno de los cuatro remeros tenía a mano las lanzas que iban a utilizar cuando se arrimaran a ella, y el alto y apuesto Shaktulik se erguía en la proa del

umiak, con las rodillas apoyadas contra la borda del bote, y sostenía en sus fuertes manos el arpón, dispuesto a clavarlo en los órganos vitales de la ballena. Ugruk les seguía, mucho más atrás.

El arpón que Shaktulik sostenía con tanto cuidado era un arma poderosa, con el asta rematada por un trozo de sílex afilado, al que seguían unas púas en forma de anzuelo, talladas en marfil de morsa. Pero aquel arma letal no podía arrojarse con un movimiento de la mano, como si hubiese una lanza, porque no serviría de nada, pues no alcanzaría suficiente fuerza para perforar la gruesa piel de la ballena, protegida por la grasa; el milagro del sistema utilizado por los esquimales no era el arpón, sino el propulsor con que se impulsaba, que permitía ingeniosamente triplicar o cuadruplicar la potencia del asta erizada de púas.

El propulsor consistía en un trozo delgado de madera, de unos setenta y cinco centímetros de longitud, al que se daba forma cuidadosamente y que estaba pensado para aumentar considerablemente el alcance del brazo. El extremo posterior tenía una especie de ranura en la que encajaba el mango del arpón, y quedaba ajustado al codo flexionado del arponero. El arpón se apoyaba en la madera, que recorría el brazo y alcanzaba hasta más allá de la punta de los dedos. Cerca del extremo delantero había un apoyo para el dedo, que permitía mantener el control del arpón y del trozo de madera; a poca distancia, había un trozo más pulido en el cual el hombre, cuando iba a efectuar su lanzamiento, colocaba el pulgar y sujetaba con él el largo arpón. El arponero tomaba apoyo, extendía hacia atrás, hasta donde alcanzaba, el brazo derecho con el que sujetaba el propulsor y se aseguraba de que el extremo posterior del arpón encajara bien en la ranura. Entonces describía un ancho arco con el brazo, no de arriba a abajo, como se podría suponer, sino paralelo a la superficie del mar, y lanzaba la mano con rapidez hacia adelante hasta que, en el momento preciso, soltaba el arpón; como la palanca propulsora duplicaba la longitud de su brazo, cuando arrojaba contra la ballena el arma rematada de sílex, ésta alcanzaba tanta fuerza que podía atravesar el pellejo más grueso. Con este complicado método se podía manejar el arpón de forma muy parecida a la que, doce mil años después, utilizaría el pequeño David para lanzar una piedra contra el gran Goliat. A veces se necesitaban años de práctica para lograr algo de puntería, pero cuando conseguían dominarse a la vez los diferentes movimientos, aquel arpón honda se convertía en un arma mortífera.

Parece increíble que el hombre primitivo lograra inventar un instrumento tan curioso y complicado, pero así lo hicieron los cazadores de varios continentes, en versiones muy parecidas, aunque se les dio a todas el nombre del arma que descubrieron en México los europeos: el

atlatl[3]. Aquellos hombres, que no sabían nada de ingeniería ni de dinámica, dedujeron de alguna manera que la eficacia de los arpones se triplicaría si, en vez de arrojarlos directamente, los cargaban en un

atlatl y los lanzaban hacia adelante COMO si utilizaran una honda. Sobrecoge la fuerza intelectual de un descubrimiento tan complejo, pero no hay que olvidar que, durante 100 000 años, los hombres pasaron la mayor parte de su vida cazando animales para poder alimentarse; era su actividad más importante, así que no es tan sorprendente que, después de experimentar durante 20 000 o 30 000 años, descubrieran que el mejor modo de lanzar un arpón era describiendo un movimiento lateral, a la manera de las hondas, casi como haría un muchacho torpe al arrojar una pelota.

Aquel día, el jefe esquimal había calculado exactamente cómo acercarse al blanco: planeaba hacerlo desde atrás, a partir de la posición que ocupaban, algo a la derecha del animal, y lanzarse hacia adelante en un ángulo que permitiría a Shaktulik alcanzar un punto vital, justo detrás de la oreja derecha, y no impediría que los dos remeros situados a la izquierda arrojasen también sus lanzas, mientras el timonel, colocado un poco más atrás que los otros, en la popa, se dispusiera asimismo a usar la suya. Con esta maniobra, los cuatro esquimales situados en el lado izquierdo del

umiak podrían herir al enorme animal; quizá no mortalmente, pero serían heridas bastante profundas, que lo debilitarían frente a los ataques siguientes y lo harían vulnerable hasta la victoria final. Comenzaba una batalla de meditada estrategia.

Cuando se acercó el

umiak, la ballena se dio cuenta del peligro y tuvo una reacción automática que dejó atónitos a los hombres: giró sobre su centro y movió su enorme cola sin piedad. El jefe desvió la embarcación, pues sabía que el golpe podía destruir el

umiak; pero, de este modo, Shaktulik, que sujetaba su arpón en la proa del barco, quedó desprotegido; y, al pasar, la mitad de la cola golpeó la cabeza y los hombros del arponero, que cayó al mar. De inmediato, con un golpe que sólo podía ser casual, la poderosa cola golpeó con fuerza la superficie del agua y aplastó al arponero, que se hundió inconsciente en el mar, donde pereció. La ballena había ganado la primera batalla.

El jefe, en cuanto comprendió el cambio de situación, actuó por instinto. Se alejó de la ballena, oteó el mar para encontrar a Ugruk y, cuando vio que el kayak estaba en el punto donde debía estar, dirigió el

umiak hacia aquella dirección.

—¡A bordo! —gritó.

Ugruk estaba ansioso por participar en el combate, pero también sabía que la embarcación en la que navegaba era propiedad de su suegro.

—¿Y el kayak? —preguntó.

—Déjalo —respondió el jefe, sin vacilar.

Aunque todas las embarcaciones eran valiosas, y además aquélla le pertenecía, la captura de la ballena era de vital importancia, de modo que Ugruk se subió al

umiak y abandonó el kayak a la deriva.

La tripulación sabía desde hacía mucho tiempo que, en caso de que Shaktulik o el jefe muriesen o se perdieran en el mar, el remero principal, el primero de la izquierda, asumiría el lugar vacante; así lo hizo éste, que dejó libre su propio puesto. Ugruk supuso, al principio, que él iba a ocuparlo, pero su suegro sabía que no era muy hábil y se apresuró a cambiar de sitio a los hombres, dejando vacío el asiento posterior izquierdo, donde Ugruk estaría bajo su supervisión directa. De este modo no podría causar mucho daño, y, con esta nueva distribución, casi sin pensar en el difunto Shaktulik, los esquimales reanudaron la persecución de la ballena.

El leviatán ya sabía que le atacaban y adoptó diversas estratagemas para protegerse, pero como no era un pez y necesitaba respirar aire, de vez en cuando tenía que salir a la superficie; entonces le atacaban las irritantes bestezuelas del barco. No tenían ningún éxito, pero insistían en hacerlo, porque sabían que, si la ballena se veía obligada a rechazar constantemente sus ataques, conseguirían que se fatigase y llegase al momento crítico en que, cansada de huir y extenuada por el asedio y arponeo constantes, sería vulnerable.

El desigual combate se libró durante todo el primer día, conscientes los hombres de que para acabar con ellos bastaba un solo movimiento de la magnífica cola, un abrir y cerrar de aquellas inmensas mandíbulas. Pero no tenían alternativa, ya que los esquimales, si no arrebataban su alimento al océano, Se morían de hambre y en ningún momento se les ocurrió abandonar la lucha. Aunque el sol descendía hacia el horizonte septentrional, indicando que había llegado la noche, si así podía llamársela, los hombres del

umiak continuaron su persecución: los seis esquimalitos prosiguieron su cacería de la gran ballena a lo largo de todo el crepúsculo, de color de plata, que mostró su belleza majestuosa hasta convertirse en una aurora también plateada.

Hacia el mediodía de la segunda jornada, el jefe calculó que la ballena se estaba cansando y era el momento de intentar un ataque magistral: una vez más, situó el

umiak detrás de la ballena, y otra vez avanzó con fuerza para que el nuevo arponero, él mismo y los dos remeros de la izquierda, pudiesen lanzar un disparo certero. Al iniciar la marcha asestó un puntapié a la espalda de Ugruk.

—Prepara tu lanza —gruñó, mostrando su desprecio por aquel yerno inepto que buscaba afanosamente el arma, tan poco familiar para él.

Cuando comenzó el ataque, Ugruk no había encontrado todavía la lanza, porque el ocupante anterior de su asiento, al trasladarse a proa, se la había llevado y no la había devuelto. No obstante, cuando atacaron a la ballena, que pasaba por el lado derecho del

umiak, el hombre situado delante de Ugruk, y su suegro, a popa, manejaron sus lanzas hábilmente y le infligieron heridas serias; Ugruk no lo hizo, y el jefe, cuando se dio cuenta del descuido, comenzó a insultarle, mientras la ballena, que sangraba por el flanco derecho, se alejaba.

—¡Idiota! ¡Si hubieras usado tu lanza, no se habría resistido!

Durante todo el día, el jefe repitió tantas veces el comentario que todos los del

umiak se convencieron de que la única culpa del segundo fracaso era de Ugruk y de su incapacidad para utilizar correctamente una lanza. Finalmente, la crítica se hizo tan grave que el bizco tuvo que defenderse:

—Yo no tenía lanza. No me dieron ninguna.

Los demás inspeccionaron el

umiak y tuvieron que aceptarlo, aunque continuaron murmurando, porque deseaban achacar a otro sus propios errores:

—Si Ugruk hubiera sabido usar la lanza, esa ballena ya sería nuestra.

Durante la segunda noche, que constituyó una experiencia casi mística, vieron de vez en cuando a la ballena, que elevaba su cola gigantesca por encima del oleaje; el jefe repartió algo de comida y permitió que sus hombres bebieran pequeños sorbos de agua; pero, cuando vieron la escasez de las raciones que quedaban, todos comprendieron que tendrían que hacer un esfuerzo supremo durante el día siguiente. A primera hora de la mañana, el jefe volvió a situar el

umiak en la posición preferida, un poco por detrás y al este de la ballena, y colocó hábilmente al arponero de proa en el punto que le permitiría hacer más daño; sin embargo, cuando el hombre asestó su golpe, la punta del arpón chocó con hueso y se desvió. El hombre sentado delante de Ugruk asestó otro buen golpe, profundo, aunque no fatal, y entonces llegó el turno de Ugruk. Notó que su suegro le daba una patada al levantarse, de modo que alargó el brazo que sujetaba la lanza prestada, apuntó perfectamente con ella y la clavó profundamente en la ballena, con todas sus fuerzas.

Sin embargo le faltaba experiencia, por lo que, en ese momento de triunfo, se olvidó de apoyar las rodillas y los pies contra la borda del

umiak, y, para colmo, no soltó la lanza y cayó al agua.

Cuando se sumergía en el mar helado, atrapado entre el

umiak y la ballena que pasaba, oyó las maldiciones de su suegro, pudo ver cómo éste arrojaba correctamente la lanza contra la ballena y cómo evitaba caerse mientras volvía a arrancarla con habilidad viril, para poder hundirla más a fondo en el siguiente intento.

A bordo del

Ir a la siguiente página

Report Page