Alaska

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III. LOS NORTEÑOS

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umiak se produjo una confusión, porque algunos gritaban:

—¡Tras la ballena, que está herida!

Mientras otros decían:

—¡Recojamos a Ugruk, que aún vive!

Tras una breve vacilación, el jefe decidió que la ballena no podía escapar, mientras que Ugruk no sabía nadar, por lo que era mejor ocuparse de este último. Cuando le subieron a bordo, con su disco labial chorreando agua salada, su suegro gruñó:

—Ya van dos veces que nos debes la ballena.

No era del todo cierto, porque la ballena no estaba tan herida como creían y avanzó rápidamente con las fuerzas que le quedaban, hasta que, al final del tercer día, los esquimales comprendieron que la habían perdido. Como estaban desesperados por haber estado a punto de capturar una ballena de campeonato, volvieron a culpar de la derrota a Ugruk, y otra vez le reprocharon que no hubiera podido arrojar una lanza a la ballena y que se hubiera caído; en el

umiak lleno de rencor se formó una leyenda: si no se hubieran detenido para rescatar a Ugruk, no había duda de que hubieran conseguido capturar a aquella ballena.

—¡Claro! Es tan torpe que se cayó del

umiak y nuestra ballena se escapó mientras nos deteníamos a rescatarle.

Él escuchaba las acusaciones, mordía el disco labial y pensaba: «Se olvidan de que fui yo quien les trajo la ballena». Y cuando su suegro emprendió un discurso lleno de razonamientos ridículos y comenzó a regañarle por haber perdido el kayak, Ugruk llegó a la conclusión de que el mundo se había vuelto loco: «Fue él quien me ordenó abandonarlo. Se lo pregunté dos veces, y las dos veces me lo ordenó».

En aquellos tristes momentos, los más amargos que un hombre pueda conocer, mientras los miembros de su comunidad se volvían contra él y le insultaban irracionalmente, culpándole por sus propios errores, Ugruk comprendió que era inútil tratar de defenderse de unas acusaciones tan irresponsables. Quedarse en silencio no le sirvió de alivio, porque los hombres del

umiak se enfrentaban ahora al problema de volver a casa, en un viaje que podía durar tres días, sin alimentos y con muy poca agua. En el aprieto, renovaron sus ataques contra Ugruk, y un tripulante llegó a sugerir que le arrojaran por la borda para aplacar a los espíritus, ofendidos por su comportamiento.

—Basta ya —atajó el jefe, ceñudo, desde la popa del

umiak, aunque continuó expresando su opinión desfavorable sobre el desdichado.

Entonces los hombres vieron por primera vez, en dirección este, la costa del país que se extendía en la orilla opuesta, y que bajo la luz del atardecer parecía un lugar atractivo y digno de atención. Advirtieron que no había montañas como las que ellos habían conocido en su lado del mar, en el oeste, sino que estaba formado por colinas ondulantes, sin árboles, pero igual de bonitas. No tenían manera de saber si el lugar estaba o no habitado y tampoco estaban seguros de poder encontrar comida, pero, como creían que habría agua, estuvieron todos de acuerdo en que el jefe encaminara el

umiak allí, en busca de un lugar seguro para desembarcar.

Los hombres se acercaron a la costa con muchísima aprensión, porque no sabían qué podía ocurrir si en aquel lugar tan tentador vivían seres humanos; cuando rodearon un pequeño promontorio junto a una bahía, vieron, con el corazón palpitante, que acogía una aldea. Antes de que el jefe pudiera detener el avance del

umiak, se vieron rodeados por siete veloces kayaks individuales, que habían zarpado rápidamente desde la playa. Los forasteros estaban armados y hubieran podido arrojar sus lanzas, pero el suegro de Ugruk levantó por encima de su cabeza las manos vacías y se las llevó después a la boca, imitando el gesto de beber.

Los forasteros comprendieron el ademán y se acercaron al

umiak, para inspeccionarlo en busca de armas; al ver que Ugruk y otro hombre recogían las lanzas balleneras y las apartaban en un montón, permitieron que el

umiak les siguiera hasta la costa, donde recibieron la calurosa bienvenida de un anciano, que evidentemente era su chamán.

Se quedaron tres días en Shishmaref, como se llamaría más adelante aquel lugar, comieron alimentos muy parecidos a los que tenían en su tierra natal y aprendieron palabras similares a las suyas. Aunque no les era fácil conversar con aquel pueblo de la costa oriental del mar de Bering, lograron hacerse entender. Los aldeanos, que eran esquimales, sin duda, explicaron que sus antepasados habían vivido durante muchas generaciones en la bahía; para construir sus casas empleaban los mismos huesos que la gente de Pelek, por lo que era evidente que dependían del mismo tipo de animales marinos. Se mostraron cordiales y, cuando se marcharon Ugruk y sus compañeros de tripulación, se despidieron con emoción sincera.

Gracias a aquella estancia en el este, los hombres del oeste lograron sobrevivir durante el viaje de regreso, pero el antiguo antagonismo contra Ugruk se consolidó en el largo trayecto de vuelta, hasta el punto de que, cuando desembarcaron en Pelek, reinaba una opinión general:

—Tanto Shaktulik como Ugruk se cayeron por la borda. Por culpa de los demonios malignos, perdimos al bueno y rescatamos al malo.

Una vez en tierra, difundieron esta idea, y fueron tan persuasivos que los que les habían esperado en las chozas llegaron a aceptarla y condenaron al ostracismo a Ugruk; para colmo, el hombre se encontró con un enemigo más poderoso que los tripulantes del

umiak, pues el chamán, aquella mezcla de santón, sacerdote, mago y ladrón, comenzó a divulgar la teoría de que la causa de la muerte de Shaktulik había sido la forma insolente en que Ugruk había cruzado por delante de la ballena, puesto que la reconocida habilidad del arponero le hacía muy capaz de protegerse de los peligros habituales. Evidentemente, tenía que haber un hechizo adverso levantado contra él por alguna fuerza maligna, y, lógicamente, el responsable tenía que ser Ugruk.

Entonces el chamán sacudió sus rizos largos y grasientos y delató el motivo de su ataque: susurró a varios interlocutores que no era adecuado que un hombre tan miserable como Ugruk poseyera aquel disco labial con poderes mágicos, con una ballena tallada en una de sus caras y una morsa en la otra, y comenzó a desarrollar las tortuosas maniobras que le habían dado resultado en situaciones similares. Su objetivo inmediato, que no revelaba a nadie, ni siquiera a los espíritus, era apoderarse de aquel disco labial.

Lamentó ruidosamente la muerte del arponero Shaktulik, lloró en público la pérdida de tan noble joven y trató de procurarse la ayuda del suegro y de la esposa de Ugruk, Nuklit, la guapa hija del jefe. Pero se encontró con problemas, porque Nuklit, ante la sorpresa de todos, incluyendo a su padre, en lugar de situarse contra su irreflexivo esposo, lo defendió. La mujer señaló las diversas injusticias de los ataques lanzados contra él y llegó a convencer a su padre de que, en cierto modo, Ugruk había sido el héroe y no el villano de la expedición.

¿Qué razones tenía Nuklit? Sabía que su hija no era de Ugruk y que, cuando se casó con el bizco, a casi todo el mundo, incluido su padre, le pareció mal, pero ya llevaban cuatro años juntos, y en ese tiempo había podido comprobar que su esposo era un hombre de gran carácter. Era honrado. Trabajaba tanto como podía. Adoraba a la niña y la cuidaba como si fuera suya; además, mientras otros hombres mucho más ricos trataban con desprecio a sus esposas, Ugruk siempre había compartido con ella sus escasas posesiones.

Durante aquellos cuatro años, había comparado especialmente la conducta de Ugruk con la del padre de su hija, Shaktulik, y, cuanto más observaba el comportamiento del apuesto arponero, más respetaba a su poco atractivo marido. Shaktulik era arrogante, maltrataba a sus dos mujeres, ignoraba a sus hijos, y con diversas maldades había demostrado su vileza. Robaba las lanzas de los demás y se reía. Gozaba de las mujeres ajenas y las desafiaba a resistirse. Aunque su valentía era apreciada por todos, en los demás aspectos había sido un hombre malo; si los otros no querían admitirlo, ella sí. Por eso, cuando el chamán armó un gran alboroto por la muerte de Shaktulik, ella le observó, le escuchó y dedujo qué estaba tramando aquel hombre malvado.

Curiosamente, aunque estaba convencida de la bondad de Ugruk, no podía admitir que fuera inteligente y, por eso, en vez de hablar con su marido, comunicó sus temores a su padre:

—El chamán quiere expulsar de Pelek a Ugruk.

—¿Y por qué haría una cosa así?

—Porque quiere algo que pertenece a Ugruk.

—¿Qué puede querer? Ese tonto no tiene nada.

—Me tiene a mí.

Con gran instinto, Nuklit había descubierto el otro motivo del chamán para querer deshacerse de Ugruk. Ciertamente, ambicionaba su hermoso disco labial, pero era sólo para ampliar sus poderes chamánicos y para incrementar su dominio sobre el pueblo. Para sí mismo, un hombre que vivía aislado en una casucha al borde de la aldea, deseaba a Nuklit, con su hija y su relación privilegiada con el jefe. Nuklit le parecía una de aquellas mujeres, tan pocas en su opinión, que aportan una gracia especial a todo lo que hacen. Cuatro años antes se había preguntado, perplejo, por qué ella prefería casarse con Ugruk en vez de convertirse en la tercera esposa de Shaktulik, pero ahora comprendía que la elección demostraba un carácter y una fuerza especiales: ella quería ser la primera del linaje, y no ocupar el tercer puesto y el hombre se convenció de que, si ella tenía la oportunidad de convertirse en la mujer del chamán, colaboradora del hombre más poderoso de la comunidad, no dejaría escaparla.

Aquel hombre estrafalario se engañaba de mil maneras. El mundo ártico era peligroso, y la vida y la muerte podían depender del éxito en la cacería de una morsa; por ello, los esquimales necesitaban aplacar el espíritu del animal, y ¿quién podía hacerlo, si no el chamán? Era él quien podía alejar las peores ventiscas del invierno y quien podía atraer las lluvias que calmasen la sequía estival. Sólo él podía asegurar que una mujer sin hijos quedara embarazada o que su criatura fuera un varón. Con toda convicción, identificaba a los esquimales poseídos por los demonios y, a cambio de un buen precio, los exorcizaba justo antes de que el clan se levantara para castigar al aturdido portador del mal. Dos veces, en circunstancias extremas, había descubierto que la única esperanza de supervivencia del clan consistía en aplacar a los espíritus y, sin ningún escrúpulo, había identificado al responsable, a quien tuvieron que eliminar.

Ningún habitante de Pelek se hubiera atrevido a desafiar a aquel déspota, porque sabían que el mundo estaba gobernado por fuerzas extrañas, y el chamán era el único capaz de dominarlas o, cuando menos, de conquistarlas de manera que hicieran el mínimo daño. De ese modo, cumplía varias funciones útiles: cuando moría un esquimal, el chamán, mediante complicados rituales, conducía a su espíritu hasta su lugar de descanso, y aseguraba al clan que por la costa no quedarían fuerzas malignas que pudieran alejar las focas y las morsas. Era especialmente útil cuando los cazadores se hacían a la mar en sus

umiaks, porque entonces sus encantamientos les daban fuerza y los protegían contra los espíritus malignos que pudiesen acarrear el desastre a la cacería, de por sí peligrosa. En lo más profundo de los inviernos más fríos, cuando toda vida parecía haber desaparecido de la Tierra, el clan renovaba sus esperanzas al verle aplacar a los espíritus para que se impusieran a los mares helados y trajeran de nuevo a Pelek las brisas cálidas de la Primavera. Ninguna comunidad podía sobrevivir sin un chamán poderoso. Por eso, incluso los que sufrían bajo sus manos reconocían la importancia esencial de los ministerios del chamán. A lo sumo, decían: «Lástima que no sea más amable».

El chamán de Pelek había comenzado a dominar a las otras personas de un modo pausado, casi accidental. Cuando era niño se dio cuenta de que era distinto, porque, a diferencia de los demás, él podía adivinar el futuro. También era sensible a la presencia de las fuerzas del bien y las fuerzas malignas.

Sobre todo, a temprana edad había descubierto que el mundo es un lugar misterioso, que las grandes ballenas van y vienen según unas reglas que ningún hombre, por sí solo, puede desentrañar, y que la muerte golpea de forma arbitraria. Como a todos, le preocupaban esos misterios, pero él, a diferencia de los otros hombres, se propuso dominarlos.

Para ello, recogió objetos que encerraban poderes y daban buena suerte, lo que estimulaba su intuición; por eso, ahora deseaba el poderoso amuleto de Ugruk. Cosió un saquito con brillantes pieles de castor, que llenó con piedras escogidas y fragmentos especiales de hueso. Aprendió a silbar como los pájaros. Desarrolló sus poderes de observación hasta que fue capaz de apreciar relaciones y situaciones que los demás no veían. Una vez seguro de que podía ser un buen chamán, se entrenó en el arte de hablar con voces diferentes y hasta de proyectar la voz de un sitio a otro; de este modo, las personas que venían a consultarle, atemorizadas y angustiadas, creían oír que los espíritus resolvían sus problemas.

Prestaba un buen servicio a su comunidad. En efecto, parecía que su única debilidad era su deseo insaciable de poder y más poder; y la primera persona de la comunidad que descubrió e identificó su flaqueza, había sido la joven Nuklit. Comenzó preocupándose por su esposo, desamparado ante el poderoso chamán, pero no tardó en preocuparse por sí misma. Cuando se dio cuenta del auténtico peligro, pidió a su padre que la acompañara a dar un paseo junto al mar, que comenzaba a cubrirse de hielo.

—¿No te das cuenta, padre? No se trata de Ugruk ni de mí. Lo que él busca, en realidad, es tu poder.

El jefe, cuyo cargo era de gran importancia en todas las comunidades esquimales, se rió de los temores de su hija:

—Los chamanes se encargan de los espíritus y los jefes, de la caza.

—Mientras sean cargos separados.

—El chamán en un

umiak no serviría para nada, y, en un kayak, estaría indefenso.

—Pero, ¿y si dominara a los que tripulan el

umiak?

Nuklit no consiguió convencer a su padre, que pensaba solamente en conseguir más comida antes de que llegara el invierno, y además le vio muy poco durante las semanas siguientes, porque él y sus hombres iban a menudo a alta mar, donde ya se estaba formando hielo; para alivio de los dos, logró traer a casa varias focas gordas y una morsa pequeña. El chamán bendijo la caza y explicó al pueblo que el éxito de la cacería se debía a que, esta vez, Ugruk se había quedado en tierra.

El invierno fue difícil. Como no habían conseguido una ballena, en la aldea de Pelek faltaban muchas cosas necesarias; además, cuando se instaló la larga noche, se formó hielo sólido a lo largo de la costa, hasta bastante adentro en el mar. Pelek se levantaba en el extremo oriental de la península Chukchi, algo al sur del Círculo Ártico; en aquella latitud, el sol se asomaba brevemente incluso en pleno invierno, aunque era una esfera fría y vacilante que daba poco calor. Como si le asustase aventurarse tan al norte, el sol desaparecía al cabo de dos horas escasas, y durante otras veintidós horas volvía la oscuridad helada.

El frío producía un efecto espectacular en el mar: el océano, además de congelarse, se agitaba y fracturaba, y cambiaba hasta el punto de que en su superficie se alzaban fantasmagóricamente grandes bloques de hielo, más altos que las píceas del sur, erguidos como estructuras que hubiese arrojado un gigante malévolo impresionaba el efecto de aquella superficie mellada y rota, que no podía recorrerse en trineo durante mucha distancia, sin tener que rodear una de las enormes torres de hielo.

Entre los grandes bloques quedaban zonas amplias donde el mar se había congelado formando una superficie plana, y allí se dirigían los hombres y las Mujeres a pescar con sus cañas; con unas varas resistentes, que se transmitían de generación en generación, rompían el hielo y abrían paso hasta el agua, formando unos huecos en los que dejaban caer los anzuelos de marfil de sus cañas, con las que pescaban su comida para el invierno. Resultaba muy duro excavar los agujeros, y había que pasar un frío intenso durante horas y horas, mientras esperaban que picase un pez; pero los de Pelek tenían que elegir entre soportar esa tarea, o pasar hambre.

Los esquimales imitaban la prudencia de los siberianos que les habían precedido y, durante las largas horas de oscuridad, dormían mucho para conservar las fuerzas; sin embargo, algunas veces, algún grupo de hombres se aventuraba por el hielo hasta donde había agua, y allí intentaba atrapar una o dos focas, para compensar con las propiedades nutritivas de su grasa las carencias de la dieta habitual. Cuando conseguían una presa, inmediatamente la abrían en canal, se comían el hígado y después acarreaban a través del hielo las tajadas de carne y de grasa, hasta la aldea; a medida que se acercaban a Pelek, iban dando gritos para comunicar la noticia de su éxito. Entonces las mujeres y los niños corrían a la playa y se adentraban en el hielo, para ayudarles a arrastrar hasta casa la carne tan esperada; y, durante dos días enteros, los de Pelek gozaban del banquete.

No obstante, la mayor parte del tiempo, en aquellos inviernos difíciles, los esquimales de Pelek no se alejaban de las chozas, iban retirando la nieve que amenazaba enterrarlos y permanecían acurrucados junto a las débiles fogatas. Los esquimales de aquella parte del norte no vivían en iglús; esas ingeniosas viviendas de hielo, a veces tan bellas con sus espléndidas cúpulas, llegaron más adelante y se construyeron solamente en regiones situadas miles de kilómetros al este. Hace 14 000 años, los esquimales vivían en chozas excavadas en el suelo, con unas estructuras superiores hechas de madera, huesos de ballena y pieles de foca, muy parecidas a las que 15 000 años antes, en tiempos de Varnak, usaban los siberianos.

Los miedos y las supersticiones nacían en la oscuridad del invierno, y cuando mejor funcionaba la brujería del chamán era en aquella situación de inactividad forzada y nerviosa. Si una mujer embarazada tenía un parto difícil, él sabía quién era el culpable y lo identificaba sin vacilar. Que viviera o muriera no dependía de él sino del consenso de la comunidad, pero él podía influir en la decisión adoptada. Se quedaba solo en la cabaña que tenía en los límites de Pelek, lejos del mar, al que rehuía, y se sentaba entre sus guijarros Y sus encantamientos, sus trozos de hueso y sus preciosos marfiles, sus ramitas de álamo que por casualidad habían crecido adoptando formas premonitorias; allí tramaba sus hechizos.

Aquel invierno intentó embrujar primero a Ugruk; tenía motivos serios para hacerlo, porque Ugruk, con sus modales suaves y su bizquera, era el tipo de hombre que podía llegar a ser chamán. Y también podía moverlo a ello el amuleto que llevaba en el labio. Lo mejor era obligarle a abandonar la aldea. Era una táctica inteligente, porque, además, si Ugruk huía, era Poco probable que su atractiva esposa le acompañase. Se quedaría en el pueblo, sin duda, y el chamán podría apoderarse de la fuerza de Nuklit, y entonces su padre sería vulnerable ante él.

Doce mil años antes del nacimiento de Cristo y once mil años antes de la refinada cultura ateniense, los hombres y mujeres de Pelek comprendían plenamente los motivos que impulsan la conducta humana. Valoraban la relación que los ligaba a la tierra, al mar y a los animales que los habitan. Nadie comprendía aquellas fuerzas mejor que el chamán, a no ser aquella extraña joven que le obsesionaba, Nuklit.

—Ugruk —susurró ella, en la oscuridad de la choza—, creo que si nos quedamos otro año en la aldea, él nos hará la vida imposible.

—Me odia. Está poniendo a todos los hombres contra mí.

—No, en realidad odia a ése —replicó Nuklit, mientras señalaba al lugar donde dormía su padre.

Nuklit aseguró a su marido que, aunque él era el primero en la lista del chamán y ella la segunda, no eran más que objetivos secundarios, mediante los cuales el hechicero intentaba alcanzar lo que realmente le importaba.

—¿Qué es lo que intenta?

—Destruir a mi padre, y quedarse con su poder.

Cuando Ugruk, guiado por su esposa, comenzó a desenmarañar la trama, comprendió que ella tenía razón y comenzó a desarrollar una rabia silenciosa. Pero se hallaba indefenso para idear algún modo de defender a Nuklit y a sí mismo de los primeros asaltos del chamán; tampoco podía proteger a su suegro contra el ataque principal del brujo. El chamán tenía una importancia esencial en la aldea; cualquier cosa que le perjudicara ponía en peligro a toda la comunidad. Por lo tanto, Ugruk estaba paralizado.

Más tarde, su furia inicial se convirtió en una especie de dolor sordo, en un desasosiego que nunca abandonaba su mente y que produjo en él una reacción curiosa. El bizco comenzó a recoger, en la nieve que rodeaba la choza de su suegro, huesos de ballena y remos de madera arrastrados por el mar durante el verano anterior. También adquirió pieles de foca y tendones de animales y, mientras reunía furtivamente aquellos objetos, fue elaborando un plan. Recordaba el hospitalario grupo de chozas de la orilla oriental del mar, donde se recobraron él y sus compañeros de caza cuando ya no les quedaban provisiones, y siempre pensaba: «Allí estaríamos mejor».

Cuando hubo reunido subrepticiamente suficientes elementos y pudo estudiar seriamente cómo utilizarlos, tuvo que confiarse a Nuklit y a su padre; entonces expuso una idea revolucionaria:

—¿Por qué no construimos un kayak con tres aberturas? Los hombres irían en la popa y en la proa, remando. Nuklit y la niña estarían en el medio.

El suegro rechazó inmediatamente aquella idea absurda.

—Los kayaks tienen una sola abertura. Si quieres tres, te construyes un

umiak abierto.

Pero Ugruk, aunque parecía tonto, comprendía que las convenciones tenían menos importancia que la necesidad.

—En alta mar, si un

umiak se hunde, la gente se ahoga. Pero a un kayak bien cosido, se le da la vuelta y sale a flote: entonces sobreviven todos. —Como su suegro continuaba insistiendo en el

umiak, Ugruk manifestó, con una fuerza asombrosa—: Sólo un kayak puede salvarnos.

El padre tuvo que Cambiar el tema de discusión, para salvar su orgullo:

—¿Dónde iríamos si tuviésemos ese kayak?

—Hacia allá —respondió Ugruk, sin vacilar.

En aquel momento trascendental, mientras Ugruk señalaba con su índice izquierdo hacia el este, por encima del mar helado, él y su familia tomaron la decisión de abandonar la aldea para siempre.

Ugruk comenzó a construir un kayak; cuando la noticia llegó a oídos del chamán, el hombre, con sus melenas y sus harapos malolientes por la suciedad y el uso continuado, se arrodilló entre sus objetos mágicos, comenzó a urdir hechizos y formuló preguntas inquisitivas por toda la comunidad:

—¿Por qué está construyendo un kayak? ¿Qué males está tramando Ugruk el bizco?

—El tonto de mi yerno perdió mi estupendo kayak el verano pasado, cuando perseguíamos aquella ballena —respondió descaradamente el jefe, al oír aquella insinuación—. Le he obligado a darme uno nuevo.

El jefe se comprometía con esta mentira. Él también estaba dispuesto a abandonar Pelek para siempre y probar suerte al otro lado del mar, aunque sabía que allí ya no gobernaría. Tendría que renunciar a la serena gloria de dirigir las decisiones de su pueblo. En la pesca de las ballenas, habría otros hombres en la popa del

umiak; y hombres mejores, más jóvenes y fuertes, cazarían morsas y trocearían la carne en la matanza. El jefe era más consciente que su hija o su yerno de lo mucho que dejaba si escapaban, pero también sabía que, si el chamán se volvía contra él, ya no tendría ningún poder.

Cuando el mago se dio cuenta de que el nuevo kayak, cuyo armazón ya podía verse sobre la nieve, iba a tener tres aberturas, comprendió que pensaban escapar de su dominio todas las personas contra las que maquinaba su plan; y, a finales del invierno, justo antes de que se fundiera el hielo en alta mar y pudieran usarse de nuevo los kayaks y los

umiaks, decidió pasar a la acción contra los aspirantes a fugitivos: se adelantó audazmente para marcar su autoridad.

—Los kayaks nunca han tenido tres aberturas; los espíritus rechazan una adulteración así. ¿Por qué lo han hecho? El jefe piensa huir de Pelek y, sin su habilidad para la caza, pasaremos hambre.

Al escuchar aquellas palabras, todos sabían que el chamán intentaba sentenciar al jefe a una existencia cruel: tendría que quedarse en la aldea y dirigir la caza, pero también tendría que ceder vergonzosamente su jefatura al chamán. Sería un hombre libre durante las cacerías, pero en todo lo demás sería un prisionero bajo sospecha.

Solamente la fe absoluta que aquellos esquimales sentían por su chamán Podía hacer posible un castigo tan diabólico; ante él, el único recurso que Podían encontrar el jefe o sus hijos era huir. Por eso se apresuraron a construir el kayak, y, a mediados de la primavera, cuando se fundieron las nieves y el mar empezó a dar muestras de librarse de su cubierta helada, Ugruk y el jefe trabajaron afanosamente para completar la embarcación.

Mientras tanto, Nuklit, que había sido en cierto sentido la instigadora de la marcha, recogía todos aquellos objetos necesarios que, durante la travesía cargarían a su lado ella y su hija. Al darse cuenta de que la carga tendría que ser patéticamente reducida, mientras se veían obligados a abandonar tantas cosas, sintió pena, pero no disminuyó su decisión.

De haber tenido alguna duda o de haber estado descontenta con su esposo, Nuklit habría tenido bastantes excusas para abandonar el proyecto durante aquella primavera, porque el chamán comenzó a poner en práctica su plan para deshacerse de Ugruk y marginar a su padre. Cuando ya casi había desaparecido el hielo del mar y comenzaban a brotar las flores, un día el chamán se presentó en la cabaña del jefe, acompañado por tres hombres jóvenes que cargaban con un kayak usado, de una sola abertura; echó la cabeza hacia atrás como si hablase con los espíritus y gritó con una voz áspera:

—¡Ugruk! Tú, que con tus actos malvados dejaste que la gran ballena escapase, tú, que traes desgracias a Pelek: los espíritus que nos guían y los hombres de esta aldea han decidido que tienes que abandonarnos.

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