Alaska

Alaska


IV. LOS EXPLORADORES

Página 15 de 123

I

V

.

L

O

S

E

X

P

L

O

R

A

D

O

R

E

S

El Día de Año Nuevo del 1723, un cosaco destinado en el puesto más oriental de Siberia, en la lejana ciudad de Yakutsk, ucraniano de origen y alto como un gigante, degolló al gobernador, el cual se había comportado como un tirano. Le arrestaron inmediatamente seis jóvenes oficiales, ya que tres no hubieran bastado para dominarlo, y le golpearon, le encadenaron con grilletes y le exhibieron atado a una columna del patio de armas, situado frente al río Lena. Allí, tras recibir diecinueve latigazos en la espalda desnuda, escuchó su sentencia:

—Trofim Zhdanko, cosaco al servicio del zar Pedro (cuya vida ilustre guarde el cielo), se os pondrán grilletes en los tobillos, se os trasladará a San Petersburgo y allí se os ahorcará.

El día siguiente, a las siete de la mañana, horas antes de que saliera el sol en aquella lejana latitud septentrional, partió una tropa de dieciséis soldados hacia la capital rusa, distante 6500 kilómetros al oeste, y, al cabo de un arriesgado viaje de trescientos veinte días a través de las zonas deshabitadas y poco transitadas de Siberia y de la Rusia central, llegó a Vologda, que pasaba por ser un lugar civilizado, desde donde se adelantaron al galope unos veloces mensajeros para informar al zar de lo que le había ocurrido a su gobernador de Yakutsk. Seis días después, la tropa entregó al prisionero esposado a una húmeda prisión, donde le arrojaron a una mazmorra oscura.

—Lo sabemos todo sobre ti, prisionero Zhdanko —le informó el guardián—. El viernes por la mañana te cuelgan.

La noche siguiente, a las diez y media, un hombre todavía más alto e Imponente que el cosaco abandonó una casa magnífica situada junto al río Neva y se apresuró a subir a un carruaje que le aguardaba, tirado por dos caballos. Iba envuelto en pieles, pero no llevaba sombrero y el viento frío de noviembre agitaba su espesa cabellera. En cuanto se acomodó, se dispusieron delante y detrás del carruaje cuatro jinetes fuertemente armados, porque se trataba de Pedro Romanov, Zar de Todas las Rusias, a quien la historia recordaría como Pedro el Grande.

—A la cárcel de los muelles —ordenó—. ¿No te alegras de que no sea primavera? —gritó después el zar, inclinado hacia el cochero, que conducía Por los callejones helados—. Estas calles estarían llenas de barro.

—Si fuera primavera, sire —gritó a su vez el hombre, con evidente familiaridad—, no iríamos por estos callejones.

—No los llames callejones —le espetó el zar—. El año que viene los van a pavimentar.

Cuando el carruaje llegó a la prisión, que previsoramente Pedro había mandado construir cerca de los muelles, donde habría peleas entre los marineros de todas las naciones marítimas de Europa, el zar bajó de su carruaje sin dar tiempo a que su guardia formase, avanzó a grandes pasos hasta el portón, fuertemente atrancado, y lo golpeó ruidosamente. El vigilante que dormitaba en el interior tardó un minuto en poder acudir, quejoso, a la pequeña mirilla abierta en el centro del portalón.

—¿Quién arma tanto ruido a estas horas? —preguntó.

—El zar Pedro —respondió amablemente Pedro, sin mostrarse ofendido por el retraso que le causaba aquel funcionario.

El Vigilante, invisible detrás de su mirilla, no delató ningún asombro ante una respuesta tan inusual, pues sabía desde hacía tiempo que el zar era aficionado a hacer visitas sin avisar.

—¡Abro inmediatamente, sire! —contestó en seguida.

Pedro oyó el crujido de los portones mientras el vigilante los abría. Cuando el carruaje podía pasar por la abertura, el cochero hizo señas a Pedro para que subiera y pudiesen entrar en el patio de la prisión con la debida ceremonia, pero el altísimo gobernante ya se había adelantado a grandes pasos y estaba llamando al jefe de los carceleros.

Antes de que se levantara el jefe, los prisioneros, que se habían despertado por el ruido, al ver quién les visitaba a aquellas horas comenzaron a bombardearle con peticiones:

—¡Sire, estoy aquí injustamente!

—¡Sire, mirad qué tunante tenéis en Tobolsk! ¡Me robó mis tierras!

—¡Justicia, zar Pedro!

El zar, que aunque no prestaba atención a los delincuentes que gritaban sí tomaba buena nota de sus quejas contra cualquier empleado de su gobierno, continuó directamente hasta la pesada puerta de roble en la entrada principal del edificio, donde golpeó con impaciencia la aldaba de hierro; solamente dio un golpe porque en seguida llegó arrastrando los pies el vigilante del portón.

—¡Mitrofan, es el zar! —anunció a viva voz.

Pedro oyó entonces el ruido de la actividad frenética que se desarrollaba tras las sólidas puertas, construidas con la madera que él había importado de Inglaterra. En menos de un minuto, el carcelero Mitrofan había abierto la puerta y se inclinaba con una reverencia.

—Estoy ansioso por obedecer vuestras órdenes, sire.

—Mejor así —dijo el emperador, mostrando su acuerdo con una palmada en el hombro—. Quiero que traigas al cosaco Trofim Zhdanko.

—¿Que le traiga adónde, sire?

—A la habitación roja que está frente a la tuya.

Convencido de que sus órdenes se cumplirían de inmediato, sin que nadie lo guiase, el zar se fue a la habitación cuya carpintería había construido él mismo unos años atrás. No era grande, porque Pedro la había ideado, ya en los primeros días de SU nueva ciudad, exactamente para el uso que se proponía darle ahora, y contenía solamente una mesa y tres sillas porque estaba destinada al interrogatorio de los prisioneros: había una silla detrás de la mesa, para el funcionario, otra al lado, para el empleado que tomaría nota de las respuestas, y una más para el prisionero, situada de manera que la luz de la ventana le diera de lleno en la cara. Si era necesario llevar a cabo un interrogatorio por la noche, la luz procedía de una lámpara de aceite de ballena que colgaba del muro, detrás de la cabeza del funcionario. Y, para que el ambiente tuviera la solemnidad que requería su propósito, Pedro había pintado el cuarto de un sombrío color rojo.

Mientras esperaba que trajeran al prisionero, Pedro reacomodó el mobiliario, pues no quería resaltar el hecho de que Zhdanko estaba preso. Sin pedir ayuda, trasladó la estrecha mesa hasta el centro, puso una silla a un lado y las otras dos enfrente. Seguía aguardando la llegada del carcelero, y empezó a pasearse de un lado a otro, como si no pudiera dominar su energía que era tanta; cuando oyó acercarse los pasos por el corredor de piedra, trató de recordar al malhumorado cosaco, a quien cierta vez había sentenciado a prisión. Guardaba de él la imagen de un ucraniano enorme y con bigotes, tan alto como él mismo, que al salir de la cárcel había sido destinado a la ciudad de Yakutsk, donde iba a servir como policía militar, haciendo cumplir las órdenes del gobernador civil. Antes de meterse en problemas serios, había sido un soldado leal.

—Fue una suerte que no le ahorcaran allí mismo —murmuró el zar, al recordar aquellos tiempos mejores.

El cerrojo repiqueteó, se abrió la puerta, y allí estaba Trofim Zhdanko, con su metro ochenta y cinco de estatura, los hombros anchos, el pelo negro, un adusto bigote largo y una gran barba que se erizaba hacia adelante cuando su propietario avanzaba el mentón al discutir. Mientras iba hacia el cuarto de los interrogatorios, rodeado de guardias, el carcelero le había anunciado quién era su visitante nocturno, y por ello el alto cosaco, todavía con grilletes, se inclinó profundamente al entrar y habló con suavidad, no con humildad afectada sino con un respeto sincero:

—Me honráis, sire.

El zar Pedro, que detestaba las barbas y había tratado de prohibirlas en su imperio, contempló por un momento a su hirsuto visitante. Luego, sonrió.

—Carcelero Mitrofan, puedes quitarle los grilletes.

—¡Pero si es un asesino, sire!

—¡Los grilletes! —rugió Pedro. Y añadió, suavemente, cuando las cadenas cayeron al suelo de piedra—: Ahora, Mitrofan, sal y llévate a los guardias.

Como uno de los guardias parecía poco decidido a dejar solo al zar con aquel notorio criminal, Pedro se rió entre dientes, se acercó un poco más al cosaco y le dio una palmada en el brazo.

—Siempre he sabido manejar a éste.

Entonces los otros se retiraron, y, cuando se hubieron ido, Pedro indicó al cosaco que ocupara una de las dos sillas, mientras él se sentaba en la de enfrente y apoyaba los codos sobre la mesa.

—Necesito tu ayuda, Zhdanko —comenzó a decir.

—Siempre la habéis tenido, sire.

—Pero esta vez no quiero que asesines a mi gobernador.

—Era una mala persona, sire. Os robaba tanto a vos como a mí.

—Lo sé. Los informes de su mala conducta tardaron en llegarme. Los recibí hace apenas un mes.

—Cuando uno es inocente —confesó Zhdanko, después de hacer una mueca—, viajar encadenado desde Yakutsk a San Petersburgo no es ninguna excursión.

—Si alguien podía soportarlo, ése eras tú —se rió Pedro—. Te envié a Siberia porque sospechaba que allí algún día podrías serme útil —dijo, más serio. Y añadió, sonriendo al hombretón—: Ha llegado el momento.

Zhdanko puso las dos manos sobre la mesa, bien separadas, y miró al zar directamente a los ojos.

—¿Qué? —preguntó.

Pedro no dijo nada. Se mecía hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera desconcertado por algún asunto demasiado complejo que no pudiera explicar con facilidad, y, sin dejar de mirar fijamente al cosaco, le hizo una primera pregunta decisiva:

—¿Todavía puedo confiar en ti?

—Conocéis la respuesta —contestó Zhdanko, sin mostrarse humilde ni falso.

—¿Puedes guardar un secreto importante?

—Nunca me han confiado ninguno, pero… supongo que sí.

—¿No estás seguro?

—Nunca me han puesto a prueba. —Como comprendió que podía haber parecido poco respetuoso, añadió, con firmeza—: Sí. Si me advertís que debo mantener la boca cerrada, sí puedo.

—¿Juras mantener la boca cerrada?

—Lo juro.

Pedro aceptó su promesa con un gesto de satisfacción, se levantó de la silla en dirección a la puerta, la abrió y gritó hacia el pasillo:

—Traednos cerveza. Cerveza alemana.

Cuando entró el carcelero Mitrofan con una jarra llena del líquido oscuro y con dos grandes vasos, encontró al cosaco y al zar sentados delante de la mesa, en el centro de la habitación, uno junto al otro, como dos amigos.

—Hacía un año que no probaba esto —dijo Zhdanko en cuanto bebió el primer trago.

Entonces Pedro inició una conversación sobre el asunto que iba a cobrar gran importancia en su vida durante los meses siguientes, y en la existencia entera de Zhdanko:

—Estoy muy preocupado por Siberia, Trofim. —Era la primera vez que usaba el nombre de pila del prisionero y los dos fueron conscientes de lo que aquello significaba.

—Esos perros siberianos son difíciles de manejar —asintió el cosaco—, pero son cachorros comparados con los

chukchis de la península.

—Son los

chukchis quienes me interesan —dijo el zar—. Cuéntame.

—Me he enfrentado dos veces con ellos y las dos veces he perdido. Pero estoy seguro de que se pueden dominar, si se actúa adecuadamente.

—¿Quiénes son?

Era evidente que el zar estaba retrasando la cuestión. No le interesaban las dotes guerreras de aquellos

chukchis establecidos en el lejano extremo de su imperio. Todos los grupos que sus soldados y administradores habían encontrado durante su marcha irresistible hacia el este se habían mostrado difíciles al principio, pero sumisos después, cuando se aplicaba un gobierno de confianza y se les trataba con resolución, y estaba seguro de que ocurriría lo mismo con los

chukchis.

—Como OS dije en mi primer informe, se parecen más a los chinos (en su aspecto y sus costumbres, quiero decir) que a los rusos como Vuestra majestad, o que a nosotros, los ucranianos.

—Pero no serán aliados de los chinos, espero.

—Ningún chino les ha visto nunca. Ni tampoco muchos rusos. Vuestro gobernador… —Hubo una breve vacilación—, el que murió, les tenía un miedo mortal.

—Pero, ¿tú has estado entre ellos?

Era una invitación para que Zhdanko se hiciese el héroe, pero él se contuvo.

—Dos veces, sire, aunque no por propia voluntad.

—Cuéntamelo. Si lo incluiste en el informe, lo he olvidado.

—No lo incluí en el informe porque no me fue muy bien.

Entonces, en el silencio de la habitación, cerca de la medianoche, el cosaco narró al zar sus dos intentos de navegar hacia el norte, desde los cuarteles de Yakutsk, en la orilla izquierda del gran Lena, el mayor río del este, y cómo había fracasado la primera vez debido a la oposición de las tribus siberianas hostiles que infestaban la zona.

—Me gustaría que me hablaras del Lena.

—Un río majestuoso, sire. ¿Habéis oído hablar de las bocas del Lena? Son unos cincuenta riachuelos que desembocan todos en el gran océano del norte. Un páramo de agua. Allí me perdí.

—Pero —repuso suavemente Pedro— seguramente no te encontrarías con ningún

chukchi en el Lena ni en sus cincuenta bocas, como las Ramas. Por lo que he oído decir —continuó después de una vacilación—, los

chukchis están mucho más al este.

Zhdanko mordió el anzuelo.

—¡Sí, sí! Están allá, en la península. Donde acaba la tierra. Donde acaba Rusia.

—¿Cómo lo sabes?

El cosaco alargó una mano hacia atrás para tomar su cerveza y después se volvió a Pedro y le hizo una confesión:

—No se lo he dicho a nadie, sire. Casi todos los hombres que participaron han muerto. Vuestros funcionarios de Yakutsk, como ese maldito gobernador, nunca se interesaron por esto, como si lo que yo había descubierto no tuviera ningún valor. Y dudo que vuestros otros funcionarios, los de aquí, de San Petersburgo, se hubieran interesado tampoco. Sois el primer ruso a quien esto le importa algo, y sé exactamente por qué habéis venido esta noche.

Pedro no se mostró disgustado por aquel estallido inmoderado de rabia, aquella crítica indiscriminada contra sus funcionarios.

—Dime, Zhdanko —preguntó, sonriendo con un aire conciliador— ¿porqué estoy aquí?

—Porque creéis que yo sé algo importante sobre las tierras del este.

—Sí —dijo Pedro, sonriendo de nuevo—. Sospecho desde hace tiempo que, cuando hiciste ese viaje por río al norte de Yakutsk, del que sí me informaste, no te limitaste a navegar aguas abajo por el Lena hasta sus muchas bocas, como decías en el informe.

—¿Adónde creéis que fui? —preguntó Zhdanko, como si él también estuviera participando en un juego.

—Creo que te adentraste en el océano del norte y navegaste hacia Oriente, hasta el río Kolimá.

—Así fue. Y descubrí que este río también desemboca en el océano a través de varias bocas.

—Eso me han dicho otros que también las han visto —dijo el zar, con un tono que mostraba su aburrimiento.

—No sería nadie que hubiera llegado a ellas desde el mar —replicó ásperamente Trofim.

Pedro se echó a reír.

—Fue en el segundo viaje —continuó el cosaco—, del que no me molesté en informar a vuestro despreciable gobernador.

—Ya te encargaste de él. Deja que su alma descanse.

—Fue en ese viaje cuando me encontré con los

chukchis.

Era una revelación tan importante, y estaba tan relacionada con las difíciles preguntas que se planteaban en los círculos cultos de París, Amsterdam y Londres, por no mencionar a Moscú, que a Pedro empezaron a temblarle las manos. De los mejores geógrafos del mundo, hombres que casi no soñaban con otra cosa, había oído dos versiones sobre lo que ocurría en el extremo nordeste de su imperio, en aquellos cabos cubiertos de niebla que pasaban más de medio año congelados, como unas grandes tartas de hielo.

—Eminente sire —habían argumentado algunos, en París—, en el círculo Ártico, e incluso más abajo, vuestra Rusia está conectada ininterrumpidamente por tierra con América del Norte, por lo que no tiene sentido la esperanza de hallar un paso marítimo entre Noruega y Japón, rodeando el extremo oriental de Siberia. Muy al norte, Asia y América del Norte se convierten en una sola tierra.

Pero otros, en Amsterdam y Londres, habían intentado convencerle de lo contrario:

—Recordad lo que os decimos, sire: cuando encontréis marinos valientes, capaces de navegar desde Arkangel, más allá de Nueva Zembla, hasta las bocas del Lena… —El zar no les interrumpió, por no revelar que ya se había conseguido— descubriréis que, si lo desearan, podrían continuar navegando desde el Lena hasta el Kolimá, rodear el cabo más oriental, y descender directamente hasta Japón. Rusia y América del Norte no están unidas. Entre ellas se interpone un mar que, aunque probablemente está congelado la mayor parte del año, no por eso deja de ser un mar, y por lo menos durante el verano quedará abierto.

En los años transcurridos desde la época en que viajaba por Europa y trabajaba en astilleros holandeses, Pedro había ido recopilando cualquier retazo de información que pudiera obtener de relatos, rumores, evidencias firmes y de las prudentes especulaciones de geógrafos y filósofos, hasta que, finalmente, aquel año 1723, había llegado a la conclusión de que, entre sus posesiones más occidentales y América del Norte, existía un paso oceánico abierto durante la mayor parte del año. Tras aceptar esta idea como algo probado, pasó a interesarse por otros aspectos del problema y, para resolverlos, necesitaba saber más cosas sobre los

chukchis y sobre el peligroso territorio que ocupaban.

—Háblame de tu segundo viaje, Zhdanko. Ése en el que te encontraste con los

chukchis.

—Esa vez, al llegar a la desembocadura del Kolimá, me dije: «¿Qué habrá más allá?», y navegué varios días con buen tiempo, confiado en el hábil marino siberiano que capitaneaba mi barco, un hombre que parecía no conocer el miedo. Como ninguno de nosotros entendía las estrellas, no sabemos hasta dónde llegamos, pero el sol no llegó a ponerse en todo aquel tiempo, de modo que debíamos de estar bastante al norte del Círculo, de eso estoy seguro.

—Y ¿qué encontrasteis?

—Un cabo, y después una desviación brusca hacia el sur; y cuando intentamos desembarcar nos topamos con esos condenados

chukchis.

—¿Y qué ocurrió?

—Nos vencieron, dos veces; en batallas campales. Si hubiéramos tratado de desembarcar por la fuerza, no dudo que nos habrían matado.

—¿Pudiste hablar con ellos?

—No, pero estaban dispuestos a comerciar con nosotros y conocían el valor de lo que tenían.

—¿Les hiciste preguntas? Por señas, digo.

—Sí. Y nos dijeron que el mar continuaba infinitamente hacia el sur, pero que había unas islas más allá, entre la niebla.

—¿Navegaste hasta esas islas?

—No. —El cosaco vio que el zar se mostraba desilusionado, y le recordó—: Sire, estábamos lejos de la patria… en un barco pequeño, y no podíamos adivinar dónde estaba la tierra. A decir verdad, teníamos miedo.

El zar Pedro, aunque comprendía que al ser el emperador de un vasto dominio estaba obligado a conocer cuál era la situación en todos sus rincones, no replicó ante aquel reconocimiento sincero del miedo y del fracaso.

—Me pregunto qué hubiera hecho yo —dijo, tras beber un largo trago de Cerveza.

—¿Quién sabe? —contestó Zhdanko, encogiéndose de hombros.

Pedro se alegró de que el cosaco no exclamara efusivamente: «¡Sire, estoy seguro de que hubierais continuado!», porque él sí que no estaba nada seguro. Cierta vez, en la travesía de Holanda a Inglaterra le atrapó una fuerte tormenta en el Canal, por lo que sabía a lo que el miedo puede conducir a un hombre, en un barco pequeño. Pero después dio una Palmada, se levantó y empezó a pasearse por el cuarto.

—Escucha, Zhdanko, ya sé que no hay una conexión entre Rusia y América del Norte. Y quiero hacer algo al respecto, pero no ahora sino en el futuro.

Parecía que allí se acababa el interrogatorio, que el zar iba a volver a su palacio inacabado y el cosaco, a su horca; por eso, Zhdanko, peleando por su vida, alargó audazmente la mano y agarró la manga derecha de Pedro, cuidando de no tocar su persona.

—Comerciando, sire, obtuve dos cosas que podrían interesaros.

—¿De qué se trata?

—Francamente, sire, quiero cambiároslas por mi libertad.

—Si he venido esta noche ha sido para darte la libertad. Abandonarás este sitio para alojarte en el palacio próximo al mío.

Zhdanko se levantó, y los dos hombretones se miraron de cerca, hasta que apareció una gran sonrisa en el rostro del cosaco.

—En ese caso, sire, os ofreceré mis secretos sin compensaciones y con mi gratitud —dijo, y se inclinó para besar el borde forrado de pieles de la túnica de Pedro.

—¿Dónde están esas cosas secretas? —preguntó Pedro.

—Las hice sacar a escondidas de Siberia —respondió Zhdanko—, y las tiene ocultas una mujer que conocí hace tiempo.

—¿Vale la pena que vaya a verla esta noche?

—Sí.

Con esta simple declaración, Trofim Zhdanko dejó sus grilletes en el suelo de la cárcel, aceptó el manto de pieles que el carcelero le tendió por orden del zar y, caminando junto a Pedro, cruzó la puerta de roble y subió al carruaje que esperaba, mientras los cuatro jinetes armados formaban para protegerles. Abandonaron los muelles del río, donde Zhdanko pudo ver los tristes maderos de varios buques en construcción, pero, antes de llegar a la zona que conducía al tosco palacio, dieron la vuelta para alejarse del río, tierra adentro, y, en la oscuridad de las dos de la mañana, buscaron un mísero callejón, donde se detuvieron ante una casucha protegida por una puerta sin goznes. Despertaron al ocupante de la casa que, soñoliento, informó a Zhdanko:

—Se fue el año pasado. La encontraréis tres callejones más allá, en una casa con la puerta verde.

Allí supieron que María, la mujer, seguía guardando el valioso paquete que el prisionero Zhdanko le había enviado desde Yakutsk. Cuando volvió a ver a su amigo Trofim, no demostró sorpresa ni alegría, porque la presencia de los soldados le hizo suponer que el corpulento acompañante de Zhdanko era algún funcionario que iba a arrestar al cosaco por haber robado lo que hubiera en el paquete.

—Tomad —murmuró, depositando un bulto grasiento en las manos de Pedro. Después se dirigió a Zhdanko—: Lo siento, Trofim. Espero que no te ahorquen.

El zar desgarró ansiosamente el envoltorio y en su interior encontró dos pieles, cada una de un metro y medio de longitud; era la piel más suave, fina y fuerte que había visto en su vida. Su color pardo oscuro brillaba bajo la débil luz, y tenía los pelos mucho más largos que los de las pieles que él conocía, aunque los comerciantes sólo le traían las mejores. Procedían de la valiosa nutria marina, que habita en las aguas heladas al este de las tierras

chukchis, y eran las primeras de su clase que llegaban al mundo occidental. Ya en un primer momento, al examinar aquellas pieles tan especiales, Pedro se dio cuenta de su valor, y pudo imaginarse la gran importancia que adquirirían en las capitales europeas, si era posible suministrarlas en cantidades regulares.

—Son excelentes —opinó Pedro—. Explicad a esta mujer quién soy y dadle algunos rublos por habérmelas guardado.

—Éste es tu zar —le explicó a María el capitán de la guardia, mientras le entregaba unas monedas—. Te da las gracias.

La mujer se arrodilló y le besó las botas. Pero aquella extraña noche no se acabó con su gesto, porque Pedro gritó a uno de los guardias, cuando la mujer iba a incorporarse:

—Tráemela.

Antes de que el hombre regresara, el zar ya había obligado al asombrado Zhdanko a sentarse en la única silla de la choza. El guardia volvió con una navaja larga, roma y de aspecto asesino.

—Ningún hombre, ni siquiera tú, Zhdanko, llevará barba en mi palacio —exclamó Pedro; y, con una energía considerable, procedió a afeitar la barba del cosaco, arrancando también con ella una buena porción de piel.

Trofim no podía protestar, pues, como ciudadano, sabía que la ley le prohibía llevar barba; además, como era un cosaco, tenía que soportar sin inmutarse que aquella navaja mellada le arrancara los pelos de raíz o le cortara la cara. Permaneció impasiblemente sentado hasta el final del afeitado, luego se levantó, se limpió la sangre de la cara descubierta, y dijo:

Ir a la siguiente página

Report Page