Alaska

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IV. LOS EXPLORADORES

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—Conservad vuestro imperio, sire. Nunca seréis un buen barbero.

Pedro arrojó la navaja a un guardia, que la dejó caer al suelo para no cortarse. Abrazando a su atónito cosaco, el zar le condujo al carruaje.

La aparición de un nuevo tipo de pieles de gran calidad no distrajo a Pedro el Grande de su principal interés, que era la lejana Siberia oriental. Por supuesto, hizo que su sastre, un francés llamado DesArbes, añadiera las pieles a tres de sus atuendos de ceremonia, pero luego se olvidó de ellas, porque su continua preocupación era la actualidad de Rusia: cuál era su situación, qué relaciones mantenía con sus vecinos, y cómo la conservaría para el futuro. Últimamente había sentido unos ocasionales golpes de sangre en la cabeza que le advirtieron que incluso él, tan fuerte, era mortal, por lo que empezó a concentrarse en tres o cuatro grandes proyectos que era preciso orientar o consolidar. Rusia no tenía aún ningún puerto marítimo seguro y, desde luego ninguno de aguas cálidas. No tenían buenas relaciones con los turcos todopoderosos. A veces, el gobierno interno de Rusia era un desastre, sobre todo en los distritos alejados de San Petersburgo, donde podían esperar ocho meses hasta recibir una carta con instrucciones, y, si el destinatario se retrasaba en obedecer o en contestar, la respuesta podía tardar dos años en regresar a la capital. La red de carreteras era deplorable en todas partes, a excepción de la ruta, bastante pasable, entre las dos ciudades principales, y, en el lejano este, ningún funcionario parecía saber qué ocurría.

Por lo tanto, a pesar de la importancia de las pieles, y, aunque gran parte de la riqueza de Rusia dependía de los valientes tramperos que cazaban en los páramos de Siberia, ninguna acción inmediata se derivó del descubrimiento providencial de que las aguas contiguas a las tierras

chukchis podían proporcionar unas pieles tan espléndidas como las de la nutria marina. Pedro el Grande había aprendido, más por su experiencia en Europa que por lo visto en Rusia, que en el lejano oriente su nación se enfrentaba a dos peligros potenciales: China y la nación europea que llegase a dominar la costa occidental de América del Norte. Ya sabía que España, a través de su colonia mexicana, tenía una posición de fuerza en la parte de América que daba al océano Pacífico y que, además, su poder se extendía irrebatible por todo el territorio del sur, hasta el cabo de Hornos. Pedro estudiaba constantemente los mapas por entonces disponibles, que cada año eran más completos, y comprendía que, si España trataba de proyectar su poder hacia el norte, cosa probable, tarde o temprano entraría en conflicto con los intereses de Rusia. Por eso le interesaba tanto el comportamiento de España.

Pero, con la intuición que frecuentemente caracteriza a los grandes hombres, especialmente si son responsables del gobierno de su patria, preveía que otras naciones, por entonces más poderosas que España, podían extender también su poder a la costa norteamericana del Pacífico, y vio que, si lo conseguían Francia o Inglaterra, cada una de las cuales tenía dominios en el Atlántico, podría encontrarse con que uno de estos dos países le atacara en Europa, sobre sus fronteras occidentales, y en América, sobre las orientales.

A Pedro le gustaban los barcos, había navegado mucho y estaba convencido de que, si su vida se hubiera desarrollado de otro modo, hubiera llegado a ser un buen capitán y marino. Como consecuencia, le fascinaba la capacidad que tenía un buque de moverse libremente por los mares del mundo. Estaba a punto de conseguir su gran propósito de convertir a Rusia en una potencia marítima europea, y esta posición comportaba tantas ventajas para su imperio que estaba estudiando la posibilidad de construir una flota en Siberia, si la situación lo permitía. Pero antes tenía que saber cuál era la situación.

Por lo tanto, dedicó mucho tiempo a planear un vasto proyecto para fletar en los mares de Siberia un buque ruso sólidamente construido, encargado de explorar la zona, aunque no en busca de una información específica, sino de aquellos conocimientos generales en los que tiene que basarse el jefe de un imperio para poder tomar una decisión prudente. En cuanto a la importante cuestión del punto de contacto entre Siberia y América del Norte, estaba convencido de que no existía. Sin embargo, tenía grandes intereses comerciales en la zona. Pedro mantenía con China, por vía terrestre, Un comercio ventajoso, pero quería saber si sería posible establecerlo más fácilmente por mar. Y tenía mucho interés en comerciar con Japón, cualesquiera que fuesen las condiciones, porque las pocas mercancías que llegaban a Europa desde aquellas tierras misteriosas le entusiasmaban, como a todos los demás, por su calidad. Lo que quería saber, por encima de todo, era lo que hacían en aquel decisivo océano España, Inglaterra y Francia, y quería poder deducir las posibilidades de estos países. Ochenta años después, el presidente estadounidense Thomas Jefferson, un hombre bastante parecido a Pedro, quiso saber lo mismo sobre las posesiones recién adquiridas a lo largo del Pacífico.

Cuando sus ideas se encontraban todavía en estado embrionario y no estructurado que suele preceder a los pensamientos más constructivos, mandó llamar a aquel cosaco en el que había llegado a confiar, aquel hombre rudo e iletrado que parecía mejor informado sobre Siberia que los cultos funcionarios destacados allí por su gobierno, y, después de sonsacarle y comprobar con satisfacción que Zhdanko continuaba conservando su energía y su interés, llegó a una conclusión favorable:

—Tienes veintidós años, Trofim, una edad estupenda. Pronto entrarás en la mejor época del hombre. ¡Señor, cómo me gustaría volver a los veintidós! Tengo pensado —continuó, indicando a Zhdanko que se sentara a su lado en el banco— enviarte de nuevo a Yakutsk. Más allá, tal vez. Quizás hasta la misma Kamchatka.

—Esta vez, ponedme a las órdenes de un gobernador mejor, sire.

—No estarás a las órdenes de un gobernador.

—¿Y qué podría hacer yo por mi cuenta, sire? No sé leer ni escribir.

—No irás por tu cuenta.

—No comprendo —dijo el cosaco, que se levantó y comenzó a pasearse por la habitación.

—Irás en un barco —explicó Pedro—. Estarás bajo el mando del mejor marino que podamos encontrar. Irás a Tobolsk —continuó Pedro completamente entusiasmado, agitando las manos y hablando con voz cada vez más fuerte, antes de que Trofim pudiera mostrar su estupefacción—, en busca de algunos carpinteros; a Yeniseysk, a por hombres que sepan trabajar con brea; luego, a Yakutsk, donde ya conoces a todo el mundo y puedes aconsejar qué hombres convendría llevar a Ojotsk, donde construirás tu barco. Un barco grande. Yo te daré los planos.

—¡Sire! —interrumpió Zhdanko—. No sé leer.

—Ya aprenderás; comenzarás hoy mismo, pero, mientras estudies, no digas a nadie por qué lo haces. —Pedro se levantó y comenzó a pasearse por la habitación del brazo de Trofim—. Quiero que busques trabajo en los muelles. Allí estamos construyendo nuestros barcos…

—No entiendo mucho de maderas.

—No te preocupes por la madera. Tienes que escuchar, juzgar, comparar, servirme de ojos y de oídos.

—¿Para qué?

—Para informarme de quién es el mejor hombre de allí. Alguien que entienda mucho de barcos. Que sepa cómo tratar a los hombres. Sobre todo, Zhdanko, alguien que sea tan valiente como tú has demostrado ser.

El cosaco no dijo nada; no trató de negar su valor con falsa modestia, puesto que lo que había atraído la atención del zar sobre él habían sido sus audaces hazañas en Ucrania, cuando tenía quince años. Pero Pedro apenas podía imaginarse qué valentía había necesitado aquel hombre, que no sabía nada del mar, para aventurarse por el río Lena y para continuar a lo largo de la costa hasta la tierra de los

chukchis, y para defenderse durante el trayecto.

—Me gustaría ser el capitán de ese barco —dijo Pedro finalmente, mientras paseaban juntos— y llevarte como oficial al mando de las tropas. Zarparíamos desde la costa de Kamchatka, dondequiera que esté, hacia toda América.

Durante la época que pasó trabajando en los astilleros de día y aprendiendo a leer de noche, Trofim descubrió que la mayoría de los logros que llevaban a cabo en San Petersburgo, (y eran muchos) no estaban a cargo de rusos, sino de especialistas procedentes de otras naciones europeas. Su maestro, Soderlein, era un alemán de Heidelberg, igual que dos de los médicos de la corte. La enseñanza de las matemáticas estaba en manos de unos brillantes parisinos. Había profesores traídos de Amsterdam y Londres que escribían libros sobre diversas materias. Expertos de Lille y Burdeos investigaban sobre astronomía, que interesaba mucho a Pedro. Y, allá donde se necesitasen soluciones prácticas, Trofim se encontraba con ingleses y escoceses, especialmente estos últimos. Éstos dibujaban los planos de los barcos, instalaban las escaleras de caracol en los palacios, enseñaban a los campesinos cómo ocuparse de los animales, y guardaban el dinero. Un día en que Pedro y Trofim discutían la expedición al este, todavía poco definida, el zar dijo:

—Cuando necesites ideas, recurre a los franceses y a los alemanes. Pero si quieres acción, contrata a un inglés o un escocés.

Una vez que llevó unas cartas a la Academia de Moscú, Zhdanko la encontró llena de franceses y alemanes; el portero que le guiaba por los salones recién amueblados le susurró:

—El zar ha contratado a los hombres más brillantes de Europa. Están todos aquí.

—¿Qué hacen? —preguntó Trofim, aferrado al paquete que llevaba.

—Piensan.

Durante el segundo mes de su aprendizaje, Zhdanko descubrió otro dato sobre su zar: aunque los que se ocupaban de pensar eran los europeos, especialmente franceses y alemanes, eran Pedro y un grupo de rusos como él los que se encargaban de gobernar. Ellos proporcionaban el dinero y decidían dónde tenía que ir el ejército y qué barcos se iban a construir; y eran ellos quienes dirigían Rusia, sin ninguna duda. Y aquello le dejó perplejo, pues, para colaborar en la selección del marino que comandaría la vasta expedición imaginada por Pedro, se sentía obligado a elegir a un ruso que fuera capaz de dirigir una tarea de tal magnitud. Pero, cuanto más observaba a los hombres de la costa y cuantos más informes escuchaba sobre ellos, con más claridad veía que no había ningún ruso remotamente capacitado para aquella tarea, cosa que detestaba decirle a Pedro, hasta que un día tuvo que ser franco, cuando éste le preguntó cómo marchaba su investigación.

—Sé de dos alemanes, un sueco y un danés que podrían servir. Pero los alemanes, con sus modales altaneros, no podrían dirigir a rusos como YO Y, en cuanto al sueco, combatió tres veces contra nosotros en las guerras del Báltico antes de pasarse a nuestro bando.

—Le hundimos todos los barcos —se rió Pedro—, de modo que tenía que unirse a nosotros, si quería seguir siendo marino. ¿Te refieres a Lundberg?

—Sí, es muy buen hombre. Si le escogéis, confiaré en él.

—Y, ¿quién es el danés? —preguntó Pedro.

—Vitus Bering, capitán de segundo rango. Sus hombres hablan bien de él.

—Yo también —asintió el zar, y el asunto no volvió a discutirse.

A solas, Pedro reflexionó profundamente sobre lo que sabía de Bering:

«Le conocí hace veinte años, el día en que nuestra flota de adiestramiento se detuvo en Holanda. Nuestros almirantes estaban tan ansiosos de contar con alguien con experiencia en el mar que le nombraron subteniente sin examinarle. Y eligieron bien, pues ascendió de prisa a capitán de cuarto rango, de tercero y de segundo. Combatió virilmente en nuestra guerra contra los suecos».

Bering, ocho años menor que Pedro, se había retirado con todos los honores a comienzos del año 1724, para establecerse en el majestuoso puerto finlandés de Vyborg, donde esperaba pasar el resto de su vida cuidando su jardín y contemplando los navíos que pasaban por el golfo de Finlandia, rumbo a San Petersburgo. Ya avanzado el verano de aquel mismo año fue llamado a Rusia para entrevistarse con el zar.

—Vitus Bering, hice mal en permitir que te retiraras. Se te necesita para una misión de la mayor importancia.

—Tengo cuarenta y cuatro años, Majestad. Ahora no me ocupo de barcos, sino de jardines.

—Tonterías. Si yo no hiciera falta aquí, iría personalmente.

—Pero vos sois un hombre especial, Majestad.

Bering, un hombrecito rechoncho, de mejillas regordetas, con la boca torcida y el pelo que le caía sobre los ojos, decía la verdad, porque Pedro medía casi cuarenta centímetros más que él y tenía un porte imponente del que él mismo carecía. Era un danés terco y eficiente, como un perro

bulldog, que había alcanzado un puesto importante gracias a su determinación y no porque tuviera unas cualidades especiales para el mando. Era lo que los marinos ingleses solían llamar «un lobo de mar», y esos hombres, cuando clavan sus dientes en un proyecto, pueden arrasar.

—A tu modo —dijo Pedro—, y de un modo vital para este proyecto, eres también especial, capitán Bering.

—¿Y cuál es vuestro proyecto?

De manera típica en él, desde un comienzo Bering adjudicó el proyecto al zar. Fuera lo que fuese, era una idea de Pedro, y para Bering sería un honor colaborar con él.

Zhdanko no oyó la respuesta de Pedro a Bering, pero dejó más adelante un informe de cierta importancia, donde contaba que Pedro le había dado al capitán más o menos la misma explicación que a él: «Dijo que deseaba saber más cosas sobre Kamchatka, dónde terminaban las tierras de los

chukchis y qué naciones europeas tenían colonias en la costa oeste de América». Zhdanko estaba seguro de que no se había discutido la posibilidad de que el territorio ruso estuviera unido por tierra con América del Norte: «Ambos hombres daban eso por sabido».

Después, Zhdanko vio deambular por los astilleros durante unas semanas, al regordete danés, que luego desapareció.

—Le han llamado a Moscú para reunirse con unos académicos destinados allá —le contó un obrero—. Esos fulanos de Francia y Alemania, lo saben todo y no son capaces de atarse la corbata. Si les hace caso, se meterá en líos.

Dos días antes de Navidad, una festividad que agradaba especialmente a Zhdanko, el capitán Bering estaba de vuelta en San Petersburgo, y le habían convocado a una reunión con el zar, en la que también se esperaba la asistencia de Zhdanko.

—Estáis trabajando demasiado, sire —espetó el cosaco al entrar en la sala de reuniones del palacio—. No tenéis buen aspecto.

Pasando por alto el comentario, Pedro ofreció asiento a los hombres.

—Vitus Bering —dijo, cuando el ambiente se revistió de cierta solemnidad—, te he ascendido a capitán de primer rango porque quiero encomendarte la importante misión de la que hablamos el verano pasado.

Bering comenzó a protestar, diciendo que era indigno de aquel ascenso, pero Pedro, que, desde que había saltado impulsivamente a las aguas heladas de la bahía de Finlandia para rescatar a un marinero que se ahogaba, estaba constantemente enfermo y temía que la muerte interrumpiese sus grandes proyectos, pasó por alto las formalidades:

—Sí, harás una travesía por tierra hasta los límites orientales de nuestro imperio, donde construirás barcos, y llevarás a cabo las exploraciones de las que hablamos.

—Excelsa Majestad, consideraré esta expedición como vuestra y navegaré bajo vuestro mando.

—Bien —repuso Pedro—. Enviaré a nuestros hombres mejor preparados contigo; y, como asistente, tendrás a este cosaco, Trofim Zhdanko, que conoce bien aquellas zonas y goza de mi aprobación personal. Es un hombre de confianza.

Con estas palabras, el zar se levantó y se situó junto a su cosaco; y el gordezuelo Bering, al colocarse entre aquellos dos gigantes, parecía una colina entre dos grandes montañas.

Un mes más tarde, el zar Pedro, merecidamente apodado el Grande, falleció a la temprana edad de cincuenta y tres años, sin haber tenido la ocasión de trazar los detalles del plan. El gobierno de Rusia cayó entonces en manos de su viuda, Catalina I, una mujer extraordinaria, que había nacido en una familia de campesinos lituanos, había quedado huérfana siendo joven y se había casado, a los dieciocho años, con un dragón sueco que la abandonó tras una luna de miel que duró ocho días de un verano. Fue la amante de varios hombres bien situados, hasta que cayó en manos de Un poderoso político ruso que se la presentó a Pedro, el cual, después de que ella le diese tres hijos, se casó con ella de buen grado. Había sido una esposa leal y, ahora, fallecido su esposo, deseaba tan sólo llevar a cabo las órdenes que él había dejado sin cumplir. El 5 de febrero de 1725, concedió a Bering el nombramiento temporal como capitán de flota que éste ostentaría durante la expedición y le entregó las órdenes que debería seguir.

Estaban expuestas en un confuso documento de tres párrafos, cuyo borrador había redactado Pedro en persona poco antes de su muerte; aunque eran claras las instrucciones relativas a la travesía de Rusia y a la construcción de los barcos, no estaba nada claro qué había que hacer con aquellos barcos, una vez construidos. Los almirantes habían interpretado que Bering tenía que averiguar si el este de Asia estaba unido a América del Norte; otros hombres, como Trofim Zhdanko, que había hablado personalmente con Pedro, creían que su intención había sido llevar a cabo un reconocimiento de la costa americana, con la posibilidad de reclamar para Rusia las tierras no ocupadas. Ambas interpretaciones coincidían en que Bering tendría que intentar encontrar colonias europeas en la zona e interceptar los navíos europeos para interrogarlos. Ningún gran explorador, como era Vitus Bering, había iniciado antes un viaje tan largo con unas órdenes tan imprecisas por parte de los patrocinadores que pagaban los gastos. Antes de morir, Pedro sabía, seguramente, cuáles eran sus intenciones, pero los que le sobrevivieron las ignoraban.

Entre San Petersburgo y la costa oriental de Kamchatka, donde debían construirse los barcos, había la pavorosa distancia de 9400 kilómetros, que superaban los 9600 si se tenían en cuenta los inevitables desvíos. Las carreteras eran peligrosas o no existían. Era preciso aprovechar los ríos, pero no había embarcaciones para hacerlo. Había que conseguir trabajadores durante el trayecto, en pueblos remotos donde no había nadie cualificado. Había que franquear largos trechos de tierra desierta, que nunca antes había cruzado un grupo de viajeros. Y, lo que acabó resultando más irritante que todo lo demás: no había manera de que los funcionarios de San Petersburgo pudieran avisar a sus delegados en la lejana Siberia de la próxima llegada de aquel grupo de hombres, que les plantearían exigencias que, sencillamente, no podían resolverse en la zona. Al cabo de la segunda semana, Zhdanko le dijo a Bering:

—Esto no es una expedición, es una locura —y esas palabras se repitieron durante la mayor parte del viaje.

Se adelantaron a Bering veintiséis de sus mejores hombres, que conducían veinticinco carretas cargadas con los materiales necesarios, y él les siguió poco después con seis compañeros, incluido su asistente Trofim Zhdanko, con quien estableció la más firme y productiva de las relaciones. Durante el recorrido en

troika hasta Solikamsk, una aldea insignificante que marcaba el comienzo de las tierras deshabitadas, los dos hombres tuvieron oportunidad de descubrir cada uno las debilidades del otro, algo que resultó de suma importancia, puesto que el viaje no iba a durar meses, sino años.

Según descubrió su asistente, Vitus Bering era un hombre de principios firmes. Respetaba el trabajo bien hecho, estaba dispuesto a elogiar a sus hombres cuando se desempeñaban bien y se exigía a sí mismo idéntico esfuerzo. No era un hombre de libros, lo cual tranquilizó a Zhdanko, que había tenido problemas con el alfabeto, pero otorgaba gran importancia a los mapas y los estudiaba habitualmente. No era demasiado religioso, aunque rezaba. Sin ser un glotón, apreciaba una comida decente y una bebida reconfortante. Por encima de todo, era un jefe respetuoso con sus hombres, y, como siempre tenía presente que era un danés con autoridad sobre rusos, trataba de no ser nunca arrogante, aunque dejaba en claro que el mando era suyo. Sin embargo, tenía una debilidad que inquietaba al cosaco, el cual tenía un modo muy distinto de dirigir a sus subordinados: Bering, en cualquier momento crítico, hacía lo que los oficiales rusos: reunir a sus subordinados para consultar con ellos la situación que debían enfrentar. Ellos tenían que elaborar sus recomendaciones y presentarlas por escrito, a fin de que el jefe no se viera obligado a asumir toda la responsabilidad si las cosas salían mal. Lo que inquietaba a Zhdanko era que Bering tenía realmente en cuenta las opiniones de sus colaboradores y se guiaba con frecuencia por ellas.

—Yo les preguntaría qué opinan —gruñía Zhdanko—, y después quemaría el documento firmado.

Sin embargo, a pesar de aquel defecto, el corpulento cosaco respetaba a su capitán y juró servirle bien.

Por su parte, Bering veía en Zhdanko a un hombre resuelto y valeroso, que había sido capaz, cuando la crisis de Yakutsk, de arriesgar su vida para matar a su superior, al ver que la conducta irracional de éste ponía en peligro la situación de Rusia en Siberia. El mismo zar Pedro le había confesado a Bering, al informarle sobre Trofim:

—El hombre a quien mató se lo tenía merecido. Zhdanko me ahorró el trabajo.

—En ese caso —preguntó Bering—, ¿por qué le trajisteis encadenado a la capital?

—Tenía que tranquilizarse —contestó Pedro. Y después añadió, riendo—: Y yo tenía proyectado desde siempre utilizarle más adelante para un proyecto importante. El vuestro.

Bering reconocía la enorme fuerza de aquel cosaco, tanto en lo físico como en lo moral, y encontraba un motivo especial para tenerle simpatía, pues, como se decía a sí mismo: «Ha navegado por el río Lena. E intentó explorar los mares del norte». También observó que su asistente tenía un apetito pantagruélico, se enojaba con rapidez, perdonaba con igual prontitud, y tendía siempre a elegir el modo más difícil de hacer las cosas, si representaba un desafío. Al principio del viaje decidió que no pediría consejo a Zhdanko, aunque sí confiaría en su ayuda durante los momentos difíciles. En Solikamsk tuvo oportunidad de poner a prueba sus teorías sobre el cosaco.

Solikamsk era una de esas estaciones de paso poco importantes, donde los viajeros se paran solamente por algo de comida grasienta, para ellos, y por algo de carísima avena, para sus caballos. Había solamente dieciséis toscas chozas y un posadero malhumorado al que llamaban Pavlutsky, que empezó a quejarse en cuanto los hombres y las carretas de Bering cayeron sobre él:

—Nunca ha habido tanta gente aquí. ¿Cómo queréis que yo…?

Bering intentó explicar que la nueva emperatriz le había ordenado personalmente aquella empresa.

—Os lo habrá ordenado a vos, no a mí —se quejó Pavlutsky.

Tenía razón en su protesta. El pobre hombre, acostumbrado a que sólo de vez en cuando llegara algún correo solitario de la ruta entre Vologda y Tobolsk, estaba abrumado por aquella afluencia inesperada.

—No puedo hacer nada —avisó.

—Claro que sí —intervino Zhdanko—. Puedes quedarte aquí sentado y no abrir la boca.

Dicho esto, levantó en brazos al posadero y lo dejó caer sobre un taburete. Tras amenazar al hombre con romperle la cabeza si pronunciaba una sola palabra más, el corpulento cosaco empezó a dar órdenes a sus propios hombres y a los de Pavlutsky, para que sacaran toda la comida que hubiese, y reuniesen todo el forraje posible para los caballos. Como en la posada no había más que una parte de lo que precisaban, ordenó a sus hombres que registrasen las chozas cercanas y trajeran, además de provisiones, mujeres para preparar la comida y hombres para ocuparse de los animales.

En media hora, Zhdanko había movilizado a casi todos los habitantes de Solikamsk, y entre el crepúsculo y la medianoche, los aldeanos corrieron frenéticamente arriba y abajo para satisfacer los deseos de los viajeros. A la una de la mañana, cuando habían vaciado sus dos barriles de cerveza, Pavlutsky se acercó humildemente a Bering.

—¿Quién pagará todo esto? —preguntó.

Bering señaló a Zhdanko, quien rodeó con un brazo los hombros del posadero.

—La zarina —le aseguró—. Os voy a dar una factura que pagará la zarina.

Yzhdanko escribió, a la vacilante luz de una lamparilla de aceite: «El capitán de flota Vitus Bering consumió 33 comidas y 47 caballos. Páguese al proveedor Iván Pavlutsky, de Solikamsk».

—Estoy seguro de que os lo pagará —afirmó, mientras entregaba el documento al desconcertado posadero, quien confió que así fuese.

Viajaron en

troikas, a través de campos helados, desde Solikamsk hasta la importante parada de Tóbolsk, pero más hacia el este había mucha nieve y se vieron forzados a detenerse allí durante casi nueve semanas, que Zhdanko aprovechó para recorrer la zona y reclutar más soldados, desoyendo las protestas de los comandantes locales. Por su parte, Bering ordenó a un monje y al comisario de una pequeña aldea que se incorporaran también a la expedición, de modo que el grupo contaba con sesenta y siete hombres y cuarenta y siete carretas en el momento de partir de Tóbolsk rumbo al norte.

Al abandonar aquella ciudad, donde habían disfrutado de cierta comodidad, llevaban exactamente cien días de viaje y habían cubierto la considerable distancia de 22,500 kilómetros en lo peor del invierno, pero a partir de allí se acababan los caminos para el correo, que estaban bien atendidos, y ellos se vieron obligados a viajar a lo largo de los ríos, a través de tierras yermas y a la sombra de adustas colinas. Pasaron de la cómoda

troika, con sus cálidas pieles, a los carros, a los caballos después, y, finalmente, a las raquetas con las que se calzaban los pies para andar pesadamente a través de la nieve amontonada.

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