Alaska

Alaska


V. EL DUELO

Página 18 de 75

V. EL DUELO

El año memorable de 1789, en el que Francia inició la revolución que liberó a su pueblo de la tiranía, y en el que las antiguas colonias norteamericanas ratificaron su propia revolución e instauraron una nueva forma de gobierno, regido por una extraordinaria constitución que defendía la libertad, un grupo de malvados tratantes de pieles rusos cometió una grave atrocidad contra los aleutas de la isla de Lapak.

Entraron en el puerto dos pequeñas embarcaciones, tripuladas por unos traficantes barbudos y despiadados, que ordenaron cruelmente:

—Todos los varones mayores de dos años, a los barcos.

Cuando las mujeres se presentaron muy serias en la playa y preguntaron el motivo de aquella orden, les respondieron:

—Los necesitamos para cazar nutrias en la isla de Kodiak.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntaron ellas.

—¿Quién sabe? —les respondieron.

Aquella misma tarde, cuando zarparon los dos barcos, los maridos y las mujeres sintieron un pánico premonitorio y se dijeron:

—Nunca volveremos a vernos.

Las mujeres, cuando terminaron de lamentarse, se enfrentaron a la odiosa necesidad de reorganizar su vida de una manera completamente nueva. Los isleños vivían del mar, pero ahora no quedaba nadie que supiera cazar focas, pescar peces o seguir el rastro de las grandes ballenas que pasaban junto a la isla, rumbo al norte. En la playa estaban los kayaks, los arpones y unos largos garrotes con los que golpeaban a las focas en la cabeza, pero no quedaba nadie experimentado para manejarlos.

Además de peligrosa, la situación era muy descorazonadora, porque las islas Aleutianas marcaban la línea donde se unían el vasto océano Pacífico y el mar de Bering, y las fuertes corrientes que se producían, al ascender, llevaban constantemente a la superficie los elementos comestibles del océano: había mucho plancton, de modo que los pequeños crustáceos podían engordar, entonces los salmones se alimentaban con ellos y, si abundaban los salmones, también prosperaban las focas, las morsas y las ballenas. La naturaleza arrojaba comida en abundancia a la superficie del mar, frente a las Aleutianas, pero sólo los hombres valientes y atrevidos podían recogerla, y ya no quedaban hombres. Cuando soplaban los vientos desde Asia, parecían preguntar con sus aullidos:

—¿Dónde están los cazadores de Lapak?

Al ejecutar aquella bárbara política, los rusos no ignoraban que perjudicaría, a largo plazo, sus propios intereses, porque necesitaban a los aleutas para que cazasen y pescasen a sus órdenes y, si expulsaban a todos los varones adultos, o bien si llegaban a matarlos, la población no podría reproducirse, pues no habría tiempo de que los niños de dos años madurasen hasta alcanzar la edad de ser padres. Sin embargo, les impulsaba a aquella conducta insensata su falta de consideración de los aleutas como seres humanos, y pensaban que podía funcionar el mecanismo de su repugnante plan, porque si faltaban los hombres, la provisión de alimentos disminuiría rápidamente.

Pero los rusos olvidaban una característica propia de Lapak y de las otras islas Aleutianas: allí, las personas vivían más tiempo que en ningún otro lugar del mundo, y no era extraño que hombres y mujeres sobrepasaran los noventa años. En parte se debía a su dieta equilibrada, que se basaba más en el pescado que en la carne, aunque influían también el aire puro que venía del mar, la vida ordenada, el trabajo duro y la robusta herencia de sus antepasados llegados desde Asia. En cualquier caso, el año 1789 había en Lapak una bisabuela de noventa y un años, cuya nieta de cuarenta tenía una alegre hija de catorce años; y esta fuerte anciana no estaba dispuesta a morir tan fácilmente.

Los parientes y los amigos llamaban a la bisabuela la Vieja; su nieta se llamaba Innuwuk. La niña de catorce años tenía el encantador nombre de Cidaq, que significaba «animal joven que corre en libertad», lo que era la forma más apropiada de llamarla, porque mirar a aquella criatura era ver movimiento, vitalidad y gracia. No era alta ni regordeta, como otras niñas aleutas a su edad, pero sí tenía la cabeza grande y redonda que indicaba su origen asiático, el misterioso pliegue mongólico en los ojos y la piel de un elegante color oscuro. En la comisura izquierda del labio inferior lucía un fino disco labial, tallado en un antiguo colmillo de morsa; pero lo que la caracterizaba era su negra cabellera, larga y sedosa, que le llegaba casi hasta las rodillas y que ella cortaba en línea recta a la altura de las cejas, lo que le daba el aspecto de llevar puesto un casco, y solía fruncir el ceño por debajo del flequillo.

Pero como la muchacha amaba la vida, con frecuencia su cara redonda se abría en una sonrisa tan grande como el sol naciente: entonces entornaba los ojos hasta casi cerrarlos, sus dientes blancos brillaban y ella echaba la cabeza hacia atrás, emitiendo sonidos de alegría. Como casi todas las mujeres aleutas y esquimales, hablaba con los labios apenas entreabiertos, de modo que parecía musitar o murmurar continuamente, pero cuando se reía con la cabeza echada hacia atrás era Cidaq, el cervatillo, la cría de salmón que salta, el ballenato que surca el mar siguiendo la estela de su madre. Ella era también un adorable animalito, y pertenecía a la tierra de la que se alimentaba.

Y ahora estaba a punto de morir de hambre. Con toda la riqueza que los dos mares proporcionaban en su encuentro, ella y su gente iban a morir de hambre. Pero una tarde en que la Vieja, que aún caminaba con facilidad, contemplaba el estrecho entre la isla de Lapak y el volcán, vio deslizarse una ballena, que avanzaba lenta y perezosamente, emitiendo su sonido de vez en cuando, y exponiendo su enorme longitud cuando ocasionalmente daba un coletazo o giraba sobre su costado. Y la mujer pensó: «Una ballena como ésta nos alimentaría durante mucho tiempo». Entonces decidió actuar.

Recorrió la playa apoyándose en un bastón que había tallado con leña de deriva, escogió seis de los mejores kayaks de dos plazas y luego pidió la ayuda de Innuwuk y Cidaq para separarlos. Entonces se dirigió a las mujeres de la isla y les preguntó quién sabría manejar un kayak, pero nadie respondió. Unas cuantas habían desobedecido alguna vez los tabúes y habían subido en un kayak, y algunas incluso habían intentado remar, pero ninguna conocía las complicadas normas de su uso para la caza de nutrias o de focas y les hubiera resultado inconcebible acompañar a sus maridos a rastrear una ballena. Pero sí conocían el mar y no le temían.

Sin embargo, cuando la Vieja comenzó a organizar un equipo de seis embarcaciones con doce remeras, descubrió que algunas se oponían a la idea:

—¿Para qué hacemos esto? —preguntó temerosamente una mujer.

—Para matar ballenas —espetó la Vieja.

—Ya sabes que las mujeres no podemos acercarnos a las ballenas —gimoteó aquella mujer, junto con otras—, ni podemos tocar el kayak que va tras ellas, ni se permite siquiera que nuestra sombra roce a un kayak que sale de cacería.

La Vieja reflexionó durante varios días sobre aquellas objeciones y, tras consultarlo con su nieta Innuwuk, tuvo que reconocer que, en circunstancias normales, las afligidas mujeres hubieran podido consultar al chamán, el cual con toda seguridad les hubiera advertido de que los espíritus maldecirían gravemente la isla si las mujeres se adentraban en el camino de las ballenas y de que tocar un kayak preparado para una cacería aseguraba la huida de las ballenas y quizá incluso la muerte de los cazadores. La evidencia de diez mil años estaba contra las amenazadas mujeres de la isla de Lapak.

Después de considerarlo durante tres días, la Vieja mantuvo su decisión, porque recordó el precepto que le había enseñado su abuela, mucho antes de que aparecieran los rusos: «¿Se puede hacer? ¡Entonces hay que hacerlo!», lo cual significaba que si había algo que uno deseaba y se podía conseguir, uno estaba obligado a intentarlo. Entonces le explicó a Innuwuk aquel principio básico.

—Pero todo el mundo sabe que las mujeres y las ballenas nunca… —dijo su nieta, con evidente aprensión.

La anciana, disgustada, se volvió hacia Cidaq, que guardó silencio por un momento, reflexionando sobre la gravedad de lo que iba a decir. Entonces habló con la firmeza y la voluntad de romper con viejos esquemas que la caracterizarían durante el resto de su vida:

—Si no hay hombres, tendremos que romper sus tabúes. Estoy segura de que podemos capturar una ballena.

—Después de todo —dijo la Vieja, alentada por esa animosa respuesta—, los hombres hacen unas cosas determinadas para cazar una ballena. No hay ningún misterio. Nosotras podemos hacer las mismas cosas.

Y las dos estuvieron de acuerdo en que era una tontería pensar que los espíritus desearían matar de hambre a toda una isla de mujeres, sólo porque no quedaban hombres para cazar ballenas a la manera tradicional.

La Vieja reunió a las otras mujeres y entonces, flanqueada por Innuwuk y Cidaq, les dirigió una arenga:

—No podemos quedarnos cruzadas de brazos hasta morirnos de hambre. Tenemos bayas y también podemos pescar cangrejos en las lagunas, y quizá algún salmón cuando llegue el otoño. También podemos cazar pájaros, pero eso no basta. Necesitamos focas y alguna morsa, si fuera posible, y tenemos que capturar una ballena.

Invitó a su nieta a que expusiera sus temores, e Innuwuk se explicó con gran elocuencia:

—Los espíritus siempre han advertido que las mujeres no debemos acercarnos a las ballenas. Creo que aún lo quieren así.

Sus palabras provocaron una ruidosa reacción de asentimiento por parte de las mujeres más apegadas a la tradición, pero entonces se adelantó la pequeña Cidaq:

—Si tenemos que hacerlo, podemos hacerlo —dijo, sacudiendo su larga cabellera, que se movió de una cadera a la otra— y los espíritus lo entenderán. —Las más jóvenes asintieron, vacilantes, y entonces Cidaq se volvió hacia su madre, le tendió las manos, y le suplicó—: Ayúdanos.

La mujer, confundida, se tragó sus miedos ante un codazo de la Vieja y se unió a las que afirmaban estar dispuestas, a pesar del tabú, a salir al mar, a la sombra del volcán, para intentar cazar una ballena.

Desde aquel momento, en Lapak la vida cambió espectacularmente. La Vieja no cedió nunca en la decisión de alimentar a su isla, y llegó a convencer incluso a algunas recalcitrantes de que los espíritus cambiarían las antiguas normas y las apoyarían, puesto que estaban esforzándose para salvar su vida.

—Pensad en lo que sucede cuando una mujer embarazada da a luz y el niño asoma en posición invertida. Evidentemente, la intención de los espíritus es que el niño muera, pero Siichak y yo misma (es algo que hemos hecho muchas veces) damos la vuelta al niño, golpeamos suavemente el vientre de la madre y el niño nace bien, y los espíritus sonríen porque hemos rectificado su obra por ellos.

Como algunas mujeres se mostraban aún renuentes, la anciana se enojó y exigió que se adelantara Siichak, la partera, y, cuando la mujer acudió con paso inseguro, la Vieja tomó a su nieta de la mano y exclamó:

—¡Siichak! ¿No te llamé cuando ésta iba a tener a Cidaq? ¿Y no contradijimos a los espíritus para que esta niña naciera como es debido?

La partera se vio obligada a reconocer que Cidaq hubiera nacido muerta si no hubieran intervenido ella y la anciana. Después de aquello, el Plan para cazar una ballena se desarrolló con más facilidad.

La Vieja había decidido desde el principio que era demasiado mayor para manejar un arpón y, buscando a la mujer más indicada, llegó a la conclusión de que sólo había una candidata con fuerza suficiente, su Propia nieta.

—¿Serás capaz de esforzarte en todo lo posible, hija? Tienes los brazos que hacen falta. ¿Tienes también la voluntad?

—Lo intentaré —murmuró Innuwuk, sin mucho entusiasmo; y la Vieja pensó: «Quiere fracasar. Tiene miedo de los espíritus».

Los seis equipos comenzaron a practicar en la zona de aguas tranquilas que se extendía entre la isla de Lapak y el volcán, y algunas mujeres intentaron recordar varios detalles del procedimiento. Una sabía colocar la punta de sílex en el arpón; otra, cómo fabricar e inflar las vejigas de foca que tenían que quedar flotando detrás de los arpones, una vez los habían clavado en una ballena, para tener siempre un rastro visible. Y otras recordaban comentarios de los maridos ausentes sobre una u otra cacería. No lograron recuperar todos los conocimientos necesarios, aunque sí acumularon los suficientes para efectuar el intento.

Sin embargo, como la Vieja había imaginado, su nieta fracasó miserablemente cuando intentó dominar la técnica de arrojar el arpón.

—No puedo sostener el palo y el arpón al mismo tiempo y, cuando lo intento, no consigo que el arpón vuele como debería.

—¡Inténtalo otra vez! —suplicaba la anciana, pero no había manera. A los niños varones se les entrenaba, desde que tenían un año, para manejar aquel arma tan complicada, y era absurdo pensar que una mujer, sin ninguna práctica, podría llegar a dominarla en unas pocas semanas. Finalmente, las mujeres decidieron que cuando se aproximara una ballena remarían en las canoas hasta acercarse lo suficiente para que Innuwuk pudiera estirar el brazo y clavar directamente el arpón en el enorme cuerpo oscuro. Rara vez se ha ideado una estrategia más insensata.

A finales de agosto, una niña de nueve años que montaba guardia en la playa llegó gritando:

—¡Una ballena!

Había un animal monstruoso, de cuarenta toneladas por lo menos, nadando allí mismo, en el estrecho entre las islas; y era tan absurda la pretensión de que aquellas mujeres inexpertas salieran a presentarle batalla en sus frágiles canoas que una de las tripulantes huyó, sin dar ninguna explicación. Pero quedaban cinco kayaks disponibles, y la Vieja recordó la ocasión en que su marido, junto con otra embarcación, había conseguido herir a una ballena y la había perseguido hasta matarla.

De modo que los cinco equipos bajaron solemnemente a la playa, aunque ninguna de las mujeres demostraba entusiasmo ante la perspectiva de entrar en combate; se había decidido que Cidaq, una muchacha fuerte pese a sus catorce años, ocuparía el puesto trasero en el kayak de Innuwuk y conduciría a su madre hasta la ballena, lo bastante cerca como para alcanzarla con el arpón, pero cuando se acercaron a la bestia y las mujeres comprobaron la enormidad de su tamaño y lo patéticamente pequeñas que resultaban en comparación, perdieron todas el valor, incluso Cidaq, y ninguna de las embarcaciones acabó de aproximarse a la ballena, que siguió su camino serenamente.

—Parecíamos pececitos —confesó Cidaq más tarde, hablando con su bisabuela, que estaba desilusionada—. Yo quería remar hasta acercarnos Más, pero mis brazos se negaban. —La muchacha se estremeció y ocultó la cara entre las manos, luego levantó la vista por debajo de su flequillo y dijo—: No puedes imaginar lo grande que era. O lo pequeñas que éramos nosotras.

—Claro que puedo —repuso la anciana—. Y también puedo imaginarme cómo vamos a morir todas aquí, ojerosas, con las mejillas enflaquecidas… y sin nadie que nos entierre.

El proyecto de cazar una ballena para Lapak se solucionó de una forma curiosa. Las diez mujeres habían vuelto cabizbajas por no haberse acercado a la ballena y estaban tan avergonzadas que una joven, que se había casado poco antes de que se llevaran a los hombres, dijo:

—Norutuk se habría reído de mí.

En el silencio que siguió a su declaración, todas las mujeres se imaginaron las burlas que les habrían dedicado sus maridos: «¡A quién se le ocurre! ¡Un puñado de mujeres, yendo en busca de una ballena!»; y echaron de menos sus bromas.

—Pero después de reírse —continuó aquella mujer recién casada—, me parece que Norutuk me hubiera dicho: «Vuelve y hazlo bien esta vez».

Más que la voluntad de la Vieja, fue la voz tranquilizadora de sus queridos hombres ausentes lo que inflamó el corazón de las mujeres, que tomaron la firme decisión de cazar la ballena.

La Vieja, fortalecida por esta decisión, reanudó con severa concentración el entrenamiento de sus equipos y les repitió hasta el cansancio que la próxima vez tenían que acercarse hasta la misma boca de la ballena, por grande que fuera, y capturarla. El quinto día del entrenamiento, se presentó con un kayak de tres plazas.

—Cuando vengan las ballenas, yo estaré aquí sentada, con mi propio remo, Cidaq irá atrás para dirigir el kayak e Innuwuk se pondrá aquí con su arpón; nos hemos prometido entrar en las fauces de esa ballena, si es preciso, pero conseguiremos clavarle el arpón —aseguró la Vieja a las mujeres, aunque dudaba, incluso mientras les estaba hablando, de que Innuwuk tuviera el valor de hacerlo.

Entonces se produjo una de esas revelaciones que permiten el progreso de la raza humana: una noche, Innuwuk soñó horrorizada con el momento en que estaría sentada en su kayak, alargando el brazo con el arpón para ensartar a la gran ballena y se despertó bañada en sudor y espanto, pues se daba cuenta de que no sería capaz. Pero así, temblando en la oscuridad, tuvo súbitamente una visión, una especie de síntesis producida por el cerebro, la imaginación y la tensión controlada de sus músculos, y en un destello cegador entendió el funcionamiento de la palanca propulsora del arpón. Echó el brazo derecho hacia atrás una y otra vez, mientras imaginaba la sensación de un propulsor y un arpón dispuestos en su lugar, y cuando adelantaba el brazo podía notar la armonía de todas las partes del maravilloso mecanismo (hombro, brazo, muñeca, dedos, propulsor, arpón, punta de sílex); saltó de la cama y corrió hasta la playa, tomó un arpón y un propulsor, movió Su brazo en forma de arco y arrojó el arpón con puntería y a una larga distancia. Después de intentarlo seis veces, consiguió dominar los misterios del lanzamiento, y corrió en busca de las demás mujeres.

—¡Puedo hacerlo! —gritaba.

Al amanecer todas Pudieron comprobar el tino con el que ella lanzaba ahora su arpón y la distancia que alcanzaba, y tuvieron la certeza de que, cuando la próxima ballena pasara nadando por su mar, había muchas posibilidades de que lograran traerla a la costa.

Los seis equipos estaban en tierra cuando la niña que vigilaba el estrecho se acercó dando voces:

—¡Una ballena! —De inmediato, al comprender el terror que esa información causaría en algunas, añadió—: ¡Una ballena pequeñita!

Las mujeres corrieron entonces a sus kayaks. Eran menudas, las mujeres que pretendían atacar al monstruo, pues ninguna sobrepasaba el metro cincuenta de estatura, y la Vieja, la que había planeado el ataque, apenas medía un metro cuarenta y cinco y no pesaba más de cuarenta y dos kilos, menos de la mitad de los años de su difícil vida. Cuando la vio subir al kayak con su remo fabricado con madera de deriva, Cidaq comprendió que la frágil viejecita no iba a resultar de ninguna ayuda para que el kayak se deslizara con rapidez, pero sería esencial para mantener el ánimo de las otras cinco tripulaciones. En cuanto a sí misma, Cidaq estaba decidida a conducir su embarcación hasta delante mismo de la ballena.

—¡Prepárate, madre! —gritó—. ¡Esta vez no fallaremos!

Y, detrás de la Vieja, los otros equipos se adelantaron dispuestos a entablar el combate. La pequeña vigía tenía razón, porque aquella ballena sólo pesaba diecinueve toneladas, muchísimo menos que el gigante que habían encontrado la primera vez. Cuando las mujeres la vieron acercarse, muchas de ellas pensaron: «Con ésta, puede ser», y avanzaron con una valentía que desconocían poseer. En el puesto trasero de su canoa, Cidaq remaba sin desviarse, ayudada por las indicaciones de la Vieja que, sentada en el medio, seguía hundiendo el remo a un lado y otro; ambas alentaban a Innuwuk, encaramada en la proa:

—¡Tranquila! Has demostrado que puedes conseguirlo.

Por fin el arpón se clavó en su sitio, impulsado con una fuerza bastante intensa para tratarse de una mujer desentrenada; desde otro kayak asestaron un nuevo lanzazo para mayor seguridad, desplegaron las vejigas, y los seis grupos, impulsados por el entusiasmo invencible de la Vieja, siguieron durante dos días llenos de grandeza, terror y esperanza el rastro de la ballena herida y, a su debido tiempo, la remolcaron lenta y triunfalmente por el mar de Bering, para salvación de su isla.

En 1790, cuando las mujeres ya habían demostrado durante un año entero que eran capaces de sobrevivir, anidó en Lapak un pequeño y maltrecho navío llamado Zar Iván, para cargar agua dulce. Lo había enviado desde Petropávlovsk madame Zhdanko, aquella invencible empresaria, quien lo había llenado con una fea colección de lo peorcito de las cárceles rusas, con gente que había escuchado la sentencia habitual entre los jueces de la época: «Al Patíbulo o a las Aleutianas». Y habían elegido lo último, el exilio permanente sin esperanza de indulto, con la intención de asesinar a los funcionarios de las islas si se les presentaba la oportunidad.

Cuando ancló el Zar Iván, su tripulación, que no sabía que el gobierno ruso había abandonado la isla, se encontró con que aquellas mujeres abandonadas estaban totalmente confundidas. Albergaban la esperanza de que el barco hubiera venido para devolverles a sus esposos, pero como conocían a los rusos, temían nuevos abusos por su parte y, en cuanto los marineros abrieron la boca, comprendieron que más bien se trataría de esto último.

—¡Ninguna mujer subirá a ese barco! —decidieron; y sintieron una profunda pena, porque se dieron cuenta de que realmente las habían abandonado allí para que murieran.

Entre los criminales se contaba un asesino reincidente llamado Yermak Rudenko, de treinta y un años de edad, alto, corpulento y barbudo, un canalla casi imposible de disciplinar. Como era consciente de que no tenía nada que perder, andaba fanfarroneando, por todas partes, y los funcionarios le dejaban en paz, porque con su gesto decía claramente: «¡Que nadie Me toque!». La astuta Vieja reparó en él cuando el hombre llevaba poco tiempo en tierra, se le acercó cautelosamente y, utilizando las palabras rusas que había aprendido, comenzó a hablarle de varias cosas, sin dejar de mencionar a su bisnieta Cidaq; para encauzar los pensamientos del hombre en esa dirección, un día en que los otros hombres estaban cargando agua se las compuso para que Rudenko y Cidaq se quedaran solos en su choza.

—¿Por qué no llevas a Cidaq contigo a Kodiak? —le propuso esa misma tarde. La idea sorprendió al marinero, pero la mujer añadió—: Habla ruso. Es una niña estupenda. Y, aunque no lo creas, ya ha ayudado a matar una ballena.

Esta última declaración era tan absurda que Rudenko comenzó a preguntar a las isleñas si realmente esa muchacha, que no podía tener más de quince años, había podido matar una ballena; ellas le confirmaron que era cierto y, para demostrarlo, les enseñaron a él y a los demás rusos el esqueleto del animal, que estaban aprovechando de las maneras más imaginativas.

Innuwuk protestó amargamente cuando descubrió que su abuela se proponía vender a Cidaq a aquel rudo marinero, pero la vieja se mostró inflexible:

—Es preferible que viva en el infierno, a que no viva siquiera. Quiero que la niña conozca la vida —añadió, sin admitir discusión—. Y no me importa qué clase de vida sea.

Como Rudenko se mostró interesado por la proposición de la Vieja, ésta se llevó un día a Cidaq aparte.

—Te traje al mundo estirándote por un pie —le dijo—. Con un cachete, insuflé la vida en tus pulmones. Te he querido siempre, más que a mis propios hijos, porque eres mi tesoro. Eres el pájaro blanco que viene del norte. Eres la foca que se zambulle para escapar. Eres la nutria que defiende a su cría. Eres la hija de este océano. Eres la esperanza, el amor y la alegría. —Su voz casi se elevó en un cántico apasionado—: Cidaq, no puedo verte morir en esta isla desamparada. No puedo ver cómo tú, que estás hecha para el amor, te conviertes en un pellejo sin vida, como las momias que hay en esas cuevas.

Se acordaron las condiciones de la venta, y las mujeres de Lapak recibieron unas cuantas baratijas y unos retales de telas chillonas; la Vieja e Innuwuk vistieron a Cidaq con sus mejores pieles, le advirtieron que se mantuviera alerta contra los espíritus malignos y la condujeron hasta la playa, donde aguardaba el kayak de tres plazas.

—Te llevaremos al barco —dijo la Vieja, mientras Cidaq guardaba cuidadosamente el hatillo que contenía sus escasas pertenencias.

Sin embargo, en el último momento se acercó una mujer a quien la familia no tenía mucho respeto; traía un disco labial de hermosa talla, que encajaba en el agujero que la muchacha tenía en la comisura de la boca.

—Lo hice con un hueso de la ballena que cazamos tú y yo —aseguró.

Antes de subir al puesto trasero del kayak, Cidaq se quitó el disco dorado que había usado hasta entonces, tallado en hueso de morsa, y se lo entregó a la sorprendida mujer; en su lugar insertó el nuevo disco de color blanco, fabricado con un hueso de su ballena.

Había llegado el momento de que la Vieja ocupara su lugar en el medio, pero antes de hacerlo ocasionó cierto alboroto en la playa, porque le había pedido a otra anciana que trajera para la despedida unos objetos ante cuya inesperada aparición se emocionaron todas las presentes. La Vieja se inclinó con gravedad, tomó de las manos de su cómplice tres de los famosos sombreros de visera que fabricaban y usaban los cazadores de la isla de Lapak, entregó uno a cada miembro de su familia, después se puso el tercero, una elegante prenda gris y azul con penachos de plateadas barbas de ballena y bigotes de león marino, y, así ataviada, indicó a Cidaq que pusiera rumbo hacia el Zar Iván; pero cuando las mujeres que quedaban en la playa vieron otra vez entre las olas aquellos espléndidos sombreros, comenzaron a gritar «¡Ay de mí! ¡Ay, ay!», y entonces se desprendieron sus lágrimas como una llovizna, porque nunca más volverían a ver aquella escena: los hombres de Lapak haciéndose a la mar con sus sombreros ceremoniales.

Al llegar a la pasarela del barco, la Vieja tomó a Cidaq de las manos, sin prestar atención a los insultos soeces que gritaban los marineros desde la borda.

—No está bien lo que hacemos, niña —le dijo, mientras estrechaba sus dedos con fuerza—. Y seguramente los espíritus no lo aprueban. Pero es mejor que morir sola en esta isla. No lo olvides nunca, Cidaq. Pase lo que pase, será mejor que lo que dejas aquí.

Apenas el Zar Iván había dejado atrás la sombra del volcán, la filosofía práctica de la Vieja se vio puesta a prueba, porque Rudenko, que ahora era el propietario de Cidaq, la llevó a rastras al interior del barco, desgarró sus vestidos de Piel de nutria e inició una serie de actos brutales que la dejaron aturdida y humillada. Lo peor fue que, cuando se hubo cansado de la joven, la entregó a sus brutales compañeros, que abusaron obscenamente de ella; la encerraron en la fétida bodega del barco y le dieron de comer sólo de vez en cuando, después de obligarla a someterse a sus indecencias. Rudenko no se sentía en absoluto responsable del bienestar de la muchacha, y la forma en que la trataban degeneró tan salvajemente que en varias ocasiones, durante los cincuenta y dos días de viaje hasta Kodiak, ella temió que iban a arrojarla Por la borda antes de llegar a puerto, como un objeto casi muerto que ya no tuviera utilidad.

Era la experiencia más triste por la que podía pasar una muchacha, porque ni uno sólo de los siete u ocho hombres que se acostaron con ella le demostró la menor muestra de afecto ni le dio ninguna señal de que quisiera protegerla de los otros. Todos la trataban como si no fuera humana, como a un objeto indigno. Pero ella sabía que en Lapak había sido niña apreciada, alguien respetado por las chicas de su edad y que estaba en pie de igualdad con los muchachos, y sabía también que las espantosas indignidades que padecía eran el precio que tenía que pagar Por huir de una situación todavía peor. Recordó las palabras de su bisabuela y ni una sola vez quiso arrojarse por la borda para acabar con aquellos abusos, cuando sus tribulaciones se volvieron casi insoportables. ¡De ningún modo! Soportaría aquel viaje hasta Kodiak porque era su única posibilidad de sobrevivir, pero tomó cuidadosamente nota de los que la humillaban y le daban puntapiés cuando se cansaban de ella y se prometió que si alguna vez el barco llegaba a atracar en Kodiak, se tomaría su revancha. Algunas veces, en la oscuridad, una sonrisa que llegaba como la marea se apoderaba de su cara, y ella se tocaba con la lengua el disco labial y se decía: «Si ayudé a matar aquella ballena, sabré cómo tratar a Rudenko». Se imaginaba entonces diversas formas de vengarse, y eso le resultaba tan reconfortante que los crujidos del barco y el odioso comportamiento de sus pasajeros dejaban de afligirla.

El viaje llegó a su fin. Contra todas las expectativas, el desvencijado Zar Iván llegó penosamente a la isla de Kodiak y, cuando se vaciaron las bodegas, para alegría de los hambrientos rusos que estaban destinados en la isla, los marineros permitieron que Cidaq recogiese su triste hatillo y subiera a la barcaza que iba a conducirla a la agitada vida de la colonia. Pero, aunque quedaba en libertad, no podía abandonar sin despedirse a aquel odioso barco y a sus igualmente odiosos pasajeros y, cuando zarpó la barcaza, alzó la vista hacia los hombres que la habían maltratado y que ahora se reían de ella desde la cubierta.

—¡Ojalá os ahoguéis! —gritó, en ruso—. ¡Ojalá la gran ballena os arrastre hasta el fondo del océano!

Y, a pesar de su rabia, por su cara pasó como un relámpago una hosca sonrisa que parecía advertir: «¡Cuidado, señores! Seguramente volveremos a encontrarnos».

La primera visión de Kodiak indicó a Cidaq que la isla era parecida a la de Lapak y, a la vez, muy diferente. Al igual que su isla natal, era un territorio árido, de contorno serrado por las bahías y rodeado de montañas; pero allí terminaba el parecido, porque no contenía ningún volcán, aunque ofrecía algo que ella nunca había visto hasta entonces. En algunas praderas había alisos y árboles tan bajos como arbustos, y le intrigó ver la forma en que se movían las hojas y las ramas. En unos pocos lugares protegidos se habían juntado grupos de álamos blancos, con la clara corteza desprendida, y en el extremo opuesto de la aldea donde iba a vivir se elevaba una pícea aislada y majestuosa, que la sorprendió por su gran altura y su deslumbrante color verde azulado.

—¿Qué es eso? —preguntó a una mujer, que recogía pescado de una barca.

—Un árbol.

—¿Y qué es un árbol?

—Eso de ahí —le contestó la mujer; y Cidaq se quedó largo rato contemplando la pícea.

Los Tres Santos estaba formada por un conjunto de toscas chozas que bordeaban la playa de una bahía con forma de ele mayúscula invertida, la cual, gracias a la protección de una isla grande, situada a unos cuatrocientos metros de la costa, permitía un anclaje seguro para los barcos dedicados al tráfico de pieles. Sin embargo, más al interior ofrecía poco espacio para ampliarse, Porque quedaba encajada al pie de unas altas montañas.

Pasaron dos días antes de que Cidaq, que subsistía como podía, yendo de choza en choza, descubriera la principal diferencia entre Lapak y Kodiak: en su nuevo hogar, la población se dividía en cuatro grupos distintos. Por una parte, estaban los aleutas como ella, que los rusos habían llevado hasta allí y que eran de poco tamaño y escasos en número e importancia. Luego venían los nativos que vivían desde siempre en la isla; se llamaban koniags[6], eran corpulentos, de difícil trato y de genio vivo, y superaban a los aleutas en una proporción de veinte a uno o más. Un aleuta que había conocido a Cidaq en Lapak le aseguró que los rusos les habían llevado a la isla porque no podían dominar a los koniags. El siguiente peldaño de la escala social lo ocupaban los tratantes de pieles, unos hombres salvajes y malvados, asentados allí de por vida, a menos que más adelante llegaran a idear alguna excusa que les permitiera acompañar un embarque de pieles hasta Petropávlovsk. Y finalmente, estaban los auténticos rusos, muy pocos, por lo general hijos de familias privilegiadas, que prestaban servicios allí durante unos cuantos años, hasta que habían robado lo suficiente para retirarse a una finca cercana a San Petersburgo. Eran la élite, las otras tres castas se comportaban como ellos ordenaban, y, de vez en cuando, llegaban barcos de guerra a Los Tres Santos, para imponer la disciplina que dictaban estos rusos.

Aquellos primeros días, a Cidaq le faltaba la experiencia para comprender que sus aleutas eran esclavos; no había otra palabra para definir su situación, porque los señores rusos ejercían sobre ellos un poder absoluto, del que no había escapatoria, y, si un aleuta intentaba escapar, los hostiles koniags podían matarle. Como no tenían cerca mujeres con las que compartir su sufrimiento ni podían tener hijos que llegaran a sustituirles, la situación de los varones aleutas esclavizados en Kodiak era exactamente la misma que la de las mujeres aisladas en Lapak: unos y otras se veían condenados a vivir una breve existencia, morir y contribuir al exterminio de su raza.

Los traficantes de pieles tampoco estaban mucho mejor, porque ellos tenían la condición de siervos y estaban atados a aquella tierra, sin ninguna Posibilidad de progresar ni de llegar a formar un verdadero hogar en la Rusia que los había exiliado. Su única esperanza consistía en conquistar una Mujer nativa, o robarla a su esposo, y tener hijos con ella, a los que se consideraba criollos y que con el tiempo podían aspirar a la ciudadanía rusa. Pero la mayoría de ellos eran propiedad de la compañía que les empleaba y tenían que trabajar duramente y sin descanso, hasta su muerte, para aumentar las riquezas del imperio.

Estas crueles tradiciones no eran una excepción, sino la forma en que se gobernaba Rusia entera; y los altos funcionarios que llegaban a Kodiak no encontraban nada malo en aquel modelo de eterna servidumbre, pues, en la tierra natal, sus fincas familiares se administraban así, y ellos confiaban en que las cosas continuarían siempre de este modo en Rusia.

La vida en Kodiak era un infierno, tal como comprobó Cidaq, quien descubrió que no había suficiente comida, faltaban medicinas, y no tenían agujas para coser ni pieles de foca con las que fabricar ropas. Para su sorpresa, advirtió que en Kodiak los rusos se habían adaptado al ambiente de una forma mucho menos inteligente que los aleutas en Lapak. Ella vivía fuera de los canales oficiales, se escondía con una familia pobre después de otra, y, siempre al borde de la inanición, observaba el extraño desarrollo de la vida en Kodiak. Por ejemplo, una mañana llegó a ver cómo unos funcionarios rusos, con el apoyo de un patético grupo de soldados harapientos, reunían a la mayoría de los traficantes de pieles recién llegados que habían compartido con ella el Zar Iván y les obligaban, a punta de bayoneta, a embarcarse en una flota de pequeñas embarcaciones que estaba a punto de hacerse a la mar, entre mucho alboroto y abundantes maldiciones, para emprenderlo que un aleuta calificó en un susurro como «el peor de los viajes por mar»: los mil doscientos kilómetros que les separaban de las dos lejanas islas de las Focas, que más adelante serían conocidas con el nombre de islas Pribilof, donde había una increíble abundancia de estos animales.

—¿Volverán? —preguntó ella.

—Nunca vuelven —musitó el aleuta.

En aquel momento Cidaq ahogó un grito de asombro, porque reconoció a tres de los hombres que habían abusado de ella, los cuales estaban al final de la hilera que se dirigía hacia los barcos; aunque estuvo tentada de gritarles algún insulto, no lo hizo, pues a poca distancia detrás de ellos venía esposado Yermak Rudenko, que llevaba el pelo revuelto, como si acabara de pelearse, las ropas desgarradas, y echaba fuego por los ojos. Al parecer, estaba avisado de cómo iba a ser la vida en las islas de las Focas y, aunque no había absolución posible para esa sentencia, aún se resistía a obedecer.

—¡Anda más de prisa! —Oyó Cidaq que gruñían en ruso los soldados, mientras le empujaban.

Durante un fugaz instante, Cidaq pensó: «¡Tienen suerte de que esté encadenado!». Y se entretuvo imaginando lo que haría Rudenko con aquellos hombres escuálidos y desnutridos, si llegaban a soltarle las manos. Pero entonces recordó la brutalidad de su comportamiento y sonrió al pensar que él iba a soportar un poco del mismo sufrimiento que le había infligido a ella.

Sonó un silbato. Hicieron subir a empujones a bordo a Rudenko y a los otros rezagados, y la hilera de once pequeñas embarcaciones partió hacia un viaje arriesgado incluso para barcos mayores y mejor construidos. Al verlas desaparecer, Cidaq descubrió que sus sentimientos oscilaban entre el deseo vengativo de que se hundieran y la esperanza de que se salvaran, a causa de los pobres aleutas que también eran conducidos, para un cautiverio que duraría toda su vida, a las islas de las Focas.

No sentía la misma ambivalencia respecto a su propia situación, porque cada día que lograba sobrevivir le daba un motivo más para agradecer el haber escapado al solitario terror de la isla de Lapak. Kodiak estaba viva y, aunque sus habitantes se habían enredado en tempestades de odio y de frustrados sentimientos de venganza, aunque sus administradores vivían preocupados por la merma de las nutrias marinas y la necesidad de navegar hasta muy lejos en busca de focas, el aire estaba lleno de energía y bullía con el entusiasmo de construir un mundo nuevo. A Cidaq le gustaba Kodiak y, a pesar de subsistir de manera mucho más precaria que en Lapak, constantemente se recordaba a sí misma que seguía viva.

Como ya tenía quince años y todo le despertaba un intenso interés, se dio cuenta de que las cosas no marchaban bien para los rusos, los cuales se enfrentaban a una guerra franca con los koniags y a la rebelión de los nativos de otras islas situadas más al este. Docenas de hombres procedentes de Moscú y Kiev, que se consideraban superiores en todos los sentidos a aquellos isleños primitivos, ahora morían a sus manos, y ellos les demostraban que habían llegado a dominar las técnicas de la emboscada nocturna y del ataque por sorpresa durante el día.

Pero lo que entristecía a Cidaq era la evidente degradación de los aleutas, estrangulados por la desnutrición, las enfermedades y los malos tratos; la tasa de mortalidad entre ellos era escalofriante y a los rusos no parecía importarles. Por todas partes Cidaq veía señales de que su pueblo se enfrentaba a un exterminio inexorable.

Durante una breve temporada vivió con un aleuta y una mujer nativa que no estaban casados puesto que no existía una comunidad aleuta que celebrara los enlaces y les diera su bendición, los cuales luchaban por llevar una vida digna. Él cumplía las instrucciones de la Compañía, salía diariamente en busca de nutrias y cazaba con gran habilidad, se portaba bien y vivía de la escasa comida que le proporcionaba la Compañía. No se quejaba ante nadie, por miedo de que le sentenciaran a las islas de las Focas, y su mujer mostraba idéntica obediencia.

Sin embargo, cayó sobre ellos una tragedia que no podía ser más arbitraria y cruel. Apartaron al hombre de su trabajo en la caza de nutrias y, sin previo aviso, le condenaron al exilio en las islas de las Focas. Una noche, uno de los peores traficantes del Zar Iván entró en su choza, en busca de Cidaq, y como no la encontró, golpeó a la mujer en la cabeza y la arrastró hasta el lugar donde estaban de juerga cuatro de sus compañeros; abusaron todos de ella a lo largo de tres noches y, al terminar la orgía, la estrangularon. Cidaq pasó dos semanas escondida en la choza, sola, hasta que los mismos cinco traficantes la capturaron y la violaron repetidas veces. Probablemente la hubieran matado también al concluir la diversión, de no ser por la silenciosa llegada a Los Tres Santos de un hombre extraordinario, que había tomado la firme decisión de impedir la lenta muerte de su pueblo.

Había aparecido misteriosamente una mañana, y su silueta enjuta había surgido del territorio boscoso del norte, como la de un animal habituado a los bosques y a las altas montañas; sin duda, si los rusos le hubieran visto llegar, le habrían obligado a alejarse otra vez, porque era un hombre demasiado viejo para prestarles servicios y estaba tan consumido que ya no podía ser muy útil para nadie. Tenía más de sesenta años, un aspecto desaliñado y la mirada salvaje, y no llevaba consigo más que una chocante colección de trastos cuya utilidad los rusos no podían adivinar: un saco de piedras parecidas al ágata, pulidas tras una larga estancia en el lecho de algún río, otro saco lleno de huesos, siete varas de distintos tamaños, seis o siete trozos de marfil, la mitad de los cuales procedían de mamuts muertos mucho tiempo atrás y la otra mitad de morsas cazadas en el norte; y una Piel de foca bastante grande que envolvía un fardo cuadrado al que debía sus extraordinarios poderes. Contenía una momia bien conservada, la de una Mujer que había muerto miles de años antes y a la que habían sepultado en una cueva de la isla de Lapak.

Recorrió silenciosamente la parte norte de la aldea e instintivamente se dirigió hacia la alta pícea, cuyas grandes raíces estaban parcialmente expuestas por la erosión: Dejó caer a un lado su valioso fardo y comenzó a cavar la tierra entre las raíces, como un animal cuando construye su madriguera. Una vez hubo excavado un hoyo de tamaño considerable, levantó a su alrededor y por encima de él una especie de choza en la que instaló su residencia y colocó su fardo en el lugar de honor. Pasó tres días sin hacer nada y después comenzó a visitar discretamente a los aleutas.

—¡He venido a salvaros! —les informaba con fúnebre gravedad.

Era el chamán Lunasaq, que había adquirido experiencia en varias islas, aunque nunca había logrado hacer nada importante ni había alcanzado un verdadero prestigio, porque había preferido vivir apartado de la gente, en comunión con los espíritus que gobiernan a la Humanidad y a los bosques, a las montañas y a las ballenas, y se había limitado a ayudar cuando se le necesitaba. No se había casado nunca porque le molestaban los ruidos de los niños, y se esforzaba en evitar el contacto con sus señores rusos, desconcertado ante su extraño comportamiento. Por ejemplo, no podía concebir que los que ostentaban el poder separasen a los hombres de las mujeres, como habían hecho los rusos al secuestrar a todos los hombres de Lapak y abandonar a las mujeres para que murieran. «¿Cómo creen que va la gente a producir nuevos trabajadores para sus barcos?», se preguntaba. Tampoco comprendía que pudieran matar a todas las nutrias del mar, cuando con un poco de moderación se hubieran asegurado todas las necesarias, año tras año, hasta el final de los tiempos. Pero por encima de todo, no lograba entender el crimen de que hombres adultos corrompiesen a muchachas muy jovencitas, con las que tendrían que casarse más adelante, si tanto hombres como muchachas querían sobrevivir y dar sentido a la existencia.

En realidad, había llegado a contemplar tantas maldades en las diversas islas ocupadas por los rusos que no se le había ocurrido nada más sensato que ir a Kodiak, donde estaba el cuartel general de la Compañía para intentar llevar algún alivio a su pueblo, porque le dolía pensar que pronto tendría que abandonarles, dejándolos en las tristes condiciones que estaban padeciendo. Al igual que Tomás de Aquino, Mahoma y San Agustín, sentía la necesidad de dejar este mundo un poco mejor de lo que estaba cuando él lo había heredado; pero cuando se instaló entre las raíces del gran árbol protector, comprendió que, si se comparaba con el poderío de los invasores rusos, con sus barcos y sus armas, él se encontraba casi indefenso, excepto Por el hecho de que contaba con una ventaja de la que ellos carecían. En su hatillo de piel de foca estaba aquella anciana, con sus trece mil años de antigüedad, y que con cada año de su existencia más poderosa se volvía. Con su ayuda, el chamán salvaría a los aleutas de sus opresores.

Silenciosamente, como el tranquilo viento del sur que a veces sopla desde el turbulento océano Pacífico, empezó a frecuentar a los pequeños aleutas que con tanta obediencia cumplían los dictados de los rusos y les recordó insistentemente que les traía mensajes de los espíritus:

—Siguen siendo ellos quienes gobiernan el mundo, a pesar de los rusos, y tenéis que escucharles, porque os servirán de guías a través de esta época difícil, como supieron guiar a vuestros antepasados, cuando se vieron atacados por tempestades.

Les comunicó que guardaba entre las raíces del árbol los objetos mágicos que le permitían comunicarse con aquellos espíritus omnipresentes y se sintió más tranquilo cuando los hombres, de dos en dos o de tres en tres, comenzaron a acudir para consultarle. Repetía siempre el mismo mensaje:

—Los espíritus saben que tenéis que obedecer a los rusos, por absurdas que sean sus órdenes, pero también quieren que os defendáis. Guardad algo de comida para los días en que no reparten nada. Comed cada día un poco de algas, porque la fuerza viene de ellas. Dejad escapar a las crías de las focas y de las nutrias. Sabréis cómo hacerlo sin que los rusos se den cuenta. Y cumplid las antiguas normas, que son las mejores.

Ayudaba a los que caían enfermos; acostaba a la víctima en una estera limpia, después le rodeaba la cabeza con caracolas, para que el mar pudiera hablarle, y ponía junto a sus pies piedras sagradas, para que conservara la estabilidad. Cuando se enfrentaba a problemas que no podía solucionar, sacaba a la momia, aquella marchita criatura cuyos ojos, hundidos en la cara ennegrecida, miraban fijamente para tranquilizar y aconsejar:

—Ella dice que te verás obligado a ir a las islas de las Focas, no tienes escapatoria. Pero allí encontrarás a un amigo de confianza, que te apoyará toda la vida.

Nunca mentía a los hombres sentenciados a vivir en las islas, ni les aseguraba que encontrarían una mujer o que tendrían hijos, pues sabía que era imposible; sin embargo, sí les hacía ver que era posible la amistad, ese sentimiento que dignifica la vida, y afirmaba que un hombre sensato tenía que ir en su busca, aunque estuviera viviendo un gran horror.

—Encontrarás un amigo, Anasuk, y trabajarás en algo que sólo podrás hacer tú. Y los años irán pasando.

Ir a la siguiente página

Report Page