Alaska

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V. EL DUELO

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Más tarde, cuando los botes zarpaban hacia las islas de las Focas, el chamán aparecía en la playa, sin ocultarse, para despedir a los aleutas, y, durante los últimos meses del 1790, los funcionarios rusos se habituaron a su figura espectral, aunque de vez en cuando se preguntaban de dónde había salido y quién era exactamente. Pero nunca sospecharon que, gracias a él, los esclavos habían recuperado una pequeña parte de su dignidad e integridad, pues a juzgar por la situación de su propia gente, tanto la de los funcionarios como la de los tratantes de pieles convertidos en siervos, todo se iba rápidamente al diablo.

Con el correr del tiempo, el chamán Lunasaq se enteró de uno de los casos más tristes y desesperados que sufrieron los aleutas, el de Cidaq, la muchacha que aquellos criminales se estaban pasando de uno a otro, pese a que las normas de la Compañía lo prohibían. Un día, cuando el siervo traficante de turno se encontraba ausente porque había ido a descargar un kayak lleno de pieles, el chamán se presentó en la choza donde estaba viviendo por aquel entonces la muchacha y, al verla con el pelo sucio, con la cara pálida y tan demacrada que el disco labial casi se desprendía de su boca, la tomó de las manos y la atrajo hacia sí.

—¡Hija mía! Los espíritus buenos no te han abandonado. Me envían para ayudarte.

Insistió en que Cidaq le acompañara inmediatamente y abandonara la miseria moral en la que estaba viviendo. Desafiaba las normas de la Compañía y se arriesgaba a que el traficante ruso le matara a golpes para recobrar a su mujer, pero la condujo hasta su choza entre las raíces y, una Vez dentro, destapó su tesoro más valioso, la momia, frente a cuya cara de pergamino hizo sentar a Cidaq.

—Niña —entonó—, esta anciana pasó por calamidades mucho peores que las tuyas. Hubo volcanes que estallaron en la noche, inundaciones, el furor del viento, la muerte, las infinitas pruebas que nos asaltan. Y luchó.

Continuó hablando así durante varios minutos, sin ver que la pequeña Cidaq hacía lo posible por no reírse de él. Finalmente, la muchacha alargó las dos manos, con una tocó la de él y con la otra rozó los labios de la momia.

—No necesito que ella me ayude, chamán. Mira este disco labial. Es hueso de ballena; yo ayudé a matarla. Llegará el día en que mataré a cada uno de los rusos que me han maltratado. Soy como tú, viejo; yo lucho cada día.

En ese momento, en la oscuridad de la choza, se creó un vínculo entre Cidaq y la momia, porque la vieja que había muerto en Lapak hacía tanto tiempo habló a la joven de su isla. Habló, sí. Después de practicar durante décadas, Lunasaq había llegado a perfeccionar sus dotes para la ventriloquía hasta el punto de que no sólo podía proyectar su voz hasta una distancia considerable, sino que también podía imitar la forma de hablar de diferentes personas. Podía ser un niño que pidiera ayuda, un espíritu enfadado que amonestara a un hombre malo o, especialmente, la momia, con su vasta acumulación de conocimientos.

En esa primera conversación, a la que siguieron muchas más, los tres hablaron sobre los tiranos rusos, sobre las nutrias marinas, sobre los hombres sentenciados a las islas de las Focas y, especialmente, discutieron la venganza que Cidaq planeaba contra sus opresores.

—Puedo esperar —aseguraba ella—. Cuatro, y entre ellos el peor, están ya en las islas de las Focas. No volveremos a verles. Pero tres continúan aquí, en Kodiak.

—¿Qué vas a hacerles? —preguntó la momia.

—Estoy dispuesta a desafiar a la muerte, pero no dejaré de castigarles —respondió Cidaq.

—¿Cómo? —quiso saber la anciana.

—Puedo degollarles mientras duermen —contestó Cidaq.

—Hazle eso a uno, y ellos te degollarán a ti. Seguro —repuso la momia.

—¿Te enfrentaste tú a problemas tan graves? —inquirió Cidaq.

—Como todo el mundo —informó la vieja.

—¿Conseguiste vengarte?

—Sí. Les sobreviví. Me reí sobre sus tumbas. Y aquí sigo. Mientras que ellos Desaparecieron hace mucho. Hace mucho.

La choza se llenó con las risas ahogadas que la momia emitía al recordar su venganza; y era muy difícil advertir la destreza con que Lunasaq usaba su voz para que sonara como esas risas o detectar cuándo dejaba de ser la momia y se ponía a hablar severamente con su propia voz.

—Tengo que recordarte que el problema de Cidaq no es la venganza —dijo el charnán—, sino la supervivencia de su pueblo. Su problema es encontrar marido y tener hijos.

—Las focas tienen hijos. Las ballenas tienen hijos. Cualquiera puede tener hijos espetó la momia.

—¿Los tuviste tú? —preguntó Cidaq.

—Cuatro. Y eso no cambió nada —contestó la anciana.

—Pero tú vivías sin ningún peligro, junto a los tuyos —interrumpió otra vez Lunasaq.

—Nadie vive nunca sin ningún peligro —dijo la momia—. Dos de mis hijos se murieron de hambre.

—¿Cómo fue que ellos murieron y tú sobreviviste? —inquirió el chamán.

—Los viejos pueden soportar los golpes —explicó la anciana—. Miran más allá. Los jóvenes se los toman demasiado en serio. Y se dejan morir. Tú —se dirigió con bastante brusquedad al chamán—, a esta niña la tratas con demasiada severidad. Déjala que se tome su venganza. Los dos os sorprenderéis cuando veáis la forma en que se produce.

—¿Llegará?

—Claro. Igual que muy pronto van a llegar los rusos a esta choza, para darnos una paliza a todos. Pero Lunasaq, mi ayudante, ya ha pensado en eso, y tú resultarás de gran ayuda, de una forma que ahora no puedes adivinar. Tu ayuda llegará de tres maneras, que vendrán en diferentes direcciones. Pero ahora, escondedme.

Apenas habían ocultado a la momia cuando irrumpieron en la choza dos de los traficantes siervos y atacaron al chamán con unos golpes tan brutales que Cidaq temió por su vida. Pero tan pronto había comenzado la paliza, un grupo de cinco aleutas armados con garrotes corrieron hasta la casucha y en ese reducido espacio pegaron con fuerza en la cabeza a los agresores, con tanta aplicación que el más fuerte de ellos salió de la choza tambaleándose, con la cabeza destrozada, hasta que cayó muerto, mientras el otro hombre escapaba gritando, perseguido por dos aleutas que le golpeaban en la espalda.

Milagrosamente, los otros aleutas consiguieron llevarse en secreto el cadáver y lo escondieron en un barranco, bajo un montón de piedras. El traficante que sobrevivió a la paliza trató después de acusarles, diciendo que unos aleutas le habían atacado con garrotes, pero tanto él como su compañero muerto tenían tan mala reputación que la Compañía no lamentó borrarlos de su plantilla, y, unos días después, se envió al superviviente a pasar el resto de su vida entre las focas. Cidaq presenció su marcha con inflexible satisfacción y regresó a la choza del chamán, donde, para su sorpresa, la momia no demostró mucho entusiasmo por el incidente.

—No tiene importancia —dijo—. A esos dos no les vamos a echar de menos, y tú no has ganado nada con esta historia. Lo importante es que están a punto de producirse las tres maneras de ayudarnos de las que te hablé. Prepárate. Tu vida está cambiando. El mundo está cambiando.

Entonces el chamán hizo que la momia hablase como si se estuviera alejando de la choza, y Cidaq le suplicó que se quedara; como la Vieja no acababa de irse, fue el chamán quien la interrogó primero:

—Esas ayudas, ¿también a mí me serán útiles?

—¿Qué significa ser útil? —espetó la anciana, con bastante impaciencia—. ¿Acaso a Cidaq le resulta útil que uno de sus agresores haya muerto y el otro esté exiliado? Solamente si ella hace algo que le permite obtener un beneficio.

Con el correr de los años, la momia había adquirido una personalidad propia y con frecuencia expresaba opiniones contrarias a las del chamán. Era como un voluntarioso estudiante que se hubiera liberado de la tutela de su maestro y, en algunas ocasiones en que hablaban sobre asuntos importantes, el chamán y la obstinada momia llegaban a entablar una discusión.

—Pero, esas nuevas maneras, ¿no serán perjudiciales? —preguntó el chamán.

—Por sí mismo, ¿qué es lo que resulta perjudicial? —respondió la vieja, con otra irritada pregunta—. Solamente lo que permitimos que lo sea.

—¿Puedo emplear esas nuevas maneras? ¿Y ayudar con ellas a los míos? —preguntó Lunasaq.

No hubo respuesta, porque la vieja sabía que la solución se encontraba en el propio chamán. Pero cuando Cidaq formuló casi la misma pregunta, la momia suspiró y guardó silencio, como sumida en antiguos recuerdos, y luego suspiró otra vez.

—De todos mis años —dijo finalmente—, y he disfrutado de varios miles, recuerdo solamente los que me enfrentaron con desafíos: mi marido, al que no llegué a apreciar hasta que vi de qué modo se comportaba ante la adversidad; mis dos hijos, que se negaron a ser cazadores, pero se convirtieron en unos expertos constructores de kayaks; el invierno en que todos se pusieron enfermos y sólo quedamos otra vieja y yo para conseguir pescado; aquel espantoso año en que el volcán de Lapak estalló sobre el océano y cubrió nuestra isla con dos palmos de ceniza, y mi marido y yo tuvimos que llevarnos a los sobrevivientes mar adentro, durante cuatro jornadas, Para poder respirar; y las noches apacibles en que yo imaginaba planes que nos permitirían llevar una vida mejor. —Se interrumpió y entonces pareció dirigir su voz directamente hacia Cidaq, para después volverse hacia el chamán, que le había permitido continuar su existencia durante el período actual—: Están llegando tres hombres a Kodiak. Traen con ellos el mundo y todo el significado del mundo. Y vosotros les recibiréis, cada uno a vuestra manera.

Entonces habló con una voz mucho más suave, dirigiéndose solamente a Cidaq:

—¿Te sentiste bien cuando viste cómo mataban a aquel ruso?

—No —contestó Cidaq—. Tuve la sensación de que algo acababa. Como si algo se hubiera terminado.

—¿Y no te sentiste satisfecha?

—No; sólo se acababa. Algo malo había terminado, sin que yo tuviera mucho que ver con ello.

—Estás preparada para recibir a los que vienen —afirmó la momia. Después preguntó, dirigiéndose a su chamán—: ¿Qué sentiste tú cuando a él le asesinaron?

—Sentí lástima por él —contestó Lunasaq con sinceridad—, porque había vivido una vida tan miserable. Y me alegré por mí, porque todavía me queda mucho trabajo por hacer aquí, en Kodiak.

—Estoy orgullosa de vosotros dos. Estáis preparados. Pero nadie me ha preguntado qué es lo que yo siento. Esos tres que vienen, también se dirigirán a mí con sus problemas.

—¿Qué sientes tú? —preguntó entonces el chamán, pues el bienestar de la momia fortalecía el suyo.

—Os he dicho que para mí los años buenos eran aquéllos en que algo traía desafíos —dijo ella—. Ya va siendo hora de que pase algo interesante en esta condenada isla.

Y, después de darles aquella alentadora información, se retiró para preparar el próximo reto que le reservaban sus trece mil años de edad.

El primero que llegó fue un hombre que regresaba ilegalmente. Nadie esperaba verle otra vez en la isla de Kodiak, pero reapareció con una misión que dejó atónitos a todos los que hablaron con él. Era Yermak Rudenko, aquel traficante corpulento y barbudo que había comprado a Cidaq y se había escapado de las islas de las Focas, decidido a hacer cualquier cosa antes que volver allí. Los funcionarios de la Compañía descubrieron que había llegado como polizón en un barco que regresaba con un cargamento de pieles, le arrestaron y le llevaron a la tosca oficina del puerto.

—¿Sabéis cómo es aquello? —les preguntó, fingiendo arrepentirse—. Antes allí sólo vivían las focas. Ahora, hay unos pocos aleutas y unos cuantos rusos. Llega un barco al año, no hay casi nada para comer y nadie con quien hablar.

—Por eso te enviaron —le interrumpió un joven oficial, que nunca había pasado privaciones—. Aquí eras incorregible, y en el próximo barco volverás a ir allá, que es donde tienes que estar, y para siempre.

Rudenko se puso pálido y se desvaneció toda la furia que había desplegado cuando era el rey del Zar Iván y de los traficantes de Kodiak. Le resultaba insoportable tener que enfrentarse durante el resto de su vida a la espantosa soledad de las islas Pribilof y empezó a suplicar a aquellos funcionarios que controlaban su destino.

—No hay más que lluvia. Ni un árbol. En invierno el hielo lo envuelve todo Y, cuando vuelve el sol, solamente están las focas, que abarrotan la isla. En sólo una semana, un niño de seis años sería capaz de cazar tantas como le Pidieran. Y no hay nada más.

Pareció que toda la fuerza escapaba de su cuerpo enorme, de grandes músculos y hombros pesados, y, desde luego, toda su arrogancia se esfumó. Si la sentencia le obligaba a embarcarse en un bote y regresar a aquella isla desolada, prefería saltar al agua durante el trayecto o matarse después de desembarcar; porque malgastar los años de su vida en aquella inutilidad improductiva era más de lo que podía soportar.

—¡No me hagáis volver! —les rogó.

—Te enviamos allí porque aquí no podíamos hacer nada contigo —los funcionarios se mostraron inflexibles—. En Kodiak no hay lugar para ti.

Desesperado, debatiéndose en busca de alguna salida, balbuceó una petición, y entonces, a pesar de que no hacía al caso, la isla de Kodiak adquirió un compromiso que duró tanto como la violenta vida de aquel hombre.

—¡Aquí vive mi mujer! ¡No podéis separar de su mujer a un ruso creyente!

La noticia dejó atónitos a los presentes, que intercambiaron miradas.

—¿Alguien conoce a la mujer de este hombre? —se preguntaban unos.

—¿Por qué no nos dijeron nada de esto? —decían otros.

El resultado fue que el funcionario que estaba temporalmente a cargo de los asuntos de la Compañía tomó una decisión.

—Llevaos a este hombre; ya veremos —dijo.

—Encargó la investigación a un joven oficial de la Marina, el alférez Fedor Belov, quien inició las averiguaciones mientras volvían a encarcelar a Rudenko; tras algunos aburridos interrogatorios, el joven oficial descubrió que el prisionero Rudenko había comprado a una muchacha aleuta en la isla de Lapak y, aunque la trataba mal, en cierto modo se le podía considerar como su marido. Belov informó a sus superiores, que se mostraron preocupados.

—La zarina nos ha ordenado favorecer el establecimiento de familias rusas en estas islas —señaló el director en funciones— y, más concretamente, pidió que se promocionara el matrimonio con las muchachas nativas, si se convertían al cristianismo.

Puesto que la zarina en cuestión era Catalina la Grande, autócrata de autócratas, que lograba enterarse de lo que ocurría en los puntos más remotos de su imperio, era aconsejable cumplir todas sus consignas.

Por lo tanto, ordenaron al alférez Belov que volviera al trabajo y comenzara a investigar a la supuesta esposa de Rudenko. ¿Existía de verdad? ¿Era cristiana? ¿Sería posible que el único sacerdote ortodoxo de Kodiak, que casi siempre estaba borracho, bendijera su matrimonio? El oficial se ocupó primero de esta última cuestión y se fue en busca del padre Pétr, un derrotado sacerdote de sesenta y siete años, que repetidas veces había solicitado que le permitieran regresar a Rusia. Descubrió que el anciano estaba dispuesto a satisfacer cualquier encargo que le hiciera la Compañía, que era quien le proporcionaba alojamiento y comida.

—¡Por supuesto que sí! Nuestra adorada zarina, que Dios la proteja, nos ha dado instrucciones, y nuestro venerado obispo de Irkutsk, que Dios le proteja, a quien tenemos en gran respeto…

Al mencionar el nombre del obispo, sus pensamientos se desviaron hacia la séptima solicitud que pensaba dirigir al dignatario, suplicándole que le liberara de las difíciles responsabilidades que tenía a su cargo en la isla de Kodiak. Entonces perdió el hilo de su discurso y, con una mirada inexpresiva en su rostro blanco y barbudo, inquirió con humildad:

—¿Qué deseáis de mí, joven?

—¿Recordáis al traficante de pieles Yermak Rudenko?

—No.

—Un hombre corpulento, muy pendenciero…

—Ah, sí.

—Trajo una muchacha de Lapak. Una aleuta, claro.

—Es algo muy normal entre los marineros.

—Ha pasado casi un año entero en las islas de Las Focas.

—Claro, claro; es un mal tipo.

—¿Casaríais a ese tal Rudenko con su muchacha aleuta?

—Por supuesto. La zarina nos ordenó que… Sí, lo ordenó.

—Pero solamente si las muchachas se convertían al cristianismo. ¿La bautizaríais?

—Sí; para eso me enviaron aquí, para bautizar. Para que los paganos conozcan el amor de Jesucristo.

—¿Habéis bautizado a alguno?

—A unos pocos; son tipos muy tozudos.

—¿Pero a ésta, la bautizaríais y la casaríais?

—Sí, porque son órdenes de la zarina. Leí la orden, me la envió nuestro obispo de Irkutsk.

El alférez Belov comprendió que el anciano no tenía muy claro qué estaba haciendo allí o qué tenía que hacer. Llevaba varios años en las islas y, a pesar de ello, había bautizado a muy pocas personas, había celebrado todavía menos matrimonios y no había llegado a dominar ninguno de los idiomas de los nativos. Era el peor ejemplo del esfuerzo civilizador ruso, y los chamanes como Lunasaq se habían colado en el amplio vacío que dejaba su falta de entusiasmo misionero.

—Enviaré vuestra solicitud al obispo de Irkutsk —prometió Belov—. En cuanto a vos, ¿estaréis dispuesto a celebrar ese matrimonio?

—Gracias, gracias por enviar la carta.

—Os he preguntado por la boda.

—Ya sabéis lo que ha manifestado la zarina, que los cielos protejan a Su Alteza Real.

El alférez Belov informó, pues, a los funcionarios de que Rudenko tenía algo así como una esposa y de que el padre Pétr estaba dispuesto a bautizarla y a celebrar la boda, siguiendo las instrucciones de la zarina. Entonces los funcionarios preguntaron a Belov si había visto a la joven y si la juzgaba digna de convertirse en ciudadana rusa.

—Todavía no la he visto —respondió él—, pero creo que está aquí, en Los Tres Santos, y proseguiré diligentemente con la investigación.

Por medio de nuevos interrogatorios, se enteró de que la joven se llamaba Cidaq y que residía, si es que se podía emplear esta palabra, en una choza cuyo ocupante anterior había sido asesinado, sin saberse muy bien cómo, Pues los detalles eran poco claros. Descubrió con sorpresa que se trataba de una joven sencilla, de quince o dieciséis años, que no estaba embarazada, era excepcionalmente limpia para ser una aleuta y tenía nociones de ruso. Advirtió que su presencia la aterrorizaba, aunque ignoraba que era por el miedo de verse complicada en el asesinato del traficante un asunto que ya desde el principio se había abandonado; hizo lo posible por tranquilizarla:

—Traigo buenas noticias, muy buenas noticias.

Ella suspiró, sin lograr imaginar de qué podía tratarse.

—Se te ha concedido un gran honor —le dijo Belov, mientras se inclinaba hacia ella, y ella se inclinaba también para escuchar—. Tu marido quiere casarse legalmente contigo. Por la religión rusa. Con sacerdote. Bautismo. —Hizo una pausa y luego añadió, con gran pompa—: ciudadanía rusa plena.

Sin abandonar su postura, le sonrió y se sintió aliviado cuando vio la enorme sonrisa que estalló en el rostro de la muchacha. La tomó de las manos y, embargado por su propia alegría, exclamó:

—¿No te lo había dicho? ¡Grandes noticias!

—¿Mi marido? —preguntó ella, por fin.

—Sí. Yermak Rudenko. Ha vuelto de las islas de las Focas.

Éste fue el inicio del fraude mediante el cual Cidaq iba a lograr vengarse de Rudenko, porque la muchacha consiguió disimular, con la astucia de un animalillo, cualquier reacción física o verbal que pudiera delatar su repugnancia ante la idea de volver a reunirse con Rudenko y, durante la pausa que siguió, comenzó a imaginar varias formas de cobrarle la deuda a aquel hombre malvado. Pero comprendió que tenía que saber más cosas antes de dar el paso siguiente y se fingió encantada por la noticia.

—¿Dónde está mi marido? ¿Cuándo puedo verle?

—¡No vayas tan de prisa! Está aquí, en Los Tres Santos. Y la Compañía dice que, si os casáis como es debido, él puede quedarse —añadió solemnemente el joven oficial, como si le estuviera comunicando un último favor.

—¡Qué maravilla! —exclamó la joven.

Entonces el oficial añadió una condición que a ella le permitió complicar las cosas:

—Por supuesto, para que se celebre la boda por la iglesia tendrás que convertirte antes al cristianismo.

—¿Y de lo contrario le harán volver a las islas de las Focas? —preguntó entonces Cidaq, fingiendo estar horrorizada.

—O puede que le fusilen.

—¿Significa eso que ha vuelto sin permiso?

—Sí. Ardía en deseos de estar otra vez contigo.

—¿Cristianismo? ¿Matrimonio? ¿Eso es todo lo que hace falta?

—Sí; y el padre Pétr dice que está dispuesto a encargarse de tu conversión y a celebrar tu boda.

Cidaq sonrió al alférez Belov con su redonda cara radiante por la fingida gratitud y le dio las gracias por sus alentadoras noticias.

—¿Y cuándo puedo ver a mi señor Yermak? —quiso saber después, como si estuviera profundamente enamorada.

—Ahora mismo.

En la bahía de Los Tres Santos no había cárcel, lo que no debe extrañarnos, pues contaba con muy pocas cosas de las que precisa una sociedad organizada, pero en las oficinas de la Compañía había un cuarto sin ventanas y con una puerta doble, que podía cerrarse con llave por ambos lados; descorrieron los cerrojos, y el joven oficial condujo a Cidaq al cuarto oscuro donde estaba sentado su supuesto marido, encadenado con grilletes.

—¡Yermak! —exclamó ella, con una alegría que complació al prisionero sin sorprenderle, porque, aunque comprendía que resultaba arriesgado confiar en ella para lograr su libertad, era tan arrogante que pensaba que la joven se iba a deslumbrar ante la tentadora posibilidad de convertirse en la esposa legal de un ruso y le iba a perdonar todo lo que le había hecho en el pasado—. ¡Yermak! —volvió a exclamar Cidaq, como una esposa sumisa.

Se desprendió del alférez Belov y corrió hacia su perseguidor, tomó sus manos esposadas y las cubrió de besos, y después hundió su rostro sonriente en la barba del hombre para besarle de nuevo. Al presenciar aquel emotivo reencuentro entre el traficante de pieles ruso y la muchacha isleña que tanto le adoraba, Belov disimuló un sollozo y salió para informar a las autoridades de que era necesario continuar con los preparativos de la boda.

En cuanto Cidaq se vio libre de Rudenko y Belov, corrió a la choza del chamán, gritando:

—¡Lunasaq! ¡Tengo que hablar con tu momia!

Cuando desenvolvieron el fardo de piel de foca, Cidaq explicó entre risas la asombrosa oportunidad que acababa de ofrecérsele:

—Si me caso con él, se queda; si no, vuelve con sus focas.

—¡Es extraordinario! —exclamó la momia—. ¿Le has visto?

—Sí. Llevaba grilletes. Le custodia un soldado armado con un rifle.

—Y, ¿qué has sentido al verle?

—Me he imaginado que le estrangulaba con mis propias manos.

—¿Y qué vas a hacer?

En el tiempo transcurrido desde que había visto por primera vez la odiosa cara de Rudenko, Cidaq había perfeccionado su enrevesada estrategia.

—Haré creer a todo el mundo que soy muy feliz. Dejaré que piensen que voy a casarme con él. Hablaré con él sobre la vida que vamos a llevar aquí, en Los Tres Santos…

—¿Y disfrutarás de cada minuto? —preguntó la anciana.

—Sí; y en el último instante diré que no, para ver cómo le arrastran otra vez a su prisión eterna entre las focas.

—Pero, ¿qué motivo vas a alegar… para cambiar de opinión? —preguntó la momia, que en vida había sido una mujer práctica, lo cual explicaba su larga existencia posterior.

Las palabras con las que respondió Cidaq resultaron ser el origen de graves complicaciones:

—Diré que no puedo renunciar a mi antigua religión para convertirme en cristiana.

Lunasaq ahogó un grito, escandalizado ante aquella frívola declaración, pues ahora se trataba de la religión, que era la esencia de su vida, y podía darse cuenta del peligro que encerraba aquel juego. Apartó a un lado a la marchita momia, envuelta en su piel de foca, y el chamán Lunasaq, ante la amenaza, asumió la conversación.

—¿Has dicho que estabas pensando en convertirte al cristianismo?

—No; lo han dicho ellos. Para poder casarme con Rudenko, tendría que unirme a su religión.

—Pero no estarás pensando hacerlo, ¿verdad?

Continuando con el juego, la joven respondió, medio en broma:

—Bueno, si él fuera un ruso simpático… como el joven Belov, por ejemplo…

Muy serio, el chamán hizo sentar a Cidaq en una banqueta, se sentó ante ella y se puso a hablarle, como si estuviera haciendo un resumen de toda su vida:

—¿Es que no has visto la cristiandad de los rusos, jovencita? ¿Acaso ha ayudado en algo a nuestro pueblo? ¿Nos ha traído la felicidad que prometían? ¿O nos ha dado casas dónde refugiarnos? ¿O comida? ¿Nos aman ellos como su Libro dice que tendrían que amarnos? ¿Nos respetan? ¿Nos permiten entrar en sus casas? ¿Nos han dado alguna libertad nueva o siquiera han mantenido las que nosotros habíamos conseguido? ¿Hay algo… se te ocurre una sola cosa… algo bueno que su dios nos haya dado? Y de las cosas buenas que ya teníamos, ¿hay una sola que no nos hayan quitado?

La momia gruñó, desde dentro de su saco, ante aquel acertado resumen de la autoridad cristiana bajo el dominio ruso, y el chamán continuó, animado por ella; sacudía sus desaliñados mechones cada vez que presentaba un nuevo argumento para convencer a Cidaq:

—¿Es que en los viejos tiempos, con nuestros espíritus, no había felicidad en nuestras islas? ¿Acaso ellos no hacían que siempre encontráramos animales nadando en torno de nuestras islas, que podíamos cazar Para comer?, ¿acaso no nos protegían cuando íbamos en nuestros kayaks?, ¿no traían a nuestros hijos sanos y salvos al mundo?, ¿no nos devolvían el sol cada primavera?, ¿no aseguraban la armonía de nuestra existencia y nos permitían construir unos pueblos agradables, donde los niños jugaban al sol y los ancianos morían en paz? —Se conmovió tanto ante aquella visión del paraíso perdido de los aleutas que su voz se elevó hasta convertirse en un gemido quejumbroso—: ¡Cidaq! ¡Cidaq! Has sobrevivido a grandes calamidades. Y, sin duda, los espíritus te han salvado para que cumplas una noble misión. En este momento de crisis, no pienses siquiera en abrazar sus innobles costumbres. Permanece junto a nuestro pueblo, Cidaq. Ayúdale a recobrar su dignidad. Ayúdale a elegir un camino honrado en estos tiempos de prueba. Ayúdame a mí a auxiliar a nuestro pueblo.

Estaba temblando cuando acabó de hablar, porque sus espíritus, las fuerzas que impulsaban los vientos y encendían el sol, le habían ofrecido una visión del futuro y había podido ver que su pueblo iba a morir rápida y dolorosamente si abandonaba sus antiguas costumbres. Vio cómo los hombres perdían el sentido, cada vez más borrachos; vio cómo los morenos aleutas morían a causa de enfermedades desconocidas que nunca atacaban a los blancos rusos; vio cómo jóvenes alegres como Cidaq eran corrompidas y despreciadas; y, por encima de todas las cosas, contempló el declive inexorable y la desaparición definitiva de todo lo que había hecho resplandecer la vida en Attu, en Kiska, en Lapak y en Unalaska y vio que todo era arrastrado por los suelos, hasta que los mismos espíritus que habían gobernado aquella vida llegaban a desaparecer.

Un universo, un universo entero que había conocido episodios de grandeza, como cuando dos hombres solos en medio de la vastedad del mar, protegidos únicamente por un kayak de piel de foca, cuyos costados podría agujerear cualquier pez que se lo propusiera, atacaban al monstruo, unos hombres que en total pesaban sólo ciento diez kilos, mientras el animal alcanzaba cuarenta toneladas, y luchaban hasta matarlo. Aquel universo y todo lo que abarcaba estaba en peligro de extinción, y Lunasaq sentía que era el único responsable de salvarlo.

—Cidaq —susurró, suplicándole con voz casi ahogada por la angustia—, no desdeñes las antiguas y seguras costumbres que te han protegido, en favor de otras nuevas y perversas, que te prometen vivir bien y solamente te conducen a la muerte.

Sus palabras ejercieron un efecto poderoso sobre Cidaq, que permaneció sentada en una especie de trance, mientras él sacaba de sus hatillos los símbolos reverenciados que hasta entonces la habían guiado en la vida: los huesos, los trozos de madera, los guijarros pulidos, el marfil que tanto había costado conseguir en el mar. El chamán los distribuyó alrededor de la muchacha, formando dibujos que ella ya conocía, e inició un cántico, usando palabras y frases que la muchacha no comprendía, pero tan poderosas que trajeron hasta la habitación a los espíritus que gobernaban la vida, los cuales hablaron a la joven como en los días de su niñez.

—¡Cidaq, no nos abandones! Cidaq, los otros te prometen una vida digna, pero no te la dan; no se la dan nunca a nuestra gente. Cidaq, sigue las costumbres que permitieron que tu bisabuela viviera tanto tiempo y con tanto valor. Cidaq, no te alíes con esos dioses nuevos y extraños que solamente alardean, pero no tienen ningún poder. ¡Cidaq, Cidaq!

Su nombre resonó por todos los rincones de la choza, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces, desde el saco de la momia surgieron unas palabras de ánimo:

—Paso a paso, Cidaq. Sonríe a Rudenko. Dale esperanzas. Y más tarde envíale otra vez al exilio con las focas. Después nos enfrentaremos a esas cosas que desconciertan a nuestro chamán y que a mí también me desconciertan.

La niña de cara redonda y sonrisa como un sol agitó con fuerza la cabeza, como si quisiera dejarla preparada para la tarea que tenía que emprender.

—No permitiré que me conviertan en cristiana —le prometió a su chamán—; es decir, en una auténtica cristiana.

Y salió de la choza, sonriendo una vez más, mientras intentaba imaginar la cara que pondría Rudenko en el último instante, cuando ella se negara a casarse y él comprendiera que le había engañado, para obligarle a volver con las focas.

La momia había predicho que a Kodiak llegarían tres hombres con mensajes de inquietud o de esperanza, y Rudenko había sido el primero, con malas noticias; pero se acercaba un segundo hombre, que traía ideas creativas, que llegó muy a tiempo.

Hacia el 1790, la colonización rusa de los territorios americanos se degradó hasta el nivel más bajo que había alcanzado nunca una nación europea al llevar la civilización hasta las tierras recién descubiertas. España, Portugal, Francia e Inglaterra se habían comportado mejor, y el único País que se acercó a la desastrosa actuación de los rusos en las Aleutianas fue Bélgica, que tantas atrocidades cometió en el Congo. Los rusos acabaron con los Sistemas de vida que siempre habían permitido a los isleños gobernarse razonablemente. Agotaron las fuentes de alimentos hasta el punto de que la gente llegó a pasar hambre. Exterminaron, o poco menos, a las nutrias marinas y casi provocaron la desaparición de una riqueza que podría haber continuado eternamente. Y, peor aún, eliminaron las antiguas creencias sin sustituirlas por otras viables. Los viejos sacerdotes borrachines, como el Padre Pétr, de Los Tres Santos, no llegaron a convertir al cristianismo a más de diez aleutas en diecinueve años y ni siquiera ofrecieron a esas almas bien dispuestas un poco de consuelo espiritual o alguna mejora en su vida terrena. La situación era tan desastrosa que un observador imparcial hubiera podido concluir con bastante justificación que los rusos degradaban todo lo que tocaban. Sin embargo, ahora iba a llegar una solución desde Irkutsk.

En aquel invierno del 1726 en que Vitus Bering y su asistente Trofim Zhdanko habían quedado aislados por la nieve durante su viaje a Kamchatka, se desviaron voluntariamente hasta la capital regional de Irkutsk, no muy lejos de la frontera con Mongolia, para entrevistarse con el voivoda Grigory Voronov, cuya hija Marina, tan trabajadora y eficiente, les causó muy favorable impresión. Marina se casó con Iván Poznikov, el comerciante de pieles siberiano, y, más adelante, después de que unos maleantes asesinaran a su primer marido cuando viajaban hacia Yakutsk, se casó con el cosaco Zhdanko. Cuando le presentaron a Trofim, Marina le había dicho que en Siberia, todas las cosas buenas provenían de Irkutsk, lo que todavía era cierto.

La ciudad había florecido durante los años transcurridos desde entonces y se había convertido en el centro administrativo y comercial de la Rusia oriental, además de en el foco desde el cual irradiaban ese tipo de ideas creadoras que permiten prosperar a una sociedad; de todas las instituciones allí presentes, la más poderosa era la Iglesia Ortodoxa, cuyo obispo local estaba decidido a inyectar vitalidad religiosa en Kodiak, que era el territorio más oriental y el más retrasado de los que caían bajo su administración.

Cuando Bering y Zhdanko conocieron a Marina Voronova, ignoraban que tenía un hermano menor, llamado Ignaci, que se había quedado en Moscú cuando su padre se trasladó al este para ocupar el cargo de gobernador. Este Ignaci tenía un hijo llamado Luka, quien, a su vez, en 1766, tuvo Un varón al que bautizó con el nombre de Vasili, y el niño, desde su infancia, mostró inclinación por las órdenes sagradas. Una vez terminados los estudios primarios, Vasili no tardó en solicitar el ingreso en el seminario de Irkutsk y, el 1790, a la edad de veinticuatro años, ya estaba preparado para la ordenación. Por entonces, la familia Voronov se hallaba inmersa en un tenso debate, y la tía abuela Marina Zhdanko, que ya tenía ochenta y tres años, viajó desde Petropávlovsk hasta Irkutsk para darles a conocer los vehementes opiniones, las cuales originaron la irritación de varios miembros de la familia.

La familia se enfrentaba a un curioso problema. En el momento de ordenarse, los sacerdotes de la iglesia ortodoxa rusa tenían que tomar una difícil elección, que determinaba el rumbo futuro y los límites de su vida. Un hombre joven, con el corazón inflamado de entusiasmo, podía elegir entre convertirse en sacerdote negro o en sacerdote blanco, nombres que se referían a las vestimentas que proclamaban su decisión. El sacerdote blanco era el que elegía servir al pueblo, como jefe de una iglesia local, como misionero o como asistente menor en la obra divina. Lo importante es que no sólo se le permitía, sino que se le animaba a casarse y, cuando establecía una familia en su comunidad, quedaba inextricablemente ligado a ella. El sacerdote blanco era un hombre del pueblo, y a ellos y al esfuerzo de sus familias se debía la mayor parte de las buenas obras de la iglesia. Luka Voronov, el padre de Vasili, había sido sacerdote blanco en la zona rural de Irkutsk, y su hijo, que había crecido en esa tradición, había sido adoctrinado sobre los méritos de esta elección.

Pero otros jóvenes sacerdotes, impulsados por la ambición de la carrera eclesiástica o por el deseo sincero de ver a su Iglesia bien administrada, elegían ser sacerdotes negros, pues, aunque sabían que eso les impediría casarse, eran conscientes también de que se les concedería a ellos el gobierno de su Iglesia. Cualquier muchacho que aspirara a ejercer un alto cargo religioso en Rusia o en una provincia importante, como Irkutsk, tenía que elegir el hábito negro, hacer votos de castidad y respetar aquellas decisiones de por vida, si no quería verse rigurosamente excluido de cualquier puesto importante en la jerarquía. Había una regla inflexible, que no admitía excepciones: «Los dignatarios religiosos sólo surgen de entre los sacerdotes negros».

El joven Vasili sentía la clara vocación de seguir los pasos de su padre, pues en la zona de Irkutsk no había habido un sacerdote más apreciado que Luka Voronov, ni siquiera el obispo, que era sacerdote negro, naturalmente. Vasili contaba con el apoyo seguro de su padre y hubiera seguido su ejemplo, de no ser porque su tía abuela Marina expresó firmemente su opinión en contra.

—¡Hijo! Sería un desastre que tú mismo te negaras la posibilidad de alcanzar un alto cargo en nuestra iglesia. No pienses siquiera en elegir el hábito blanco. Desde tu nacimiento has estado destinado a ser un jefe; quizá el jefe supremo.

Su sobrino Luka, el padre del joven, reaccionó con bastante energía ante aquel consejo, que le parecía fantasioso.

—Mi querida tía Marina, tú sabes tan bien como Vasili que la jerarquía de nuestra iglesia no busca sacerdotes de Siberia.

—¡Un momento, un momento! Sólo porque tú, Luka, renunciaras al camino recto y volvieras la espalda a los ascensos, cosa que nunca comprendí, no es motivo para que tu hijo, que tiene tanto talento, haga lo mismo. ¡Mírale! ¿Acaso el mismo Dios no le ha escogido para formar parte de la jerarquía?

La familia volvió la vista hacia Vasili, muy digno con su túnica de seminarista, rubio, alto y erguido, de aspecto apuesto y de modales respetuosos, y vieron que era un joven apto para prestar un servicio distinguido a su iglesia. Tal como había comentado su tía abuela, era un hombre destinado a alcanzar la grandeza. Pero su padre veía algo más noble que la posibilidad de ascender; veía a un joven nacido para servir, tal vez en el puesto más humilde que ofreciera la iglesia, tal vez en un alto cargo, pero que siempre cumpliría con las nobles responsabilidades de su religión, como él mismo, Luka, había tratado de hacer toda su vida. El joven seminarista poseía el toque de gracia que dignifica a un hombre, cualquiera que sea la tarea que se le asigne; tenía vocación, una llamada exterior tan apremiante como el grito insolente de un sargento en el frío de la mañana. Estaba destinado a cumplir el trabajo del Señor y se sentía ansioso por hacerlo en el puesto que se le asignara.

Cuando finalmente se disponía a anunciar la decisión de elegir el hábito blanco, la tía abuela Marina dejó atónita a la familia:

—Como sabía que la reunión era importante, me he permitido consultar la cuestión con el obispo y le he pedido que viniera a vernos, para servirnos de orientación. Ve a ver si ha llegado su carruaje, Luka.

Poco después apareció el obispo en persona, quien hizo una reverencia ante aquella gran dama, la cual había contribuido con su dinero, generosa y frecuentemente, para que él pudiera llevar a cabo el trabajo iniciado por la Iglesia, especialmente en las islas.

—Como os dije el otro día, madame Zhdanko, sois un honor para Irkutsk.

—Como mi padre en sus tiempos —replicó ella, sin azorarse. Y añadió, aunque un poco tarde—: Y como Luka, a su modo. —Como no quería que el obispo perdiera su tiempo con tonterías, continuó—: Vasili opina que, para servir al Señor, tiene que elegir el hábito blanco.

—A su edad, yo elegí el negro.

—¿Y pudisteis ejecutar la obra del Señor con la misma capacidad?

—Creo que el deseo más imperioso del Señor es mantener la prosperidad de su Iglesia.

Marina no se conformó con esta victoria, pues quería escuchar algo más que lugares comunes.

—Decidme la verdad, obispo —le pidió—, si este joven tomara el hábito negro, ¿le tendríais en cuenta para ocupar un puesto en las Aleutianas?

Los miembros de la familia quedaron asombrados ante una pregunta tan impertinente sobre la política de la Iglesia, pero la vieja sabía que le quedaban pocos años de vida y que en las islas que tanto le gustaban a su segundo marido había todavía mucho trabajo por hacer. El obispo tampoco se sorprendió ante la claridad con que había hablado la anciana señora, pues sus antiguas obras benéficas le daban derecho a entrometerse un poco, especialmente en lo que concernía a un miembro de su propia familia. El obispo pidió más té, sostuvo su taza en equilibrio, mordisqueó un pastelito y dijo:

—Como bien sabéis, madame Zhdanko, estoy gravemente preocupado por la situación de nuestra Iglesia en las islas. La zarina ha dispuesto sobre mis hombros la responsabilidad de velar por la divulgación de la Palabra Sagrada y por que los salvajes ingresen en la familia de Cristo. —Miró sucesivamente a cada miembro de la familia, tomó un sorbo de té y dejó la taza. Entonces continuó con cierto tono de tristeza—: Y he fracasado. He enviado a aquella zona a un sacerdote tras otro, a hombres que quizá habían sido buenos en sus tiempos, pero que cuando van allá son ancianos y ya no arden en el fuego de la ambición y el entusiasmo. Malgastan sus vidas y los recursos de la iglesia. Beben, discuten con los funcionarios de la Compañía, no prestan atención a los que de verdad están a su cargo, que son los isleños, y no atraen ningún alma hacia Jesucristo.

—Habéis resumido cuanto yo quería decir —manifestó la luchadora anciana, con aquella vehemencia que no había disminuido desde sus tiempos de muchacha, cuando vivía en Irkutsk—. Necesitamos hombres de verdad en las islas. Es decir, si queremos llevar allá la civilización. Quiero decir que hay que hacerlo si queremos conservar ese nuevo imperio, en lugar de entregarlo, como unos cobardes, a los ingleses o a los españoles, por no mencionar a esos condenados estadounidenses, cuyos barcos ya comienzan a hacer incursiones en aguas que deberían ser nuestras. —Era evidente que se habría embarcado inmediatamente hacia las islas, ya fuera como gobernadora, como almiranta, como generala o como jefa de la iglesia local.

—He estudiado la sugerencia que hicisteis el otro día, madame Zhdanko, y estoy de acuerdo; si este excelente joven elige el hábito negro, lo hará con mi bendición. Tiene un gran futuro en esta Iglesia. Y no puede comenzar en mejor sitio que en las Aleutianas, donde podrá inaugurar una civilización completamente nueva. Cumplid bien con vuestro trabajo allí, joven, y tendréis inmejorables posibilidades para servir a la Iglesia. —Después hizo una reverencia a Marina, y añadió un comentario de orden práctico—: Para dirigir la iglesia de Kodiak, no necesito a un joven que se case con una muchacha de la zona y se hunda lentamente en el alcoholismo, como sus predecesores, sino a alguien que se despose con la Iglesia y construya un edificio nuevo y fuerte.

Animado por aquellas palabras, Vasili Voronov, el joven más prometedor de cuantos se habían graduado en el seminario de Irkutsk, eligió el hábito negro, hizo votos de celibato y se consagró al servicio del Señor y a la resurrección de Su bochornosa Iglesia Ortodoxa en las Aleutianas.

Pese a tener más de ochenta años, Marina Zhdanko seguía conservando una energía endemoniada y, en cuanto terminó de dar instrucciones a su sobrino nieto Vasili sobre cómo tenía que orientar su vida religiosa, se dedicó con extraordinario vigor a poner en orden sus propios asuntos. Aprovechando que se encontraba en Irkutsk, donde estaba establecida la casa central de la Compañía, de la que era uno de los socios principales, decidió proponer ciertos cambios en la administración, y los miembros masculinos de la junta directiva se sorprendieron cuando la vieron llegar a su despacho con paso majestuoso.

—Quiero enviar a un verdadero gerente para que organice nuestras Propiedades en las Aleutianas —les anunció, con firmeza.

—Ya tenemos un gerente —le aseguraron los hombres.

—Quiero un hombre que trabaje, en lugar de quejarse —espetó ella.

—¿Habéis pensado en alguien? —le preguntaron.

—Desde luego —contestó ella, entusiasmada.

En aquella época, en Irkutsk había un comerciante fuera de lo común, llamado Aleksandr Baranov, que tenía cuarenta y pocos años y era un veterano de las duras guerras comerciales siberianas. Marina le había visto de vez en cuando, caminando por las calles con la cabeza inclinada, como si preparara algún movimiento magistral, y le intrigaban las historias que se contaban de él.

—Es de baja cuna, no tiene ningún tipo de antecedentes familiares. Tiene una esposa a la que nadie conoce, porque cuando él vino a Siberia la mujer le prometió reunirse pronto con él, pero nunca acudió. Es un hombre que ha prestado servicio en todas partes y es honrado como la luz del sol, pero siempre le acaba arruinando algún desastre del cual él no tiene culpa alguna.

—¿Es honrado de verdad? —preguntó ella.

—El que más —en eso estaban todos de acuerdo.

—¿Qué es eso que he oído decir sobre una fábrica de vidrio? —preguntó ella.

Entonces escuchó un relato increíble:

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