Alaska

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V. EL DUELO

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—Yo estaba con él cuando ocurrió. Un día, mientras estábamos bebiendo cerveza, a una criada, una auténtica campesina, se le cayó una jarra, que se rompió. Como bien sabéis, el vidrio es muy caro en un puesto de frontera como Irkutsk, de modo que el tabernero empezó a dar golpes a la pobre muchacha por haber roto algo tan valioso. Pavel y yo censuramos al hombre por su brutalidad, pero Baranov se quedó sentado, con los fragmentos de la jarra en las manos, y al cabo de un rato dijo: «Tendríamos que fabricar el vidrio aquí mismo, en Irkutsk. No haría falta acarrearlo desde Moscú». ¿Y sabéis lo que hizo?

—No me lo imagino —reconoció Marina.

—Escribió a Alemania —explicó otro hombre— para pedir un libro que tratase sobre la fabricación del vidrio y después aprendió alemán con un comerciante, para poder descifrarlo, y, sin ninguna experiencia práctica, sin haber visto nunca soplar una pieza de vidrio, abrió su fábrica.

—¿Y fracasó, como sus otros sueños?

—¡En absoluto! Fabricaba vidrio de muy buena calidad. Durante la cena habéis bebido con una de sus piezas.

—¿Y qué ocurrió?

—Que se empezó a importar un montón de vidrio de otras grandes fábricas del oeste, a precios mucho más bajos.

Cuando Marina preguntó si aquella competencia había apartado a Baranov del comercio de la zona, todos los hombres querían contestarle a la vez:

—¿A Baranov? ¡En absoluto! Examinó las cristalerías que se importaban y opinó que eran mejores que el vidrio que fabricaba él, de modo que clausuró su negocio y se puso a trabajar como agente de ventas para sus competidores.

—Me gustaría conocer a ese hombre, que parece tener tanto sentido común —decidió Marina.

Le presentaron a Baranov, y vio ante ella un hombre bajo, desaliñado y gordinflón, calvo como un témpano, que cruzaba las manos sobre la barriga como si se dispusiera a hacer una reverencia ante algún superior, pero su mirada penetrante y móvil delataba que consideraría con interés cualquier proposición que se le ofreciera.

—¿Conocéis el comercio de pieles? —preguntó ella.

Durante media hora, el hombre le describió los progresos que se habían conseguido últimamente en las Aleutianas, en Irkutsk y en China, y le recomendó que al llevar las pieles aleutianas hasta San Petersburgo siguieran un recorrido mejor, que permitiría transportarlas con mayor rapidez.

—¿Ganáis mucho vendiendo cristal? —Fue la siguiente pregunta de la mujer, Y él tuvo la oportunidad de explayarse sobre cómo se podrían mejorar los beneficios en las Aleutianas, si se contaba con imaginación y con la seguridad de un pequeño capital.

En menos de una hora, Marina se había convencido de que aquel hombre era el indicado para representar en las Aleutianas tanto a Rusia como a la Compañía.

—Estad preparado, señor Baranov, tengo que hacer algunas averiguaciones.

Cuando él se marchó, Marina se presentó nuevamente ante sus directores y les hizo una sucinta recomendación:

—El hombre que necesitamos en las islas es Aleksandr Baranov.

Los hombres protestaron y le recordaron que aquel hombre había fracasado en todo, pero ella les recordó:

—Ustedes mismos dijeron que era honrado. Y yo añado que tiene imaginación, fuerza de voluntad… y sentido común.

—En ese caso, ¿por qué ha fracasado? —le preguntaron.

—Porque no tenía a una persona experimentada como yo para marcarle una orientación, ni a unos jóvenes inteligentes como ustedes, que le proporcionaran fondos —contestó la anciana.

Era el mejor resumen que se había oído nunca, en Irkutsk o en San Petersburgo, de las necesidades de Rusia en su aventura americana, y eso lo sabían los directores.

—Puede que Baranov sea demasiado viejo —protestó, sin embargo, un hombre muy precavido.

—Yo le doblo la edad —dijo Marina, con un bufido de rabia—, y mañana mismo me embarcaría hacia Kodiak, si fuera preciso.

—Será mejor que le hagáis entrar —decidieron los hombres, a regañadientes.

Después de que Marina le interrogase hábilmente durante unos minutos, Baranov se reveló como un hombre dotado de una clara visión de futuro, y ella le elogió por su astucia:

—Gracias, señor Baranov. Parecéis tener las tres cualidades que necesitamos. Un exceso de energía, un entusiasmo imbatible y una clara perspectiva de lo que Rusia puede conseguir en sus islas.

—Eso espero —dijo él, con modestia, mientras hacía una sencilla reverencia.

Los directores eran conscientes de que Marina les empujaba a tomar una decisión que tal vez no les convenía y, resentidos por su intromisión, comenzaron a poner en evidencia los fallos de su candidato:

—Sin duda comprenderéis que la Compañía tiene dos obligaciones, señor Baranov. Tiene que ganar dinero para nosotros, los directores que vivimos aquí, en Irkutsk. Y representa la voluntad de la zarina, que está en San Petersburgo.

Baranov asintió con entusiasmo y uno de los directores hizo entonces un mordaz comentario:

—Pero vos no habéis conseguido nunca una ganancia segura, en nada de lo que habéis emprendido.

—Siempre he comenzado bien y después me he quedado sin dinero —contestó con una sonrisa el rechoncho comerciante, sin molestarse—. Ahora podría tener ideas igual de buenas, y sería asunto vuestro proporcionarme la inversión necesaria.

—Y en cuanto a la zarina, ¿podríais contentarla? —le preguntaron.

—Cuando se gana dinero todo el mundo está contento —respondió él, con la sencillez del comerciante.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Marina—. Ése podría ser el lema de nuestra compañía.

Pero entonces los directores presentaron una objeción aún más sutil:

—Si os nombráramos representante nuestro en las Aleutianas, como parece ser el deseo de madame Zhdanko, os convertiríais en el comerciante Aleksandr Baranov y os veríais obligado a confiar vuestra protección a algún oficial de la Marina, de noble linaje.

Nadie dijo nada, hasta que continuó un hombre más viejo:

—Y, como sabéis, no hay nada más despectivo en la faz de la Tierra que un oficial de la Marina rusa cuando mira por encima del hombro a un comerciante.

Otro de los directores se mostró de acuerdo y le preguntó, mientras todos se inclinaban esperando su respuesta:

—¿Pensáis que sabréis tratar a un oficial de la Marina, señor Baranov?

—Nunca he sido vanidoso —respondió aquel hombre excepcional, con la elegancia natural que le caracterizaba—. Siempre estoy dispuesto a reconocer en los otros todos los derechos que ellos mismos crean merecer. Pero eso nunca me ha apartado de la tarea que se esperaba de mí. Sólo soy un comerciante —añadió, tras mirar a cada uno de los hombres—, y la nobleza queda absolutamente fuera de mi alcance, pero tengo algo que nunca tendrá un noble oficial.

—¿Qué es?

En el silencio de aquel despacho de Irkutsk, Baranov, el soñador infatigable, dio su respuesta:

—Yo sé que la Rusia Imperial necesita utilizar las islas Aleutianas como escalones que le permitan alcanzar una importante ocupación rusa de América del Norte. Sé que empiezan a escasear ya las pieles de nutria marina Y que es preciso hallar otras fuentes de riqueza.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó uno de los directores.

Sin la más mínima vacilación, aquel gracioso hombrecillo, de mente tan ágil, expuso su compulsiva visión del futuro:

—El comercio.

—¿Con quién se comerciaría? —preguntó alguien.

—Con todos —repuso Baranov—. Con la Bay Company de Hudson, establecida en Nootka Sound; con los españoles de California; con Hawai. Y al otro lado del océano, con Japón y con China. Y con los barcos estadounidenses que ya comienzan a invadir nuestras aguas.

—Parecéis ansioso por abarcar todo el Pacífico —opinó uno de los directores.

—Yo no; Rusia —replicó él—. Me imagino cómo se extiende constantemente nuestro imperio, hasta alcanzar los puntos más lejanos.

Su visión del futuro eran tan amplia y elevada que las posibles consecuencias asustaron a los directores, los cuales, al día siguiente, fueron en busca de un oficial que representaba a la zarina y a los miembros más poderosos de su gobierno.

—Estos hombres me dicen que tenéis sueños muy ambiciosos, señor Baranov —comentó el oficial.

—Así lo exige el futuro de Rusia.

—Pero, ¿comprendéis vos algo de la política rusa? ¿No? Pues bien, permitidme que yo os lo explique, sin emplear términos de significado oscuro ni referencias cruzadas. Nuestra política consiste en defendernos a cualquier precio de los peligros que presenta Europa. Esto significa que no podemos hacer nada que ponga en alerta a ningún país del Pacífico o que ofenda a nadie. Si vos os convertís en nuestro representante en las islas Aleutianas, tendréis que evitar atacar los intereses de Gran Bretaña en América del Norte o los de España en California, u ofender a los Estados Unidos, a Japón o a China, o incluso a Hawai. Porque el destino de Rusia no va a decidirse en esas aguas. Se decidirá únicamente en Europa. ¿Habéis comprendido?

Lo que Baranov comprendía era que, aunque Rusia en aquel momento estaba interesada en Europa, sus intereses a largo plazo estaban en el Pacífico y en el futuro iba a cobrar la mayor importancia el contar con un asentamiento poderoso en América del Norte. Sin embargo, también sabía que él no era más que un simple comerciante, sin ninguna autoridad que le permitiera llevar a la práctica sus grandiosos proyectos, y tenía que aparentar sumisión.

—Comprendo lo que me ordenáis —contestó—. Si me enviáis, tendré que ocuparme de los asuntos de las islas, sin intentar ir más allá.

A continuación recibió su primera lección de diplomacia imperial, pues el oficial paseó la vista por la habitación y dijo, bajando la voz:

—Un momento, señor Baranov. Nadie ha dicho eso, desde luego. Si se os envía a Kodiak tendréis que tantear el terreno, en todas direcciones. Habrá que construir un fuerte, si los nativos lo permiten. Comerciar con Hawai, si es posible. Explorar California, a espaldas de los españoles. Y lo más importante es que tendréis que asegurarnos un asentamiento en América del Norte.

En el silencio que siguió, Baranov se cuidó de exclamar triunfalmente que precisamente eso era lo que él había dicho. En cambio, inclinó la cabeza ante el funcionario y repitió luego el ademán ante cada uno de los directores.

—Excelencia, sois un hombre sabio y prudente. Me habéis mostrado horizontes que yo no había visto antes —dijo, mientras el oficial de la zarina sonreía tristemente, como el sol del invierno en el norte de Siberia.

En muy pocas ocasiones a lo largo de la historia, a un visionario como Aleksandr Baranov se le ha encomendado una misión diplomática tan ajustada a la medida de su capacidad. Era un vulgar comerciante sin ningún prestigio social, que se vería obligado a competir en pie de igualdad con los altaneros oficiales de la Marina, miembros de la nobleza. Tendría que conseguir beneficios con el comercio de las pieles, que se encontraba en plena decadencia. Públicamente, no se le permitía emprender ningún movimiento por aquel océano y, sin embargo, se le encomendaba extender el Poderío ruso en todas direcciones. Además, él, que tenía que soportar la carga de una esposa siempre ausente, debería civilizar y educar aquellas salvajes islas de los mares árticos. Saludó con la cabeza a quienes pensaban encomendarle aquella misión imposible y habló con serena dignidad:

—Lo haré lo mejor que pueda.

Al día siguiente se enteró de que iba a tener ayuda, pues, en un almuerzo organizado por madame Zhdanko, le presentaron al obispo de Irkutsk.

—La zarina —dijo el obispo en tono amenazador— es consciente de que el prestigio internacional de Rusia depende del éxito que obtengamos al extender la religión cristiana entre los nativos, y, francamente, en esta cuestión no hemos logrado mucho. Si la zarina se entera de nuestra ineficacia, la Compañía perderá el control de la América rusa y no volverá a ver más pieles. Esperemos —vociferó, mirando ferozmente a Baranov, como si él fuera el responsable de los errores pasados— que sepáis arreglar la situación.

—No puedo hacerlo solo —respondió el práctico comerciante—. Y, desde luego, no puedo conseguirlo con el tipo de sacerdotes que habéis estado enviando a la parte oriental de Siberia.

—Con la intención de corregir las pasadas deficiencias de mi Iglesia —aseguró el obispo, que tuvo que rendirse ante unas verdades dichas con tanta sinceridad—, pienso enviar con vos a un sacerdote de devoción probada, extraordinariamente prometedor; es el sobrino de madame Zhdanko, un joven llamado Vasili Voronov.

Marina hizo sonar entonces una campanilla y entró un sirviente que acompañaba al joven, ataviado ya con el hábito negro de los sacerdotes que elegían dedicar su vida a la prosperidad de su iglesia; fue el primer encuentro entre los dos conspiradores: el joven y ambicioso eclesiástico, que estaba dispuesto a salvar almas en las islas, y el voluntarioso empresario, deseoso de extender el poder de Rusia. En aquel momento ninguno de los dos podía imaginar la importancia que el otro iba a cobrar en su vida, pero ambos supieron que acababa de establecerse una asociación, cuyo propósito era cristianizar, civilizar, explorar, ganar dinero y extender el poderío de Rusia hasta lo más profundo de América del Norte.

El padre Vasili Voronov salió de Irkutsk en 1791, unos meses antes de que Baranov pudiera arreglar sus asuntos, y, antes de completar su primer día en la isla, descubrió al hombre que le disputaría el dominio espiritual de la América rusa. Estaba paseando e inspeccionando su parroquia, cuando vio acercarse a un aleuta alto y desgarbado, de aspecto desaliñado y con una mirada obsesiva, que parecía deambular sin ningún propósito; aparentemente, no tenía ninguna vinculación con la compañía no tenía ninguna vinculación con la Compañía y, a juzgar por su aspecto harapiento, ni siquiera tenía un hogar. Era el tipo de personas que Vasili, en circunstancias normales, sólo trataría sí las encontraba en una visita pastoral para repartir limosnas o para dar el pésame por un fallecimiento, pero la mirada del anciano era tan intensa y demostraba un interés tan manifiesto por el nuevo sacerdote, que Vasili se sintió obligado a averiguar algo más sobre él.

Le saludó severamente con la cabeza, sin que el otro correspondiera a su gesto, y se volvió apresuradamente hacia los funcionarios de la Compañía.

—¿Es posible que ese aleuta de aspecto extraño sea un chamán? —les preguntó.

—Eso creemos —respondieron los rusos.

Pero Vasili no lo comprobó hasta interrogar al alférez Belov.

—Sí, es un conocido chamán —reconoció éste—. Vive en una choza excavada entre las raíces de la pícea grande.

Vasili, que se convenció de estar sobre la pista del demonio, pidió ver al director en funciones, quien escuchó respetuosamente las advertencias del joven clérigo sobre «la presencia del Anticristo entre nosotros», y reconoció que Voronov tendría que «vigilar de cerca a ese individuo». Pero el sacerdote no tardó en centrar su atención en su tarea más importante.

—Llegáis en el momento propicio —le informó un oficial de la Compañía—. Entre los jóvenes aleutas, hay alguien que quiere unirse a nuestra iglesia, de modo que os aguarda vuestra primera conversión.

—Le recibiré de inmediato —asintió Vasili.

—Se trata de una muchacha —aclaró el oficial.

El joven sacerdote siguió ocupándose del asunto y descubrió que se trataba de una conversión complicada, porque cuando se reunió con Cidaq para explicarle el significado de aquel proceso, detectó en ella una extraña ambivalencia. Era evidente que le interesaba convertirse en cristiana, porque eso le permitiría ingresar en el mundo privilegiado de los rusos, pero no demostraba la intensidad emocional propia de una verdadera conversa, y aquel dualismo resultaba desconcertante. Ni siquiera después de tres largas conversaciones, durante las cuales la muchacha le dirigía miradas sentimentales, como en busca de una iluminación, Vasili logró descubrir que la chica estaba fingiendo, y se hubiera indignado profundamente si hubiera sabido que a la joven el cristianismo le interesaba sólo como un arma con la que castigar a su futuro marido.

Sin embargo, en su inocencia, el padre Vasili continuó con la instrucción de Cidaq, y para él era tan verdadera la belleza del cristianismo, que la muchacha comenzó a escucharle, a pesar de su desprecio inicial. Lo que más le impresionaron fueron los relatos sobre el amor que Jesús había sentido por los niños pequeños, porque eso era muy propio de los aleutas, y ella lo echaba de menos con especial tristeza; en dos ocasiones, Vasili observó cómo a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas mientras el sacerdote se extendía sobre aquel punto.

Sin saber que en aquella esgrima teológica con el padre Vasili se enfrentaba a un adversario mucho más peligroso que el alférez Belov o el viejo padre Pétr, Cidaq descubrió que cada vez le seducía más el testimonio cristiano de la redención, porque era completamente ajeno a las enseñanzas del chamán y la momia; para éstos existían el bien y el mal, la recompensa y el castigo, sin admitir ningún matiz en estas dicotomías, y a ella le resultaba nuevo y desconcertante averiguar que existía otra visión de la vida, según la cual una persona podía pecar, arrepentirse y obtener la redención, con su pecado totalmente borrado. Después de hacer algunas preguntas preliminares, que demostraban su interés sincero y que proporcionaron a Vasili la oportunidad de explayarse con entusiasmo sobre aquel principio cardinal la joven formuló una pregunta, ignorando que eso iba a enredarla en los hermosos y verdaderos misterios del cristianismo.

—¿Queréis decir que un hombre puede alcanzar la redención aunque haya cometido verdaderas maldades?

—¡Sí! —replicó él, con intenso fervor—. Jesús vino precisamente para salvar a ese hombre.

—¿Vino también para los aleutas?

—Vino a todas partes. Vino especialmente para salvarte a ti.

—Pero este hombre… —Cidaq vaciló, abandonó la pregunta y miró durante unos instantes por la ventana, hacia la pícea. Luego dijo, en voz baja—: Estoy hablando de un hombre real. Me trató muy mal, y ahora quiere casarse conmigo.

Vasili retrocedió de un brinco, como si le hubieran pegado, porque creía que Cidaq tenía trece o catorce años, y a esa edad las niñas no se casaban en la sociedad que él había conocido, en Irkutsk.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó, estupefacto.

—Dieciséis —contestó Cidaq.

Entonces él la miró como si la viera por primera vez. Pero su declaración implicaba muchas cosas que él desconocía y creyó conveniente aclararlas.

—¿Tienes dieciséis años? —le preguntó.

—Sí.

—¿Y un hombre quiere casarse contigo?

—Sí.

—¿Y es un hombre malvado?

—Sí.

—¿Qué es lo que le hizo a la gente?

—Me lo hizo a mí —respondió ella, en voz baja y calmada.

Vasili se sorprendió, porque hasta aquel momento había creído que Cidaq era una niña bastante madura, desconcertada ante la llegada a su primitiva comunidad de los avanzados conceptos del cristianismo, y ahora le confundía descubrir que estaba ya en edad de casarse y que los problemas que aquello implicaba la desorientaban. Se hubiera quedado atónito si hubiera sabido que la joven se estaba enfrentando, a la manera menos civilizada que le era propia, con los dilemas morales y filosóficos más profundos, nada menos que la naturaleza del bien y el mal.

—¿Qué puede haberte hecho? —preguntó Vasili, manteniendo la conversación en el único plano que comprendía.

Cidaq le encontró muy atractivo al verle tan inocente y, llena de simpatía por el sacerdote, comprendió que ella le superaba en madurez y en información.

—Era malo —le pareció que, por el momento, él no podría comprender más.

Pero Vasili insistió, ignorando que estaba a punto de activar una bomba cuyo estallido tendría para él consecuencias mucho peores que para ella.

—¿De qué modo te hizo daño? ¿Robaba? ¿Mentía?

Por la cara de la muchacha cruzó una media sonrisa, y miró a los ojos a aquel joven piadoso, empeñado en atraerla a su religión; aunque podía darse cuenta de su bondad de espíritu y su deseo de ayudarla, pensó que ya era hora de hacerle comprender ciertos aspectos de la vida que, al parecer, el sacerdote desconocía. Con palabras serenas y desapasionadas, le explicó la expulsión de los hombres de Lapak y la condena a muerte a la que habían sentenciado a las mujeres que permanecieron en la isla, y el rostro del sacerdote expresó tal aturdimiento, que ella comprendió que el hombre no podía creer que su gente hubiera sido capaz de tales brutalidades. Durante un rato el sacerdote se quedó absorto en la contemplación de Rusia, pero ella retomó su relato y le devolvió a la realidad, con una fuerza devastadora.

—Entonces me vendieron a ese hombre del Zar Iván, que me encerró en la bodega del barco, con poca comida, y cuando estaba harto de mí me pasaba a sus amigos, y ya no había ni días ni noches.

Vasili cerró los ojos y trató de cerrar los oídos, pero ella continuó con la historia de su vida en Kodiak.

—Después a aquel hombre malvado le embarcaron para las islas de las Focas y yo quedé libre, pero aquí en Los Tres Santos me atraparon otros de su calaña, que quizá me hubieran asesinado, pero el chamán vino en mi ayuda y matamos al peor de los hombres que habían abusado de mí.

Los detalles volvieron a sucederse con tanta rapidez que Vasili no podía asimilarlos.

—¿En qué sentido abusaban de ti?

—En todos —respondió ella.

—Dices que matasteis a uno, pero no querrás decir que lo asesinasteis, espero.

—No exactamente.

Vasili suspiró, pero las siguientes palabras de la joven volvieron a dejarle boquiabierto.

—El chamán trajo a cinco aleutas armados con garrotes, que mataron al hombre a golpes, y después escondimos el cuerpo bajo unas piedras.

El sacerdote se apartó, juntó las manos y contempló a la niña; cuando ya se había desvanecido el espanto físico que sintió ante su relato, continuaba sintiendo una conmoción emocional.

—Me has dicho dos veces que recurriste al chamán. ¿Te refieres a aquel viejo estrafalario que vive entre las raíces del árbol?

—Él custodia a nuestros espíritus —explicó Cidaq—. Él y los espíritus me salvaron la vida.

—Cidaq —dijo Vasili, que no podía aguantar más—, sus espíritus no rigen el mundo. Eso lo hace Dios nuestro Señor, y mientras tú y tu pueblo no lo reconozcáis, no podréis salvaros.

—Pero a mí me salvó Lunasaq, y fue gracias a que la momia nos advirtió de que esos hombres venían a matarnos.

—¿La momia?

—Sí. Vive en un saco de piel de foca y es muy vieja. Ella dijo que tiene miles de años.

—¿Dijo? —repitió él, incrédulo.

—Sí —le contestó la muchacha—, habla con nosotros de muchas cosas.

—¿Quién sois vosotros?

—Lunasaq y yo.

—Es un engaño, hija. ¿No sabes que los hechiceros pueden proyectar la voz? Hacen hablar a cualquier cosa, hasta a las momias viejas. El Señor me ha enviado aquí para poner fin al reinado de hechiceros y chamanes, para acercarte a la salvación de Jesucristo. —Se interrumpió, volvió a situarse junto a ella, y miró una vez más a sus ojos oscuros—.

Me han dicho que deseas unirte a Sus huestes.

—¿Qué? —preguntó Cidaq, que no había comprendido la metáfora.

—Me han contado que quieres convertirte en cristiana —tradujo él.

—Es cierto.

—¿Por qué?

—Porque me dijeron que, si no lo hacía, no podría casarme con Rudenko, ese hombre malvado de quien os he hablado.

Las explicaciones de Cidaq continuaban siendo incomprensibles, pero, tras un paciente interrogatorio, Vasili descubrió la verdad.

—¿Te conviertes sólo para casarte?

—Sí.

—¿Por qué quieres casarte con un hombre que te ha tratado tan mal?

—Lo discutí con el chamán y la vieja —le explicó Cidaq, que era una joven sincera y carecía de dobleces, a menos que estuviera tramando algo—, y ellos estuvieron de acuerdo con mi idea de engañaros a los rusos, haciéndoos creer que me convertiría al cristianismo para poder casarme con Rudenko.

—Pero, ¿qué esperabas obtener con esa trampa? —preguntó Vasili, que se había quedado completamente desconcertado, sin poder creer que la muchacha hubiera ideado semejante estrategia, y confuso ante las razones que podían haberla llevado a ello.

Ella tuvo que responder otra vez con sinceridad:

—Cuando ese hombre malvado estuviera feliz ante la idea de escapar a las islas de las Focas, yo pensaba mirarle a él y a todos los rusos y decir en voz bien alta: «Todo ha sido un engaño. Lo he hecho para castigarte. Nunca me casaré contigo. Vuelve con tus focas… para el resto de tu vida».

En aquel triste momento en que ella se había confesado completamente, Vasili dejó de ver a Cidaq como a una niña de trece años, amable e inocente. Oía su voz grave como si fuera el grito cruel del pasado remoto, cuando los espíritus malignos vagaban por la Tierra y aniquilaban las almas. Se hundió al descubrir que en una muchacha como Cidaq podía existir tanta dureza de corazón, y se tambaleó la seguridad de su propio mundo.

No podía imaginarse los horrores que ella había soportado en la bodega del Zar Iván y podía quitar importancia al asesinato que la liberó de una continuación en tierra del mismo sufrimiento, pues lo consideraba el resultado de una más de las batallas que normalmente se daban entre marineros; sin embargo, no podía tolerar que ella se propusiera utilizar el cristianismo para tomarse su venganza y, al descubrir que su chamán la había incitado a aquella perversión, ratificó su decisión de eliminar el chamanismo de Kodiak. A partir de aquel momento, la batalla sería a muerte.

Pero antes tenía que ocuparse de las necesidades espirituales de aquella niña y, como la sencilla fe campesina de sus padres le habían dotado de un alma pura, que se había desarrollado y conservado sin mácula, fue capaz de contemplar a Cidaq tal como era: medio niña, medio mujer, valiente, sincera y asombrosamente no contaminada a pesar de lo que le había ocurrido. Como él, era un espíritu puro, aunque a diferencia de él, estaba en peligro mortal a causa de su trato con un chamán.

El sacerdote dejó a un lado otras tareas y centró su gran fuerza espiritual en la salvación del alma de Cidaq: con largas plegarias y exhortaciones y con el relato de hermosas historias bíblicas le mostró la naturaleza ideal del cristianismo. Como descubrió que a ella le conmovía la relación de Cristo con los niños, subrayó aquel aspecto; y también puso un énfasis especial en la teoría de la redención, porque sabía que la muchacha había sido obligada a pecar. Ya no importaba si Cristo podía redimir a Rudenko, que seguramente era un pecador; lo que importaba es que Cristo podía redimir a Cidaq.

—Me siento llamada hacia Jesucristo —declaró Cidaq tras cinco días ininterrumpidos de presión incesante, sin decirlo con mucha convicción, sino solamente para complacer al joven sacerdote.

—¡Cidaq está salvada! —exclamó Vasili, que lo interpretó como una auténtica conversión, y se lo explicó a todos los miembros de la reducida sociedad en la que vivía.

A los administradores de la Compañía, a los marineros, a los aleutas, que no podían comprenderlo, les contó que aquella niña, Cidaq, iba a salvarse, y el traficante que se había librado de morir a sus manos gruñó:

—¡Ésa no es una niña!

El domingo, después de celebrar los oficios en su rústica iglesia perdida en el fin del mundo, el padre Vasili informó a la reducida congregación de que Cidaq había decidido marchar bajo el estandarte de Cristo y que, según las leyes del imperio, iba a tomar un honrado nombre ruso.

—De ahora en adelante ya no la llamaremos por el feo nombre pagano de Cidaq, sino por su bello nombre cristiano, Sofía Kuchovskaya. «Sofía» significa «sabia y buena»; Kuchovskaya es el nombre de una buena cristiana de Irkutsk. Ya no eres Cidaq —proclamó, después de besar a su conversa en ambas mejillas—; eres Sofía Kuchovskaya, y es ahora que empiezas a vivir.

El padre Vasili, el cual, como muchos devotos, podía resultar de una simplicidad desconcertante, se fijó un programa de acción teológica que, a su modo de ver, era completamente racional, por no decir ineludible: «Sofía se ha vuelto cristiana y, con su amor y su fe, puede redimir a Rudenko, el hijo pródigo. Juntos conseguirán llevar una vida nueva que traerá honor para Rusia y dignidad para Kodiak».

El joven sacerdote era incapaz de creer que un hombre fuera intrínsecamente malvado y estaba dispuesto a convencerse de que Rudenko no era sino una repetición del hijo pródigo de la Biblia, que tal vez había bebido en exceso o había malgastado su dinero en lo que se llamaba, eufemísticamente, «una vida licenciosa». Consideró que su próxima tarea era convertirle a él tal como había convertido a Sofía y, como no conocía al delincuente, pidió al alférez Belov que le llevara al cuarto oscuro donde aún permanecía Rudenko.

—Tened cuidado con éste —le previno el joven oficial—. En Siberia mató a tres hombres.

—Éstos son los hombres que busca jesús —repuso Vasili.

Se sentó junto a Rudenko, que seguía encadenado y tenía que regresar a las Pribilof en el próximo barco, y encontró al asesino todavía convencido de que la muchacha que había adquirido en Lapak iba a ser el instrumento que le salvaría de las islas de las Focas. Rudenko clasificó correctamente al padre Vasili como a uno de esos bondadosos sacerdotes a los que se podía convencer de cualquier cosa y comprendió que era importante ganarse la buena voluntad del joven.

—Sí —le dijo, fingiendo estar sumido en el arrepentimiento—, la muchacha a la que ahora llamáis Sofía es mi esposa. La compré, sí, pero he llegado a cobrarle un sincero afecto. Es una buena chica.

—¿Qué me decís de esa conducta pecaminosa a la que os entregasteis en la bodega del barco?

—Ya sabéis cómo son los marineros, padre. No pude detenerles.

—¿Y en cuanto a ese mismo comportamiento, aquí, en la bahía de Los Tres Santos?

—Sabéis que a uno de ellos le asesinaron los aleutas, ¿no? Toda la culpa fue de él. ¿Me preguntáis por mí? Mi padre y mi madre eran devotos de Jesús. Y yo también lo soy. Quiero a Sofía y no me sorprende que se haya incorporado a nuestra religión; espero que nos declaréis marido y mujer —suplicó esto último con los ojos llenos de lágrimas.

A Vasili le emocionó la aparente transformación del prisionero y creyó que sólo le restaba por aclarar los asesinatos en Siberia; Rudenko se mostró dispuesto a explicárselo.

—Me acusaron injustamente. Los cometieron otros dos tipos. El juez tenía prejuicios en contra mía. Yo siempre he sido un hombre honrado Y nunca he robado un solo kopeck. No tenían por qué haberme enviado a las Aleutianas, fue una equivocación. —Entonces empleó un tono todavía más meloso para hablar del profundo amor que le inspiraba su esposa—: Mi único objetivo es iniciar una nueva vida en Kodiak con la muchacha a la que llamáis Sofía. Decidle que aún la quiero.

Expresó aquellos sentimientos con tal despliegue de convicción religiosa que Vasili disimuló una sonrisa, pero el sacerdote deseaba aceptar los anhelos de Rudenko por iniciar una vida mejor, aunque sabía que sí había cometido los asesinatos. Vasili estaba predispuesto, por todas las enseñanzas que había recibido sobre los deseos de Dios y de Su Hijo Jesús, a creer que el arrepentimiento era posible, de modo que regresó al día siguiente para conversar de nuevo con el antiguo criminal y pidió que le retiraran los grilletes de las muñecas para poder hablar con él de hombre a hombre; terminó el diálogo convencido de que la iluminación había llegado a la vida de Rudenko.

—Si te casas con él y formáis un verdadero hogar cristiano, cumpliréis los deseos del Señor —informó Vasili a Sofía, ansioso por salvar lo que el profeta Amos llamaba «una antorcha arrebatada del incendio».

Al decir aquellas palabras no la miraba como a un individuo humano aislado, con sus propios deseos y aspiraciones, sino como a una especie de agente mecánico del bien, pero se habría quedado atónito si alguien se lo hubiera hecho notar. No había llegado a esta conclusión impersonal a través de una tortuosa cadena de razonamientos teológicos, sino más bien impulsado por las enseñanzas que le habían inculcado sus padres: «Hasta el peor de los pecadores puede ser salvado. Dios siempre desea perdonar. Es misión de la mujer llevar a su hombre a la salvación. La mujer tiene que ser para el hombre como el faro en la oscuridad de la noche».

—Tú eres el faro de Rudenko en la noche oscura —le dijo a Sofía, cuando le explicó sus planes.

—¿Qué significa eso? —inquirió ella.

—Dios, que ahora te tiene bajo Su cuidado —le explicó él—, ama a todos los hombres y a todas las mujeres de esta tierra. Nosotros somos Sus hijos y Él ansía que todos nos salvemos. Reconozco que tu esposo ha tenido un pasado turbulento, pero se ha reformado y quiere comenzar una nueva vida, en la obediencia de Cristo. Para eso necesita tu ayuda.

—Yo nunca he querido ayudarle. Que vuelva con sus focas.

—¡Sofía! Es una voz que llora en la noche pidiendo ayuda.

—YO lloraba en la noche, con lágrimas de verdad, y él no me ayudó.

—Dios quiere que cumplas tu promesa, que te cases con él, que le salves, que le conduzcas hasta la luz eterna…

—Él me dejó en la oscuridad eterna. No quiero.

Lo que Vasili le proponía era tan repugnante, tan contrario al sentido común, que no le dio tiempo de explicarse más. Se fue bruscamente de su lado y se dirigió sin disimulos a la choza de Lunasaq, sin saber que, al ingresar en la religión cristiana, se había comprometido a renunciar a todas las demás, especialmente al chamanismo.

—¡Saca la momia! —exclamó, en cuanto llegó a lo que había sido su fuente de enseñanzas espirituales—. Quiero hablar con una mujer que entienda de estas cosas. —Y, en cuanto la momia apareció ante su vista, Cidaq balbuceó—: Me han hecho cambiar el nombre por el de Sofía Kuchovskaya, para que pueda ser una buena rusa.

—No puedes llamarte Sofía —dijo la momia, echándose a reír—. Siempre serás Cidaq.

—Y dicen que tengo que decidirme y casarme con Rudenko, para salvarle porque su Dios así lo quiere.

La momia suspiró tan bruscamente que emitió un silbido.

—Supongamos que arruinas tu vida para salvar la de él —le dijo—. ¿Qué se gana con eso?

—Eso se llama salvación —explicó Cidaq—; la de él, no la mía.

Entonces el chamán condenó, atrevido e implacable, todo lo que representaba el sacerdote:

—Siempre está primero el interés de los rusos. Sacrifiquemos a la muchacha aleuta para que el hombre ruso sea feliz. ¿Qué clase de dios es el que da tales consejos?

Continuó despotricando hasta que Cidaq advirtió sus motivaciones y pensó para sus adentros: «Tiene miedo del sacerdote porque sabe que la nueva religión es poderosa, pero es un chamán y seguramente sabe lo que nos conviene a los aleutas»; por ello escuchó con respeto a Lunasaq, hasta que éste concluyó su diatriba.

—Poco a poco nos van aniquilando, estos rusos. La Compañía nos convierte en esclavos y trae a sus sacerdotes para asegurarse de que todo sea como sus espíritus lo quieren. Y día a día caemos más bajo, Cidaq.

En aquel momento quedó demostrado hasta qué punto el chamán, al inutilizar a la momia, había dotado a la vieja reliquia con un carácter y una inteligencia propios, pues cuando Lunasaq fingió ser la anciana se convirtió en una mujer, recurriendo a su antiguo conocimiento del modo en que las mujeres pensaban y se expresaban.

—En las islas, las mujeres estábamos al servicio de nuestros hombres: les hacíamos la ropa, pescábamos y recogíamos bayas, y cantábamos cuando ellos salían a cazar ballenas. Pero nunca me pareció que fuéramos inferiores; sólo diferentes, con otras habilidades. ¿En qué isla un hombre podría dar a luz a un niño? Pero es muy mala esta nueva religión, si permite que una muchacha como tú se sacrifique por un bestia como Rudenko, para que él se sienta mejor. —La momia se echó a reír ante la sorpresa de Cidaq—: Cierta vez tuvimos a un hombre como tu Rudenko. Amenazaba a todo el mundo y pegaba a su mujer y a sus hijos. Un día, un buen pescador murió porque él no había cumplido con su obligación.

—¿Y qué hicisteis para solucionarlo? —preguntó el chamán.

—En nuestra aldea había una mujer que pescaba como nadie y cosía los mejores pantalones de piel de foca —respondió la anciana—. Una mañana nos dijo: «Esta noche, cuando vuelvan los kayaks, vosotras tres venid conmigo cuando yo vaya a descargar su pescado y, antes de que él baje de la canoa, observadme».

—¿Qué ocurrió? —preguntó Cidaq.

—Cuando el hombre se acercó a la playa, nosotras entramos en el agua para ir a recoger su pescado. Y, a una señal de aquella mujer, ella y yo le hicimos caer del kayak y, con la ayuda de las otras dos, le sujetamos bajo las olas. —Y la momia afirmó, sin mostrar una especial satisfacción—: A veces, no hay otra manera.

—Los otros pescadores tuvieron que veros. ¿Qué hicieron? —preguntó Cidaq.

—Apartaron la mirada. Sabían que estábamos haciendo el trabajo Por ellos.

—¿Y qué tendría que hacer yo? —inquirió de nuevo Cidaq.

—Estamos en una época de conflictos, hija —respondió la anciana con gravedad. Y al comprender que la respuesta no era muy acertada, añadió—: Una noche de éstas, cuando los kayaks regresen entre las brumas, descubrirás qué es lo que hay que hacer.

—¿Tendría que dejar que me casaran con ése?

Cidaq no veía mal alguno en plantearles la pregunta y buscar el consejo moral del chamán y su momia, pues aún se consideraba una parte de su misma sociedad. Cuando necesitara ayuda para asuntos más espirituales, recurriría a su nuevo sacerdote, pero su antiguo chamán era quien podía aconsejarla sobre las cuestiones prácticas.

El chamán, que vio una ocasión de reforzar su dominio sobre la muchacha, se apresuró a contestar su pregunta:

—¡No! Te están utilizando en su propio provecho, Cidaq. Esto es corrupción, la destrucción de los aleutas. —En su afán por preservar el universo aleuta de mar, tempestades, morsas y salmones que saltaban en la corriente, exclamó—: Al que tendríamos que ahogar al atardecer no es a Rudenko, sino al sacerdote que da semejantes consejos. Está aquí para destruirnos.

Pero la momia tenía otra opinión:

—Espera; veamos qué ocurre. En mis muchos años he descubierto que la mayoría de los problemas se resuelven con sólo esperar. La criatura que va a nacer, ¿será niño o niña? Espera nueve lunas y lo sabrás.

Al salir de la choza, Cidaq comprendió que el chamán hablaba sólo de aquel año, de aquel conjunto de contradicciones, mientras que la momia hablaba de todos los veranos y los inviernos por venir; y, para la muchacha, tenían más sentido los consejos de ambos que los del padre Vasili.

Sofía, al regresar abiertamente a la choza del chamán y a una religión de la que supuestamente había abjurado, hizo temer al padre Vasili que faltaba mucho para resolverse la lucha por el alma de la joven. Había sido bautizada y, técnicamente, era cristiana, pero su fe era tan vacilante que sería preciso tomar medidas radicales para completar su conversión. Vasili invitó a Cidaq al edificio construido con madera de deriva que él llamaba su iglesia y la hizo sentar en una silla fabricada por él mismo.

—Sofía —comenzó—, conozco la atracción que ejercen las viejas costumbres. Cuando Jesucristo llevó Su nueva fe a los judíos y a los romanos… —La muchacha no comprendía una palabra de lo que el sacerdote le estaba diciendo—. No soy yo quien ha traído la verdadera religión a Kodiak. Es Dios mismo, quien ha dicho: «Es hora de que estos buenos aleutas sean salvados». Yo no vine; Dios me envió. Y no me envió a la isla, me ha enviado a ti. Dios ansía acogerte en Su seno, Sofía Kuchovskaya. Y, aunque no quieras escuchar lo que yo te digo, no puedes dejar de escuchar lo que dice Él.

—¿Cómo puede pedirme Dios que me case con un hombre como Rudenko?

—Porque los dos sois hijos Suyos. Él os ama por igual y quiere que, como hija Suya, le ayudes y salves a Su hijo Yermak.

El sacerdote pasó más de una hora suplicando a Cidaq que adoptara sin reservas el cristianismo y renunciara al chamanismo, que se entregara a la Misericordia de Dios y a la benevolencia de Su Hijo Jesús; y le espantó que la muchacha atajara sus intentos de convencerla espetándole los argumentos que había escuchado en la choza.

—Tu dios se interesa muy poco por las mujeres, por mí; sólo le importan los hombres, como Rudenko.

Vasili se apartó como si le hubieran pegado, porque oía, en el duro rechazo de la muchacha isleña, una de las eternas quejas contra la Iglesia ortodoxa rusa y contra otras versiones del cristianismo: que era una religión de hombres, establecida para salvaguardar y perpetuar los intereses masculinos. Comprendió que a aquella inteligente joven solamente había logrado inculcarle la mitad de las creencias principales de su doctrina.

—No te he hablado de lo hermoso de mi religión —le confesó, tomándola humildemente de las manos—. Estoy avergonzado. —Intentando expresar de forma clara los aspectos de su fe que había pasado por alto, musitó—: Dios ama especialmente a las mujeres, porque gracias a ellas la vida puede continuar.

Aquel concepto nuevo, que el vehemente sacerdote explicó muy bien, tuvo un gran efecto sobre Sofía, la cual permaneció clavada en su silla, en una especie de trance, en tanto Vasili recogía de su altar los símbolos venerados que resumían su religión: una imagen de la crucifixión; una bonita talla, hecha por un campesino de Irkutsk, de la Virgen con el Niño; un icono rojo y dorado que representaba a una santa; y una cruz de marfil. Los dispuso delante de la joven, casi de la misma forma que Lunasaq había exhibido sus símbolos, y comenzó a rogar a la joven, meditando bien las palabras y las frases, para que consiguieran expresar el hermoso significado del cristianismo:

—Sofía, Dios nos ofreció la salvación por medio de la Virgen María. Ella te protege a ti y a todas las mujeres. Los santos más gloriosos fueron mujeres clarividentes que ayudaron a los demás. Dios habla por medio de estas mujeres, y ellas te suplican que no rechaces la salvación que representan. Abandona las antiguas costumbres pecadoras y toma el camino nuevo de Dios y Jesucristo. ¡Sus voces te llaman, Sofía!

Su nombre pareció retumbar por todos los rincones de la tosca capilla, hasta que la muchacha temió desmayarse; pero entonces siguieron unas palabras apremiantes:

—Así como Dios me ha enviado a Kodiak para salvar tu alma, así tú has sido traída hasta aquí para salvar la de Rudenko. Tu deber está claro: eres el instrumento elegido por la gracia de Dios. Igual que Él no pudo salvar al mundo sin la ayuda de María, tampoco puede salvar a Rudenko sin tu ayuda.

Al escuchar aquellas hermosas palabras, Sofía comprendió que se había convertido plenamente en una cristiana. Hasta entonces, el cristianismo concernía solamente a los hombres y a su bienestar, pero esta nueva definición demostraba que también había lugar para Cidaq, la cual, en aquel trascendental momento de revelación, tuvo una visión totalmente nueva de lo que podía ser la vida humana. Jesús se convirtió en una realidad: gracias a la benevolencia de Dios, Jesús era el Hijo de María; y por la intercesión de maría, las mujeres podían alcanzar lo que durante tanto tiempo les había sido negado. Las santas eran reales; la cruz era tangible madera de deriva que había llegado hasta la isla donde habitaban aquellas santas, cualquiera que fue sé; y, por encima de los demás misterios y de los hermosos símbolos de la nueva religión, se elevaba el prodigioso mensaje de redención, perdón y amor. El padre Vasili había traído a Kodiak una nueva visión del Universo, y Sofía Kuchovskaya la reconocía y la comprendía, por fin.

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