Alaska

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V. EL DUELO

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—Entrego mi vida a jesús —declaró, con dulce sencillez; y esta vez lo decía en serio. Su conversión se había completado.

Cidaq era una joven honrada y al salir de la capilla se dirigió directamente a la choza del chamán, donde aguardó a que Lunasaq sacara su momia.

—He tenido una visión de los nuevos dioses. En el día de hoy vuelvo a nacer, como Sofía Kuchovskaya. He venido a agradeceros, con lágrimas en los ojos, el amor y la ayuda que me ofrecisteis antes de que yo encontrara la luz.

En la choza resonó una lamentación, que provenía a la vez de Lunasaq, quien comprendía que estaba perdiendo una de las batallas más importantes de su vida, y de la momia, quien sabía desde hacía muchas estaciones que los cambios acaecidos en sus islas no presagiaban nada bueno:

—Eres como una cría de morsa que avanza tambaleándose sobre el hielo peligroso, Cidaq. ¡Ten cuidado!

Aquel recuerdo fortuito del significado de su nombre, el animal joven que corre en libertad, hizo que Cidaq se diera cuenta de la inmensa pérdida a la que se enfrentaba.

—Me tambalearé, sin duda —susurró—, y echaré de menos vuestro consuelo; pero sobre el hielo soplan vientos nuevos y yo tengo que escucharlos.

—¡Cidaq! ¡Cidaq! —exclamó la momia.

En aquel lúgubre clamor fue la última vez que la hija de las islas escuchó su precioso nombre; después la joven se arrodilló delante del chamán y le agradeció sus consejos, y delante de la momia, cuyo sensato apoyo había sido tan importante para ella en los momentos de crisis.

—Me parece como si fueras la abuela de mi abuela. Te echaré de menos. El chamán, ansioso por no perder el contacto con la niña que tanto apreciaba, hizo hablar a su momia, sin que aparentase estar muy preocupada:

—Bueno, siempre podrás venir a charlar conmigo.

En aquel momento se confirmó la dolorosa separación:

—No, no podré, porque ahora soy otra persona. Soy Sofía.

Al decir esto, Cidaq hizo una nueva reverencia ante aquellas fuerzas ancestrales de su vida y, con lágrimas en los ojos, les abandonó, al parecer para siempre. Cuando la choza quedó privada de su presencia, el viejo chamán y la anciana permanecieron callados durante algunos minutos, hasta que surgió del saco un alarido de mortal angustia, como si hubiera llegado el fin de una vida, no sólo el fin de una idea:

—¡Cidaq! ¡Cidaq!

Pero la antigua poseedora de ese nombre ya no podía oírles.

Fue una boda inolvidable para todos los asistentes. Yermak Rudenko, corpulento y ceñudo, apareció muy pálido tras el largo encarcelamiento, resentido, encorvado, amargado por el trato recibido, pero aliviado por no tener que regresar a las islas de las Focas; no parecía en absoluto un novio, pues su aspecto era más o menos el mismo que en su encarnación anterior: el asesino al acecho de indefensos viajeros. Sofía Kuchovskaya, por su parte, ofrecía un llamativo contraste. Joven, exuberante, sin la menor señal de los malos tratos que había recibido a manos de su futuro esposo, con el cabello extraordinariamente largo suelto sobre la espalda, cortado recto por delante casi a la altura de las pestañas, y con aquella gran sonrisa en la cara, parecía exactamente lo que era: una joven novia, algo desconcertada por lo que estaba ocurriendo y en absoluto segura de poder controlarlo.

Los invitados eran todos rusos o criollos; no se invitó a ningún aleuta porque los funcionarios consideraron que aquel día una muchacha nativa ingresaba en la sociedad rusa. Para ella habían acabado los días pecadores del paganismo y comenzaban los brillantes días de la religión ortodoxa, y se esperaba que estuviera agradecida por mejorar de posición social.

Incluso Rudenko vivió una metamorfosis. Había dejado de ser uno de tantos crueles convictos sentenciados a las Aleutianas o el fugitivo de las islas de las Focas; ahora era el instrumento que permitiría llevar a cabo una importante misión encargada por la zarina, el ingreso en el cristianismo del alma pagana de una aleuta. Rudenko se impregnó de su recién adquirida respetabilidad y se comportó como un auténtico colono ruso.

El padre Vasili estaba profundamente emocionado, pues Sofía era la primera mujer aleuta que había convertido y la primera de su raza cuya conversión podía tomarse en serio. Pero Sofía era, para él, mucho más que un símbolo del cambio que iba a invadir las islas; era un ser humano admirable, triunfante pese a las calamidades padecidas, que hubieran enloquecido a una persona de menor valía, y dotada de una aguda percepción de lo que le ocurría a su gente. «Al salvar a esta joven —se decía Vasili mientras se dirigía hacia el dosel bajo el cual iba a leer el oficio de boda—, Rusia obtiene a una de las mejores». Y les casó, ataviado con su hábito negro.

Los marineros rusos bailaron y cantaron, y los funcionarios pronunciaron discursos y felicitaron a Sofía Rudenko por su ingreso en la sociedad y a su esposo Yermak por su liberación. Al tercer día, las celebraciones se vieron empañadas por la súbita intromisión del desharrapado chamán, que había salido de su choza y había entrado en las propiedades de la Compañía, el cual, con voz temblorosa y salvaje, recriminó al padre Vasili que hubiera consagrado una boda tan infame.

—¡Vete, viejo loco! —advirtió un guardia.

No sirvió de nada, pues el viejo no cejó en sus molestas acusaciones, hasta que Rudenko, irritado por aquella interrupción de los festejos que protagonizaba, corrió hacia el chamán, vociferando:

—¡Fuera de aquí!

—¡Asesino! —gritó entonces en ruso el anciano, mientras señalaba al novio con un largo dedo—. ¡Violador de mujeres! ¡Cerdo!

Rudenko se enfureció y comenzó a pegarle puñetazos, y le golpeó tantas veces y con tanta fuerza que Lunasaq se tambaleó e intentó mantenerse en pie asiendo a su agresor, hasta que recibió dos secos golpes en la cabeza y se desplomó en el suelo.

Entonces intervino Sofía. Apartó a su esposo, se arrodilló junto a su antiguo consejero y le dio unas palmaditas en la cara hasta hacerle recobrar la conciencia. Luego, sin prestar atención a los invitados, quiso llevarle hasta su choza; sin embargo, para sorpresa de la joven, intercedió el padre Vasili, quien rodeó con sus brazos el tembloroso cuerpo de su enemigo y le condujo a un lugar seguro. Sofía les siguió con la mirada, sabiendo que debería acompañarles; pero cuando quiso correr tras ellos, Rudenko, enfurecido por lo que había ocurrido y por la participación de su esposa, la agarró por un brazo, la hizo girar en redondo y le dio tal bofetada en la cara que la dejó tendida en el suelo. Hubiera comenzado a darle patadas, de no ser por la intervención del alférez Belov, que levantó a Sofía del suelo y le quitó el polvo con que se había ensuciado. Sin embargo, no pudo limpiar la oscura sangre que goteaba por el mentón de la muchacha, donde el puño de Rudenko había abierto un corte en la carne que rodeaba el disco labial de marfil.

No se castigó a Yermak Rudenko por haber pegado a su esposa o por haberle dado una paliza al chamán, porque la mayoría de los rusos consideraban a los aleutas inferiores a las personas, como unos objetos a los que se podía castigar con brutalidad. Los rusos de Kodiak, la isla sin ley, pensaban que a todas sus esposas nativas, fueran aleutas o criollas, les convenía recibir de vez en cuando una tunda justificada, y, en cuanto al castigo que se dio al chamán, se consideró que había sido un servicio a la comunidad rusa. Sin embargo, cuando el padre Vasili se enteró de lo que había hecho Rudenko mientras él ayudaba a llevar al chamán a su choza y cuando vio, durante los oficios, la gravedad de los cortes que había sufrido Sofía, en vez de consolar a la muchacha se fue directamente a hablar con Yermak:

—He visto lo que le habéis hecho a Sofía. Esto no tiene que volver a ocurrir.

—Ocúpate de tus asuntos, Faldas Negras.

—De mis asuntos me estoy ocupando. La humanidad es asunto mío.

El flaco sacerdote, hablando de este modo con el corpulento traficante, ofrecía un aspecto ridículo, y ambos hombres lo sabían, de modo que Rudenko apartó de un manotazo a Vasili, sin usar el puño, y al sacerdote se le enredaron los pies de tal manera que se cayó. Los que presenciaron el accidente (así había que llamarlo, puesto que Rudenko no había pegado al religioso) lo interpretaron como otro castigo impuesto por el matón del grupo a un sacerdote entrometido y, cuando vieron que Vasili temía tomar represalias, comenzaron a criticarle, hasta que la opinión general acabó siendo que «estábamos mejor con el borrachín del padre Pétr, que tenía la prudencia de no meterse en nuestros asuntos».

Unos días después, Sofía apareció en la capilla con el ojo izquierdo amoratado, y el padre Vasili comprendió que no podía postergar más su intervención, por lo que se acercó al matón al concluir los oficios.

—Si vuelves a maltratar a tu esposa haré que te castiguen —le dijo, con voz lo bastante alta para que los demás le oyeran.

Los que le escuchaban se echaron a reír, porque era evidente que el sacerdote no tenía suficiente fuerza física para pegar a Rudenko ni autoridad para exigir que algún funcionario lo hiciera, y su pusilanimidad demostraba lo bajo que había caído la Compañía.

Pero aquella situación estaba a punto de cambiar, porque había ya un tercer visitante camino de Kodiak, cuya llegada iba a producir grandes transformaciones. Un día de finales de junio de 1791, un marinero que contemplaba la bahía en cuyas orillas se alzaba Los Tres Santos divisó una pequeña embarcación de vela que parecía armada con trozos de leña y piel de foca. No era adecuada para navegar por el océano, ni siquiera para cruzar un lago, y en aquellos momentos hacía lo posible por acercarse a la orilla sin desarmarse. El marinero que la divisó, se preguntó si sería mejor acercarse a la playa rápidamente para tratar de salvarla o acudir corriendo en busca de ayuda. Se decidió por la segunda posibilidad y corrió hacia la ciudad, gritando:

—¡Llega un bote! ¡Hay hombres a bordo!

Tras asegurarse de que le habían oído, regresó apresuradamente a la orilla y trató de empujar el bote hasta las rocas de la playa, sin que pudieran ayudarle los marineros, que estaban medio muertos, con las barbas blancas por la sal. Intentó hacer solo el trabajo pero retrocedió espantado al ver que en el fondo del bote yacía el cadáver de un hombre calvo, demasiado viejo para haber emprendido una aventura semejante.

El primero en llegar a la embarcación encallada fue el padre Vasili, que gritaba a los que les seguían:

—¡De prisa! ¡Esta gente está a punto de morir!

Mientras iban llegando los demás, comenzó a administrar los últimos sacramentos al cuerpo que había tendido en el fondo de la embarcación, pero en aquel momento el hombre lanzó un gemido ronco, abrió los ojos y exclamó con alegría:

—¡Padre Vasili!

El sacerdote dio un respingo y le miró con más atención.

—¡Aleksandr Baranov! —exclamó—. ¡Qué manera de acudir a vuestro puesto!

Los exhaustos marineros fueron conducidos a tierra y se les dieron bebidas calientes, y, entonces, Baranov, que había resucitado milagrosamente, ante la sorpresa de sus compañeros y de quienes les habían rescatado, se quitó la ropa embarrada, se atusó los escasos cabellos y asumió el mando de la improvisada reunión en la orilla de la bahía. No alargó mucho su informe, porque los detalles eran conocidos por cualquiera que hubiera navegado en un barco ruso:

—Soy Aleksandr Baranov, comerciante de Irkutsk y principal administrador de los asuntos de la Compañía en la América rusa. Zarpé de Ojotsk en agosto del año pasado y aquí tendría que haber llegado en noviembre, pero ya podéis imaginar lo que ha ocurrido. Nuestro barco tenía vías de agua, nuestro capitán era un borracho y nuestro timonel se desvió mil quinientos kilómetros de la ruta, nos hizo chocar contra unas rocas, y el barco se perdió en el accidente.

»Hemos pasado un invierno catastrófico en una isla desierta, sin alimentos, herramientas ni mapas. Hemos logrado sobrevivir gracias a este gran compañero, Kyril Zhdanko, hijo de nuestra directora de Petropávlovsk, que tenía experiencia en las islas y se ha comportado como un valiente. Él construyó este bote y lo ha hecho llegar a Kodiak. Ahora le asciendo a asistente mío.

»Si el padre Vasili, amigo mío de Irkutsk, quiere conducirnos a su iglesia, daremos gracias a Dios por habernos salvado.

Sin embargo, cuando la procesión llegó a la miserable cabaña que el sacerdote utilizaba como capilla, Baranov expresó en voz alta una decisión que acababa de tomar, y los isleños descubrieron que el mando estaba ahora en manos de un hombre nuevo, de ideas muy claras.

—No pienso dar las gracias a Dios en esta pocilga. No es digna de la presencia de Dios, de la obra de un sacerdote ni de la asistencia de un director general.

Bajo el cielo abierto, junto a la bahía, inclinó su cabeza calva, cruzó los brazos sobre su fofa barriga y expresó su respetuoso agradecimiento por los diversos milagros que le habían salvado de capitanes borrachos, timoneles estúpidos y de morir de hambre durante el invierno. Fue él, y no el sacerdote, quien pronunció la plegaria y, al terminar, tomó a Kyril Zhdanko del brazo y exclamó:

—Nos salvamos por poco, hijo.

Antes de que el día terminara dictó algunas instrucciones que parecían contradictorias:

—Comenzad inmediatamente a organizar el traslado de nuestra central a un lugar más adecuado —le dijo a Zhdanko.

—Mañana comenzaremos a construir una auténtica iglesia —le explicó, sin embargo, al padre Vasili.

Zhdanko, que sabía que él iba a cargar con la mayor parte del trabajo, protestó:

—Pero si vamos a irnos de aquí, ¿por qué no nos esperamos y construimos la iglesia en el nuevo emplazamiento?

—Porque mi misión más importante es brindar a nuestra iglesia el apoyo que se merece. Quiero conversiones. Quiero que los niños aprendan los relatos bíblicos y quiero, desde luego, una iglesia decente porque representa el alma de Rusia.

Zhdanko consideró con más detalle aquella absurda decisión y comprendió que en realidad, lo que Baranov quería era un edificio, no importaba cómo fuera, que ostentara en el techo la tranquilizadora cúpula en forma de cebolla, típica de las iglesias rusas.

—No creo que en Kodiak haya nadie capaz de construir una cúpula en forma de cebolla, señor —aventuró.

—¡Claro que sí!

—¿Quién?

—Yo mismo. Si fui capaz de aprender a fabricar vidrio, puedo aprender a construir una cúpula.

Y aquel voluntarioso hombrecillo, el tercer día que llevaba residiendo en Los Tres Santos, localizó un edificio que podía servir como base, si se le quitaba el tejado, para sostener la cúpula que el mismo Baranov pensaba construir. Reunió a varios leñadores para que le trajeran madera y a algunos aserradores para que cortaran planchas curvas, rebuscó hasta el último clavo existente en Kodiak y requisó los escasos y toscos martillos que había en la isla, y pronto consiguió erigir en el aire frío, junto a los álamos blancos, una bonita cúpula en forma de cebolla, que quiso pintar de azul, aunque tuvo que conformarse con pintarla de marrón, que era el único color disponible en Kodiak.

Explicó sus planes durante el acto de consagración de la iglesia:

—Quiero que se numeren correlativamente todas las tablas para Poder llevarnos la cúpula cuando nos mudemos al nuevo emplazamiento, pues me parece que está muy bien construida.

En Kodiak, con el asunto de la cúpula la gente se convenció de que aquel dinámico hombrecillo, tan parecido a un gnomo y tan distinto a los gerentes que se ocupaban de los puestos fronterizos, estaba decidido a convertir la América rusa en un centro principal de comercio y de gobierno, Y además tenía unos intereses bastante amplios que se extendían a todos los aspectos de la vida en la colonia. Por ejemplo, un día en que la hermosa Sofía apareció con un ojo morado, Baranov llamó al padre Vasili.

—¿Qué le ha pasado a esta criatura? —preguntó.

—Su marido le pega.

—¡El marido! ¡Pero si parece una niña! ¿Quién es él?

—Un tratante de pieles.

—Debería habérmelo imaginado. Hacedle venir.

El hombretón acudió arrastrando los pies, y Baranov le habló a gritos:

—¡Ponte firme, canalla! —Cuando se hizo posible sostener razonablemente una conversación disciplinaria, el nuevo gerente le espetó—: ¿Quién te ha dado permiso para pegarle a tu joven esposa?

—Es que ella…

—Ella, ¿qué? —vociferó el hombrecillo, acercándose mucho a Rudenko. Y sin esperar a que le contestara, Baranov gritó—: ¡Que venga Zhdanko! —En cuanto se presentó el sensato criollo, hijo adoptivo de la poderosa madame Zhdanko y futuro gobernador de las Aleutianas, Baranov le dio una sencilla orden—: Si este cerdo vuelve a pegar a su esposa, le fusiláis. —Se volvió con desdén hacia Rudenko, y añadió—: Me han dicho que también te gusta maltratar a los sacerdotes. Kyril, en cuanto ponga un dedo encima del padre Vasili o le amenace de algún modo, fusiladle.

En consecuencia, se consiguió establecer una especie de violento orden en la disoluta ciudad de Los Tres Santos, en el hogar de los Rudenko reinó un poco de paz y la nueva religión, alentada por Baranov, prosperó a medida que la antigua se retiraba aún más a las sombras. La tarea principal de Baranov, el director general, consistía en preparar el traslado de Los Tres Santos a un lugar más adecuado, en el otro extremo de Kodiak; cuando apenas había desarrollado un proyecto provisional, Rudenko, intimidado Por las amenazas de muerte de Baranov, se le acercó humildemente en busca de sus favores.

—¿Habéis cazado alguna vez los grandes osos de Kodiak, señor? —preguntó.

Baranov respondió que no había oído siquiera hablar de esa clase de osos, y Rudenko se apresuró entonces a ofrecer su experiencia para guiarle por el bellísimo territorio de bosques que había bastante al norte de Los Tres Santos, donde las montañas se elevaban desde el mar y alcanzaban la majestuosa y nevada altura de mil trescientos metros. Se organizó un grupo de seis hombres, y, durante la expedición, Rudenko mostró el aspecto más favorable de su carácter, pues estuvo atento a todo y trabajó con diligencia, hasta el Punto de que Baranov creyó que había conocido al traficante de pieles en un mal momento pasajero.

—Cuando os portáis bien, podéis ser un hombre admirable —le dijo a Yermak, la tercera noche.

—Con vuestras nuevas normas, me porto siempre bien —respondió Rudenko.

Pronto descubrieron señales que indicaban que uno de los gigantescos osos de Kodiak andaba por una región de ondulantes colinas pobladas de píceas; Rudenko tomó el mando y envió a cuatro eficaces ayudantes en distintas direcciones, hasta que hubieron rodeado a la bestia, aún invisible. Luego todos avanzaron hacia el centro de la zona así delimitada y se acercaron al oso, que, según le susurró Rudenko a Baranov, era muy grande.

—Manteneos detrás de mí, director general. Estos animales son peligrosos.

Con el brazo izquierdo, empujó a Baranov hacia atrás, lo que resultó una intervención afortunada, pues, en aquel momento, uno de los cazadores situados al otro lado del círculo hizo un ruido imprevisto y alertó al oso, que echó a correr en dirección a Rudenko.

Cuando el oso surgió de entre un grupo de árboles, se paró y se irguió sobre sus patas traseras para ver lo que tenía delante suyo, Baranov resopló, porque era un animal inmenso e imponente, de impresionantes garras. Instintivamente, Baranov buscó un árbol para esconderse, pero el más próximo estaba demasiado lejos y, antes de que pudiera alcanzarlo, el oso le asestó un zarpazo demoledor. Los pocos pasos que el director había logrado dar le salvaron la vida, pues las garras fatales sólo consiguieron atravesar la espalda de su chaqueta y la desgarraron con un escalofriante ruido. Sin embargo, como Baranov era tan lento y el oso, tan veloz, con toda seguridad hubiera acabado con él con un nuevo zarpazo de sus poderosas garras, pero Rudenko se abalanzó audazmente entre su jefe y el animal, levantó su rifle, disparó e incrustó en la garganta de la bestia una bala que le llegó hasta el cerebro. El oso se tambaleó de un lado a otro, durante casi medio minuto se esforzó en mantener el equilibrio y, finalmente, se derrumbó sobre la nieve. Cuando Rudenko y el tembloroso Baranov midieron el animal muerto, descubrieron que, erguido sobre sus patas traseras, debía de haber alcanzado la impresionante altura de tres metros y treinta centímetros.

—¿Cómo es posible que sean tan grandes? —preguntó Baranov.

—Kodiak es una isla —explicó Rudenko—. Nunca habréis visto tantas bayas como hay aquí. Y también hay hierba en cantidad, y nadie que moleste a los osos. Comen y crecen, comen y crecen.

Baranov ordenó que despedazaran a la bestia y enviaran las partes comestibles a Los Tres Santos, mientras que la piel se reservaba y se arreglaba para su despacho; más adelante, aquel enorme oso disecado, que se erguía en un rincón, salvó la vida de Rudenko, porque éste, cuando hubo conquistado la buena voluntad del nuevo administrador, creyó equivocadamente que eso le restituía el derecho de azotar a su mujer, la cual no era más que una aleuta y no merecía ningún respeto. Armó una escena vergonzosa, acusándola de una falta sin importancia, y ella, como era habitual, negó la acusación y además le puso en ridículo con su silencio, por lo que Rudenko se enfureció y la golpeó en plena cara. Unos niños corrieron a la choza del chamán, para informarle de lo que Rudenko acababa de hacer.

—¿Decís que ella sangraba? —preguntó únicamente el chamán.

—Sí, por la boca —respondieron los niños.

Entonces el chamán comprendió que tenía que intervenir, pues le correspondía a él hacerlo, ya que los administradores rusos, aun con pruebas visibles de semejante conducta, se negaban a actuar. Por ello, se despidió de su momia y se encaminó resueltamente hacia lo que creía que iba a ser su última e ineludible misión como chamán.

Flaco, sucio, algo encorvado y con la vehemente determinación de preservar su única y verdadera religión y combatir las influencias malignas que estaban paralizando a su pueblo, el anciano caminó audazmente hasta la cabaña de Rudenko.

—¡Los espíritus te maldicen, Rudenko! —gritó—. ¡No verás nunca más a tu mujer! ¡No podrás volver a maltratarla!

Rudenko estaba dentro de la cabaña, bebiendo junto con dos compañeros una especie de cerveza hecha con arándanos, hojas tiernas de pícea y algas marinas; le molestó el ruido del exterior, especialmente cuando oyó unas palabras amenazadoras. Se acercó a la improvisada puerta construida con madera de deriva y contempló con repugnancia la triste silueta del chamán.

—¡Vete, viejo! ¡Deja a la gente honrada beber en paz!

—¡Estás maldito, Rudenko! ¡Sobre ti caerán penas muy grandes!

—Deja de chillar, si no quieres que te dé una paliza.

—No volverás a castigar a tu mujer, Rudenko. Nunca más…

Desde la puerta, Rudenko se abalanzó sobre el chamán, mientras sus dos compinches salían también rápidamente, con la intención de darle una paliza al viejo, y dispuestos incluso a matarle; pero Rudenko sólo pretendía asustar al chamán, para hacerle volver a su choza.

—¡No le peguéis! —gritó.

Era demasiado tarde, porque sus amigos habían dado tales golpes al anciano que éste retrocedió, intentando no perder el equilibrio, y regresó tambaleándose a su choza, donde se desplomó entre las raíces.

El padre Vasili no tardó en enterarse de lo ocurrido y, aunque siempre se había opuesto a todo cuanto hacía el hechicero, la caridad cristiana le obligaba a ayudar a aquel hombre que tanto se había esforzado por mantener unida a su comunidad, antes de la llegada de Jesús. Corrió a la choza y entró, por primera vez, en el oscuro mundo del chamán.

Se espantó ante la penumbra, el húmedo suelo de tierra y los fardos amontonados aquí y allá, pero todavía le impresionó más el estado del anciano, que yacía de cualquier modo, con el pelo desgreñado y el enjuto rostro salpicado de sangre. Tomó la cabeza del chamán y la meció entre sus brazos, susurrándole:

—¡Escúchame, anciano! Te curarás.

Durante mucho rato no obtuvo respuesta, hasta que Vasili llegó a temer que su adversario hubiera muerto, pero el incansable luchador recobró poco a poco las energías que, durante los años de ocupación rusa y en los embates del cristianismo, le habían permitido presentar batalla en franca desventaja. Cuando por fin abrió los ojos y vio quién era su salvador, volvió a cerrarlos y cayó en un estupor inerte.

El padre Vasili pasó con él casi toda aquella tarde. Al anochecer pidió a unos niños que fueran a buscar a Sofía Rudenko, que se presentó a la entrada de la choza y observó con angustia la escena que tenía ante sí.

—Le han herido. Necesita cuidados —se limitó a decir el sacerdote. Echó una temerosa mirada a aquel lugar mugriento y desordenado y preguntó con extrañeza—: ¿Cómo pudiste pensar que aquí encontrarías la iluminación, Sofía? —Y Vasili se fue, sin esperar respuesta, ignorando que acababa de presenciar el momento en que la antigua religión del chamanismo perecía en su combate con el cristianismo.

Por desgracia, cuando Rudenko volvió a su casa, estaban por allá los niños que el sacerdote había enviado en busca de Sofía.

—¿Dónde está mi mujer? —vociferó Rudenko.

—Ha ido a casa del chamán —le respondieron los niños.

—¡Vamos a terminar con ese viejo idiota ahora mismo! —gritó Rudenko a sus dos compañeros de borrachera, enfurecido por la respuesta de los niños.

Los tres se dirigieron rabiando hasta la choza levantada entre las raíces, donde encontraron a Sofía, que estaba cuidando al chamán, y Rudenko le pegó en la cara y la echó afuera. Luego pusieron de pie al viejo y, cuando éste cayó hacia adelante, Rudenko le recibió con un potente puñetazo en el rostro, derribándolo en el suelo. Cuando el chamán cayó, le mataron a puntapiés, y ésta fue la violenta conclusión del debate que los cristianos rusos sostuvieron con una religión pagana que estaban destinados a reemplazar.

El asesinato del chamán desconcertó a los dos administradores de Kodiak.

Al enterarse, el padre Vasili corrió a la choza y se ocupó de todo, como si el chamán hubiera sido un asistente de su iglesia, lo que en cierto sentido era cierto. Sin ninguna sensación de triunfo personal por la derrota de su rival, encendió una vela junto al cadáver, contempló asqueado la sangre que manchaba la tierra y, cuando los marineros se llevaron finalmente el cuerpo, sintió correr por sus ojos unas lágrimas de compasión. Sin embargo, después de haberse arrodillado a rezar por el alma de su valiente, aunque equivocado, adversario, se incorporó con la renovada decisión de poner fin a la plaga del chamanismo. Con el entusiasmo que experimentan los jóvenes cuando saben que están haciendo lo correcto, apiló la ridícula colección de piedras, ramitas, trozos de madera tallada y fragmentos de marfil pulido mediante los cuales el chamán pretendía conversar con los espíritus, amontonó toda aquella basura en el espacio que había ocupado el cadáver y, después de esparcir encima las inflamables agujas de la pícea, usó la vela para prenderle fuego. Cuando el montón comenzó a arder, la gente se acercó corriendo.

—¡Padre Vasili, salid pronto! —gritaban.

Cuando iba a salir de la choza, el sacerdote vio en un rincón oscuro un saco hecho con piel de foca, lo abrió y descubrió que contenía una materia oscura y correosa.

—Ésta debe ser la momia que mencionaba Sofía —murmuró, medio sofocado por los vapores tóxicos que despedían los símbolos que estaba quemando.

Al desenvolver el fardo, se encontró cara a cara con aquella terca anciana de trece mil años. Se estremeció ante la herejía que la momia simbolizaba, y se disponía a arrojarla al fuego cuando Sofía irrumpió en la choza.

—¡No, no! —gritó la muchacha al ver lo que ocurría, aunque era demasiado tarde. Se quedó mirando horrorizada las llamas que consumían a la anciana cuyo espíritu se había negado a morir y exclamó—: ¿Qué habéis hecho?

El sacerdote salió de la choza, y ella fue tras él, gritándole en medio del aire de la noche, aunque pronto la acalló su marido, indignado. Le dio una fuerte bofetada que la tiró al suelo. Sofía permaneció un momento en el suelo, con la vista fija en la choza en llamas, y luego se rindió ante la tremenda confusión de su vida.

—Se ha desmayado —exclamó el padre Vasili, y dos aleutas la levantaron del suelo.

En aquel momento llegó el director general Baranov, que se horrorizó al enterarse del asesinato del chamán, porque podía imaginarse las complicaciones que aquel acto podía causar. Despreciaba a los chamanes, como todos los rusos, aunque les consideraba también un instrumento que ayudaba a mantener a los aleutas bajo control.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó.

Entonces vio a Sofía Rudenko, a quien los dos hombres sostenían en Pie, con la cara hecha una masa de cardenales.

—Rudenko —respondió Kyril Zhdanko—. Él ha hecho las dos cosas. Ha matado al chamán y ha pegado a su mujer.

Sin necesidad de que se lo ordenaran, Zhdanko partió en busca del criminal, que acababa de cometer su cuarto asesinato. Cuando llevaron a rastras al despacho provisional del director general al barbudo cazador para que lo castigasen, Baranov le miró y recordó su antigua amenaza de fusilarle si volvía a pegar a su mujer; puesto que aquel delito se había complicado con un asesinato, ahora tenía un doble motivo para actuar. Sin embargo, al enfrentarse a Rudenko, vio, en el rincón de atrás, el enorme oso de Kodiak disecado y recordó que seguía con vida gracias al valor de aquel renegado. Avergonzado, pronunció su veredicto:

—Eres la deshonra de Rusia y de la Humanidad, Rudenko: No tienes derecho a vivir, salvo por una cosa: me salvaste la vida cuando ése me atacó. Por eso no puedo cumplir mi amenaza y fusilarte. En cambio, se anula tu matrimonio con Sofía Kuchovskaya, porque nunca debería haberse celebrado. Volverás otra vez a las islas de las Focas, el único lugar en que se me ocurre que Dios puede permitirte vivir.

Sin escuchar las apasionadas promesas de reforma de Rudenko, Baranov dijo a Zhdanko:

—Manténlo bajo custodia hasta que zarpe hacia el norte el próximo barco.

Lanzó a Rudenko una mirada de desprecio y salió para consolar a Sofía con la noticia de que se había anulado su indigno matrimonio con aquel hombre, pero no había tenido en cuenta al sacerdote, el padre Vasili, a cuyos devotos padres había conocido en Irkutsk y a quien respetaba por su piedad.

—Queda anulado el matrimonio entre Sofía Kuchovskaya y el animal de Yermak Rudenko —le informó—. Hicisteis mal en casarles, para empezar.

—«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» —contestó Vasili muy convencido, citando el Evangelio según San Marcos. Y luego pronunció una prohibición igualmente firme, repetida en la campiña de Irkutsk—. Ni los rayos ni los truenos han de separar a un hombre de su mujer, aunque sea el mismo Dios quien envíe el trueno.

—No he querido decir que yo mismo anulaba el matrimonio —se disculpó Baranov—. Puesto que vos celebrasteis la ceremonia, vos lo haréis.

Pero Baranov subestimaba el celo con que aquel joven sacerdote seguía las enseñanzas de la Biblia:

—Un voto es un compromiso solemne asumido a los ojos del Señor. No hay modo de que yo pueda anularlo.

—¿Queréis decir que esta excelente criatura, con el esposo desterrado en las islas de las Focas, tiene que vivir sola por ser cristiana… durante el resto de su vida?

La respuesta del Padre Vasili puso al descubierto la dureza de su cristianismo, porque ahora que los problemas prácticos de una vida humana, en este caso el bienestar de la inocente Sofía Kuchovskaya, entraban en conflicto con las enseñanzas de la Biblia, resultaba que quien tenía que sacrificarse era la joven.

—Reconozco que en su vida Sofía ha pasado por grandes penalidades, por las tribulaciones de Job, y que ahora echaremos una más sobre ella. Pues bien, Dios elige a algunos de nosotros para soportar Su yugo, a fin de que otros puedan apreciar Su extrema gracia. Ésa es la misión de Sofía.

—Sin embargo, malgastar su existencia…

—Ésa es la cruz que le toca soportar —respondió inflexiblemente el sacerdote; y no modificó aquella dura sentencia.

Seguramente que en aquellos momentos los habitantes de Kodiak, tanto los rusos como los aleutas, pensaron que el padre Vasili había sido el triunfador en la batalla entre las dos religiones. Había vencido al chamán, que estaba muerto; había acabado con la perniciosa influencia de aquella amenazadora momia, cuyas cenizas se habían enterrado en una tumba decente; y se había hecho con una iglesia coronada con una cúpula en forma de cebolla, que simbolizaba lo mejor de la religión rusa. Pero esta impresión superficial no tenía en cuenta la capacidad de contraataque de las islas Aleutianas.

Aunque el desastre que se avecinó podía recibir una fácil explicación científica, para los aleutas se trató sin lugar a dudas de la venganza que Lunasaq y la momia destruida se tomaron contra el padre Vasili.

Se produjo un intenso terremoto, a treinta kilómetros por debajo de la superficie del océano Pacífico, que provocó el derrumbamiento de un gran acantilado submarino, que estaba a cinco mil metros de profundidad. Al desmoronarse, el acantilado dejó caer casi mil quinientos metros cúbicos de lodo y piedras, y el trastorno originó un tsunami monstruoso que se desplazó hacia el este bajo la forma de una gigantesca y profunda corriente lateral, que en la superficie no produjo ninguna ola visible de más de medio metro de altura, pero que avanzó hacia Kodiak con una temible potencia, a una velocidad de setecientos cuarenta kilómetros por hora.

A la bahía de Los Tres Santos no llegó un único maremoto que lo inundara todo, sino que se acercó lentamente una primera avanzadilla, a la que siguieron más y más olas, que iban tomando mayor velocidad y una fuerza más imperiosa, haciendo que el agua fuera elevándose poco a poco, hasta tres metros, hasta seis y, finalmente, hasta diecisiete. El agua mantuvo esa altura durante nueve fatales minutos y después se precipitó fuera de la bahía, gorgoteando con tal fuerza que lo tragó todo a su paso.

El padre Vasili trepó por los peñascos para salvar los valiosos iconos de su nueva iglesia abovedada y, cuando acababa de subir a una pequeña colina, contempló un espectáculo demencial que le hizo dudar de la justicia del Dios al que obedecía. El torrente de agua ni siquiera rozó la solitaria pícea que había servido de templo al chamán y, en cambio, arrancó de cuajo la iglesia cristiana y la zarandeó de un lado a otro hasta que la construcción acabó chocando contra unas rocas y se hizo astillas.

En Los Tres Santos, que se apretujaba a lo largo de la bahía, hubiera podido producirse una catastrófica pérdida de vidas de no ser porque el joven Kyril Zhdanko reaccionó a la primera señal de la marejada.

—¡Corremos un gran peligro! ¡Una vez pasó lo mismo en Lapak!

Entonces liberó al prisionero Yermak Rudenko para que ayudara a evacuar a la gente a terrenos más elevados. La reacción del fornido presidiario fue llevar a rastras a un aturdido padre Vasili, en primer lugar, y después al director general Baranov, por la ladera de una empinada colina. Como si fueran niños, les subió a un peñasco que tenía aspecto de poder mantenerse por encima de la inundación y, cuando se disponía a bajar de la colina por tercera vez para rescatar a otras personas, una ola gigantesca que lo arrasó todo le arrastró hasta la muerte.

El maremoto del año 1792 resolvió los problemas de uno de los rusos de Los Tres Santos pero a otro le trajo desconcertantes dificultades. Las primeras horas después de su llegada al lugar, el director general Baranov había decidido que la posición estaba mal elegida y que sería mejor buscar otro enclave más al norte. Siete meses antes de la inundación, había escogido un emplazamiento que resultaba indicativo de su disposición intelectual, porque así como Los Tres Santos, tanto espiritual como afectivamente, miraba hacia atrás, hacia Rusia y sus relaciones con el pasado, la ciudad de Kodiak miraría al este, hacia el futuro y los desafíos que provenían de América del Norte. Los Tres Santos mantenía un cordón umbilical que la ligaba a la antigua Siberia; Kodiak, con la nueva Alaska. Un día, mientras trabajaba con Zhdanko en el diseño de los planos de la nueva capital, Baranov le preguntó a Kyril:

—¿Sois hijo natural de madame Zhdanko, la de Petropávlovsk?

—Adoptivo.

—Vuestro padre, ¿era aquel comerciante del que habla la gente?

—Mi padre carnal debió de ser algún ruso destinado en la isla de Lapak. Mi verdadero padre fue Zhdanko.

—¿Qué ha sido de él?

—Tenía ochenta y tres años. Volvíamos a casa con un cargamento de pieles. Íbamos andando desde Yakutsk hasta Ojotsk…

—Yo he hecho lo mismo.

—Estaba muy cansado, más bien agotado, a mi modo de ver. Cuando llegamos a Petropávlovsk le dije: «Descansemos, padre», pero él seguía anhelando conocer Kodiak. Quería controlar las pieles de esta isla, de modo que nos pusimos en camino otra vez, cuando ya tenía ochenta y cinco años.

—¿Y qué ocurrió?

—Murió en el viaje. Le atamos piedras del lastre y le arrojamos al mar de Bering, no muy lejos del volcán que custodia la isla de Lapak. Cuando era niño, solía sentarme junto a mi padre para contemplar el resplandor del volcán en la oscuridad.

Baranov interrumpió su trabajo, tocó madera y exclamó con vehemencia:

—Si Dios quiere, me gustaría llegar a los ochenta y cinco años. ¡Cuánto podríamos construir vos y yo!

El maremoto alteró profundamente la vida de otro hombre, la del padre Vasili, quien, el triste día en que se dio sepultura a las dieciséis víctimas de la inundación, acogió de mala gana el ruego de pronunciar una oración por el alma de Yermak Rudenko, pues el pudor no le permitía, ante tantas personas que conocían la verdad, adornar con frases hechas la vida de aquel canalla. Aunque hubiera sido capaz de ensalzar la caridad por encima de la realidad, se lo habría impedido ver al otro lado de la tumba a Sofía Kuchovskaya, contemplando impasible la tierra que iba a cubrir a su maldito esposo.

Al mirarla, al joven sacerdote se le presentó en súbitos destellos la historia de aquella valiente muchacha: su abandono en Lapak, su espantosa huida dentro de la bodega de un barco, las palizas y los malos tratos, su fidelidad a la antigua religión y la adopción de la nueva. Era una joven de temperamento cristalino, se dijo, que no había dejado que nada la degradase y que había representado lo mejor de una antigua sociedad que estaba acabando para dejar paso a otra nueva. Observó la decisión que demostraba su barbilla, sus ojos oscuros y sabios, su pequeño cuerpo sereno y, finalmente, mientras cubrían la sepultura, su sonrisa irreprimible, que no se debía al triunfo sobre el mal, sino al placer que le producía el final de una etapa. Casi pudo oír su suspiro cuando la muchacha elevó la vista al cielo, como si preguntara: «Y ahora, ¿qué?».

El día después del funeral, Baranov llamó al padre Vasili a lo que quedaba de su despacho y le encargó una extraña misión:

—Me considero responsable de todas las personas que viven en estas islas, sean rusos, criollos, aleutas o koniags. Para mí no hay diferencias.

—Yo pienso lo mismo, señor director general.

—Estoy decidido a hacer algo al respecto. ¿Cuántos niños han quedado huérfanos después del maremoto?

—Por lo menos catorce o quince.

—Organizad un orfanato para ellos. Esta misma tarde.

—¡Pero si no tengo fondos! El obispo prometió…

—A vos, Vasili, el obispo os promete y nunca os entrega nada. En mi caso se trata de la Compañía. «Tendréis todo lo que haga falta, Baranov», pero el dinero nunca llega.

—Entonces, cómo voy a…

—Lo pagaré yo. El honor de Rusia así lo exige, y, si a los caballeros que dirigen la Compañía no les importa el honor de Rusia, no se dirá lo mismo del comerciante que dirige Kodiak. —Y sin más dilación, Baranov ofreció el dinero necesario para el orfanato, tomándolo de su escaso sueldo.

—Pero ¿quién se encargará? —preguntó el sacerdote. Sin embargo, después de algunas reflexiones, Vasili recordó que Sofía, durante su conversión, se había emocionado intensamente ante las historias del cariño que Cristo profesaba a los niños, y propuso—: Sofía Rudenko sería la persona perfecta.

—No tiene más de quince años. En realidad, es sólo una niña.

—Tiene diecisiete.

—No puedo creerlo.

Mandaron llamar a la muchacha y Baranov le preguntó, bruscamente:

—Niña, ¿qué edad tienes?

—Diecisiete —contestó la joven.

—¿Te ves capaz de encargarte de un orfanato? —inquirió Baranov.

—¿Qué es eso? —preguntó ella. Y, cuando se lo explicaron, repuso—: El padre Vasili me explicó una vez que Jesús dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Me encantan los niños.

Así se fundó el orfanato de Kodiak, con el dinero de Baranov y con el amor de Sofía.

—Encargaos de que la muchacha comience su trabajo como es debido —le ordenó Baranov a Vasili, pues estaba decidido a que todo lo que emprendía tuviera éxito.

El joven sacerdote se hizo cargo de la supervisión del trabajo, enseñó a Sofía los rudimentos de su nueva ocupación y comenzó a inculcar la nueva religión a los huérfanos. Como trabajaba muy cerca de Sofía, se animó al contemplar el entusiasmo con que ella se convirtió en una madre para los niños más pequeños y en una hermana mayor para los muchachos y muchachas de más edad. Adquirió tanto prestigio entre los niños que un anciano aleuta le dijo a Baranov:

—Si esa joven fuera un hombre, sería nuestro nuevo chamán.

Sin embargo, Sofía sabía que eso no era del todo cierto, porque entre las ruinas de Los Tres Santos se había colado antes un chamán auténtico que había intentado mantener a los aleutas apartados del cristianismo, pero su magia parecía ahora poca cosa y, si se comparaba con los milagros espirituales que lograban Sofía en su orfanato y el padre Vasili en su improvisada iglesia, el hombre se había ido sin conseguir nada.

Mientras Sofía trabajaba con los huérfanos, Vasili pudo comprobar en varias ocasiones cómo maduraba la muchacha desde que había ingresado en su nueva vida y se sintió atraído por ella de muchas maneras. Aunque seria, Sofía estaba siempre dispuesta a desplegar su radiante sonrisa. Era trabajadora, pero nunca se negaba a jugar con los niños; y, por encima de todas las cosas, conseguía que todo el mundo, de cualquier edad y de cualquier raza, se sintiera feliz en su presencia. Además, como suele ocurrirles a ciertas afortunadas mujeres, al acercarse a los veinte años se iba volviendo más encantadora, más completa. Había ganado dos o tres centímetros de estatura, su cara era menos redonda y el disco labial, algo menos visible; era, como dijo un capitán marino que estaba de paso por la ciudad, una muchacha muy bonita.

—Yo nunca quise ser un sacerdote negro —exclamó en voz alta el padre Vasili un anochecer estrellado en que caminaba desde la calidez del orfanato hasta el triste edificio que le servía de iglesia, mientras levantaba la vista hacia la pícea del chamán—. Estoy enamorado de ella desde el día en que pisé esta isla.

Consideró acertadamente aquel hecho como algo inevitable, que no comportaba el escándalo que hubiera tenido en el caso de haberse tratado de un sacerdote católico romano, para quienes el celibato era un acto de fe y devoción. En la religión ortodoxa, más de la mitad de los sacerdotes eran blancos, como su propio padre, y se casaban con el beneplácito de sus obispos, los cuales, pese a ser sacerdotes negros y célibes, predicaban: «El matrimonio es el estado normal del hombre». Pasar del hábito negro al blanco no involucraba un cambio de fe, sino sólo de orientación.

Sin embargo, pese a no ser un cambio radical, no era fácil de lograr; por eso, el día en que se clausuraba Los Tres Santos y comenzaba la mudanza de la Compañía entera a Kodiak, Vasili se acercó a Baranov, que estaba guardando en una caja las pocas pertenencias que había podido reunir en la colonia.

—Quiero pediros un favor, director general.

—Concedido. Ningún gerente ha dispuesto de mejor sacerdote.

—Deseo que escribáis a mi obispo, el de Irkutsk.

—No os dará ni un kopeck. Tendréis que arreglaros como podáis.

—Quiero que me libere de mis votos.

—¡Dios mío! ¿Vais a abandonar la Iglesia? Vuestros padres…

—¡No, no! Pero quiero abandonar el hábito negro. Quisiera ser un sacerdote blanco.

Baranov se sentó pesadamente sobre la caja y clavó la mirada en el joven clérigo.

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