Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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Y señaló una isla densamente boscosa, que suministraría materia prima a las Papeleras Oda durante los siguientes cincuenta años.

—En nuestros viajes a Denali —explicó a los hombres—, nuestro avión se abrió paso entre las nubes justo aquí; hacia abajo vi esta isla sin aprovechar. Como ya habíamos iniciado el descenso hacia Anchorage, estábamos a baja altura y pude apreciar que era selva virgen; pícea, probablemente, fácil de talar, fácil de reducir a pulpa, fácil de llevar a nuestras plantas en forma líquida.

—¿Hay alguna posibilidad de que consigamos la explotación a largo plazo? No hablo de obtener la propiedad, directamente.

Antes de responder a esa difícil pregunta, Oda tomó una actitud reflexiva. Luego contempló el gran mapa que ocupaba casi toda la pared, frente a los hombres, y señaló Alaska:

—Estratégicamente hablando, esta zona pertenece más a Japón que a Estados Unidos. Todos los recursos naturales de Alaska son más valiosos para nosotros que para Norteamérica. El petróleo de Prudhoe Bay debería estar viniendo a nosotros, directamente por el Pacífico. El plomo, el carbón y, por cierto, la pulpa de madera. Los coreanos no son estúpidos, están metiéndose en todas partes. China va a mostrar un enorme interés por Alaska. Singapur y Taiwan podrían aprovechar los recursos de Alaska con tremendos beneficios.

Cuando las atractivas azafatas interrumpieron la discusión para traer el té de la mañana con galletitas de arroz, Kenji aprovechó la pausa para sugerir que salieran al jardín, donde la belleza del paisaje japonés, tan cuidado en comparación con lo que había visto de Alaska, serenaría a los hombres. Al reanudarse la reunión, dijo:

—Se comprende mejor a Alaska si se la mira como a un país del Tercer Mundo, una nación subdesarrollada cuyas materias primas han de ser vendidas a los países más desarrollados. Estados Unidos jamás aprovechará debidamente Alaska; nunca lo ha hecho y jamás lo hará. Está demasiado lejos, es demasiado fría… Norteamérica no tiene idea de lo que posee y muestra muy poco interés en averiguarlo. Eso nos deja el mercado abierto.

—¿Qué podemos hacer al respecto? —preguntó uno de los hombres.

—Ya lo hemos hecho —replicó Kenji—. La última vez que fui a Denali, a mi regreso inicié negociaciones para alquilar esa isla boscosa. Bueno, la tierra no, ya comprenderán ustedes, porque ellos no lo permitirían. Pero sí el derecho a talar árboles, construir un molino y edificar un muelle para nuestros barcos.

—¿Hubo suerte?

—¡Sí! Tengo el placer de informarles que, tras varios meses de dificilísimas negociaciones… Los alaskanos distan de ser estúpidos. Creo que aprecian su situación tan claramente como nosotros. Se saben huérfanos en su propia tierra. Saben que deben cooperar con los mercados asiáticos. Y saben… al menos las personas con que traté sabían lo profundo que sería su vínculo con China y con Rusia. No pueden escapar. Por eso no tuve problemas para que me prestaran atención. Creo que preferían comerciar con Japón, vendiéndonos la madera, el petróleo y los minerales por lo que nosotros podamos suministrarles a cambio.

Casi todos los miembros del grupo habían llegado a Tamagata en coche, antes del desayuno; ahora descansaban al sol, masticando senbei[15] y bebiendo té. Uno de ellos, que enseñaba geografía como consejero a media jornada en una universidad, dijo:

—No quiero pasar por el gran experto en geopolítica, pero ese mapa, allí dentro… ¿No podríamos echarle otro vistazo?

Cuando estuvieron sentados como antes, continuó:

—Nosotros y China tenemos una afortunada ventaja en nuestros posibles acuerdos con Alaska. Pero ¡miren ustedes qué cerca está Alaska de la Rusia Soviética! En estas dos pequeñas islas, que no figuran en este mapa, las dos superpotencias están separadas por dos kilómetros. Si se permitiera el viaje aéreo comercial entre las dos zonas… aquí arriba, donde sobresalen las dos grandes penínsulas, separadas por unos noventa kilómetros, se podría cubrir la distancia en unos diez minutos.

—¿Adónde quiere usted llegar? —preguntó Oda.

Y el hombre dijo:

—Creo poder predecir que Alaska y la Unión Soviética siempre tendrán sospechas mutuas.

No hay comercio ni amistad posible. Además, lo que Alaska tiene, Siberia lo tiene también, de modo que no son socios comerciales por naturaleza. Por el contrario, lo que tiene Alaska es lo que nosotros necesitamos, lo que necesitan Taiwan y Singapur, por no mencionar a China.

—¿Su conclusión?

—Construyamos la planta de pulpa. Enviemos nuestros barcos de carga a… ¿Cómo se llama la isla?

—Kagak. Antigua palabra aleuta, según creo, que significa algo así como horizontes magníficos.

—Enviemos nuestros buques a Kagak. Pero mientras tanto, no olvidemos las minas de cobre, ese petróleo que, según el sentido común, debería venir a nosotros, y cualquier otra cosa que ese gran territorio desierto pueda proporcionarnos en el futuro.

Oda tomó entonces la palabra:

—Desde hace algún tiempo tengo muy claro que el papel de las naciones del Tercer Mundo es proporcionar materias primas a buen precio a las naciones tecnológica y culturalmente más avanzadas. Que los países como Japón y Singapur apliquen la inteligencia y la habilidad mecánica a esos materiales; luego pagarán por ellos enviando a los países del Tercer Mundo sus productos terminados, sobre todo aquellos que por falta de habilidad, no podrán inventar ni fabricar por sí mismos.

Varios jóvenes, bien informados sobre el comercio internacional, señalaron que ese tipo de intercambio quizá no fuera posible indefinidamente. Oda indicó la calculadora que había estado usando su experto en finanzas:

—Watanabe-san, ¿cuántos botones tiene su calculadora? Como ustedes pueden ver, no es más grande que un naipe.

Watanabe tardó más de un minuto en resumir la intrincada y maravillosa capacidad de las treinta y cinco teclas de su calculadora manual:

—Diez teclas para los dígitos y el cero. Veinticinco más para diversas funciones matemáticas. Pero muchas de las teclas operan hasta tres funciones diferentes. En total: treinta y cinco teclas visibles, más sesenta y tres funciones variables ocultas, suman noventa y ocho opciones.

Oda sonrió:

—Cuando compré el predecesor de ese milagroso artefacto de Watanabe, me ofrecía diez numerales y las cuatro funciones aritméticas. Era tan simple que cualquiera podía manejarla. Pero cuando se añaden ochenta y ocho funciones adicionales, se la pone por encima de la capacidad de la persona no preparada. Y casi todos los habitantes del Tercer Mundo están en esa categoría. Tendrán que dejar que nosotros nos ocupemos de pensar, inventar y fabricar.

—Un momento —protestó uno del equipo—. En nuestro último viaje visité la Universidad de Alaska, en Fairbanks. Allí tienen veintenas de estudiantes de ingeniería que pueden manejar ordenadores más grandes que la calculadora de Watanabe.

—¡Exacto! —concordó Oda—. Pero cuando se gradúen buscarán trabajo en lo que ellos llaman «Los cuarenta y ocho de abajo». Sin ellos, Alaska seguirá siendo una nación del Tercer Mundo. No lo olvidemos. Cortesía, ayuda, actitud modesta; escuchemos en vez de hablar y proporcionemos, en toda ocasión, la asistencia que Alaska necesita. Porque nuestra relación con ese gran depósito no utilizado puede ser una magnífica ayuda para ambas naciones.

Según estos principios, Kenji Oda y su esposa, Kimiko, que conocía profundamente Alaska, se trasladaron a la isla de Kagak, al norte de Kodiak, para establecer la gran Compañía Unida de Pasta de Papel de Alaska. Era significativo que la palabra «japonesa» no apareciera ni en el nombre ni en el material impreso de la firma. Tampoco participarían trabajadores japoneses en la construcción de la complicada planta, que reduciría las píceas de Kagak a pulpa líquida, para ser llevada por el Pacífico hasta Japón. Y cuando la planta estuvo lista para operar, no apareció ningún japonés para talar los árboles. Sólo tres ingenieros nipones se establecieron en Kagak, para supervisar la compleja maquinaria.

Kenji y Kimiko, sí. Instalaron su residencia en una modesta casa de la isla y alquilaron en Kodiak una oficina, también modesta, a la que llegaban de vez en cuando técnicos altamente especializados de Tokio, para inspeccionar y supervisar los procedimientos. Al cabo de algunos meses, en una empresa en la que se habían invertido unos diecinueve millones de dólares, sólo había seis japoneses en escena y de los barcos que llevaban la pulpa a Japón, al menos la mitad navegaban bajo una bandera distinta de la del Sol Naciente, pues los grandes industriales de Japón estaban decididos a ocuparse de la explotación y aprovechamiento de la materia prima alaskana, pero no deseaban que ello fuera demasiado evidente para no generar así animosidades locales.

A ese respecto, el comportamiento de los Oda era ejemplar. Kenji no hacía nada que atrajera sobre él las críticas adversas, pero sí muchas cosas que aumentaban su reputación en la comunidad de Kodiak. ¿Se quería traer de Seattle a un cuarteto de cuerda? Él contribuía apenas un poquito menos que los tres ciudadanos principales. ¿Los talentos literarios del lugar producían un buen espectáculo al aire libre, sobre Baranov y la colonización rusa de las Aleutianas y Kodiak? Como experto en papel, él corría con todos los gastos de la impresión de programas. En dos ocasiones invitó a los principales funcionarios de Kodiak a pasar las vacaciones con él y Kimiko, en su boscosa aldea de Tamagata; y una vez pagó los gastos de dos profesores de la Universidad de Alaska en Anchorage, para que asistieran a un congreso internacional en Chile, sobre el anillo del Pacífico. Como resultado de estas contribuciones, él y Kimiko eran conocidos como «esos simpáticos japoneses, que tienen un interés tan creativo por Kodiak y Alaska». Entre quienes escuchaban esa evaluación, alguno añadía: «Y los dos escalaron el Denali; es más de lo que pueden decir los estadounidenses de por aquí».

Pero cuando se ausentaba de la planta de Kagak, cuando no estaba de vacaciones en Tamagata ni en Chile, asistiendo a algún congreso, Oda se dedicaba a investigar discretamente las partes remotas de Alaska, buscando sitios como Bornite, donde se podía hallar cobre, o Wainwright, que tenía ricas minas de carbón. Cierta vez oyó hablar de una lejana ladera del noroeste del ártico, que podía contener promisorias concentraciones de zinc. Después de enviar a Tokio muestras del material tomado en varios puntos de la zona, acordó un derecho de explotación por noventa y nueve años, sobre una vasta zona. En su siguiente visita a Tamagata, cuando se le interrogó sobre eso, dijo francamente y con tanta sinceridad como pudo:

—Japón no quiere «apoderarse de Alaska», como sugieren algunos críticos. Sólo queremos hacer con otras materias primas lo que ya estamos haciendo tan bien con la pulpa de madera. Permítanme destacar, por si surge el tema cuando yo no esté presente, que Alaska se beneficia tanto como nosotros con nuestro acuerdo. Podríamos decir que es la relación perfecta. Ellos venden una materia prima que no pueden aprovechar por falta de capital, y nosotros obtenemos los materiales que podemos procesar y que nos son de una gran utilidad.

—¿Podemos hacer lo mismo con el plomo, el carbón y el zinc de Alaska?

—Mejor aún. Tienen menos volumen; las ganancias potenciales son mayores.

Los sabios japoneses estudiaron eso por algunos minutos, pues así funcionaba su imperio isleño: falta de materias primas, exceso de mano de obra, superexceso de cerebros. El único anciano, que había experimentado el gran rechazo experimentado por el mundo hacia un Japón similar, en la década de 1930, preguntó serenamente:

—Pero ¿cómo es posible que Estados Unidos nos permita obrar de este modo?

Y Oda le dio la única explicación sensata:

—Porque así lo han hecho desde 1867, cuando compraron Alaska con la idea de que era una zona inútil. Durante los primeros cincuenta años de posesión ignoraron totalmente lo que tenían, incapaces de percibir su verdadero valor. Aún persisten esos conceptos erróneos, que contaminan los procesos mentales de una nación. Y pasará buena parte del próximo siglo antes de que los líderes estadounidenses se den cuenta de lo que tienen en su «nevera». Mientras tanto, es preciso pensar en Alaska como si formara parte de Asia, y eso la pone limpiamente en nuestra órbita.

Ese mismo día, mientras los japoneses preparaban planes de largo alcance para utilizar las desaprovechadas riquezas de Alaska, otros industriales en Corea, Taiwan, Hong Kong, y Singapur llegaban a la misma conclusión y daban pasos similares para llevar a Alaska hacia su propia órbita.

El segundo intelectual asiático que, en esos días, contemplaba Alaska con asidua atención, era un hombre de sesenta y seis años que vivía en una pequeña aldea, al sur de Irkutsk, cerca del lago Baikal. Allí había reunido un tesoro de documentos familiares y estudios imperiales relacionados con la colonización y ocupación rusa de Alaska. Con el apoyo del gobierno soviético, se estaba convirtiendo en la indiscutible autoridad mundial sobre el tema.

Era Maxim Voronov, heredero de esa distinguida familia que había proporcionado a la Alaska rusa hombres y mujeres capaces, incluido el gran eclesiástico Vasili Voronov, que tomó como esposa a la aleuta Cidaq y la abandonó para convertirse en metropolitano de todas las Rusias.

Ahora, a una edad avanzada, aún delgado y erguido, pero con una abundante melena blanca que peinaba hacia atrás con los dedos, este Voronov se había retirado a la Irkutsk de sus antepasados, donde tenía la colección de documentos más destacada de Rusia sobre el descubrimiento de las Aleutianas y el gobierno colonial de Alaska. Puesto que conocía estos asuntos mejor que cualquier otro ruso, sabía ciertamente más que ningún estadounidense. En el curso de sus laboriosos análisis de registros históricos, después de haber dedicado a eso los años comprendidos entre 1947 y 1985, llegó a ciertas conclusiones interesantes que comenzaron a despertar el interés del liderazgo soviético. Durante el verano de 1986, cuando el clima en el este de Siberia era casi perfecto, un equipo de tres expertos rusos en política exterior pasaron dos semanas de prolongadas discusiones con Voronov, en las que Alaska fue el centro del debate. Los tres eran más jóvenes que Maxim y respetaban su edad y su erudición, pero no su interpretación de los datos.

—¿Cuáles serían sus conclusiones, camarada Voronov, en cuanto a las fechas practicables?

—Lo que voy a decir debería ser de importancia crucial para sus ideas, camarada Zelnikov.

—Por eso hemos venido a verlo. Continúe, por favor.

—A menos que se produzcan alteraciones imprevistas de la mayor magnitud, no veo ningún momento propicio antes del año 2030. Es decir: dentro de cuarenta y cinco años. Naturalmente, podría ser más.

—¿Qué piensa usted?

—Primero: es probable que Estados Unidos siga siendo fuerte entonces. Segundo: la Unión Soviética no habrá adquirido aún suficiente superioridad, ni en poderío ni en liderazgo moral, como para que la acción sea posible. Tercero: Alaska tardará todos esos años en retrasarse hasta tal punto que nuestra acción le parezca a un tiempo sensata y tentadora. Y cuarto: el resto del mundo requerirá de ese tiempo para adaptarse a la justificación histórica y a la factibilidad de nuestra medida.

—Sus estudios, es decir, los trabajos básicos ¿estarán en mejores condiciones hacia el 2030?

—Yo no estaré aquí, por supuesto, pero quien me sustituya habrá podido perfeccionar mis estudios.

—¿Ha pensado en algún sucesor?

—No.

—Sería conveniente que buscara uno.

—Eso significa que ustedes están dispuestos… Es decir, que Moscú da a esto suficiente importancia…

—Es vital. La cuestión está lejos, pero es preciso mantenerla en lenta ebullición. En el 2030 el camarada Petrovsky podría estar vivo aún. Y si no lo está, será otro.

Petrovsky sonrió, diciendo:

—Supongamos que por entonces aún estoy vivo. ¿Qué secuencia de pensamientos debería seguir entretanto?

Lentamente, con paciencia y gran convicción, Maxim Voronov detalló su visión de las relaciones futuras entre la Unión Soviética y Alaska. Mientras hablaba, sus visitantes moscovitas comprendieron que, en ocho generaciones, los Voronov de Irkutsk no habían dejado de pensar en las Aleutianas y en Alaska como una parte más del Imperio Ruso.

—Comenzaremos por un hecho que no es suposición. Alaska pertenece a Rusia por los tres derechos sagrados de la historia: descubrimiento, ocupación, gobierno establecido. Y por el derecho geográfico, porque Alaska era tanto parte de Asia como lo era de América del Norte. Y por el hecho de que, mientras la zona estuvo en poder de Rusia, ésta le dio un gobierno responsable, mientras que los estadounidenses, al ocupar la región, no lo hicieron. Y lo más convincente: nosotros hemos demostrado que podemos desarrollar creativamente nuestra Siberia, mientras que Norteamérica está muy por detrás de nosotros en su desarrollo del norte de Alaska.

»En sus análisis del futuro, los estadounidenses han inventado una palabra muy adecuada: “escenario”, tomada del teatro. Significa esquema ordenado, que indica cómo podrían desarrollarse las cosas. Lo que necesitamos ahora es un escenario soviético por el cual podamos recuperar la Alaska que nos pertenece por derecho, y hacerlo con un mínimo de trastorno en las relaciones internacionales.

—¿Puede existir un escenario semejante? —preguntó Zelnikov.

Voronov aseguró a sus visitantes que no sólo podía existir, sino que tenía un plan para devolver a Alaska a la órbita rusa.

—Usaremos dos grandes conceptos: Rusia, en el pasado histórico, y la Unión Soviética en el presente, sin que haya discontinuidad entre ambas. Son una entidad moral y ninguna está en conflicto con la otra. Utilizaré la palabra «Rusia» cuando me refiera al pasado, y «Unión Soviética», al hablar del presente o del futuro. Nuestra misión consiste en devolver a Alaska al seno de la Rusia atemporal; nuestra Unión Soviética es el agente mediante el cual debemos trabajar. El escenario es simple, las reglas que lo gobiernan, implacables.

»En primer término: en las décadas venideras no debemos revelar nuestro objetivo, ni verbalmente ni en nuestros hechos, ni siquiera con el pensamiento más intrascendente. Si el gobierno estadounidense descubre nuestros propósitos, actuará para impedirlos. Yo no discuto estos planes con nadie, motivo por el cual no he señalado a ningún sucesor. Ustedes tres deben mantener sus planes también en secreto.

»En segundo término: no debemos hacer prematuramente una sola tentativa. Será el estado del mundo, no nuestras esperanzas, el que indique cuándo habrá llegado el momento de hacer conocer nuestras intenciones y nuestros reclamos. No sería demasiado esperar durante ochenta años el momento propicio, pues estoy seguro de que, a su debido tiempo, llegará.

»Tercero: la señal significativa será el declive del poderío estadounidense y, más importante aún, el gradual decaimiento de la voluntad estadounidense.

—¿Podemos esperar ese declive? —preguntó Zelnikov.

Y Voronov replicó:

—Es inevitable. Las democracias se desgastan. Pierden impulso. Preveo el momento en que quieran liberarse de Alaska. —Hizo una pausa—. Tal como nosotros quisimos deshacernos de ella en 1866 y 1867.

Este paréntesis le llevó a su estrategia principal:

—Ahora olvidémonos de Rusia y concentrémonos totalmente en la Unión Soviética. Nuestro argumento debe ser, invariablemente, que quienes entregaron tan miserablemente a Alaska no tenían autoridad para hacerlo. No hablaban por el pueblo ruso. No representaban en modo alguno el alma de Rusia. La venta fue corrupta desde el momento de su concepción. No tenía la menor validez. No transfirió ningún derecho a Norteamérica; sus condiciones serán anuladas por cualquier corte internacional imparcial o por la sabia comprensión del resto del mundo. La venta de Alaska fue fraudulenta, carente de base moral, y está sujeta a anulación. Alaska fue, es y será rusa. Así lo exige toda la lógica de la historia mundial.

Los tres visitantes, que no conocían suficientes detalles históricos para juzgar los fundamentos de esta pretensión, pidieron que la explicara. Entonces él citó las tres bases sólidas que la Unión Soviética tenía para reclamar Alaska:

—Esto es una advertencia para ustedes, señores, y para los que ocupen SU lugar. He redactado mi memorándum justamente sobre este punto, y Ustedes deben mantenerlo en los archivos, para sus sucesores y para el mío. Hay que basar nuestro reclamo sobre principios legales, nunca en la fuerza, y les aseguro que nuestro derecho legal es irrefutable. Tiene que imponerse en el tribunal de la opinión pública mundial.

»Primero: el gobierno ruso existente por entonces no tenía competencias para hablar por el pueblo ruso. Era una tiranía corrupta, de la que la inmensa mayoría del pueblo ruso quedaba excluida. Puesto que no poseía autoridad, sus actos eran ilegales, sobre todo los referidos a la disposición de territorios sobre los que no ejercía ningún control moral. La transferencia se tornó ilegal en el momento de la venta, que fue en sí totalmente venal y, por lo tanto, carente de legitimidad.

»Segundo: el agente que logró la venta, la persona sin cuya infame participación no se habría llevado a cabo, no era ruso; no estaba formalmente autorizado a efectuar negociaciones, no es posible afirmar que actuara en nombre del pueblo ruso. El barón Edouard De Stoecki, como gustaba llamarse, no tenía derecho al título que ostentaba. Era un aventurero griego o un lacayo austríaco, que se entrometió en las negociaciones sabe Dios cómo, si se me permite esta vieja expresión popular. En la mayor parte de este asunto actuó sólo por su cuenta, sin consultar con San Petersburgo. La venta la hizo él, no Rusia.

Llegados a este punto, Maxim mostró a los hombres venidos de Moscú tres estantes de libros, en siete u ocho idiomas diferentes, que trataban del barón Edouard De Stoecki, más dos cuadernos en los que él mismo había registrado la vida de ese hombre misterioso, mes a mes, por un período de casi cuatro décadas. Pero mucho tiempo antes había decidido que la publicación de ese material, por el momento, no ayudaría a la reclamación de la Unión Soviética sobre Alaska:

—Está todo aquí, señores, en estos cuadernos. Ustedes pueden publicar una devastadora biografía de De Stoecki cuando gusten. —Rió con nerviosismo—. Les agradecería que me citaran en alguna de las notas a pie de página.

Por fin estaba listo para continuar con uno de los puntos más importantes:

—Tercero, existe ese feo asunto de los doscientos cincuenta mil dólares que faltan: En este segundo par de libretas tengo datos, datos desagradables. He rastreado hasta el último rincón, justificando cada kopeck o poco menos, el dinero que De Stoecki manejó en esta maloliente cuestión. Sin la menor ambigüedad y sin alterar cifras, he demostrado que De Stoecki tenía en sus manos, no los ciento cincuenta mil dólares que citan los eruditos estadounidenses, sino casi el doble. ¿Dónde fue a parar esa suma? Los historiadores estadounidenses sospechan desde hace tiempo que el barón De Stoecki utilizó ese dinero para comprar votos en el Congreso de Estados Unidos, pero nunca han podido probarlo. Yo sí. Con el mayor cuidado y mucha discreción, he comprado registros de familia, viejas cuentas, sospechas de periódicos y pruebas firmes. Documentos estadounidenses, ingleses, informes del consulado alemán (y esos alemanes son inteligentes, sí) y esta serie de fuentes rusas. Tomadas en conjunto, demuestran sin lugar a dudas que De Stoecki corrompió al Congreso Estadounidense de una manera increíble.

Allí hizo una pausa dramática, sonrió a cada uno de sus visitantes y destacó el punto principal:

—¿Comprenden ustedes lo que significa esto? Que la venta fue un fraude desde el momento en que se acordó en el Congreso. El gobierno estadounidense, en su sabiduría, no quería Alaska. Sabía que esas tierras remotas no formaban parte de su territorio. La votación resultó consecuentemente en contra de comprar nuestras tierras y de pagar por ellas si se las adquiría. Pero De Stoecki, ese maldito aventurero salido de la nada, obligó a Norteamérica a tomarla. Y efectuó esa coerción pagando a los congresistas de Estados Unidos para que votaran en contra del interés nacional. La adquisición de Alaska por parte de Norteamérica fue totalmente corrupta y debe ser rescindida.

En la discusión siguiente, Voronov propuso que algún erudito soviético («Yo no, porque eso podría llamar la atención sobre lo que estoy haciendo») fuera autorizado a publicar un pequeño volumen de mucho impacto, cuyo título podía ser: ¿Qué pasó con los doscientos cincuenta mil? Revelaría los sorprendentes datos acumulados allí, en Irkutsk, daría el nombre de los congresistas que aceptaron los sobornos y establecería, en los círculos internacionales, la sólida base sobre la cual la Unión Soviética podría reclamar después Alaska. Pero el camarada Zelnikov, desde hacía algún tiempo, venía desarrollando su propio escenario para la recuperación definitiva de Alaska, y aconsejó paciencia:

—Le aseguro que despertaría sospechas que los eruditos soviéticos retomaran ese tema ahora. Estoy de acuerdo con usted, Voronov, en que los eruditos internacionales se darían cuenta de los hechos y se crearía una base sólida para reclamaciones posteriores. Pero podríamos perder a largo plazo más de lo que ganaríamos en este momento. Reserve sus cuadernos para el 2030; entonces los usaremos, como todo lo demás, con un efecto devastador.

Maxim Voronov descendía de una familia de luchadores y no estaba dispuesto a aceptar tan fácilmente un revés:

—¿No podríamos alentar a los eruditos extranjeros para que hicieran el trabajo por nosotros?

—No veo cómo. Si hiciéramos algo subrepticio, forzosamente se sabría.

—Pero los estudiosos de Estados Unidos y de Canadá, sobre todo estos últimos, ya están buceando en estas aguas fangosas, para ver si pueden localizar algo en el fondo.

Mostró a los hombres cinco o seis publicaciones notables, apenas conocidas en Occidente, donde canadienses y estadounidenses sacaban a relucir algunos de los hechos más evidentes que él había descubierto cuando terminó la segunda guerra mundial. Cualquiera de esos escritores estaba en una elevada plataforma de aprendizaje, desde donde podía partir y alcanzar los niveles más altos ya ocupados por Voronov, pero los cuatro conspiradores no pudieron idear ninguna estrategia por la cual la Unión Soviética pudiera fomentar o suscribir los estudios necesarios.

—Sería demasiado arriesgado —advirtió Zelnikov.

A lo cual Voronov contestó:

—Los rusos no podemos hacerlo y no hay forma de conseguir que lo hagan los canadienses ni los estadounidenses. Por lo tanto, la verdad sólo puede ser revelada muy lentamente. Y tal vez se pierda si pasa demasiado tiempo.

—Con esos cuadernos, no —aseguró Zelnikov—. Quiero llevarme fotocopias a Moscú. Comenzaremos la tarea en cuanto podamos traer un equipo de fotografía del ejército.

—Aquí tenemos buenas fotocopiadoras —objetó Voronov.

Zelnikov sonrió:

—¿Confiaría usted sus cuadernos a cualquiera? Probablemente esas máquinas estén manejadas por la CIA.

Así comenzó a funcionar la bomba de tiempo sobre Alaska, tanto en Irkutsk, donde Voronov iba armando asiduamente los mosaicos de su obra, como en Moscú, donde astutos funcionarios como Zelnikov y Petrovsky estudiaban los movimientos geopolíticos necesarios para reclamar Alaska con éxito. Todos los que trabajaban en ese delicado proyecto tenían en la memoria la frase con que Maxim Voronov había cerrado la reunión de Irkutsk:

—El momento de actuar no madurará jamás a menos que el mundo entero sufra grandes cambios.

Pero siglo a siglo, esos cambios se producen. Y cuando llegue el próximo, nosotros deberíamos estar preparados.

Ni él ni Zelnikov creían que Estados Unidos renunciaría a Alaska, de buena o mala gana.

—Esa gente trabajó demasiado para extender su territorio desde el asidero que tenían en el Atlántico hasta el Pacífico. No van ahora a renunciar a nada —predijo Voronov.

Pero Zelnikov le contradijo:

—No serán ellos quienes decidan la renuncia. Lo hará la opinión internacional, las condiciones internacionales, y ellos no podrán negarse a ello.

Existía un tercer experto, pero no en Asia, que mantenía la vista fija en Alaska. Era un vulcanólogo nacido en Italia, que había pasado sus primeros años en una finca a la sombra del Vesubio. Como era un niño precoz, a los catorce años se había convertido casi en un experto en volcanes y terremotos. A los quince se inscribió en la Universidad de Bolonia, donde se destacó en ciencias. A los veinte, en el Instituto de Tecnología de California, obtuvo un doctorado en sismología, su ciudadanía estadounidense y un nombramiento para trabajar en una estación sismológica federal, en la región de Los Ángeles. Allí no tardó en dominar los detalles de la medición, la evaluación y la predicción de un terremoto, siendo los conocimientos de las dos primeras especialidades mucho más complejos que los de la última.

A los cuarenta y un años, Giovanni Spada se encontraba en la pequeña ciudad alaskana de Palmer, el sitio donde LeRoy había pilotado sus primeros aviones. Allí, en una calle tranquila y bordeada de árboles, supervisaba las operaciones en un discreto edificio blanco: el Centro de Investigaciones sobre Maremotos. Por cuenta de los gobiernos de Estados Unidos, Canadá, Japón y la Unión Soviética, Spada estudiaba la conducta de los volcanes, terremotos y devastadores tsunamis que se originaban en el punto más septentrional del Cinturón de Fuego. Entre otras responsabilidades, tenía la de alertar a las zonas del Pacífico Norte, desde Japón a Hawaii, a México y a todos los puntos del norte, si el volátil arco de las Aleutianas generaba un tsunami que pudiera cruzar el océano con fuerza creciente, rumbo a una costa lejana.

En el verano de 1986, con el deseo de hacer notar a un nuevo grupo de colaboradores, recién asignados al Centro, la posibilidad que los terremotos tenían de generar enormes perturbaciones marinas, llevó a su equipo hasta la bahía Lituya, unos setecientos veinte kilómetros hacia el sudeste. Desde allí los guió hasta un punto de las montañas circundantes, desde donde se veía la hermosa bahía:

—Observen ustedes que es una bahía larga y estrecha, de laderas empinadas y una angosta abertura al Pacífico.

Cuando sus jóvenes colegas se hubieron familiarizado con el terreno, les contó algo que los dejó atónitos.

—El nueve de julio de 1958, a ciento cincuenta kilómetros de aquí, en la zona de Yakutat, se produjo un terremoto que registró una intensidad de ocho en la escala de Richter. La sacudida fue tan fuerte que, de esa pequeña montaña, en el extremo de la bahía, se desprendieron unos cuarenta millones de metros cúbicos de roca y tierra, que se precipitaron al mismo tiempo en la bahía. El chapuzón resultante provocó la ola más grande que el mundo haya visto en la historia conocida. Pueden ver ustedes con sus propios ojos la magnitud de la devastación que produjo.

Al mirar hacia abajo, los jóvenes comenzaron a notar que esa ola, cercada como estaba en la estrecha bahía, había alcanzado una altura tremenda, arrancando todos los árboles a su paso. Spada sugirió:

—Alguien que tenga experiencia en mediciones, ¿puede calcular hasta qué altura se elevó la ola por las laderas de la montaña?

Un muchacho de la Escuela de Minería de Colorado fue marcando los estratos con los dedos, desde el nivel del mar hasta la línea de denudación. Al cabo de un rato exclamó, con voz sobrecogida:

—¡Por Dios, son más de trescientos metros de altura!

Spada apuntó, serenamente:

—En realidad, esa ola subió quinientos veintidós metros. Es el tipo de tsunami que un terremoto submarino puede generar en un área cerrada.

En Palmer, con su batería de delicados sismógrafos sondeando la corteza terrestre y con comunicación abierta con estaciones similares de Canadá, California, Japón, Kamchatka y las Aleutianas, Spada controlaba las inquietas placas que entrechocaban entre sí muy por debajo de la superficie oceánica, ya avanzando, ya sumergiéndose, ya fracturándose y, con frecuencia, deslizándose una contra la otra, para producir los terremotos submarinos que daban nacimiento a los devastadores tsunamis. Tenía la responsabilidad de comunicar cualquier tsunami que se originara en las Aleutianas, pues habían demostrado ser capaces de destruir grandes ciudades y aldeas a lo largo de la costa, a miles de kilómetros. Cuando el estilo de sus sismógrafos se estremecía, indicando que algo se había deslizado en algún sitio, él alertaba a unas sesenta estaciones de todo el Pacífico, advirtiéndoles que podía haber un tsunami en marcha. Pero Spada controlaba también los terremotos que no eran submarinos y los que transmitían su potencia directamente a sectores interiores del continente. De ese modo, en 1964 había detectado los primeros estremecimientos del violento sismo que atacó Anchorage, hundiendo algunas zonas de la ciudad unos doce metros, elevando otras y provocando el caos en una zona muy amplia. Se perdieron más de ciento treinta vidas en ese terremoto, que se registró en la escala Richter con una intensidad de 8.6, aunque más tarde se calculó que había alcanzado 9.2, la mayor registrada jamás en América del Norte. Fue diez veces más potente que el terremoto que destruyó San Francisco en 1906.

Spada lo registraba todo en un mapa, donde se podía ver con gran detalle la supuesta estructura de la cadena Aleutiana. Cada vez que se producía un sismo en esa región, rellenaba con un lápiz rojo esa porción del arco aleutiano. Cuando el mapa quedó completo, dijo a sus asistentes:

—Gradualmente, desde 1850, hemos ido anotando las zonas donde las placas se han movido. —Señaló nueve arcos diferentes que llenaban espacios en su mapa—. En cada uno de estos sitios se ha producido un terremoto. Las placas se han reajustado. —Después de dar tiempo a sus asistentes para que asimilaran los datos, añadió—: Por lo tanto, en estos tres blancos…

No necesitaba decir más.

Desde la isla de Lapak al oeste, donde se unía a Tanaga, hasta Gareloi, se veía un pulcro arco de puntos rojos. A principios de siglo, el movimiento de esas placas había provocado allí un gran sismo, pero al este de Lapak, hasta Adak y Gran Sitkin, el mapa permanecía cadavéricamente blanco. Eso significaba que aún no se había producido el gran reajuste de las placas en ese lugar. Un hombre nuevo en el Centro preguntó:

—¿Cabe esperar que haya allí un gran terremoto, un día de éstos?

Y Spada respondió:

—Cabe.

Aquella noche del 19 de septiembre de 1985, al deslizarse violentamente la placa de Nazca, él estaba de guardia, solo. Su vista captó la vigorosa actividad del brazo trazador antes de que sonaran las señales audibles. «Ése es bastante grande», se dijo, y al consultar con los sismógrafos de referencia emitió un silbido: «¡Siete punto ocho! ¡Eso va a tener consecuencias!».

Por entonces, sus ayudantes, alertados por las señales electrónicas que se encendían en sus dormitorios, corrieron al Centro.

—¿Hay alguna posibilidad de que se produzca un movimiento al norte? —preguntó un novato.

—Con siete punto ocho puede repercutir en cualquier parte.

—¿Dónde está el epicentro? —preguntó el joven.

—Todavía no podemos determinarlo.

Pero entonces los informes de otras diez o doce estaciones de control le permitieron triangular la dirección y localizar el foco, con bastante exactitud, en un punto del océano Pacífico, al sudeste de México.

—Está bastante lejos de la costa; no presenta peligros a las zonas continentales —dijo, con cierta confianza—, pero toda la costa del Pacífico podría verse afectada por un tsunami.

Sin embargo, a los pocos minutos llegaron informes de que un tremendo terremoto había asolado la ciudad de México. Spada se horrorizó:

—¡Tal potencia a tanta distancia del deslizamiento! Tiene que haber sido de una intensidad muy superior a siete punto ocho.

Después de reunir datos de todo el mundo, fue el primero en calcular que el deslizamiento de Nazca había producido un sismo de 8.1 en la escala de Richter, mucho más potente de lo supuesto en un principio.

En esa ocasión no se produjo ningún tsunami; sólo el interior de México sufrió la plena potencia de esa titánica alteración. Aun antes de que se conocieran las bajas de la capital, Spada advirtió a su equipo:

—Habrá muchos muertos.

Hubo más de diez mil. Pero tres días después su atención se desvió a la casi imperceptible actividad del volcán Qugang, en la isla de Lapak, una zona que generaba perturbaciones de uno u otro tipo. Despachó un avión para inspeccionar la situación y se tranquilizó al llegar el informe:

—Hemos pasado seis veces a niveles diferentes. No hay señales de actividad mayor ni indicaciones de que pueda producirse algo importante.

Spada despertaba en sus superiores respeto y a la vez simpatía. Tenía una percepción misteriosa en lo que se refería a volcanes, terremotos y tsunamis, como si sus experiencias infantiles junto al Vesubio le hubieran acostumbrado a prever el comportamiento de los volcanes. Era valiosísimo para rusos, japoneses y canadienses, por la minuciosidad de su vigilancia en esas fronteras. Como humanista (su padre había sido profesor de latín y de mitología romana), creía que el mundo antiguo relacionaba los fenómenos naturales con toda una serie de causas primordiales, mientras que después los hombres se dejaron llevar demasiado por las particularidades.

En su tiempo libre escalaba las montañas de Talkeetna o exploraba el fascinante glaciar de Matanuska con su esposa estadounidense. A veces se sentaban en una colina a beber té con hielo y a comer bocadillos; entonces contemplaba la violencia que caracterizaba al Pacífico Norte:

—Grandes láminas de hielo avanzan montaña abajo. Los mares se congelan y arrojan enormes bloques de hielo hacia arriba. Hay volcanes como el Qugang que entran en erupción, vomitando millones de toneladas de lava y cenizas. Hay terremotos que destruyen ciudades enteras y, en el fondo del mar, se desatan tsunamis capaces de barrer una población en su totalidad.

Un día, su esposa respondió a esas reflexiones argumentando en voz alta.

—Y mientras tanto, en los polos, el hielo empieza a acumularse y los glaciares se extienden implacablemente, hasta que se traguen todo lo que hemos hecho. —Y añadió, sirviendo más té—: Cuando se vive en Alaska, se vive con el cambio. —Ella misma se rió de su pomposidad—. Dentro de veinte mil años, cuando el puente de tierra haya vuelto a abrirse en el estrecho de Bering, ¿no sería gracioso que todos volviéramos caminando a Asia?

Así continuaban las especulaciones. Kenji Oda, en Tamagata con sus visitantes, hacía conjeturas sobre el futuro económico de Alaska. Maxim Voronov, en su cabaña de Irkutsk, trataba de prever cuándo su bienamada Rusia, soviética o no, sería lo bastante fuerte para recuperar Alaska. Giovanni Spada, en su austero edificio blanco de Palmer, rastreaba la conducta de volcanes, terremotos y tsunamis. Y en el corazón del Océano Glacial Ártico, en la isla flotante T-7, Rick Venn luchaba por ayudar a Estados Unidos en el intento de ponerse a la par de otras naciones con un amplio conocimiento de los mares septentrionales y los movimientos del fondo oceánico, en el que se estaban construyendo mundos nuevos, las placas errantes que algún día construirían una Alaska modificada, el Cinturón de Fuego que ordenaba la vida en el Pacífico y los casquetes polares en lento avance, por el sur y por el norte, que con el tiempo envolverían buena parte del mundo en otra glaciación.

—Hay tanto que aprender —dijo a Afanasi, mientras estudiaban las estrellas polares—, tanto que ordenar…

Sin que lo supieran estos genios de Japón, Siberia y Alaska, en la jurisdicción de esta última, existían tres grupos poderosos, cuya misión consistía en controlar todo lo que ocurriera en las zonas áridas. Desde la Base Aérea de Elmendorf, cerca de Anchorage, y en Eielson, cerca de Fairbanks, dos de las más poderosas del mundo, los pilotos despegaban noche y día para vigilar los movimientos aéreos de los rusos. De vez en cuando, estos centinelas enviaban mensajes codificados: «Dos invasores sobre cabo Desolación». Y los aviones de combate estadounidenses partían para hacer saber a los rusos que estaban bajo vigilancia. Desde luego, los aviones rusos mantenían una guardia similar desde bases secretas instaladas en Siberia.

Y en la distante isla de Lapak, donde se había desarrollado tanta historia desde la llegada de hombres y mujeres, doce mil años atrás, se elevaba un alto edificio negro, sin ventanas, con una altura de diez pisos. Contenía artefactos secretos, que sólo sabían manejar unos cientos de expertos en todo Estados Unidos (más unos veinte inteligentes analistas de Moscú), y que eran el principal escudo intelectual de Norteamérica contra un ataque comunista por sorpresa. Si la antigua momia hubiera ocupado aún su cueva de Lapak, habría disfrutado con ese gran edificio negro, aprobando el novedoso uso que se estaba dando a su isla.

De esa manera silenciosa e inquieta continuaba el duelo perpetuo de mentes brillantes: japonesas, coreanas, chinas, rusas, canadienses y, a veces con la mayor efectividad, estadounidenses, todas ellas empeñadas en el provocativo juego de adivinar: «¿Qué será lo próximo que ocurra en el Ártico?».

Fue en otoño cuando LeRoy Flatch experimentó una pasajera pérdida de conciencia que le asustó, pues duró varios segundos. Por suerte no iba pilotando su Cessna cuando ocurrió eso, pero al reponerse exclamó:

—¡Cristo! ¿Y si hubiera estado tratando de aterrizar?

Cuando contó el incidente a su esposa, ella dijo con firmeza:

—Es hora de que no vueles más, LeRoy. —Y comenzó a averiguar quién tenía interés en comprar un Cessna— 185. Ese año, LeRoy había cumplido los sesenta y siete y no tenía muy buena salud. Algunos de los viejos pilotos rurales volaban hasta los ochenta años o más, pero eran hombres delgados y fibrosos, que habían cuidado su propio físico; de lo contrario, los aviones se estrellarían constantemente. Flatch no era de ésos; le gustaba la cerveza y la grasienta comida mexicana, por lo que no podía mantener un peso normal, y los excesos añadían quince años a su aspecto. Por eso escuchó el consejo de su esposa y hasta consultó con posibles compradores para su avión.

Pero se vio obligado a postergar la venta de lo que su esposa llamaba «tu trampa mortal», por dos hechos que no parecían guardar relación entre sí y que le llevaron a pilotar de nuevo. A principios de octubre se supo en Talkeetna de un extraordinario descubrimiento, próximo a una excavación arqueológica llamada Sitio del Abedul; allí, un cazador solitario que bajaba en canoa por el río vio sobresalir en la orilla, a la altura de su vista, el colmillo pardo y manchado por el agua de un mamut, que debía de haber quedado atrapado allí doce o trece mil años atrás. El cazador había estudiado dos años en la Universidad de Fairbanks y, después de asistir a un par de cursos de geología, conocía la importancia de semejante hallazgo. Por lo tanto, marcó cuidadosamente el punto en su mapa, continuó viaje en su canoa y corrió a Talkeetna, donde se puso en contacto con la universidad:

—No soy ninguna autoridad en el tema, pero después de haber revuelto el cieno creo que éste aún tiene casi todo el pellejo y el pelo intactos.

La reacción no se hizo esperar. Dos equipos de investigadores volaron a Talkeetna, buscando pilotos independientes para que les llevaran a ese sitio. De ese modo, LeRoy Flatch volvió a su avión para llevar a los profesores con su carga a noventa y tres kilómetros de distancia, hasta la ribera donde, con desacostumbrada celeridad para escapar del congelamiento, los científicos desenterraron el cadáver completo de un mamut. La prueba del carbono 14 lo fechó en doce mil ochocientos años antes de nuestra era. Desde luego, los restos no se parecían a los de un mamut vivo y erguido, pues los siglos pasados bajo tierra habían comprimido el cuerpo, convirtiéndolo en una masa plana como una tortilla, empapada en lodo. Pero el entusiasmo fue grande cuando hasta los novatos pudieron ver que el animal estaba entero, con los órganos vitales en su lugar, de modo que los investigadores pudieron averiguar qué había estado comiendo en las horas previas a su muerte.

Flatch se sintió serenamente complacido de que los científicos eligieran su avión para transportar el mamut a Talkeetna. Cuando el precioso cuerpo estuvo bien sujeto, pues sólo se habían encontrado unos pocos ejemplares en esas condiciones, tanto en Alaska como en Siberia, el piloto murmuró para sus adentros, preparándose para despegar: «No vayas a desmayarte ahora».

Hizo el viaje sin inconvenientes. El cuerpo fue transbordado a un avión mucho más grande, que lo llevaría a Fairbanks, y Flatch intercambió una respetuosa despedida con los científicos. Ya de nuevo en Talkeetna dijo a su esposa:

—No todos los días tienes la ocasión de transportar una carga de carne de catorce mil años de antigüedad.

Y ella insistió:

—Quiero que te deshagas de ese avión antes de Año Nuevo.

No pudo ser así. Cuando la prensa se enteró del notable descubrimiento, los periodistas llegaron en tropel a Talkeetna, pidiendo a LeRoy que los llevara a ese sitio. En noviembre estuvo muy ocupado haciendo vuelos con patines al Sitio del Abedul. Pero al transportar a tres periodistas científicos de Los cuarenta y ocho de abajo, estuvo a punto de perder el sentido; dominó sus nervios y aterrizó en Talkeetna con un escaso margen de seguridad. Luego volvió la espalda a su avión y caminó hasta su oficina sin hablar con nadie, pero sentía en el pecho la advertencia de que podía volver a desmayarse. Ya dentro de su atestada oficina, Flatch se quitó la gorra de piloto y la colgó en el muro por última vez. LeRoy era uno de los pilotos solitarios que moriría en la cama.

Como Rick Venn estaba en la T-7, Jeb Keeler tenía el campo libre cada vez que iba a Desolation por asuntos de la empresa. Demostró ser un pretendiente tenaz: visitaba a Kendra llevándole flores, una apreciada rareza en el Ártico, e insistía para que se casara con él, señalando lo que ella ya sabía:

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