Alaska

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XII. EL ANILLO DE FUEGO

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—Rick podría pasar allí tres o cuatro años. ¿Y qué sería de ti?

No obstante, por atractivo que fuera Jeb Keeler, ella no podía borrar de su mente la imagen de Rick Venn deslizándose entre la nieve a lo largo de mil seiscientos kilómetros hacia la meta de la Iditarod. Cada vez que le recordaba comprendía que, fundamentalmente, deseaba dos cosas: pasar sus años creativos en el Ártico y compartir su vida con Rick Venn.

Por fin, en lo más profundo del invierno, redactó un extraordinario mensaje que envió a la T-7 por la radio abierta que Afanasi tenía en su cocina. Había llegado a un punto en el que ya no le importaba quién se enterase del texto:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Me caso en junio. Ojalá sea contigo. Kendra.

El impacto fue extraordinario. En Barrow, alguien que controlaba las comunicaciones por radio con la T-7 quedó tan fascinado con ese extraño telegrama que lo pasó a un periódico de Seattle. Los periodistas, alertados por el apellido Venn, lo transmitieron por cable. De ese modo, toda la nación conoció la propuesta de la audaz Kendra Scott a un joven muy adinerado, escondido en una isla de hielo. El resultado fue otro telegrama:

Rick Venn, T-7, Océano Glacial Ártico. Si has tenido la suerte de conseguir a una muchacha como ésa, ve allí en junio. Yo te sirvo de padrino. Malcolm Venn.

Fue una boda memorable, que se celebró en el gimnasio de la escuela, en presencia de todos los habitantes de Desolation y buena parte de los de Barrow y Wainwright. La señora Scott, acompañada por su esposo, llegó en avión desde Heber City y quedó atónita al descubrir quién era Rick y lo admirable de su carácter. Sin embargo dejó bien sentado ante las mujeres esquimales con las que se sentó durante la ceremonia:

—Dios no aprueba el divorcio.

Les dijo varias cosas más sobre las cuales Dios tenía firmes opiniones. Una anciana, cuyos hombres habían cazado ballenas y morsas durante generaciones enteras, comentó con su compañera de asiento:

—Parece misionera.

Malcolm Venn, que llevaba sesenta años tratando con Alaska en casi todos los aspectos imaginables, no había estado nunca al norte del Círculo Polar Ártico. Hizo llevar en avión kilos y kilos de helado y varias docenas de rosas amarillas; según lo prometido, fue el padrino de la boda.

Kendra no podía abandonar Desolation sin presentar sus respetos a las esquimales que tanta consideración le habían demostrado cuando era sólo una forastera. Las invitó a todas a su apartamento, para un último desayuno. Después se paseó sola por la aldea, contemplando el mar de Chukotsk y haciendo una sincera evaluación de sus tres años en la aldea: «No he logrado nada. Ninguno de mis alumnos irá a la universidad. Ninguno de ellos ha tomado conciencia de la capacidad que tiene. No pude hacer que estudiaran; No pude conseguir que redactaran monografías como hacen los chicos que serán líderes, gente productiva. Ni siquiera logré que vinieran regularmente a la escuela o que dejaran de pasearse sin rumbo por la noche. Vine, cobré mi sueldo y no di nada a cambio. En cuatro años más me hubiera convertido en otro Kasm Hooker, dedicada a entretenerlos, sin dejarlos mejor de lo que eran cuando los encontré».

Se le llenaron los ojos de lágrimas. Para controlarlas exclamó:

—¡Al diablo con el aprendizaje y las ambiciones! A los dos que amé no pude siquiera salvarles la vida. —Y al pensar en Amy y Jonathan barbotó, desesperada—: ¡Años perdidos! ¡Vidas perdidas!

Algún aldeano habría podido susurrarle, en ese momento: «¡Pero Kendra! La gente de esta aldea, los hombres que te hicimos saltar en la manta, te recordaremos mientras vivamos, pues tu espíritu caminaba con nosotros y así lo sentíamos». Pero ella no lo habría creído.

En cuanto se hubo habituado a ser la única mujer de la isla, la vida de Kendra en T-7 se volvió tan excitante como ella deseaba. Afanasi, como jefe de la estación, le asignó un trabajo a sueldo: supervisar los papeles que circulaban por las oficinas, tarea que los científicos le cedieron de buen grado. Al principio a ella no le hacía muy feliz la idea de que se diera por sentado el hecho de que por ser mujer, sólo fuera capaz de trabajar como secretaria.

—No es exactamente lo que espera una mujer liberada en estos tiempos —se quejó a Rick.

Pero cuando descubrió que el control de la información la ponía en la situación de conocer las últimas noticias antes que nadie, reconoció:

—Un empleo como el mío tiene ciertas ventajas. —Y gradualmente pasó a ser la auxiliar imprescindible de quien la necesitara.

Pero su audaz decisión de proponerle el matrimonio a Rick por la radio pública y su posterior insistencia en acompañarle a la isla de hielo le brindó una recompensa más profunda: largas y desordenadas discusiones que esos grandes científicos mantenían en la interminable oscuridad, entre noviembre y febrero, cuando los contactos humanos y la disección de problemas humanos se volvía casi esencial.

Kendra solía encontrarse conversando con varios científicos, en el comedor. Uno de ellos decía al desgaire algo como:

—Supongamos que la unión Soviética, de algún modo, Obtuviera el dominio total de Noruega. De ese modo dominaría exactamente el cincuenta por ciento del Océano Glacial Ártico.

Y otro replicaba:

—Pero si Alaska, Canadá y Groenlandia pueden mantener una unión de intereses mutuos, se harán con la mitad que está más próxima al Polo Norte, y eso tiene su propia ventaja para la dominación.

Casi siempre el debate requería mapas, y Kendra siempre llevaba uno plegado en el bolsillo. Era la ajada copia que el National Geographic había incluido en el número cuya llamativa cubierta mostraba a la pequeña esquimal. Por eso era frecuente que los científicos, pese a contar con mapas del gobierno, se reunieran alrededor del de Kendra. De esas discusiones ella aprendió que el grupo de islas llamado Svalbard (o Spitsbergen, como las había conocido ella) eran vitales para cualquier dominio militar del Océano Glacial Ártico; todos predecían su futura utilización. Un submarino sofisticado sólo podía navegar por el canal que se abría cerca de las islas; las otras salidas tenían muy poca profundidad. Tal como explicaba un científico con conocimientos militares:

—Puesto que el canal Svalbard conecta con el Atlántico, ese océano será dos veces más importante que el Pacífico.

Como los expertos en el Pacífico no se mostraron de acuerdo, admitió:

—Estoy hablando sólo de guerra submarina, relacionada con las grandes vías de navegación. Piensen en el refugio que ofrecerá el Océano Glacial Ártico si los submarinos pueden acechar allí, huir hacia el Atlántico y controlar el tráfico entre América del Norte y Europa.

Esta comparación entre los dos océanos hizo que Kendra preguntara:

—¿Por qué el Pacífico está circundado de volcanes activos y el Atlántico no?

Y eso llevó a la idea de invitar a Giovanni Spada, el vulcanólogo de Palmer, para que les dictara un seminario sobre los últimos descubrimientos en esa especialidad.

En esos años la tlingit-7, en su prefijada peregrinación, estaba más cerca de Barrow que de ningún otro aeropuerto estadounidense o canadiense, por eso fue relativamente sencillo que un avión de la Fuerza Aérea llevara a Spada y sus gráficos a Barrow y, desde allí, a la isla de hielo, donde fue recibido calurosamente por los hombres que en el pasado habían trabajado con él. Su visita fue sorprendentemente útil, pues trajo consigo los últimos detalles del terremoto que había provocado la destrucción de México y suposiciones bien basadas sobre cuándo el monte Saint Helens podría desatarse otra vez.

Pero la discusión se centró en copias del mapa que había distribuido, mostrando la disposición de los volcanes que se arracimaban en el anillo del Pacífico, y él advirtió:

—Si tuviera espacio para mostrar cada uno de los volcanes que hay en nuestro arco aleutiano, habría sesenta; entre ellos, más de cuarenta están activos desde 1760. Esta cadena de fuego, que custodia las entradas del Océano Glacial Ártico, es la más activa del mundo, en lo que se refiere a surgimiento de islas, terremotos submarinos y actividad volcánica.

—¿Tan inestable es Alaska? —preguntó un científico de Michigan.

Y Spada ofreció una estadística sombría.

—Tomen el período que quieran: una década, una veintena de años, un siglo, y enumeren todos los terremotos importantes del mundo, todas las erupciones volcánicas gigantescas: cuatro de cada diez, terremotos o erupciones, se habrán producido en Alaska. Éste es, sin duda alguna, el segmento más inestable del mundo. Las placas tectónicas lo hacen así.

Todos conocían ese término, menos Kendra, que preguntó:

—¿Qué es eso?

Spada hizo un brillante resumen, explicando en media hora que en medio del océano Pacífico («Y también en el Atlántico, porque en esta parte del acertijo no somos únicos») el magma fluye por una extensa fisura:

—Créase o no, ese material eruptivo esparce el fondo oceánico hacia afuera, formando las grandes placas en las que descansa la superficie de la tierra, incluidas las montañas más altas y los océanos más profundos. Si se acepta esto, el resto resulta simple.

Con gestos de las manos, mostró cómo colisiona la placa del Pacífico con la placa de América del Norte, a lo largo de las Aleutianas, donde la primera se introduce bajo la otra:

—Y voilá! Donde se produce ese gran choque, nacen volcanes y terremotos que ayudan a descargar las tensiones.

Los científicos de la T-7 le interrogaron por varias horas sobre recientes teorías aceptadas. Él recorrió el Pacífico de punta a punta, exhibiendo datos de Nueva Zelanda, América del Sur y la Antártida, pero regresando siempre a las Aleutianas y a su especialidad: el Sistema de Aviso de Tsunamis, que protegía a los pueblos de Japón, Siberia, Alaska, Canadá y las islas Hawaii de los desastres que solían atacar sin advertencia, cada vez que un vasto terremoto submarino lanzaba en todas direcciones lo que se solía llamar maremoto.

Allí, en la continua oscuridad del invierno, mientras la isla se movía imperceptiblemente siguiendo las manecillas del reloj, como si la sostuviera en órbita un hilo invisible fijado a un inexistente Polo Norte, los científicos escucharon el relato que Spada hizo del acontecimiento que había modificado la historia marítima del Pacífico:

—Primero de abril de 1946. Entra en erupción el volcán Qugang, junto a la isla de Lapak. No fue gran cosa. Las cenizas del feroz eructo no llegaron siquiera a Dutch Harbor, mucho menos al continente. Pero un ratito después se produjo un terremoto submarino bestial en el lado sur de la isla. Desplazó millones de toneladas de tierra blanda.

»Eso dio origen a un tsunami de dimensiones épicas. No era un maremoto que elevara su cabeza a gran altura, sino un desplazamiento lateral de fuerza tremenda, que se dirigió hacia las islas Hawaii. Ese día pasó bajo tres barcos, de los cuales sólo uno lo notó. “Hubo un brusco levantamiento en la superficie del océano, pero inferior a un metro”, decía el cuaderno de bitácora. Cinco horas después atacó la ciudad de Hilo, en la costa norte de la Isla Grande, a una velocidad de setecientos setenta kilómetros por hora. No hizo más que entrar y seguir entrando, sin provocar daños. Pero cuando se produjo el retroceso hacia el océano arrastró coches y casas, llevando a la muerte a casi doscientas personas.

»En 1792, un tsunami originado en alguna parte, barrió el primer asentamiento ruso en la isla de Kodiak. Y todos han oído hablar de Lituya, donde el nivel del agua se elevó más de quinientos diez metros.

Los científicos quisieron saber si esas cosas podían repetirse. Spada dijo:

—Seguramente no. El Cinturón de Fuego volverá a actuar, de eso podemos estar seguros, pero las consecuencias serán siempre distintas. Si el terremoto de abril de 1946 se hubiera desviado dos grados, su tsunami habría pasado a cientos de kilómetros de Hawaii. Aun así, no fue de una gran magnitud: sólo siete punto cuatro en la escala de Richter.

En ese punto Kendra interrumpió:

—Todo el mundo habla de la escala de Richter pero nadie dice nunca qué es.

Spada le ofreció una descripción suscinta:

—Es una regla imprecisa, pero útil. Se trata de una medición tomada a unos cien kilómetros del punto de origen, que se representa en una escala logarítmica. Eso significa que cada división mayor es diez veces más potente que la anterior. Por lo tanto, un terremoto de cuatro puntos en la escala de Richter tiene diez veces la magnitud de uno de tres, algo tan débil que los seres humanos no suelen detectar; en cambio, uno de nueve puntos en la escala de Richter, que destruye una ciudad y está cerca del máximo registrado hasta ahora, tiene una magnitud un millón de veces mayor que uno de tres.

Cuanto más interrogaban los científicos a Spada, más notaba Kendra que los mundos del vulcanólogo y sus oyentes se entrelazaban y que el Océano Glacial Ártico, aunque presentara características únicas y fuera, principalmente, una masa de agua permanentemente congelada, el hielo siempre cambiante seguía patrones propios, así como los bordes de las placas, cuando entrechocaban, establecían sus propias y extrañas reglas.

—Pero nadie me ha dicho todavía —apuntó— por qué el Pacífico está cercado de fuego y el Atlántico no.

Eso provocó un largo intercambio de suposiciones. Algunos le recordaron que el Mont Pelée, el Etna y el Vesubio no habían sido, en sus tiempos, volcanes sin importancia. Pero ella prefirió la respuesta de Spada:

—He estudiado dos teorías. Podría ser que el tamaño de la placa del Pacífico, por su misma magnitud, libere fuerzas más grandes cuando colisiona con las diversas placas continentales. Pero la explicación más probable sería que el Océano Atlántico no está montado sobre una placa propia. No está rodeado por zonas de fractura.

Después de esa satisfactoria explicación, Kendra estaba dispuesta a acostarse, pero cuando salió sola del comedor, pues a Rick le correspondía controlar los registros de corrientes oceánicas, vio en el cielo nocturno el despliegue de aurora boreal más impresionante que hubiera presenciado en Alaska. Corrió hacia los otros, que continuaban debatiendo y los llamó fuera. Con una suave temperatura de treinta grados bajo cero, sin viento, presenciaron lo que a todos les pareció un incomparable espectáculo de vastos arcos celestes, ondulaciones y colores cambiantes. Cuando los demás volvieron a sus quehaceres o la cama, pues en enero los relojes tenían poca importancia, Kendra se quedó allí, tratando de relacionar esas encumbradas catedrales de luces septentrionales con las erupciones en el Cinturón de Fuego, la salinidad alterada de varias partes del océano y las relaciones entre la Unión Soviética y Noruega, cada una de las cuales reclamaba, con justificaciones históricas, las tan cruciales islas Svalbard, por donde tendrían que pasar los submarinos en caso de conflicto.

De pronto cobró conciencia de que alguien se le había acercado. Era Vladimir Afanasi, quien dijo:

—Esto quita el aliento. Espectáculos como éste se ven quizá dos veces en toda una vida.

Ella le condujo a un banco y se sentaron allí, en la noche ártica.

—Kasm me dijo que usted se había tomado la muerte de Amy… —Afanasi no pudo seguir.

—Amy y Jonathan… sufro con sólo nombrarlos. A veces pienso que mi estancia en Desolation estuvo llena de sufrimientos.

—Los sufrimientos no acaban nunca, Kendra.

El esquimal calló por un rato, pero era obvio que deseaba decir mucho más. Fue Kendra quien habló, y con su comprensión tocó precisamente la herida que le molestaba:

—Una vez usted dijo, señor Afanasi, que su padre y su tío le enseñaron lo que no debía hacer. Pero nunca me explicó por qué.

—Fueron personajes trágicos, que trataron de hacer lo imposible: mantener un pie en el mundo esquimal y el otro en el de los blancos. No se puede.

—Usted lo hace.

—¡No, no! Yo nunca dejé de ser esquimal. En la universidad era esquimal, por eso no me gradué. Al trabajar en Seattle, siempre esquimal. Aquí, en la T-7, soy el esquimal: yo y los osos polares.

—¿Qué fue de su padre y de su tío?

—En realidad, todo empezó con el padre de ellos: Dmitri Afanasi, mi abuelo. Hombre notable. Nació en una familia ortodoxa rusa y se ordenó sacerdote, pero no tuvo ninguna dificultad para convertirse en misionero presbiteriano. Sin embargo, su esposa atapasca tenía mucha influencia sobre los niños. Ella era ortodoxa rusa y se negó a cambiar. No hubo alboroto ni discusiones públicas: «Déjame como estoy, nada más». Fue así como mi padre y mi tío fueron rusos y esquimales, ortodoxos y presbiterianos, del mundo de los blancos y del mundo esquimal. Y los dos murieron.

—¿Tiene miedo al suicidio?

—No. Miedo, no. Mi hijo se suicidó, como los otros. Mi padre y mi tío fueron asesinados por los horribles cambios que se produjeron en su mundo.

—Parece saltar generaciones; me refiero al impacto. Su abuelo no tuvo problemas. Sus dos hijos, sí. La generación de usted no tuvo problemas. Su hijo, sí.

—Nunca es tan simple, Kendra. Mi hermano, un muchacho estupendo, se suicidó a los diecinueve años.

—¡Oh, cielos, qué carga tan terrible!

Kendra se llevó la mano a los labios. Luego se volvió para abrazar a ese valiosísimo esquimal, que tanto había significado en su vida. Mientras nacían las nuevas catedrales, grandes edificios construidos de movimiento y luz, con diseños celestes, ellos permanecieron sentados en el banco, especulando sobre el oscuro significado del norte.

La historia suele repetirse, pero rara vez describe un círculo completo y cerrado. Sin embargo, eso fue lo que le ocurrió a Malcolm Venn, cuando se le pidió que echara por tierra los esfuerzos hechos por su familia más de medio siglo antes.

Las familias Ross y Venn, de Seattle, figuraban entre las más respetadas de la costa del Pacífico. Eran gente educada, con principios, interesada siempre por el progreso de la sociedad y generosa con las obras de caridad, que sólo exigía una cosa: el monopolio del comercio con Alaska. Una vez asegurado eso y protegido por las leyes dictadas en Washington, los herederos de Ross Raglan eran ciudadanos tan dignos como podía producirlos la nación. Además, tenían sentido del humor. Por eso, cuando el distinguido Venn, alrededor de los setenta y ocho años, recibió ese absurdo encargo de los otros industriales de Seattle, tuvo perfecta conciencia de sus paradójicas implicaciones.

—Si acepto esta misión, caballeros, y hago declaraciones públicas al respecto, seré el hazmerreír de Seattle y también de Alaska.

Ellos reconocieron que sí, pero señalaron:

—Estamos en una situación crítica y nadie está más capacitado que usted para resolverla.

Por lo tanto, contra su voluntad, aceptó poner la cabeza en el tajo.

Acompañado por su encantadora esposa Tammy Ting, la extrovertida belleza chino-tlingit de Juneau, llegó a Sitka por avión y tomó habitaciones con vistas a la majestuosa bahía, donde pasaba varias horas diarias junto a la ventana, con un par de potentes prismáticos pegados a la cara. Era verano y él presenciaba la llegada incesante de los más bellos trasatlánticos del mundo entero. Todas las mañanas, a las seis, dos o tres de esos graciosos hoteles flotantes anclaban en Sitka y un millar de pasajeros entusiastas corrían a tierra, para ver la antigua ciudad rusa y gastar enormes cantidades de dinero. Luego volvían a la embarcación para terminar una de las mejores giras del mundo: un crucero de siete u ocho días por los fiordos y glaciares del sudeste de Alaska. Si uno quería ver turistas felices y contentos, bastaba con ir a Sitka en verano, pues el comentario general era: «No hay viaje mejor ni más barato».

Durante sus dos primeros días en la ciudad, Venn se conformó con citar los nombres de los grandes barcos a medida que llegaban:

—Ése es el Royal Princess, de la gran naviera P O. No recuerdo lo que significan las iniciales. Dicen que, por dentro, el mejor es ese Nieuw Amsterdam, de la compañía holandesa. Pero los Chalmer me dijeron: «Si quieres hacer el crucero por Alaska, toma aquél».

Contra los picos oscuros que rodeaban la bahía se destacaba el Royal Viking, más allá, el francés Rhapsody, más modesto.

Tammy Venn, que iba registrando los nombres de los navíos a medida que su esposo los citaba, dijo:

—Son todos extranjeros. ¿Por qué no hay ningún barco estadounidense aquí?

—Para eso hemos venido —replicó Malcolm—. Todos están ganando montones de dinero. Y ni un céntimo pasa por Seattle.

—¿De dónde vienen?

—De Vancouver. Esos hijos de puta vienen todos de Vancouver.

Como su esposo rara vez usaba palabras indecorosas, Tammy comprendió que estaba enfadado, pero preguntó con dulzura:

—¿Y por qué no haces algo al respecto?

—Eso es lo que me propongo —gruñó él.

Cuando juzgó que tenía una apreciación preliminar de la situación, visitó algunas tiendas comerciales de Sitka, y averiguó que, durante la temporada de verano (ningún crucero osaba adentrarse en el norte durante el invierno) andaban en Sitka unos doscientos dieciséis de esos elegantes barcos; una cifra aún mayor, doscientos ochenta y tres, lo hacían en Juneau, donde había extraordinarias atracciones turísticas como el gran helero detrás de la ciudad y las glorias del estuario del Taku, con sus glaciares más típicos.

Los expertos locales calculaban que, contando los navíos más pequeños, llegaba un promedio de mil pasajeros por barco: «Los mejores nunca traen una cama vacía; la tripulación recoge el dinero con rastrillos». Eso significaba que a Alaska llegaban por año más de doscientos cincuenta mil turistas adinerados, siempre a través de Vancouver y nunca por Seattle. Contando el tiempo que la mayoría pasaba en los hoteles, restaurantes, clubs nocturnos y taxis de Vancouver, la suma de dinero que Seattle perdía llegaba a ser astronómica.

Con intenciones de obtener una cifra justificable, al tercer día Malcolm Venn empezó a visitar los encantadores barcos, todos limpios y lustrados para exhibirse en la antigua capital rusa. Por casualidad, el primero fue el exquisito Sagaflord, joya de los cruceros. Como Ross Raglan había tenido hasta hacía poco su propia línea de barcos, Malcolm fue bien recibido a bordo. Allí descubrió, atónito, que en ese excelente navío el precio de la excursión por Alaska podía ascender hasta los cuatro mil ochocientos noventa dólares, pero ante su exclamación de asombro el capitán le llevó personalmente a un camarote pequeño y bonito, que sólo costaba mil novecientos cincuenta.

—¿Cuál es el promedio? —preguntó.

—Es fácil —respondió el capitán—: Vinimos con pasaje completo; bastará con que multiplique las cifras. —Pero le advirtió que eso no era la regla general—. Le convendría visitar uno de los barcos realmente grandes.

En ese momento entraba a puerto el majestuoso Rotterdam, con más de mil pasajeros y todos los camarotes ocupados, por supuesto, a un precio que promediaba, según los tesoreros, los dos mil ciento noventa y cinco dólares.

De nuevo en su cuarto, Malcolm multiplicó las cifras del Rotterdam por el número calculado de visitantes y obtuvo un resultado próximo a los cuatrocientos millones. Añadiendo el dinero que se gastaban en Vancouver, quedó con un total de quinientos millones. «¡Y hasta el último céntimo de esto debería estar pasando por Seattle!».

En los días siguientes descubrió sobre los cruceros de Alaska cosas que le hicieron silbar de admiración por la inteligencia de los operadores europeos que habían organizado esa mina de oro.

—Tú misma lo has visto, Tammy. Fíjate en ese espléndido barco inglés, el Royal Princess. En realidad, es cinco barcos por separado. La oficialidad, exclusivamente británica, los mejores del mar. El personal de comedor, exclusivamente italiano. El personal de cubierta, paquistaní. Bajo cubierta, todos chinos. Y el equipo de entretenimiento, dieciséis, dieciocho estrellas auténticas, estadounidenses del primero al último.

Tammy asintió para confirmar cada punto. Luego dijo:

—Y en el Nieuw Amsterdam, las mismas divisiones, con variaciones propias. Los oficiales, holandeses. En el comedor, italianos, creo, o franceses. En la cubierta, indonesios. Y bajo cubierta, creo que chinos. Cantantes, bandas y toda esa tontería, estadounidenses.

En cada uno de los barcos grandes ocurría lo mismo: los dirigían oficiales europeos muy bien preparados; italianos y franceses proporcionaban elegantes menús; asiáticos de uno u otro país se encargaban de limpiar y mantener el barco; los chinos mantenían los motores en funcionamiento y los estadounidenses proporcionaban la diversión. Todo un ámbito comercial había sido arrebatado a los estadounidenses y entregado a los expertos europeos, que actuaban como magos. Teniendo todo en cuenta, los glaciares y fiordos, la vida silvestre y las ciudades fronterizas de la costa, el crucero por Alaska era, en realidad, un estupendo negocio.

¿Por qué habían permitido los estadounidenses que esa bonanza se les escapara entre los dedos? En una serie de pequeñas reuniones, a las que Malcolm asistió con Tammy, él abrió la primera sesión:

—Caballeros, nos enfrentamos a una crisis de la navegación en Alaska y en la Costa Oeste. El turismo en Alaska, que calculo en más de quinientos millones de dólares por año, está pasando por Canadá, en especial por Vancouver, cuando debería estar beneficiando a Estados Unidos y a Seattle específicamente. —En ese momento se produjo una leve perturbación. En el fondo de la sala, alguien se estaba riendo sin mucha cortesía. Pero Malcolm continuó—: Ustedes y yo sabemos cuál es la causa de este desastre. —Hizo una pausa dramática y barbotó—: La Ley Jones.

Por un momento reinó el silencio en la sala. Luego el hombre de atrás soltó una carcajada. Muy pronto todos los presentes se hacían eco de esa risa al oír al presidente de Ross Raglan renegar de la Ley Jones, que su empresa había ideado, protegido y prolongado durante muchos años de maniobras políticas y presiones muy crueles e injustas sobre las esperanzas económicas de Alaska.

—¡La ley Jones! —repitió alguien desde un costado. Y la muchedumbre rugió de risa. Venn había predicho en Seattle la recepción que tendría en Alaska, pero sus colegas aducían: «Si usted lo dice, será más efectivo. ¿Qué tiene usted que perder, personalmente o por cuenta de su empresa? Sea amable».

Y él demostró serlo. Levantando las manos, exclamó:

—¡De acuerdo, de acuerdo! Mi abuelo, Malcolm Ross, ideó la ley. Mi padre, Tom Venn, la mantuvo vigente. Y yo mismo, más adelante, ejercí presiones en el Congreso para conservarla. Siempre la he apoyado, pero ha llegado el momento…

En ese punto, Tammy Ting, siempre irreverente, mojó el pañuelo en su vaso de agua helada y se levantó para refrescar la frente a su esposo, entre los aullidos de la muchedumbre. Era el toque necesario. Cuando las bulliciosas carcajadas cedieron, su esposo dijo:

Mea culpa. Si alguien tiene un cuchillo me cortaré las venas. Pero ahora no nos enfrentamos a una teoría, sino a una situación. La ley que tenía sentido en 1920, cuando teníamos barcos estadounidenses con tripulaciones estadounidenses, no tiene ningún sentido en la actualidad, pues ya no hay barcos estadounidenses. Estamos clavados a la Ley Jones y, al parecer, no podemos obligar al Congreso a derogarla o modificarla. ¿Y cuál es el resultado? ¿Saben ustedes que no hay un solo barco estadounidense a flote, bajo la bandera que requiere la Ley Jones para traer pasajeros de Seattle a Alaska? Ninguno. Hemos renunciado a los océanos.

Pidió a otro hombre que lo explicara más ampliamente, pues estaba mejor informado que él de esos problemas.

—El mundo ha cambiado. ¿Alguno de ustedes ha viajado a bordo de ese estupendo buque inglés, el Royal Princess? ¿Dónde demonios suponen ustedes que ha sido construido? Con los problemas sindicales que hay en Inglaterra, por las incesantes huelgas y el sabotaje industrial, allí ya no se pueden construir barcos.

Escocia está peor. El Royal Princess fue construido en Finlandia, porque en el país socialista las empresas respetan rigurosamente los plazos de entrega y la artesanía es tan buena que Gran Bretaña encargará a Finlandia sus tres próximos trasatlánticos.

Dijo que, según el sentido común, Estados Unidos debía hacer derogar la Ley Jones e imitar lo que hacían los ingleses con su moderna flota:

—Ir a todos los mercados del mundo, buscar los mejores astilleros, los mejores marinos, los mejores Oficiales, e invitarles a tripular los mejores barcos, con los precios más bajos, de Seattle a Sitka o a cualquier otra parte adonde quieran navegar.

El público aplaudió.

Durante sus dos últimos días de estancia en Sitka, Venn empleó a una secretaria, que se encargó de transcribir sus notas y ponerlas en condiciones de ser presentadas a sus colegas de Seattle. Los dos párrafos centrales decían:

Someto estas conclusiones como nieto de Malcolm Ross, el hombre que ideó la Ley Jones, y como hijo de Tom Venn, quien la hizo aprobar por el Congreso; yo mismo, por más de sesenta años, he aprovechado las ventajas de esa ley. En el momento de promulgarla era buena. Cumplía un propósito digno y ha creado riqueza para Seattle. Pero ya no es útil. Los principios en los que se basaba ya no tienen aplicación. Hoy en día nuestra ciudad pierde hasta quinientos millones de dólares por año, pues la Ley impide que el tránsito normal utilice nuestro espléndido puerto. Debe ser derogada ahora mismo. Recomiendo que iniciemos un gran esfuerzo para anular la Ley Jones y ofrezco mis servicios como Portavoz. Mi familia la creó. A mi familia le corresponde eliminar esa maldición.

No sería del todo justo, sin embargo, si no informara de que nuestros primos canadienses de Vancouver, al ver el terreno que inadvertidamente les hemos dejado libre, se han lanzado a él con imaginación, cerebro y amplia financiación para ofrecer algunos de los mejores cruceros del mundo. Deberíamos animar a los turistas estadounidenses a disfrutar de esos estupendos buques, aunque no recibamos un céntimo de ellos, pues tal como decía siempre mi padre: «Lo que conviene a Alaska conviene a Seattle». Y estas excursiones por Alaska se cuentan entre las mejores. Nosotros tenemos derecho a recibir nuestra parte, pero para eso debemos anular la Ley que mi familia y yo patrocinamos.

Fue lo que se podría llamar una experiencia típica en la aviación de Alaska. El jueves por la tarde, el gobernador dijo a su asistente, en Juneau:

—Desde Washington envían a un hombre para hablar con Jeb Keeler sobre esa deuda de la Vertiente Norte. Encárguese de que Keeler esté en mi despacho el lunes por la mañana.

La operadora tardó veinte minutos en encontrar a Jeb, pero al fin lo halló en Desolation, enfrascado en una seria conversación con Vladimir Afanasi, a fin de acordar una cacería de morsas en el mar de Chukotsk en cuanto se congelara.

—¿Jeb? Habla Herman. El gran jefe quiere saber si puedes reunirte con él y uno de los federales de Washington. En nuestras oficinas. El lunes a mediodía.

—Ya les he dicho, amigos, que estoy limpio. De veras.

—Eso es lo que les dijo el gobernador, y ellos respondieron que debes de ser el único en toda Alaska. Por eso quieren hacerte algunas preguntas. ¿Puedes venir a tiempo?

—Claro, saldré de aquí el viernes. Tomaré el vuelo de Mark Air a Prudhoe Bay y desde allí a Anchorage. El del lunes a las nueve y cinco de la mañana me llevará hasta Juneau. —La línea quedó en silencio por un momento. Luego—: ¿No me estás ocultando nada? ¿No vienen a ponerme en la picota por algo que nunca he hecho?

—Sé tanto como tú, Jeb. Tal vez nos estén mintiendo, pero creo que todo esto es juego limpio. Sólo tratan de averiguar cómo es posible que la deuda de la Vertiente Norte haya subido tanto en tan poco tiempo.

—Allí estaré.

Ya estaba oscuro cuando Jeb llegó a Anchorage, pero un taxi le llevó rápidamente a su apartamento, donde pasó algún tiempo en las sombras, contemplando ese irritante espacio vacío reservado para su cabra montañesa. Apuntándole con el índice, dijo:

—A partir de mañana, querida, te cazo.

El lunes por la mañana su despertador sonó a las seis. Se levantó de un salto y, después de ducharse y afeitarse, desayunó frugalmente con zumo de naranja, café soluble y tostadas de pan integral. Mientras clasificaba los papeles que podían interesar al investigador de Washington, hizo tres llamadas telefónicas a las personas con las que debía entrevistarse el martes. A cada una le dijo:

—Tengo que viajar a Juneau en el avión de la mañana. Volveré en el vuelo nocturno y nos veremos mañana, como estaba planeado. Aviso sólo por si acaso.

Luego llamó a la agente que se encargaba de reservarle los pasajes:

—Voy por la mañana y vuelvo por la noche. Como siempre, asiento «A» a la ida, «F» a la vuelta.

Ella dijo que los pasajes estarían en el aeropuerto.

Siempre era meticuloso al reservar los asientos para sus viajes, pues aunque el cielo solía estar demasiado nublado o neblinoso entre Anchorage y Juneau, si el día era claro, cosa que ocurría una vez de cada veinte, el paisaje de tierra adentro era espectacular.

—Interesante, no —decía a los extranjeros—. Desquiciante.

Por eso pedía invariablemente el asiento A cuando iba hacia el sur y el F cuando iba hacia el norte. En raras ocasiones lograba contemplar un país de maravillas.

Antes de abandonar su apartamento sacó su equipo de viaje y revisó el contenido: las cosas para afeitarse, pijamas, camisa limpia. En sus años de amarga experiencia había aprendido a no abordar un avión en Alaska sin lo necesario para pasar la noche en alguna cama no prevista.

En el enorme aeropuerto de Anchorage, donde se detenían aviones de muchas naciones diferentes, en sus vuelos entre Asia y Europa (algunos iban casi directamente sobre el Polo Norte a Suecia) le dijeron:

—Despegará a la hora prevista. Hay una leve probabilidad de niebla en Juneau.

No hizo caso del parte metereológico, pues casi siempre había probabilidades de toparse con la niebla en Juneau. Según rumores, cuando no la había disparaban un cañonazo para celebrarlo, y como es lógico, el cañonazo atraía nuevamente la niebla. Incluso con buen tiempo sólo se conseguía una ventaja de quince minutos para aterrizar. Pilotar hasta Juneau no era para pusilánimes. Aquel lunes por la mañana, su asiento A no le sirvió de nada, pues afuera sólo había niebla. Y no era uno de esos tipos de niebla gris, común, sino algo tan sólido que, si la ventanilla hubiera estado abierta, habría podido caminar por ella.

—Caramba —dijo al hombre del asiento B-, con una bruma como ésta no será divertido aterrizar en Juneau.

—No se preocupe —aseveró el hombre—. Con esta sopa ni siquiera lo intentaremos.

—No haga bromas pesadas —protestó Jeb, medio en serio—. Tengo una reunión importante en Juneau. Creo que los federales quieren encarcelarme.

—Esta noche dormirá en Seattle —dijo el hombre.

—¿Usted va a Seattle?

—Al parecer, voy allí dos veces al mes, pero no por deseo propio. Apunto a Juneau, pero fallamos con frecuencia.

El hombre tenía razón: cuando el avión se aproximó a Juneau hizo un valiente esfuerzo por aterrizar, descendiendo más y más entre las montañas, mientras el radar emitía señales que daban localizaciones precisas. Cuando Jeb tenía los puños apretados con tanta fuerza que no se veía sangre bajo la piel, oyó que el piloto aceleraba y el gran Boeing 727 viraba cerradamente hacia la derecha y hacia arriba. En la cabina nadie habló pero cuando el piloto volvió a su punto de partida para intentarlo otra vez, Jeb preguntó a su compañero de asiento:

—¿Está usted tan asustado como yo?

—No, Si la cosa está muy mal, el piloto seguirá volando. Ya verá.

Una vez más, el avión se acercó a muy baja altura hacia el nido de montañas que protegían a Juneau de tormentas y aviones. La niebla se despejó por un momento fugaz, permitiendo que Jeb viera las olas a muy pocos metros bajo las alas y los altos acantilados oscuros, amenazantes en su cercanía.

—¡Cristo! —susurró al vecino—. ¡Estamos caminando sobre el agua!

Una vez más, el piloto rechazó la idea de aterrizar y ascendió girando.

—No creo que vuelva a intentarlo, ¿verdad?

Y el hombre dijo:

—Muchas veces lo consigue en el tercer intento.

Pero esa vez no fue así. El avión se aproximó rozando el agua y esquivando las montañas, pero en el último momento, mientras Jeb hacía lo posible por no desmayarse, el aparato se elevó a buena altura, muy por encima de las montañas, y se dirigió hacia Seattle. A bordo del 727 había cuarenta y nueve pasajeros que tenían compromisos importantes en Juneau, la capital del estado, pero nadie se quejó a la azafata porque no se hubiera hecho un intento más. Nadie quería pasar la noche del lunes en Seattle, pero ninguno estaba dispuesto a probar suerte contra esa niebla.

Muy cerca del aeropuerto de Seattle había un hotel que proporcionaba buenas habitaciones a precios razonables para los pasajeros afectados por una emergencia. Allí fue donde Jeb se puso el pijama y se sentó a mirar un partido de fútbol por televisión. En algún momento se le ocurrió llamar al asistente del gobernador.

—Estaré allí en el vuelo de mañana, al mediodía.

Y el funcionario le aseguró:

—No te has perdido nada, Jeb. El hombre de Washington se queda. Tal como sospechabas, es del FBI, pero no es a ti a quien investiga. Tú eres sólo una fuente de información. Como yo.

El martes por la mañana, Keeler y otros cuarenta y ocho alaskanos se precipitaron al aeropuerto para abordar el vuelo de regreso a Juneau. El avión efectuó los aterrizajes previstos en Ketchikan y Sitka sin inconvenientes, pero en Juneau el tiempo era tan malo que, después de tres acercamientos escalofriantes, pero inútiles, el 727 tuvo que continuar hasta Anchorage; Keeler, desde su precioso asiento F, contemplaba una niebla quizá peor que la del día anterior.

Después de dos días de viaje y de cuatro mil seiscientos kilómetros de vuelo inútil, volvió a su apartamento. Con una llamada telefónica a Juneau se aseguró de que el observatorio pronosticaba buen tiempo para el miércoles.

—Nos gustaría que lo intentaras, Jeb. El que tú sabes dice que tu información podría ser vital.

Por eso el miércoles, temprano por la mañana, Jeb volvió a poner una camisa limpia en su maleta y se fue al aeropuerto. Aunque había un poco de niebla, se estaba despejando tan de prisa que las encantadoras montañas Chugach estaban a la vista.

—Estoy segura de que tendrá un viaje excelente —le dijo la muchacha del mostrador—. De vez en cuando pasa, ¿sabe?

Alaska Airlines era una organización bien dirigida, cuyo personal hacía lo posible por tranquilizar a los pasajeros. Esa mañana, un afable camarero anunció: «Buen tiempo en todo el trayecto hasta Juneau. Un vuelo magnífico. Las azafatas se llaman Burbujas, Ginger y Trixie. Si alguien fuma donde está prohibido, el ingeniero de vuelo le invitará a salir».

Cuando el avión se elevó en el aire, Jeb ahogó una exclamación, pues las grandes cordilleras refulgían con tal majestad que todos quedaron mudos. Esa mañana tuvo la buena suerte de que el asiento B estuviera ocupado por una mujer mayor, profesora de geografía; aunque se inclinaba por delante de él para mirar las montañas por la ventanilla, a Jeb no le molestó, pues ella conocía las montañas por su nombre y podía identificar los vastos glaciares que se alejaban de ellas hacia el mar.

—Ésa es la cadena Chugach. No es muy alta, pero ¡mírelas! Dos mil cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. —Luego aspiró hondo pues debajo de ellos se hallaba la terminal del oleoducto de Valdez, con un helero de enormes dimensiones hacia atrás—. Debe de haber… ¿cuántos glaciares supone usted que hay allí?

—Diez o doce, tal vez.

—¡Por Dios, usted es ciego! Allí hay cerca de veinte.

Al mirar con más atención, Jeb vio que de ese único helero brotaban por lo menos veinte ríos helados, que serpenteaban entre los valles desgastando los lechos rocosos hasta llegar al mar.

—No me había dado cuenta de que podían surgir tantos glaciares de una misma fuente —reconoció.

Ella le explicó que Alaska sólo tenía glaciares en la parte sudeste.

—En el norte no hay suficientes precipitaciones como para que se acumule tanta nieve. Pero aquí está la Corriente del Japón. ¿Sabe lo que es eso? —Él asintió como un escolar aplicado—. Arroja mucha agua a esas montañas. Como está tan alta y hace tanto frío, no puede fundirse. Entonces se acumula en los glaciares que descienden muy lentamente hasta el mar.

Cuando él iba a preguntarle cómo sabía tantas cosas, la mujer observó con suavidad:

—Ésta es una de las zonas que más me gustan. Enseño a mis alumnos a reverenciarla. ¿Ve usted esa encantadora montaña, de casi tres mil trescientos metros de altura? Es el monte Steller. Y ese enorme glaciar, a sus pies, el Bering. ¿Aprecia usted el significado de esos nombres? Steller y Bering.

Como él respondió que no, la mujer le describió brevemente la relación de aquellos dos hombres notables que habían descubierto Alaska para los rusos.

—Uno era alemán; el otro, danés. No se entendían entre sí. Pero allí están, entrelazados para siempre por el hielo.

Antes de que Jeb pudiera hacer ningún comentario, ella le apretó el brazo:

—¡Aquí están! ¡Dios mío, nunca los he visto tan colosales! ¡Oh!

Pero cuando ella iba a explicar su arrebato, el piloto anunció por el intercomunicador:

—Señoras y señores: lo que tenemos a nuestra izquierda se ve muy rara vez. Es el pico San Elías, de cinco mil metros, lo primero que los rusos vieron del continente. Detrás está el monte Loan, de Canadá, que mide casi seis mil metros. En sus laderas hay cuarenta o cincuenta glaciares, incluido el gran Malaspina.

La profesora se sonó la nariz y volvió a reclinarse en su asiento, diciendo con suavidad:

—¿Se imagina? Vitus Bering, en un barco pequeño con vías de agua. Ver eso, preguntarse qué significaba. Y Georg Steller, a su lado, susurrándole: «Tiene que ser un continente. Tiene que ser América».

El piloto volvió al intercomunicador.

—No debemos desperdiciar un día como éste. Como el cielo está tan despejado, vamos a desviarnos un poco hacia el este, para que ustedes puedan ver la cadena Fairweather, muy alta y hermosa. Luego pasaremos a muy poca altura sobre la bahía del Glaciar; ustedes la verán como pocos pueden hacerlo. Después pasaremos sobre los grandes heleros de Juneau, con su veintena de glaciares, y continuaremos hasta aterrizar en Juneau, donde la torre informa que hace buen tiempo y vientos leves del sudeste. Disfruten del paisaje. Gracias.

Los minutos siguientes fueron mágicos. La cadena Fairweather, que pocos viajeros veían jamás, tenía una plétora de cumbres nevadas, muy altas, levantadas a pico sobre el mar que circunda una de las glorias de América del Norte, la serena bahía del Glaciar, en cuyas aguas caían atronando grandes trozos de hielo desprendidos de los glaciares, alertando a los osos que pululaban por sus costas. Era una bahía magnífica, con una veintena de brazos extendiéndose tierra adentro, y tantos glaciares que nadie podía verlos todos, ni siquiera desde un avión.

—Ahora viene quizá lo mejor de todo —dijo la profesora—. ¡Mire!

Mientras el 727 describía un lento giro hacia el este, Jeb vio que el vasto helero de Juneau se adentraba profundamente en Canadá, con la extraordinaria montaña llamada Devils Paw («zarpa del demonio») estirada hacia arriba como para atrapar al avión y arrastrarlo a una gélida muerte. De ese helero surgían una veintena de glaciares, incluidos los que se caían con estrépito en el estuario del Taku, al sur. Fue un telón adecuado para ese drama, que no tenía igual en todo el mundo. Tal como dijo la maestra, ya a punto de aterrizar:

—Con buen tiempo, estos noventa minutos entre Anchorage y Juneau deben de ser los más espectaculares de la Tierra. Dicen que los montes del Himalaya son estupendos, pero ¿tendrán esta mezcla de océano, grandes montañas, salvajes heleros e interminables glaciares? Lo dudo.

—Lástima que yo no la tuve a usted como profesora —se lamentó Jeb.

Ella se volvió para agradecerle el cumplido, pero de pronto chasqueó los dedos:

—¿No he visto su foto en los diarios? ¿Usted no es el muchacho cuya novia se declaró a otro por la radio?

—El mismo.

—Esa muchacha debe de estar loca.

—Eso mismo pensé yo —reconoció Jeb.

En ese tercer intento aterrizaron sin dificultades en Juneau, pero al caer la tarde, cuando Jeb quiso abordar un avión para volver a Anchorage, la niebla causada por la corriente del Japón había vuelto a descender, cerrando todas las operaciones del aeropuerto. Jeb tuvo que recurrir una vez más a los pijamas de su maleta; pasó la noche en el Hotel Baranof, de Juneau, y volvió a su casa a la mañana siguiente, ocupando su precioso asiento con la esperanza de ver nuevamente los glaciares. Naturalmente, las nubes eran impenetrables.

De este modo, su breve reunión de dos horas con el investigador del gobierno le ocupó cuatro días completos: desde el lunes por la mañana hasta el jueves por la tarde. Ningún viaje a Juneau se puede tomar a la ligera.

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