Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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—Un licor, un auténtico matarratas. Destroza a los esquimales. Ha exterminado aldeas enteras. —Healy se dejó caer de nuevo en la silla, alargó la mano hacia un vaso que Jackson no había visto hasta entonces y acabó de vaciarlo. Luego levantó la vista con una sonrisa pícara y dijo—: Traiga su equipaje a bordo. A las cuatro zarpamos rumbo a Kodiak y Siberia. —Éste fue el principio de la colaboración entre aquellos dos hombres singulares.

Healy medía un metro ochenta y cinco, era cinco años más joven y veinte veces más fuerte; Jackson medía exactamente treinta centímetros menos, de modo que su cabeza no alcanzaba la altura de la nuez de Healy. El capitán era católico romano, y sus hermanos y hermanas ocupaban puestos de importancia en esta religión; Jackson era un devoto presbiteriano que despotricaba contra los católicos, como había hecho en su momento John Knox. Healy era un negro de Georgia que según la ley debería haberse convertido en esclavo; Jackson era producto de la agitación religiosa y social que se había extendido por la zona rural del norte del estado de Nueva York (de la misma fuente surgieron Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Joseph Smith, a quien fueron revelados los secretos del mormonismo) y pensaba que los negros, los indios y los esquimales eran seres humanos dignos del amor de Dios, pero no de la equiparación social con los blancos. Healy era aficionado a blasfemar y a emborracharse; Jackson, un hombre estricto que consideraba su deber aleccionar a los infieles y liberarlos de su locura. Había enormes diferencias entre ellos, y no vacilaban en exhibirlas.

Sin embargo, compartían tres opiniones, lo que prevaleció sobre todas las diferencias: los dos pensaban que se podría gobernar Alaska si algún hombre de buena voluntad quisiera intentarlo; estaban dispuestos a ofrecerse para cumplir con este cometido, y ambos querían que se tratara con respeto a los indígenas.

Su amistad se consolidó durante la primera travesía que realizaron juntos, porque cada vez que se encontraban ante una dificultad, parecía que se daban cuenta inmediatamente de las implicaciones morales y, de una manera asombrosa, cada uno aprobaba lo que el otro sugería. El capitán Healy ya no tenía que impartir justicia solo, surcando los mares a bordo de un mugriento barco aduanero, porque ahora el noble Bear llegaba a puerto echando bocanadas de humo, con su digno capitán a bordo, asistido por un presunto doctor en teología. Healy y Jackson formaban una impresionante pareja de titanes que circulaba por una región anteriormente infestada de enanos, y su autoridad quedaba establecida tan pronto como el Bear llegaba a una nueva aldea.

En su primer viaje juntos, pusieron orden en Kodiak y llevaron provisiones a la guarnición rusa de Petropávlovsk; en la costa siberiana, dictaron sentencia sobre diversos asuntos y, finalmente, fueron a parar al cabo Navarin, donde la gente salió a recibirles en canoas tan pronto como se enteraron de que volvía el capitán Healy, pues recordaban los generosos regalos que les había hecho en su último viaje. Healy pidió a Jackson que desembarcara, ya que quería enseñarle los rebaños de renos, que proporcionaban abundante comida a los siberianos; al principio, el misionero no comprendió la importancia de la visita, porque todavía no había visto a los esquimales de Alaska que se morían de hambre, sin comida para el invierno.

—¡Renos! —exclamó Healy—. Podríamos cargarlos en el Bear y, con buen viento, desembarcarlos dos días después en Alaska.

—¿Sería posible?

—Podríamos hacerlo ahora mismo, si tuviéramos autorización y dinero para comprar los excedentes de esta gente.

La perspectiva de salvar vidas en Alaska gracias a la experiencia siberiana entusiasmó a los dos estadounidenses; después de reunir a los pastores de cabo Navarin, Healy intentó convencerles de la posibilidad de comerciar con renos entre las dos orillas del mar de Bering.

—Cuando vuelva usted a Washington, averigüe si podemos conseguir fondos —dijo Healy a Jackson, al ver el interés que mostraron los pastores cuando el capitán les explicó lo que recibirían a cambio de los animales.

—¿Tanta falta hacen los renos?

—Ya lo verá usted mismo.

Después de atravesar el mar de Chulcotsk desembarcaron en una serie de poblaciones (Barrow, Desolation, Point Hope, cabo Gales), en las que Jackson pudo comprobar la devastación provocada por la falta de reservas de alimentos; esto le llevó a tomar una determinación firme:

—Capitán Healy, usted y yo tenemos que hacer dos cosas para salvar a los esquimales: construir una misión, con su propia escuela, y proporcionarles renos.

En el trayecto de regreso, el Bear cambió de rumbo para hacer escala en la isla de San Lorenzo, donde Healy mostró a su amigo misionero la destrucción que habían causado el ron y la melaza del Erebus. Jackson se horrorizó al ver los esqueletos, que continuaban esparcidos por el suelo; por la noche, cuando el tenaz Bear retomó su camino hacia el sur, se fue a hablar con el capitán Healy, que dirigía el barco a través del mar de Bering:

—Capitán, usted mismo descubrió las ruinas de estas aldeas y sabía cuál era la causa; no entiendo cómo puede seguir bebiendo.

—No soy perfecto —dijo Healy—. Y usted tampoco lo es, de lo contrario, no habría tanta gente furiosa… quiero decir, disgustada con usted.

—Borrachos, mineros sin escrúpulos, la gentuza de Sitka… Me alegro de que sean mis enemigos, capitán.

—Me refiero a gente de orden. ¡Bueno, antes de conocerle, oí hablar mucho de usted en Seattle!

—A mí me hizo venir al mundo Dios para que ejecutara Su voluntad, y tengo que hacerlo a mi manera.

—Yo no tengo ni idea de quién me hizo venir al mundo. Estoy aquí para gobernar un barco, y lo hago a mi manera.

De esa forma aquellos dos hombres imperfectos, cada uno de los cuales tuvo enemigos mientras ejerció su trabajo en Alaska, continuaron navegando hacia el sur, imaginando las cosas que esperaban conseguir: convertir a los esquimales, imponer orden en el mar, llevar a Alaska renos siberianos, educar, educar y educar…

Los dos estaban de acuerdo en cuanto a este último ideal, como demostraron los trágicos sucesos ocurridos durante el segundo viaje que realizaron juntos.

—Usted no me habló del Erebus hasta llegar a San Lorenzo, capitán, pero le carcome el alma, ¿no es cierto? —preguntó Jackson, una fría noche de octubre, pocos días después de zarpar.

—Así es.

—¿Le importaría explicarme por qué?

Healy, con una sarta de blasfemias, relató la interminable lucha librada contra aquel barco traidor y la crueldad con que desobedecía las leyes que debían proteger, además de a los esquimales, a las morsas y las focas:

—En primavera ronda por esta zona, contraviniendo las leyes de todos los países, y espera a que las pobres focas preñadas pasen nadando cuando se dirigen a criar al norte; entonces les dispara con rifles, las mata y les arranca las crías para vender en China las pieles, que son muy suaves.

—Habría que acabar con él —aseguró Jackson.

—Con este barco sí que podría acabar con él —respondió Healy. Y se encerró en su camarote, donde se emborrachó.

Los últimos días del viaje, Jackson pasó mucho tiempo en cubierta, con su pequeño cuerpo envuelto en prendas de piel de foca compradas en Siberia. Si los marineros le preguntaban qué estaba haciendo, contestaba con evasivas, porque se había empeñado en algo insensato: quería divisar el Erebus, un barco que ya odiaba, aunque no lo había visto nunca. Un atardecer distinguió una embarcación de color negro, o que así lo parecía, bastante lejos, al oeste de su barco, y se apresuró a informar al capitán Healy.

—¡Es ese hijo de puta! —exclamó Healy—. Mire: con el catalejo se ve su pelo blanco.

Emil Schransky, al mando de su barco criminal, había visto al Bear mucho antes de que le vieran a él. Había oído decir que Healy tenía un nuevo patrullero, pero no daba crédito a las historias que la gente contaba sobre la embarcación, y además despreciaba a su comandante:

—No podrá vencerme ningún maldito negro.

Sin embargo, cuando acababa de desplegar las grandes velas negras para jugar al gato y al ratón, como había hecho en el pasado con las lentas embarcaciones que Healy había usado hasta entonces, cayó en la cuenta de que esta vez se enfrentaba a un barco muy diferente. Vio la chimenea, que despedía una negra nube de humo, las enormes velas cuadradas, abiertas para recoger el viento, y, lo que más miedo le dio, la impresionante proa, reforzada con madera de roble y de carpe.

—¡Listos para escapar! —gritó, demasiado tarde.

Mientras los marineros desplegaban como podían el último grupo de velas, vieron con consternación que el Bear les había burlado, pues había cambiado de rumbo rápidamente y avanzaba directamente hacia ellos.

—¡Va a tratar de embestirnos! —gritó Schransky, sin ocultar su temor.

Tenía razón, porque Mike Healy, el capitán negro al que tanto despreciaba, se disponía a golpear con la peligrosa proa de su barco justo en el centro del Erebus.

—¡Todo a babor! —chilló Schransky al timonel.

El hombre trató de maniobrar de manera que el barco oscuro tomara un rumbo paralelo al del Bear y éste pasara junto a él sin causar daños, como en los duelos que habían mantenido otras veces. En esta ocasión, sin embargo, Healy pudo poner en práctica sus viejos trucos con un barco nuevo y potente; de pie en el centro del barco, con el loro chillando sobre el hombro, dio unas pocas órdenes al timonel, que viró bruscamente el guardacostas y lo hizo chocar con gran estruendo contra el Erebus. La proa del Bear, impulsada por el motor, hizo astillas la cuaderna de su siniestro enemigo y quedó encajada en sus entrañas.

—¡Artilleros, listos para barrer las cubiertas! ¡Marineros, al abordaje! —ordenó serenamente, tal como había ensayado, Mike Healy, el perdedor de tantas batallas anteriores.

Schransky, atónito, anulado por un barco mejor y gobernado por un capitán más astuto, tuvo que rendirse y contemplar en silencio cómo invadían su buque los victoriosos hombres de Healy.

Cuando el Bear abordó el Erebus, Healy saludó al capitán, tal como era acostumbrado; después sonrió fríamente a Schransky mientras le apuntaba con el revólver, y envió a sus marineros al interior del barco capturado. Todas sus humillaciones anteriores quedaban sobradamente vengadas, y ambos capitanes lo sabían.

Los oficiales de Healy encontraron los barriles de ron y melaza; unos marineros encontraron las bodegas llenas de pieles de foca.

—¡Échenlo todo por la borda! —ordenó Healy.

La tripulación de Schransky contempló en malhumorado silencio cómo abrían los toneles y arrojaban el contenido por los imbornales. En cuanto a las pieles de foca capturadas ilegalmente, que valían una fortuna en Cantón, fueron a parar al fondo del mar de Bering.

Sheldon Jackson no se atrevió a dejar el Bear y subir al Erebus hasta ese momento; cuando el capitán Schransky vio al misionero, vestido con su ridículo uniforme de pieles de foca, vociferó:

—¿Quién diablos es éste?

—El hombre que nos ha traído hasta aquí —respondió Healy—, y el primero que les ha visto.

—Pues arrójelo también por la borda —refunfuñó Schransky.

—Mire mi barco, Schransky. —Healy pronunció su ultimátum—. Observe el motor, y la proa que ha abierto un boquete en su embarcación. Empieza una época nueva en Alaska, Schransky. Si le vuelvo a ver por el mar de Bering, le atraparé, le embestiré y le enviaré al fondo del océano, con toda la tripulación.

Mientras se hacía de noche, Healy se quedó de pie, dando órdenes para apartar el Bear del agujero abierto en el Erebus, era cinco centímetros más bajo que el alemán y mucho más moreno, pero hablaba con la autoridad que había alcanzado después de muchos años y muchas derrotas: por fin mandaba él en el mar de Bering, y estaba decidido a que siguiera siendo así. Cuando regresó a su barco, Jackson permaneció en el Erebus, ya que el pequeño Misionero quería endilgar unos cuantos sermones al corpulento y rubio capitán, especialmente sobre las aldeas arrasadas en la isla de San Lorenzo; iba a iniciar su amonestación, pero cuando miró aquella cabezota gigantesca, mucho más alta y dura que la suya, pensó que sería mejor callarse Y, sin decir palabra, atravesó con cuidado la cuaderna destrozada y volvió a su camarote.

La consecuencia del segundo viaje que Jackson realizó con Healy fue que las misiones dejaron de estar instaladas en chozas de barro y se convirtieron en iglesias y escuelas de verdad. El robusto Bear zarpó del estrecho de Sitka lanzando chispas por la chimenea, con la cubierta llena de tablones, Puertas y vigas hasta en el último rincón; además, le seguía una vieja goleta cargada con más material.

Aquel año, el Bear no se detuvo en puertos cómodos, como Kodiak o Dutch Harbor, sino que continuó avanzando por el mar de Bering, entre fuertes tormentas, hasta hacer una primera escala en el cabo Príncipe de Gales, donde un par de misioneros congregacionalistas llevaban dos años intentando sobrevivir en una choza semienterrada. El cuatro de julio, Día de la Independencia, el Bear echó el ancla y los sorprendidos jóvenes vieron bajar del barco tres botes cargados con maderos. Cuando los marineros desembarcaron y descargaron el material, no se limitaron a dejarlo en la playa para que lo tomaran los misioneros, sino que fueron con ellos y esa misma tarde comenzaron a construir una iglesia y una escuela.

Al atardecer, como si viniera a celebrar la festividad, llegó la goleta con la mayor parte de las tablas; a la mañana siguiente, el capitán Healy en persona se unió a los trabajadores, mientras el doctor Jackson corría de aquí para allá y ayudaba a excavar los cimientos de las paredes. Toda la tripulación del Bear, excepto el cocinero, participó en la construcción de la iglesia y, al cabo de ocho días, entregaron a los atónitos misioneros un centro desde el que podían comenzar a evangelizar la región.

El Bear se dirigió a Point Hope, una de las aldeas más aisladas del mundo, y los marineros que desembarcaron para construir la misión conocieron a los mosquitos de Alaska; los había de tres tipos, cada uno más salvaje que el otro, y cada variedad vivía durante tres semanas, a finales de primavera y principios de verano. Llegaban una detrás de otra, como si dijeran: «Enviaremos a los pequeños para poner nerviosa a la gente, después, a los medianos, y tres semanas después, a los más grandes». Eran unos enemigos despiadados, que se colaban entre las aberturas de la ropa y clavaban profundamente el aguijón, hasta volver prácticamente locas a algunas de sus víctimas.

—¿Qué se hace cuando atacan estos bichos? —preguntó un marinero al misionero solitario.

—Dar gracias por que sólo duren nueve semanas —respondió.

—¡Quiero volver al cabo Gales, a la civilización! —sollozó el marinero.

El segundo día que llevaban anclados allí, Healy y Jackson se reunieron con los que trabajaban en tierra, y, a pesar de los mosquitos, muy pronto construyeron otra robusta iglesia; pero la madera más resistente la guardaron para la siguiente escala, en la lejana Barrow, allí donde se termina el mundo, donde el océano Ártico permanece nueve meses al año cubierto de hielo, donde el sol se queda tres meses completamente oculto y apenas se asoma en cinco meses. Los marineros conocieron en ese lugar a un misionero que se esforzaba por poner en práctica la idea de Jackson sobre el avance de la civilización, que consistía en llevar los Evangelios hasta los rincones más remotos del mundo.

Gracias a la convincente intervención del capitán Healy, se les permitió utilizar provisionalmente como escuela y misión parte de un edificio del gobierno, hasta que los marineros levantaron una construcción normal, aunque con la solidez necesaria para soportar el rigor del clima de Barrow.

Aquel año, ninguna casa asomaba más de un metro por encima de la superficie. Healy y su tripulación trabajaron con especial cuidado para que el edificio de la misión presbiteriana pudiera resistir durante décadas la atmósfera del Ártico. Al cabo de once días dejaron en manos del joven misionero una obra maestra de la arquitectura rural, una iglesia que iluminaría la aldea cuando llegaran en junio los barcos balleneros, a los que atraparía el hielo si en octubre seguían allí.

Poco después de salir de Barrow, tras disparar una salva para despedirse de la nueva iglesia, que sobresalía entre las chozas de la aldea como si fuera un hermoso volcán, el Bear viró en dirección a la costa y ancló frente al ventoso Pueblecito de Desolation, cuyos habitantes se apiñaron en la playa para saludar al capitán que tanto había hecho por la seguridad y la prosperidad de su población. Healy les saludó a todos con la mano, pero al no ver a cierto individuo preguntó:

—¿Dónde está Dmitri?

—Ahora es el padre Dmitri —contestó un aldeano—. Ahí viene.

Dmitri, al considerar la posibilidad de que, a causa de su terquedad, la aldea se quedara sin aquellos bonitos edificios que tanta falta hacían, se Sintió muy afligido y quiso consultarlo con su madre. Se sorprendió cuando la mujer sacó, de entre las cosas de valor que guardaba envueltas en una tela, detrás de una de las tablas de la choza excavada, la medalla que el capitán Healy había regalado a su hijo varios años antes:

—Te la dio porque te comportaste como un valiente. Tienes que seguir siendo valiente, sin dejar que ese pequeñajo te obligue a renunciar a la religión de tu padre.

Ante su insistencia, Dmitri esperó a que el reverendo Jackson estuviera ocupado con los planos de la escuela, pues pensaba construirla, a pesar de sus amenazas, convencido de que Dmitri acabaría por apreciar las enormes ventajas de convertirse en presbiteriano, tanto para sí mismo como para la aldea. Tras asegurarse de que Jackson no le veía, Dmitri subió al pequeño umiak en el que navegaba el día que llegó el Bear, y no tardó en llegar al barco. Pidió permiso para hablar con el capitán, y le hicieron pasar al camarote de Healy; se sorprendió mucho al ver el loro, así como al comprobar que el capitán estaba casi borracho. Pero Healy, que era un buen católico, al enterarse de lo que pretendía su buen amigo el misionero (que un devoto ortodoxo ruso se convirtiera al presbiterianismo), recobró de inmediato la sobriedad, subió al umiak de Dmitri y ordenó al joven sacerdote, o postulante, que le llevara a tierra. Una vez allí, corrió al sitio donde se estaba construyendo la escuela y asió a Jackson por las pieles de foca que le envolvían el cuello.

—¿Qué demonios pretende que haga el chico, Sheldon? —quiso saber.

Jackson intentó explicarse confusamente; la señora Afanasi, que llegó a toda prisa, le acusó de secuestro, y Dmitri, que no esperaba semejante incidente, se sintió avergonzado por la situación.

Durante dos días se prolongó la agotadora discusión entre Jackson y Healy: el misionero argumentaba que, ya que había traído él la madera para las construcciones, tenía derecho a decidir el tipo de edificio que albergarían. El capitán contestaba, con igual convicción, que, puesto que el material había llegado en el barco que estaba a su cargo, le correspondía a él el privilegio de decidir cómo se utilizaría. Por desgracia, no conocía muy bien el funcionamiento del sacerdocio en la religión ortodoxa rusa, y se quedó perplejo, el segundo día, al enterarse de que Dmitri pensaba casarse con una muchacha esquimal que era pagana, por no decir algo peor. Sus hermanos, que ocupaban altos cargos en lo que él consideraba la verdadera iglesia católica, no pensaban en casarse; tampoco sus hermanas, que eran monjas. Se dijo que una religión que permitiera casarse a los sacerdotes tenía que estar completamente equivocada.

De todos modos, pensaba que su obligación era defender todas las confesiones católicas, cosa que hizo con gran vehemencia; pero hasta entonces nunca había discutido sobre religión con un fenómeno de la moral como Sheldon Jackson, de modo que, cuando se terminaron de construir la iglesia y la escuela, fueron consagradas como edificios presbiterianos. El Padre Dmitri se embarcó en el Bear, se fue a Seattle, y allí se convirtió, con la ayuda de los presbiterianos de la zona, en el padre Afanasi, el primer esquimal inupiat que ostentó el augusto título de reverendo.

En el trayecto hacia el sur, el capitán Healy discutió con el joven y defendió, con gran poder de convicción, que el catolicismo era la única religión universal, de manera que Dmitri estuvo a punto de dejar el Bear en Kodiak, volver a Desolation en cualquier otro barco y utilizar las nuevas construcciones como edificios católicos. Pero cuando salió a relucir el asunto de la boda, Healy, que por entonces estaba bastante borracho, se negó a comprender lo que ocurría. Jackson, que ya se lo había imaginado, intervino en aquel momento, se hizo cargo de la situación, separó a Dmitri del capitán y le hizo quedarse en el Bear, que le llevó hasta Seattle, en busca de la ayuda de los buenos presbiterianos de la ciudad.

De este modo, Desolation se convirtió en el origen de la difusión del presbiterianismo en el norte.

Durante una de las travesías posteriores de Sheldon Jackson, cuando el Bear llevaba más de seis meses en el mar, el misionero observó que dos de los oficiales jóvenes se mostraban molestos por verse obligados a trabajar tanto tiempo sin regresar al puerto de origen, bajo las órdenes de un capitán negro, además. Cuando acabaron de construir la escuela del cabo Príncipe de Gales, oyó que uno de los jóvenes se quejaba:

—No sé si te habrás dado cuenta, pero el reverendo Jackson, que debería distribuir dinero y materiales con imparcialidad, favorece siempre a las escuelas dirigidas por presbiterianos. Deja bien poco para los baptistas o metodistas; aunque es normal, porque él es un presbiteriano muy exaltado.

—Me gustaría ver cómo lleva las cuentas ese Jackson —dijo el otro oficial, cuando el Bear llegó a Desolation—. Al pastor de este pueblo le ha dado el triple de dinero. Cuando le he preguntado por qué, me ha contestado: «Esta iglesia es mía», pero no ha explicado qué quería decir con eso, y yo no se lo he preguntado.

Los oficiales expresaron abiertamente su enojo contra el capitán Healy al ver que el Bear emprendía un largo desvío hasta el cabo Navarin, con la ridícula idea de recoger renos siberianos y llevarlos a Alaska, para servir de comida a los esquimales que estaban pasando hambre.

—¿Por qué lo hacemos? —preguntó uno de los hombres.

—Para que esa buena gente no muera de inanición —respondió el capitán.

—Si Dios hubiera querido que los esquimales de Alaska se alimentaran de renos, habría puesto algunos en nuestra orilla del Bering —argumentó el otro.

—El doctor Jackson diría que estamos haciendo la tarea que se le olvidó a Dios —replicó Healy, sin rencor.

Pero los jóvenes tenían razones para quejarse: cuando el Bear regresó a las aldeas nativas donde había repartido tan generosamente regalos en agradecimiento por el rescate de los marineros estadounidenses, los mismos Pastores que habían prometido vender renos para ayudar a los esquimales de Alaska se mostraron muy celosos de sus animales y no quisieron desprenderse de uno solo. Ante el creciente malestar de sus oficiales, Healy recorrió mil quinientos kilómetros a lo largo de la costa de Siberia, rogando en vano a los tercos asiáticos que le vendieran renos; además, los jóvenes comprobaron que Jackson tampoco conseguía comprar animales. Al término de la inútil expedición, uno de los oficiales escribió a su padre:

Este viaje ha supuesto un vergonzoso derroche de tiempo y dinero para nuestro país. Comienzo a sospechar que Jackson y Healy planean vender los renos, si llegan a conseguir alguno, en beneficio propio. El gobierno de los Estados Unidos debería investigar este escándalo.

A pesar de sus ardorosos esfuerzos humanitarios, los dos hombres no lograron comprar ningún reno en el cabo Navarin; aunque algo más al norte, en el cabo Dezhnev, donde la costa siberiana se desvía bruscamente hacia el este y se acerca a América del Norte, encontraron una aldea en la que se les permitió comprar diecinueve animales del valioso rebaño. El mismo oficial escribió:

Tras insistir con un fervor indigno de los representantes de una importante democracia, por fin han adquirido diecinueve animales, aunque a un precio insensato por cabeza. Todo este asunto huele mal.

Durante la agitada travesía del mar de Chukotsk murieron tres de los renos, pero los dieciséis supervivientes se convirtieron en el origen del ganado de las Aleutianas, y los años posteriores llegaron nuevos ejemplares.

El capitán Healy se vio pronto sometido a un consejo de guerra; fue en parte por su culpa, porque, una vez entregados los renos, tendría que haber vuelto a San Francisco, el puerto de origen, y dar licencia para desembarcar a la tripulación, harta de navegar. Pero estaba tan enamorado del mar de Bering que decidió efectuar un último y rápido recorrido de exploración por el norte (Jackson llegaría a hacer, en total, treinta y dos viajes a la tierra de los Chukotskis), y durante la travesía divisó el Adam Foster, un ballenero estadounidense, dedicado a la cacería pelágica de focas. Avanzó a toda vela y a todo vapor hasta colocarse junto al infractor y ordenó a sus hombres que lo abordaran; treinta de ellos le obedecieron, mientras él y Jackson les imitaban, saltando con destreza al barco capturado.

Sin embargo, los balleneros, que podían ganar mucho dinero si lograban llevar su cargamento ilegal a Hawai o a China, opusieron una sorprendente resistencia, y Healy recibió una herida en el hombro izquierdo y una sangrienta cuchillada en la mejilla. Consideró esa actitud una declaración de guerra y, muy enojado, acució a sus hombres para que sometieran a los agresores; cuando lo consiguieron, se calmó y ordenó que se tomaran represalias:

—Echad todo el ron y la melaza por los imbornales. Y las pieles, al Bering. En cuanto a los seis cabecillas y a los tres que me atacaron, ¡los vamos a guindar!

Jackson no conocía el significado de esta horrenda palabra, pero los jóvenes oficiales sí; en cuanto Healy la pronunció, uno de ellos se acercó al misionero y murmuró:

—¡No deberíamos hacerlo! ¡Son estadounidenses!

Protestó porque creía, equivocadamente, que, en caso de conflicto, el sacerdote le apoyaría contra el capitán Healy, el cual había demostrado un grosero comportamiento de borracho. Sin embargo, descubrió que esta suposición era errónea: Jackson no estaba con él, sino con Healy.

Ante el horror de los oficiales, se procedió a guindar a los nueve marineros; es decir, se les pusieron las manos esposadas a la espalda y luego se hizo pasar una soga por las esposas y por encima de una verga. Después, los tripulantes del Bear tiraron de los extremos libres de las sogas y subieron bastante arriba a los granujas, de manera que apenas podían alcanzar la cubierta con la punta de los pies; permanecieron colgados siete minutos, sufriendo un intenso dolor, hasta que les dejaron caer sobre cubierta, cuando ya algunos de ellos habían perdido el conocimiento.

—No podéis alzaros en armas contra un barco oficial de los Estados Unidos —les dijo Healy, de pie junto a ellos.

—¡Pero si no se habían alzado en armas! —susurró a Jackson uno de los oficiales.

Sin embargo, el misionero, que opinaba que el crimen tenía que perseguirse, defendió a Healy:

—Estos hombres a los que se ha aplicado el castigo estaban vendiendo ron y matando focas preñadas.

De nuevo a bordo del Bear, ocurrieron dos sucesos de importancia: Mike Healy se emborrachó para calmar la inquietud producida por el dolor de las heridas y por la excitación de haber abordado un barco en alta mar, y uno de los oficiales inició con Sheldon Jackson una acalorada discusión sobre los acontecimientos de la tarde.

—Ningún capitán tiene derecho a abordar otro barco de una forma tan violenta y guindar a nueve de los marineros.

—El capitán Healy ha recibido precisamente estas órdenes. Tiene que acabar con la caza ilegal de focas y sancionar a hombres y barcos que vendan alcohol a los nativos.

—Sin embargo, no puede guindar a los hombres, colgándolos por las muñecas atadas a la espalda. ¡Es algo inhumano, reverendo Jackson!

—Es la ley del mar. Siempre lo ha sido. Es eso o la horca. Ya puede alegrarse de que no les haya hecho pasar bajo la quilla.

El oficial, horrorizado de que un sacerdote defendiera semejante conducta, se sintió tentado a decir algo que, de ser un joven más sensible, habría lamentado más adelante:

—No parece usted muy buen cristiano, si defiende a un hombre como Healy.

Jackson se levantó del borde de la litera, donde estaba sentado, se irguió en toda su estatura, miró al joven a los ojos y dijo:

—Michael Healy en el mar de Bering me hace pensar en San Pedro en aguas de Galilea. Estoy seguro de que Pedro, el pescador, era un hombre duro, pero Cristo le escogió entre sus apóstoles para fundar la primera iglesia. La iglesia de Alaska depende de las buenas obras del capitán Healy.

—¿Cómo puede decir eso de un hombre que blasfema y se emborracha a cada rato? —exclamó el oficial, al oír la odiosa comparación.

—Me atrevería a decir que Pedro también usaba un vocabulario grosero a bordo de su barco —contestó Jackson, a modo de respuesta; pero el joven salió rabiando del camarote.

Aquella noche, cuando Healy estaba algo recuperado de la borrachera, Jackson fue a verle, dejó que el loro se le posara en el hombro izquierdo y comentó:

—Michael, me temo que entre tú y yo hemos convertido a tus jóvenes oficiales en enemigos. No comprenden que no te comportes como los capitanes de las novelas, y en cuanto a mí, creen que debería ser como los sacerdotes de su pueblo.

—Son jóvenes, Sheldon. Nunca han tenido que capitanear un barco. Nunca han perseguido al Erebus de un lado a otro del mar de Bering.

—Piensan que tendría que criticarte porque dices blasfemias y bebes.

—Yo opino lo mismo. Por otra parte, creo que no tuviste en cuenta que eras un ministro del Señor cuando obligaste al joven padre Dmitri a convertirse en presbiteriano para no perder la iglesia que construimos. —Healy chasqueó los dedos, para interrumpir sus lúgubres pensamientos—: Quieren que seamos dioses, pero no somos más que hombres.

En el frío de la noche, los dos pecadores conversaron largamente, preguntándose de vez en cuando qué estarían planeando los jóvenes oficiales.

Pronto lo averiguaron, pues cuando el Bear regresó a Kodiak con tres prisioneros capturados en las Pribilof, los oficiales enviaron un telegrama al Cuerpo de Guardacostas, con sede en San Francisco, presentando graves cargos contra su comandante:

Michael Healy, capitán del guardacostas Bear, se ha emborrachado repetidas veces en horas de servicio, en detrimento de sus obligaciones; ha utilizado con frecuencia un lenguaje vulgar y ofensivo contra sus oficiales y tripulantes, y ha tratado con extremada crueldad a nueve marineros estadounidenses del ballenero Adam Foster. En calidad de oficiales bajo sus órdenes, solicitamos que sea sometido a un consejo de guerra.

En el momento que el Bear regresaba a su destino en la costa de Siberia, el Adam Fóster ya había llegado al puerto de San Francisco y había ofrecido a los periodistas de la ciudad un espantoso relato de su encuentro con el guardacostas y del injustificado castigo de nueve marineros estadounidenses ordenado por el capitán Healy.

Sin embargo, cuando los periódicos de California airearon el escándalo, en la guerrilla contra Mike Healy participó una potencia mucho más temible que el capitán del Adam Fóster. La señora Danforth Weigle, presidenta de la Unión de Mujeres para la Temperancia Cristiana, llevaba algún tiempo en busca del caso irrebatible de algún capitán de barco que hubiera maltratado a su tripulación bajo la influencia del licor; al leer las historias sensacionalistas sobre la conducta de Mike Healy, ella y toda la asociación presentaron una denuncia formal, exigiendo que se le enviara al puerto de origen y allí se le sometiera a un consejo de guerra y se le expulsara del cuerpo. De este modo, todos los envidiosos convencidos de que el marinero negro se estaba encumbrando demasiado se unieron para pedir que se le procesara y despidiera.

Cediendo al clamor popular y, especialmente, a las presiones de la Unión de Mujeres, los superiores de Healy no tuvieron más alternativa que enviarle un telegrama a Kodiak indicándole que regresara inmediatamente a San Francisco, a fin de defenderse ante un consejo de guerra de los cargos de embriaguez, conducta grosera e indebida con los subordinados y, en el caso de nueve marineros estadounidenses, empleo de un castigo cruel ya en desuso en la armada de los países civilizados.

Healy, que había zarpado de Kodiak mucho antes de que llegara el telegrama, pasó el verano en las regiones más remotas de los mares árticos. Al terminar la temporada, mientras navegaba hacia el sur, se enteró de las acusaciones presentadas contra él y se lo comentó al reverendo Jackson:

—Quieren liquidarme, Sheldon. Ese capitán del Adam Fóster, ¡mira que denunciarme! Hice mal en no colgarle de un penol de su barco.

Pero fue Jackson quien advirtió el verdadero peligro del consejo de guerra:

—Las mujeres, Michael. Serán tus peores enemigas. Siempre he pensado que las decisiones definitivas dependen de las mujeres.

—¿Puedo contar con tu apoyo?

—Hasta el fin, pero estoy preocupado.

—¿Vendrás a San Francisco para declarar en mi favor?

—Eres el mejor capitán que haya navegado nunca por el mar de Bering, sea ruso o estadounidense.

—James Cook anduvo por aquí, ¿sabes?

—Yo no he mencionado a los ingleses.

De este modo, se decidió que Healy y Jackson se enfrentarían juntos a los numerosos enemigos aliados contra el capitán; pero Jackson no llegó a cumplir su promesa de testimoniar, pues cuando el Bear llegó al puerto de Sitka, el valiente sacerdote, al desembarcar, tuvo que enfrentarse también a una especie de consejo de guerra, porque Washington había enviado a un inspector especial con poderes plenipotenciarios, encargado de investigar las numerosas acusaciones presentadas en su contra por ejercicio irregular de sus funciones. Aunque esta vez no le encarcelaron, era evidente que no podría ir a San Francisco para declarar en defensa de su amigo, porque tenía que ocuparse de salvar su propio pellejo.

El consejo de guerra contra Michael Healy constituyó un acto triste y solemne. Cinco altos oficiales de las fuerzas armadas estadounidenses tenían que juzgar a un héroe popular caído en desgracia, y los mismos periódicos que le habían ensalzado exageradamente como el salvador del norte, parecían complacerse ahora en denigrarle y le trataban de cruel tirano, de granuja malhablado y de borracho. De todos modos, la actitud de los periódicos era comprensible, ya que los primeros días del juicio se presentaron impresionantes pruebas en contra de Healy. Los jóvenes y formales marineros del Adam Foster testificaron uno tras otro que ellos no habían hecho nada malo:

—Simplemente tratábamos de defender el barco, como hubieran hecho también ustedes, caballeros; pero él nos abordó, nos hizo objeto de maltratos y nos guindó.

Explicaron con detalles estremecedores qué significaba «guindar», y un marino enseñó al tribunal las cicatrices que le había causado aquel tormento de siete minutos, durante el cual las esposas le habían producido cortes en las muñecas. Las señales eran muy visibles.

Quien terminó de hundir a Healy fue la señora Danforth Weigle, de la Unión de Mujeres, que se imaginaba el juicio, desde hacía tiempo, como un triunfo de la lucha emprendida por su organización contra la presencia de alcohol en los barcos de los Estados Unidos. Era una mujer elegante, sin ningún aspecto de vieja agitadora, que hablaba en voz baja y afectada; como testigo tuvo un gran efecto, porque su testimonio fue breve y conciso:

—Hace demasiado tiempo que los marineros estadounidenses son víctimas de crueles borrachos que, en cuanto sus hombres están lejos del puerto y de la protección legal, les tratan como tiranos. El del capitán Michael Healy es el caso más violento que ha caído bajo nuestra atención; exigimos que se le encarcele por sus crímenes y que cese como funcionario de los Estados Unidos.

Solicitó que se permitiera comparecer como testigos a algunas mujeres pertenecientes a la Unión que se habían especializado en los aspectos legales del problema, y esas señoras completaron la demoledora acusación contra el oficial negro. Al final del proceso, casi todos los presentes en la atestada sala de tribunales creían que Healy estaba condenado; además, los artículos de los periódicos parecían necrológicas, pues lamentaban el triste final de una carrera que había tenido sus momentos de grandeza, como cuando el Bear, en sus diversas misiones de rescate, había salvado a muchos marineros cuyos barcos habían quedado atrapados por el hielo.

Pero las tradiciones navales tienen un profundo arraigo: durante una pausa del juicio, acudió a presentar testimonio en favor de Mike Healy una serie de marineros a los que el capitán había rescatado después de que naufragaran. Algunos suboficiales que habían prestado servicio a sus órdenes no dudaron en declarar que su indómita fuerza de voluntad había salvado el Bear cuando parecía que el hielo iba a aplastarlo. Un representante del gobierno imperial ruso explicó al tribunal que, cuando estaba destinado en Petropávlovsk, sus oficiales consideraban a Mike Healy y al Bear como su brazo derecho en el litoral siberiano. Hubo también un momento muy dramático, cuando subió al estrado el superviviente de un naufragio ocurrido en Point Hope:

—Nuestro barco se hundió cuando de repente, en octubre, empezó a formarse el hielo. Nueve hombres conseguimos llegar a tierra. Los demás Se ahogaron.

—¿Tenían ustedes algunas provisiones del barco?

—Algunas, sí.

—¿Cuánto tiempo permanecieron varados?

—Hasta junio del año siguiente.

—¿Y cómo lograron sobrevivir?

—Construimos cobertizos para protegernos del viento. Con madera flotante.

—Me refiero a la comida. ¿Qué comían?

—Matamos dos caribúes y los racionamos estrictamente. Nos comíamos la grasa, todo. —Hizo una pausa, apartó la vista de los jueces y buscó la mirada de Mike Healy, su salvador—: Y entonces llegó el Bear.

—Continúe usted. ¿Qué pasó entonces?

En voz muy baja, que no se oyó en la parte de atrás de la sala, el hombre explicó:

—A primera vista se dio cuenta de que en abril y mayo, cuando no había caribúes ni provisiones, nos habíamos visto obligados a comer los cadáveres de los que iban muriendo.

Las últimas palabras se perdieron en un susurro; el tribunal pidió al marinero que repitiera lo que había dicho, pero un hombre del público, sentado en primera fila, dijo:

—Eran caníbales.

En la sala se armó una gran confusión. Una vez recuperado el orden, el marinero continuó:

—El capitán Healy sabía lo que habíamos hecho, es decir, lo que nos habíamos visto obligados a hacer y nos tomó bajo su protección, como si fuéramos hijos suyos. Sin sermones, sin reproches. Recuerdo exactamente lo que dijo: «Todos pertenecemos al mar. Tenemos que recorrer un camino pavoroso».

El marinero bajó del estrado en medio del silencio, y en aquel momento estuvo claro que los cinco jueces ya no estaban tan seguros como el día anterior de la culpabilidad de Healy; aun así, hubiera sido declarado culpable de algunos cargos, cuando menos, a no ser porque se formó un alboroto en el fondo de la sala.

—¡No se puede entrar! —gritó el alguacil.

—¡Pues vamos a entrar! —respondió una voz ronca.

Se coló en la ceremonia un marino de un metro noventa, con la cabezota cubierta de pelo y barba blancos, seguido por dos oficiales jóvenes y un marinero.

—¿Quiénes son ustedes, que se atreven a irrumpir así? —interpeló el presidente del tribunal.

—El capitán Emil Schransky —contestó el intruso—, del Erebus, procedente de New Bedford —y añadió que, puesto que se estaban juzgando asuntos marítimos, reclamaba su derecho a testificar.

—¿Su testimonio será pertinente? —preguntó el oficial que presidía el tribunal.

—Lo será —respondió Schransky.

Se le permitió subir al estrado, y el marino comenzó a hablar, con voz contenida, sin dirigir siquiera una mirada a su viejo enemigo:

—Si hay en la sala algún periodista de San Francisco, podrá comprobar que, durante más de diez años, el acusado Mike Healy y yo nos hemos enfrentado por todo el mar de Bering. Él defendía a los esquimales, que a mí no me importaban un bledo. Se oponía a la caza pelágica de focas, que era mi mina de oro. Se enfrentaba a cualquiera que llevara ron o melaza a los esquimales, y yo nunca me enfrenté. Año tras año conseguí burlarle, Porque mi barco era el mejor. Pero entonces le dieron el Bear, con su motor de vapor, y me derrotó. Estuvo a punto de hundirme el barco. Amenazó con matarme si volvía a entrar en las aguas que estaban bajo su vigilancia. Y yo me dije: «Schransky, tú tenías el mejor barco y hacías lo que se te antojaba. Ahora es él quien tiene el mejor barco, y hará lo que le venga en gana».

—¿Y qué es lo que hizo usted?

—Me dije: «Dejemos que se encargue como quiera del Bering. El Pacífico es muy grande». Y me marché.

—¿Por qué se ha presentado hoy ante este tribunal?

—Porque yo y mi tripulación nos enteramos de lo que estaban haciendo ustedes con Mike Healy. De las cosas de las que se ha quejado la gente del Adam Fóster. ¡El Adam Foster, ese ridículo barco! ¡Vaya un barco para ir acusando a nadie! Mis hombres ni siquiera perderían el tiempo en escupir al Adam Foster —sus tres acompañantes asintieron con la cabeza—. Y estas buenas señoras, criticando que Healy beba. ¿Saben qué hizo cuando consiguió capturar al Erebus? Vertió en los imbornales todo el ron y toda la melaza que llevábamos. Pregunten a los del Adam Foster qué hizo cuando les capturó a ellos. Apostaría a que empezó por arrojar todo el ron al mar. Healy combatía ferozmente a los que vendían alcohol a los esquimales. —Concluyó su testimonio con una sorprendente declaración—: Pasé toda una década peleándome con Healy, y mi barco siempre fue el mejor. Pero él luchó conmigo como un tigre, porque es de lo mejor que hay en el mar. Pero incluso un barco fuera de serie como el Bear no sirve para nada si no tiene un capitán como Healy. Ese negro asqueroso, con su lorito, me echó fuera del Ártico, cosa que no hubiera podido lograr nadie menos valiente. Y si volviéramos a navegar, volveríamos a pelearnos, y ganaría el que tuviera el mejor barco.

Desde el estrado de los testigos, saludó a su antiguo enemigo y se retiró al fondo de la sala, seguido por sus marineros.

Los jueces salieron en fila y regresaron después de una brevísima deliberación, para pronunciar su veredicto:

—Los ciudadanos que denunciaron al capitán Michael Healy no lo hicieron a la ligera, sino porque pensaban que sus acciones eran censurables. Pero el mar está regido por nobles tradiciones, recogidas a lo largo de siglos y gracias a la experiencia de muchos países. A menos que capitanes como Michael Healy hagan cumplir estas tradiciones, ningún barco puede navegar sin peligro. Este tribunal le declara inocente de todos los cargos.

El público, dividido en un sesenta por ciento a favor de la condena y un cuarenta por ciento a favor de la absolución, dio gritos de protesta y de júbilo mientras Emil Schransky se levantaba de su asiento y con un chiflido, saludaba a Healy una vez más. Una vez reinstaurado el orden, el tribunal continuó con su veredicto:

—Sin embargo, puesto que ni al mejor de los capitanes se le puede tolerar una conducta viciosa mientras está embarcado ni el uso de un lenguaje ofensivo contra sus subordinados, este tribunal debe tener en cuenta que, en otras tres ocasiones (en 1872, 1888 y 1890), el capitán Healy ha sido seriamente amonestado por embriaguez y mal comportamiento. Recomendamos que sea apartado de su posición de mando durante un período de dos años.

Pero la agitada vida de Healy continuó. En 1900, durante su primer viaje después de recobrar el mando, se libró de otro consejo de guerra más grave por violar a una pasajera, gracias a que sus defensores consiguieron que se le declarara afectado de enajenación transitoria; en 1903, al final de su última etapa como capitán, se le volvió a amonestar por «emplear un vocabulario grosero, indigno de un oficial, en presencia de los oficiales y de la tripulación». Sin arrepentirse, se instaló en tierra, y murió un año después.

En Sitka, la investigación oficial de Sheldon Jackson reavivó antiguas acusaciones, aunque los ciudadanos que las efectuaron esta vez tuvieron más éxito. Al aumentar la población de Alaska, había crecido en la misma proporción el número de mineros, comerciantes y taberneros: estos grupos siempre se habían mostrado como violentos adversarios de Jackson, pero ahora sus portavoces eran más instruidos y supieron presentar al misionero como un siniestro dictador:

—A todo el mundo le dice cómo tiene que comportarse, mientras que él actúa como un tirano sin Dios y un mal cristiano.

Jackson se había creado también un nuevo grupo de enemigos: los miembros de la iglesia ortodoxa rusa, los cuales habían decidido que si el pequeño misionero declaraba la guerra contra su religión y su idioma (cosa que ya había hecho), tendrían que combatirle. La crítica más apasionada, que antes nadie había expresado, resultó especialmente convincente.

—Si el reverendo Jackson pasa seis meses al año resolviendo en Washington sus asuntos personales y seis meses viajando en el Bear con ese compinche suyo borracho, ¿cuánto tiempo dedica a cumplir con sus obligaciones en Alaska?

Tras estas declaraciones, el futuro de Jackson se presentaba negro; pero el inspector no era tonto, por lo que, antes de llegar a ninguna conclusión, se reunió en secreto con Carl Caldwell, quien se había convertido en todo un juez y ejercía en el tribunal de Alaska.

—Todo lo que dicen de Jackson sus enemigos es cierto —se confió—. Y también dicen lo mismo de mí. Y si usted estableciera aquí su despacho, esa gente le haría a usted las mismas críticas. Nadie puede hablar de Jackson sin tomar partido. A mí me pone nervioso muchas veces, y estoy seguro de que a usted le ocurre lo mismo. Ahora bien, como seguramente usted ya ha deducido por el tipo de enemigos que tiene, es un elemento irritante en Alaska. Jackson representa el futuro.

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