Alaska

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VII. GIGANTES EN EL CAOS

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Como en el consejo de guerra celebrado en San Francisco, en Sitka el representante del gobierno comenzó por reconocer que las acusaciones contra Jackson habían sido presentadas de buena fe, y así lo dijo; aunque las personas serias podían encontrar desagradable, por muchos motivos, al díscolo misionero, no dejaba de ser necesario, al igual que Mike Healy, para el bienestar social. Por eso sólo podía haber un veredicto:

—Se retiran todos los cargos presentados contra Jackson.

—Y ya no pueden volver a presentarse —explicó Caldwell.

Por supuesto, el final del proceso sólo tenía efecto en Alaska: cuando Jackson regresó a Washington, algunos correligionarios conspiraron contra él y le acusaron de malversación de fondos, incumplimiento de órdenes y despotismo en el ejercicio de sus funciones de misionero. Sin embargo, SUS defensores hicieron notar que, mientras otros se habían quedado en las oficinas, reflexionando sobre las sutilezas de la administración, él había estado en primera línea, arrimando el hombro y convirtiendo almas para el Señor. Sus leales partidarias, que quisieron recordar a los ciudadanos los espectaculares logros de Jackson, publicaron un pequeño panfleto en el que hablaban de su obra:

Dedicado infatigablemente a la obra divina, desde Colorado hasta Arizona, desde Montana hasta Alaska, regresando a Washington cada año para asesorar al Congreso, Jackson ha recorrido más de un millón y medio de kilómetros, utilizando todos los medios de transporte conocidos, yendo incluso a pie. Ha creado más de setenta congregaciones y ha construido personalmente más de cuarenta iglesias. Ha llegado a dar cinco conferencias en un solo día, y ha pronunciado varios miles en total. Las asociaciones religiosas fundadas por él han conseguido, para las misiones y otras obras de la iglesia, la cantidad de veinte millones trescientos sesenta y cuatro mil, cuatrocientos setenta y cinco dólares, porque ha sido incansable en la obra del Señor. Tardaremos mucho en conocer a un hombre que esté a su altura.

Pero el retrato más revelador del batallador hombrecito, que durante el resto de su vida continuó creándose tantos amigos como enemigos, lo ofrece la lucha que mantuvo con el Departamento de Correos, del cual era funcionario a sueldo. Estaba convencido de que, ahora que la Tierra Grande pertenecía a los Estados Unidos, los pueblos debían ostentar dignos nombres estadounidenses, y, como él tenía derecho a elegir los nombres, le pareció bien honrar a los presbiterianos que habían contribuido a civilizar el nuevo territorio. Por lo tanto, eliminó los antiguos nombres esquimales y tlingits y los sustituyó por otros como Young, Hill, Rankin, Gould, Willard y, en especial, Norcross y Voorhees; todos recordaban a buenos presbiterianos, y los dos últimos eran los nombres de familiares suyos a los que deseaba rendir honores. Una de las alteraciones más interesantes que efectuó fue sustituir Chilkoot, el nombre de una bonita aldea situada al oeste de Skagway, por «Haines»: así se llamaba la presidenta del Comité de Mujeres Presbiterianas, que jamás había puesto un pie en Alaska, pero que había apoyado a Jackson con generosidad.

Sin embargo, el cambio principal consistió en reemplazar el histórico nombre Tlingit de Howkan por el suyo propio: Jackson.

Su idea desencadenó un escándalo, ya que los habitantes de la población no querían abandonar la denominación histórica. Sin embargo, Jackson se mostró inflexible e insistió para que Washington hiciera caso omiso de las quejas locales y conservara el nombre nuevo, que le ensalzaba. Pero cuando los demócratas, con Grover Cleveland, llegaron al gobierno del país, el Departamento de Correos repuso el nombre histórico, aunque transcribiéndolo como «Howcan»; ante esto, Jackson, en un acceso de rabia que demostraba su falta de vergüenza o de sentido del ridículo, asedió a Washington con solicitudes para que el nombre de Howcan volviera a cambiarse por el suyo: Jackson. No consiguió nada; sin embargo, cuando los republicanos recobraron la presidencia, envió una dura carta a John Wanamaker, el nuevo jefe general de Correos, que era presbiteriano:

Ahora que los republicanos están de nuevo en el poder, espero recibir una justa compensación… Durante el gobierno de Cleveland, los demócratas volvieron a cambiar el nombre por el de Howkan, para llevarme la contraria. Con la victoria de los republicanos, el nombre volvió a ser Jackson. Ahora me entero de que un movimiento local intenta que vuelva a llamarse Howkan. Sírvase notificar al funcionario encargado de registrar las propuestas que usted desearía que quedara como Jackson. Muy agradecido.

Pero se impusieron sus enemigos y la población volvió a llamarse Flowcan, mal escrito.

Los dos colosos de Alaska, Michael Healy y Sheldon Jackson, recuerdan en ciertos aspectos a otros dos titanes del pasado: Vitus Bering y Aleksandr Baranov. El primero de cada una de las dos parejas fue un magnífico capitán que ejerció su voluntad y dominio en los mares septentrionales; el segundo, un hombre de aspecto insignificante e incluso ridículo, pero de ciclópea determinación cuando se trataba de hacer frente a las adversidades. Todos dejaron una huella imborrable en Alaska, especialmente los dos de apariencia menos imponente. Su mayor parecido, sin embargo, estriba en que cada uno de aquellos cuatro exploradores y soñadores fue un hombre de muchos defectos. No fueron ilustres conquistadores, como Alejandro Magno, ni forjaron continentes, como Carlomagno. Eran personas corrientes, que bebían demasiado, eran estúpidamente vanidosas, e iniciaban cosas que no acababan o eran objeto de la burla de sus colegas. Los cuatro fueron víctimas de persecución oficial, de investigación judicial o de procesamiento por parte de un tribunal militar; todos cayeron en desgracia al final de su vida.

Alaska no produjo superhombres, aunque en las etapas de formación trabajaron en ella hombres decididos y de carácter: se puede considerar afortunado un país al que administran tales personajes.

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