Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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Rechazando todas esas alternativas, se decidió por una tan absurda que sólo un irlandés chiflado y en la mala hora podía intentar. Puesto que el río Yukón pronto estaría congelado casi por completo hasta el mar de Bering, ¿por qué no utilizarlo como autopista? ¡Y al diablo con lo de esperar hasta el deshielo! La idea era buena, pero ¿qué podía usar como transporte, si la caminata quedaba descartada y no tenía dinero para el equipo?

En Dawson había una sucia tienda administrada por un comerciante de San Francisco que no había hallado oro. Tenía de todo; era una especie de minúsculo montepío, con una gastada balanza para pesar polvo de oro y, dentro de la puerta, colgada de ganchos en la pared, una bicicleta casi nueva, fabricada por Wm. Read Sons de Boston. Era la mejor de su tipo; en 1899 se vendía en Seattle por ciento cinco dólares, incluidos un equipo para remendar las llantas, una ingeniosa herramienta para reemplazar los radios rotos y doce radios de repuesto.

Matt la vio por casualidad un día en que fue a empeñar sus últimas pertenencias para mantenerse durante el invierno del Klondike. Fue entonces cuando se le ocurrió:

—Con un aparato como éste, uno podría pedalear directamente hasta Nome. —Sólo el hombre que había conquistado al gran río Mackenzie podía concebir un plan tan atrevido para el Yukón.

—¿Y por qué caminos? —preguntó el tendero.

La respuesta de Matt le dejó atónito:

—Por el Yukón. Está helado en todo su curso.

El comerciante observó:

—El Yukón no llega hasta Nome.

—Pero el golfo de Norton sí, y ése también se congela por completo.

Finalmente, después de empeñar sus pertenencias, Matt preguntó:

—¿Cuánto cuesta?

—Es una bicicleta especial —dijo el tendero. Y le mostró un papel que venía con el vehículo, donde se lo describía como: «Nuestro modelo New Mail Special, ampliamente utilizado por los miembros del Servicio postal. 85 dólares».

—Guárdemela —pidió Matt, sin vacilar.

—Son ciento cuarenta y cinco dólares.

—Pero aquí dice, bien claro, que vale ochenta y cinco.

—Eso era en Boston —dijo el comerciante—. Aquí estamos en Dawson.

En las semanas siguientes, Matt, cautivado por la idea de viajar en bicicleta hasta Nome, volvió con frecuencia a la tienda para verificar que la bicicleta no había sido vendida; siempre era un alivio comprobar que seguía allí. Pero había dos impedimentos: carecía de dinero para comprarla y, de cualquier modo, la máquina le hubiera servido de poco, pues nunca había montado en una y casi no tenía idea de cómo funcionaba.

Cuando el gran río se congeló, formando una carretera «directo hasta Nome», como él había dicho, se volvió casi monomaníaco. Fastidiaba a todo el que tuviera un céntimo de sobra para que le diera trabajo. A medida que pasaban octubre, noviembre y diciembre, fue acumulando penosamente los fondos para la compra de su bicicleta. El 2 de enero de 1900 entró en la tienda e hizo un depósito de ochenta dólares. Hecho esto, suplicó al propietario que le permitiera practicar con el vehículo. Cuando los mineros de Dawson le veían tratando de pedalear por los caminos cubiertos de nieve, comentaban:

—Sería mejor que lo encerráramos para salvarle la vida.

Y cuando supieron que se proponía viajar así hasta Nome consideraron seriamente la idea de encarcelarlo hasta que se le pasara la locura.

Pero a mediados de febrero Matt hizo el último pago y, con una habilidad penosamente adquirida, pedaleó hasta el centro del río. Allí, en medio de una temperatura de cuarenta grados bajo cero, agitó el brazo para despedirse de los dubitativos espectadores. En el último momento se le ocurrió una idea que convertiría su largo viaje en una especie de triunfo: giró abruptamente y volvió a la orilla, pasando por alto las burlas:

—¡Apenas ha probado el frío y ya se arrepiente! ¡No es tan bobo como pensábamos!

Había regresado para comprar ejemplares de cuatro periódicos que por entonces circulaban a lo largo del Klondike, con las últimas noticias políticas de Estados Unidos: el Daily News y el Nugget de Dawson y dos de flamantes titulares rojos: el Examiner de San Francisco y el Post-Intelligencer de Seattle.

Con ellos en el equipaje, volvió al centro del río y se puso en marcha.

Las ruedas, una vez adaptadas al intenso frío, funcionaban perfectamente; para sorpresa de los espectadores, pronto desapareció de la vista. Matt, como su vehículo, no se dejaba intimidar por el frío, lo cual era asombroso, porque no estaba vestido como cabía esperar: no llevaba pieles gruesas, ni anteojeras, ni una inmensa gorra de piel de foca con bordes de piel de glotón, ni tan siquiera chaquetas forradas de piel. Usaba más o menos lo mismo que se habría puesto en Irlanda para un día frío y lluvioso: botas gruesas, pantalones de cazador, resistentes mitones de piel, tres chaquetas de lana, una bufanda alrededor del cuello y una ingeniosa gorra hecha de lana y piel, con tres grandes solapas: una para cada oreja y otra para proteger los ojos. Cuando salió de Dawson, pedaleando, los veteranos pronosticaron:

—Es totalmente imposible que pueda llegar a Nome. Demonios, si no llegará siquiera a Eagle. —Eagle se hallaba sólo a ciento cuarenta kilómetros río abajo.

Ese día, Matt recorrió cien kilómetros; al día siguiente, ciento diez. Mucho antes de lo que esperaba entró en Fuerte Yukón. Y allí sus periódicos demostraron lo que valían, pues los ocupantes del tosco hotel se entusiasmaron tanto al recibir noticias de la patria que pasaron la noche levantados, leyendo en voz alta los diarios mientras Matt dormía; por la mañana el gerente del hotel no quiso cobrarle dinero. En cualquier lugar que se detuviera (y a lo largo del río había una asombrosa cantidad de cabañas solitarias, dedicadas a recibir correspondencia o campamentos de los cuales salían los leñadores a acumular leña para los barcos que pasarían en el verano), él y su bicicleta eran recibidos con incredulidad; sus periódicos, con alegría. Y aunque era pleno invierno, debido a que el Yukón sigue su curso al sur del Círculo Polar Ártico, había una luz grisácea durante cinco o seis horas al día, en que la temperatura ascendía a unos cómodos treinta grados bajo cero.

La New Mail Special se desempeñó aun mejor de lo que sus constructores de Boston habían predicho; al promediar el viaje, Matt aún no había tenido problemas con las llantas, y aunque se congelaban por completo a temperaturas inferiores a cuarenta grados bajo cero, en ese tiempo sólo se le aflojó un radio. En los primeros días, el equipaje, que llevaba atado a la espalda, le hizo algunas ampollas pero él resolvió el problema reacomodando la mochila. Durante ese largo y solitario viaje por el Yukón, se entretenía con frecuencia cantando a todo pulmón viejas canciones irlandesas. Lo único que le retrasaba era algún ataque ocasional de ceguera por la nieve, que se curaba con un día de reposo en alguna cabaña oscura.

Continuaba cubriendo más de noventa y seis kilómetros por día. Una vez se consideró obligado a compensar el tiempo que había perdido al detenerse, obligado por la ceguera, y recorrió ciento veinticinco. Esa noche compartió una cabaña con un viejo desdentado, el cual le preguntó:

¿Dices que vienes de Dawson? ¿Y cómo puedo saber que es cierto?

Matt le mostró los periódicos con la fecha de publicación. Entonces el anciano dijo:

—¿Y crees que tu idea servirá en este río?

—No hay que llevar comida para los perros ni pasarse una hora cocinándola al terminar la jornada.

A lo cual el anciano, recordando las privaciones que había sufrido con sus perros, replicó:

—Sí que sería una ventaja.

Conductor y bicicleta estaban en tan excelentes condiciones cuando llegaron a Kaltag, la aldea donde el padre Fyodor Afanasi había actuado como misionero y donde conoció a su esposa atapasca, que Matt se sentía emocionalmente preparado para enfrentarse a la difícil elección siguiente:

—Puedes continuar por el Yukón, recorriendo más de seiscientos kilómetros hasta el mar de Bering, o abandonar el río y caminar cien kilómetros a través de las montañas, hasta Unalakleet.

—¿Cómo llevo la bicicleta?

—Cargándola.

Matt eligió las montañas; después de buscar a un indio para que le llevara el equipo, desarmó su bicicleta lo mejor que pudo, se la ató a la espalda y escaló las laderas orientales; luego descendió hasta la grata aparición de Unalakleet, encaramada al borde del golfo de Norton; tal como él había calculado, estaba completamente helado hasta Nome.

Feliz de pedalear otra vez, emprendió alegremente la etapa final: doscientos cuarenta kilómetros en línea recta. El 29 de marzo de 1900, a eso de las cuatro de la tarde, bajó pedaleando por la calle principal de Nome. Había hecho uno de los viajes más notables del siglo moribundo: de Dawson a Nome, solo en pleno invierno, en treinta y seis días.

Después de entregar su bicicleta a los admirados espectadores y los cuatro periódicos al editor del diario local, corrió al encuentro de Missy Peckham, quien lo abrazó con ardor y le informó:

—Todas las concesiones buenas están ocupadas, pero estoy segura de que puedes conseguir un empleo. Yo ya lo tengo.

En la última semana de febrero, mientras Matt Murphy y su bicicleta circulaban aún por el Yukón, llegó el momento de prueba para los hombres y las mujeres que habitaban la parte norte de Alaska. La existencia era muy difícil. Durante todo febrero aulló el viento del mar de Bering; caía poca nieve, pero tan agitada que la ventisca borraba los edificios a media calle de distancia. Luego se produjo la temible claridad en que la Tierra, el horizonte y el cielo desaparecen en una fina niebla y los cazadores se quedan ciegos si no se ponen anteojeras.

Lo que dificultaba más las cosas eran los grandes bloques de hielo que se abrían paso hacia arriba entre las capas heladas que ya cubrían el mar de Bering, pues se erguían ominosamente, arrojando sombras extrañas cuando la luna de medianoche o el débil sol de mediodía brillaban sobre ellos.

—No veo la hora de que pase febrero —comentó Tom Venn, observando el mar desde su tienda.

Pero una experimentada clienta le advirtió:

—Peor es marzo. En marzo hay que cuidarse.

En esa visita no explicó el por qué de su extraño comentario. Al llegar marzo, trajo consigo tan buen tiempo que a Tom le pareció que estaba a punto de llegar la primavera. Le agradó mucho que los días empezaran a alargarse y el mar pareciera a punto de aflojar su puño de hielo, para permitir el paso de los barcos. Cuatro días después, todavía con un clima perfecto, volvió la mujer:

—Éstos son los días peligrosos. Los maridos comienzan a golpear y pegar a sus mujeres, los hombres que comparten una cabaña se pelean entre sí y de pronto se matan a tiros.

Poco después, Tom supo de dos escándalos de ese tipo. Cuando preguntó por qué ocurrían justo cuando el invierno empezaba a aflojar, la misma clienta le explicó:

—Justamente por eso. En la oscuridad de enero y febrero una sabe que debe ser fuerte. Cuando llegan marzo y abril hay más luz que oscuridad. Todo parece más alegre. Pero lo cierto es que tenemos otros tres largos meses de invierno: marzo, abril y mayo. Aunque brille el sol, el mar sigue helado. Sentimos que la vida se mueve, pero el condenado mar sigue bloqueado. Entonces empezamos a gritar a nuestros amigos: «¿Cuándo va a terminar esto?». ¡Cuidado con marzo!

Tom descubrió que estaba reaccionando exactamente como ella decía: le Parecía que el invierno debía terminar, que los barcos debían llegar con mercancía nueva, y allí estaba el mar helado, en grandes montículos inmóviles, como si el invierno fuera a durar eternamente.

En sus diecisiete años ningún mes había sido tan malo como ese mayo cuando era ya primavera en todo el mundo, hasta en el Ártico. Sin embargo, el mar seguía bloqueado por el invierno. Al terminar mayo, cuando el mar de Bering empezó a quebrarse en monstruosos témpanos, grandes como catedrales, los hombres comenzaron a preguntarse cuánto tardarían los barcos en llegar, aun sabiendo que era ése el momento en que la navegación resultaba más peligrosa, pues cualquiera de esos bloques inmensos podía aplastar a un navío común.

Era espléndido, en un año normal, estar en Nome al comienzo de junio y ver llegar los primeros barcos de la temporada. Los hombres disparaban a modo de saludo, estudiaban el perfil de las naves y corrían a la costa para saludar al primero en desembarcar. Era costumbre que el diario del lugar imprimiera en grandes letras el nombre del afortunado:

HENRY HARPER, PRIMERO EN 1899

Y cada año el mismo grito saludaba a todo el que pisaba la costa:

—¿Tiene usted algún periódico de Seattle? ¿Tiene revistas?

Esa primavera de 1900 sería muy diferente, pues el deseo de llegar a Nome era tan grande, que el 21 de mayo un pesado ballenero asomó el hocico entre el hielo; dos días después llegó un verdadero barco de pasajeros, para estupefacción de quienes consideraban que era una locura acercarse a Nome antes de la primera semana de junio.

Pero fue lo que ocurrió a continuación lo que asombró a los habitantes: en rápida sucesión llegaron otros dos barcos de pasajeros; luego, tres más. Por fin, entre el hielo ya delgado, hubo cuarenta y dos grandes buques anclados allí. Como no podían existir instalaciones portuarias en ese turbulento lugar, los barcos permanecían a mil doscientos metros de la costa, mientras barcazas improvisadas iban y venían, desembarcando a más de diecinueve mil recién llegados. En esos frenéticos días del deshielo, Nome era un puerto más importante que Singapur o Hamburgo.

Los buscadores de oro llegaban a raudales, estudiando las playas ya atestadas de máquinas extrañas; cada esperanzado trataba de identificar el sitio al que correría para recoger su parte del oro. Algunos se apresuraban a armar las tiendas traídas; otros, menos prudentes, tenían que buscar un sitio donde dormir. La Yegua Belga alquilaba camas, rotando cuatro pensionistas en un mismo lecho cada veinticuatro horas. Tom Venn tuvo que poner a un empleado para que vigilara la tienda por las noches, a fin de que los hombres recomendados por la oficina de Seattle pudieran dormir allí, en el suelo.

A medida que iban llegando los barcos, el caos se tornaba indescriptible. La falta de gobierno legal representaba ahora una temible amenaza, pues los problemas sanitarios crecían al mismo ritmo que los delitos y por la misma razón. En una sociedad hacinada, el crimen y la enfermedad solo se pueden controlar mediante el ejercicio de la autoridad policial. Y si no se permite la existencia de esa autoridad, tampoco puede haber tranquilidad, pero el 20 de junio llegó un gran barco, trayendo a mil doscientos mineros nuevos y periódicos que confirmaban la noticia tan esperada por Lars Skjellerup, Tom Venn y otros hombres como ellos: el Congreso estaba a punto de aprobar un Código para Alaska y el distrito recibiría otros dos jueces; el más importante sería asignado inmediatamente a Nome.

Los hombres sobrios festejaron la novedad; hasta los borrachos estuvieron de acuerdo en que era hora de poner orden en ese vasto desorden. Skjellerup mandó a Sana en busca del siberiano. Cuando tuvo a Arkikov ante sí, el noruego exclamó con gran entusiasmo:

—¡Arkikov! ¡Tu juez, viene tu juez! La Siete Arriba volverá a ser tuya.

Y una sonrisa ancha y vigorosa iluminó la cara del pastor de renos:

—Mí alegra.

En una pequeña ciudad de Iowa, en los años anteriores a la guerra civil, existía un mediocre abogado con tan grandes ambiciones para su hijo varón, recién nacido, que lo llamó John Marshall, como el más grande de los jueces supremos de Estados Unidos. El niño recordaba que, a los cinco años, su padre le había llevado ante el tribunal del condado, vaticinando:

—Algún día serás el juez de este edificio.

En sus primeros años, el niño creyó que ese famoso jurista, cuyo nombre llevaba, era su abuelo.

Por desgracia, John Marshall Grant no poseía ninguna de las cualidades de ese noble representante de la justicia, pues era esencialmente un ser débil, sin ese carácter de pedernal que debe tener un juez. No se distinguió en la secundaria y fue mal estudiante en una de las pequeñas universidades de Iowa. No practicaba ningún deporte, rehuía también los libros y sólo se destacaba por volverse cada vez más guapo con el correr de los años. Era alto, bien formado, de facciones regulares y una melena ondeada, tan fotogénica que, cuando su padre exhibía sus retratos, la gente comentaba:

—¡Qué pinta de juez tiene tu hijo, Simon!

En la facultad de Derecho de la Universidad de Pensilvania, una de las mejores, el futuro juez tuvo un desempeño tan pobre que en años posteriores sus compañeros de estudios se preguntarían: «¿Cómo hizo John Marshall para llegar a juez?». Llegó a serlo porque lo parecía. Y tal como había predicho su padre, se instaló en el pequeño tribunal de Iowa, donde dictaba una justicia amañada; con frecuencia, los tribunales superiores debían anular sus fallos porque no había llegado a comprender las leyes más comunes que se aplicaban en cortes como ésa, en los otros cuarenta y cuatro estados y en Gran Bretaña.

Era tan apuesto y tan pomposo en sus discursos del Cuatro de julio que algunos políticos pensaron postularlo para algún cargo importante. Pero dada su falta de carácter y decisión, nadie sabía si era republicano o demócrata. Los que conocían sus patéticos antecedentes bromeaban: «Habrá que felicitar al partido que tenga la suerte de perderlo». Ciertos republicanos que buscaban a un candidato seguro para el Congreso preguntaron al padre qué partido prefería su hijo. El anciano dijo, con orgullo:

—Mi hijo el juez no lleva el collar de nadie.

Probablemente se habría perdido en una inocua mediocridad, perjudicando a pocos, pues sus peores errores podían ser anulados, si no le hubieran invitado a disertar ante una convención de abogados en Chicago, donde un notorio traficante de influencias le oyó hablar.

Marvin Hoxey era, a los cuarenta y cinco años, un hombre difícil de olvidar una vez que le clavaba a uno su mirada penetrante. Corpulento, de pelo corto, descuidado en el vestir, característico por su desaliñado bigote de morsa y por su perpetuo cigarro, ejercía un poder considerable porque parecía conocer a todas las personas importantes en los salones del Congreso o al oeste del Mississippi. Protegía los mayores intereses del Oeste y siempre sabía hallar a un amigo dispuesto a hacer «una pequeñez por Marvin». Había utilizado esa habilidad para lograr una posición de cierta importancia, Por la colaboración que prestó para que Dakota del Sur fuera admitida en la Unión, en 1889, había sido nombrado miembro de la Comisión Nacional del Partido Republicano en ese estado, cargo desde el que discurseaba sobre «el creciente poder del nuevo Oeste».

Pensaba en todo, y pese a carecer de estudios superiores, habría podido dictar cursos sobre manipulación política. Para él, las naciones estaban en ascenso o en caída, y tenía un extraño sentido de cuáles eran los actos que debía realizar una nación en ascenso, como Estados Unidos. Su misión consistía en cuidar de que sólo se dieran aquellos pasos que beneficiaban a sus clientes.

Se empezó a interesar por Alaska cuando Malcolm Ross, principal socio de Ross Raglan, de Seattle, lo empleó para obstruir cualquier legislación nacional que pudiera dar gobierno propio a Alaska, pues pensaba que: «El destino de Alaska es ser gobernada desde Seattle. Esas pocas personas que están allá pueden confiar en nosotros, que tomaremos las decisiones correctas».

Por sugerencia de Ross, Hoxey había hecho dos cruceros en barcos de R R: uno a Sitka, que le pareció deplorablemente rusa, nada que se pueda considerar como una ciudad estadounidense, y otro por el gran río hasta Fuerte Yukón. Como resultado, conocía Alaska mejor que la mayor parte de sus habitantes. La veía tal como era: una zona vasta e indómita, con una población horriblemente mezclada y deficiente: “No en capacidad mental ni moral, señor Ross, sino deficiente en número. No creo que en toda la zona haya tanta gente (me refiero a gente de verdad, no a nativos ni a mestizos) como en mi condado de Dakota del Sur, y sabe Dios que allí falta población”. Expresaba en voz bien alta, en Seattle y en Washington, su opinión de que “Alaska nunca estará en condiciones de gobernarse a sí misma”.

Cuando Hoxey intrigaba en contra de que se dictara una legislación para Alaska, repetía siempre la peyorativa expresión «mestizo», escupiéndola como si el vástago de un esforzado trabajador blanco y una hábil mujer esquimal tuviera que ser congénitamente inferior a un purasangre como él, que era de origen escocés, inglés, irlandés, alemán, escandinavo y centroasiático. Estaba convencido, y hacía lo posible por convencer a otros, de que Alaska estaría habitada siempre por personas de origen mixto: esquimales, aleutas, atapascos, tlingits, rusos, portugueses, chinos y sabe Dios qué mas; por ende, sería siempre inferior y, de algún modo, nada estadounidense: «Es así, senador, una tierra llena de mestizos nunca podrá gobernarse a sí misma. Mantengamos las cosas como están y dejemos que las buenas gentes de Seattle se encarguen de decidir».

En las sesiones del Congreso, Marvin Hoxey solía desbaratar él solo las aspiraciones de Alaska para un gobierno propio. No se le permitía convertirse en territorio, ese honorable paso previo a la condición de estado, porque las empresas que se beneficiaban con las condiciones imperantes no se fiaban de que un gobierno territorial no fuera a disminuir sus ventajas. En realidad, no era nada. Por algunos años se la conoció como distrito, pero en general era simplemente Alaska, vasta, tosca y sin organizar. Y Marvin Hoxey estaba contratado para que siguiera así.

Tenía ya comprometidos a varios delegados a la convención de Chicago cuando supo, gracias al telegrama enviado por un auxiliar desde Washington, que pese a todos sus esfuerzos se aprobaría una ley, concediendo a Alaska un mínimo de autogobierno, una quincuagésima parte de lo que habría sido razonable, incluyendo dos jueces adicionales que serían nombrados por un tribunal superior de California. Se hablaba de elegirlos localmente, pero Hoxey hizo que el proyecto muriera de inmediato: «No existen dos mestizos capaces de ser jueces en toda esa desolada región. Yo la he visto con mis propios ojos».

Mientras vagaba por los salones de la convención, preguntándose dónde conseguir al hombre adecuado para ser juez del distrito de Nome, se encontró casualmente en la sala donde estaba disertando el juez Grant. Su primera impresión fue: «A ese hombre yo podría hacerlo presidente… o juez». Pero sólo comprendió que había encontrado algo especial cuando escuchó una de las típicas frases con que Grant alababa el hogar:

«El hogar americano es como una fortaleza en lo alto de una imponente colina, que mantiene su pólvora seca a la espera del día en que se produzca el ataque desde los pantanos inferiores, y uno nunca sabe cuándo se producirá, teniendo en cuenta la anarquía que impera en nuestras grandes ciudades, y lucha para resistirse a los agentes de contaminación, manteniendo la bandera en alto para asegurarse de que siempre haya una constante provisión de pólvora para hacerlo».

En cuanto el juez acabó con su discurso, Marvin Hoxey se apresuró a acercar a la cara de Grant su bigote de morsa y su cigarro, y dijo con tono emotivo:

—¡Qué magnífica pieza oratoria! Es de muchísima importancia que conversemos, usted y yo.

Allí, en una sala de hotel de Chicago, echó a andar formalmente el plan de Marvin Hoxey. Era extraordinariamente sencillo: iba a quedarse con todas las minas auríferas de Nome. Sí, con la ayuda del juez John Marshall Grant, de Iowa, robaría todo aquello. Si era cierto lo que se decía en los periódicos, bien podía llegar a cincuenta millones de dólares, a ochenta, si continuaban extrayendo oro a cántaros de esas playas.

—Juez Grant, los líderes de esta nación están buscando a un hombre como usted para la salvación de Alaska. Es un sitio desolado que pide a gritos una mano firme y leal, que sólo un juez como usted puede brindarle.

—Me halaga que piense usted así. —Grant preguntó a Hoxey su nombre y su dirección y prometió pensarlo.

Al despedirse del juez, el intrigante echó un último vistazo a la apuesta figura de cabellos blancos: «Ésta es la frase que usaremos para conseguirle el cargo:

»Eminente jurista» o mejor aún «Eminente jurista de Iowa».

Derrotado en sus esfuerzos por liquidar la legislación favorable a Alaska, partió de Chicago para una urgente reunión en Seattle, donde tranquilizó a sus clientes, sobre todo a Malcolm Ross, cuyos barcos y tiendas Podían perder parte de su libertad con las nuevas reglas:

—Confíe en mí, hemos perdido una batalla pero ganaremos la guerra. Nuestra misión no consiste en luchar contra la nueva ley sino en aprovecharla. Y lo primero que debemos hacer es asegurarnos de poner a un hombre nuestro como juez para que gobierne en Nome.

—¿Ha pensado usted en algún hombre de aquí? —preguntó Ross.

Y Hoxey dijo:

—Sería demasiado evidente. Nunca se debe actuar de un modo evidente, señor Ross.

—¿En quién, pues?

—Pienso en un eminente jurista de Iowa. Hombre de buen porte, que conoce la vida del Oeste.

Era un cliché de esa época: todo el que había estado en Denver o en Salt Lake City comprendía automáticamente lo que era Alaska.

—¿Y podemos hacerlo nombrar?

—De eso me encargo yo.

En cuanto volvió a Washington, Hoxey inició su campaña. Todos los líderes republicanos con los que él había trabajado recibieron un informe confidencial sobre el distinguido jurista de Iowa John Marshall Grant; la repetición de ese sonoro nombre inspiraba tanta confianza que en la Casa Blanca comenzaron a recibirse comunicados en apoyo de Grant para el nombramiento de «ese nuevo juez para Alaska». Con sólo asegurar que su nuevo amigo era un eminente jurista, Hoxey lo estaba convirtiendo en tal.

A finales de junio de 1900, John Marshall Grant fue asignado al nuevo tribunal de Nome; muchos periódicos aplaudieron esa decisión, libre de cualquier sospecha de influencia política. Poco después, él y su mentor, Marvin Hoxey, se embarcaron en el vapor Senator rumbo a sus nuevas funciones.

La noche antes de la llegada a Nome, Hoxey expuso la ley que Grant iba a seguir:

—Si juega bien sus cartas en Nome, John Marshall, provocará usted una impresión tan favorable que llegará a senador. El nombre de este barco es un presagio, senador Grant; mis amigos y yo nos encargaremos de eso.

—¿Cómo ve usted la situación, señor Hoxey?

—No olvide que he estado en Alaska. La conozco como la palma de mi mano.

—¿Y su evaluación?

—Nome es un desastre. Las concesiones son mas falsas que el diablo. Al otorgarlas no se respetó la ley de minería. No son legales. Y deberían ser anuladas.

El eminente jurista, que nada sabía de leyes mineras y había olvidado llevar consigo los textos necesarios para desentrañar esa arcana tradición, escuchó atentamente la doctrina de Marvin Hoxey:

—Lo que usted debe hacer, juez (cuanto antes, mejor), es declarar que las principales concesiones no tienen validez. Quince de ellas, digamos. Los propietarios actuales son descalificados con los mejores fundamentos legales. Luego me nombra usted receptor imparcial; propietario no, ya queda entendido. Ah, claro que usted sabe perfectamente todo esto. Lo que hace es designarme depositario judicial, para que yo administre la propiedad como agente del gobierno, hasta que usted decida, después de un juicio formal, a quién corresponden realmente los títulos.

Hoxey subrayó dos puntos:

—Es esencial actuar con celeridad. Por aquello de que las personas nuevas siempre hacen reformas. Y el depositario debe ser designado inmediatamente, para proteger la propiedad.

El juez Grant dijo que comprendía. Entonces Hoxey pasó a la parte delicada:

—Una de las cosas que no me gustan de Nome (y recuerde usted que conozco Alaska como la palma de mi mano) es que un grupo de extranjeros y mestizos se ha apoderado de las mejores concesiones. ¡Imagínese! Un ciudadano ruso dueño de una mina de oro en América. O un lapón, ¡Dios no lo permita! ¿Quién demonios ha oído hablar de Laponia? Y esa gente viene a llevarse nuestras buenas minas de oro. En cuanto a los noruegos y los suecos, no son mucho mejores. No olvide usted que yo provengo de Dakota del Sur, tengo excelentes amigos entre los escandinavos, pero ellos no tienen derecho a venir aquí y llevarse nuestras mejores minas.

—¿No me dijeron que dos de ellos eran estadounidenses naturalizados?

—Un subterfugio. —Con esa maravillosa palabra, pronunciada con desdén, Hoxey liquidó a los suecos. Ninguno de los dos interlocutores pareció apreciar que ellos mismos estaban dedicados al mayor de todos los subterfugios.

Se decidió así que el juez Grant haría tres cosas inmediatamente después de su llegada: declarar fuera de la ley a todos los extranjeros, desocupar las concesiones y designar depositario judicial a Hoxey. También pronunciaría un discurso afirmando los valores estadounidenses y asegurando a los hombres que a Nome llegaban la ley y el orden, aunque fuera tardíamente. Más tarde, si acaso, se ocuparía de aplicar las leyes de salud pública, de propiedad de bienes raíces, de cobrar legalmente los impuestos y de proteger el bien común. Lo importante era ilegalizar a todos los extranjeros y aclarar de una vez por todas, la propiedad de las minas auríferas.

—Ahora comprendo —comentó Hoxey, mientras acompañaba al juez Grant al bar de a bordo—, ese letrero es profético.

Se refería a la proa del buque, donde se leía en letras talladas a mano, adornadas con azul y oro: Senator.

Teniendo en cuenta las cosas nefandas que el juez Grant estaba a punto de llevar a cabo, cabe preguntarse hasta qué punto comprendía el infame plan de Hoxey. No mucho. No imaginaba que, si designaba a su amigo depositario judicial de las minas, Hoxey robaría todo el oro que se produjera, robo que ascendería rápidamente a millones. Muchos hombres sobresalientes de la historia estadounidense iniciaron su carrera como jueces en localidades pequeñas, pero esos hombres aprovecharon ese tiempo para afinar las percepciones y diferenciar entre los motivos de buenos y malos; año a año esos jueces eran más sabios, más juiciosos, más honestos, hasta sobresalir como algunos de los mejores productos de nuestra nación. El juez Grant había tenido todas las oportunidades de un Abraham Lincoln o un Thomas Hart Benton, pero las echó a perder. Ahora estaba dispuesto a iniciar una de las páginas más negras de la historia legal estadounidense.

Cuando el Senator ancló, bien lejos de la playa, los botes salieron a toda prisa para iniciar la descarga. El primero en llegar fue requisado por Marvin Hoxey, quien anunció discretamente la razón: «El juez Grant debe establecer su tribunal cuanto antes, para obedecer instrucciones personales del presidente». Por ende, el eminente jurista y su mentor fueron llevados a la costa, pero el bote tenía una quilla tan pronunciada que no pudo encallar en la arena. Hubo que transportar a los importantes pasajeros y su carga a hombros de porteadores: tres fuertes esquimales se encargaron del juez Grant y otros tres, de Hoxey, levantándolos a buena altura para llevarlos a tierra.

Era una pareja llamativa la que puso el pie en las playas doradas: el juez Grant, apuesto y severo; Marvin Hoxey, regordete y rubicundo con ese inmenso bigote de morsa y esos ojos que lo veían todo. Hizo un gesto con el cigarro que llevaba en la mano izquierda, indicando a los ciudadanos de Nome la conveniencia de aplaudir la llegada del juez que traía orden a su comunidad. Un hombre inició los vítores:

—¡Viva el juez!

Y con ese grito resonándole en los oídos, John Marshall Grant entró serenamente a las habitaciones del Hotel Golden Gate.

En cuanto hubo supervisado la distribución de su equipaje, comenzó a dar las órdenes que Hoxey le había recomendado, a veces hasta redactándoselas por escrito. Después de desocupar las concesiones y designar a Hoxey depositario legal para que protegiera esos bienes, el juez Grant hizo saber que, en adelante, suecos, noruegos, lapones y siberianos no podrían explotar concesiones; las que ocupaban ilegalmente por entonces debían ser entregadas al depositario judicial. Al anochecer de ese tempestuoso día, Marvin Hoxey controlaba las concesiones Uno a Once Arriba, con una producción conjunta de casi cuarenta mil dólares por mes.

Apenas acababa el juez Grant de desocupar aquellas once concesiones, en su primer día en Nome, hizo otra cosa que también tendría grandes consecuencias. Después de sacar de su bolsillo una nota que le había entregado Malcolm Ross, antes de que el Senator zarpara de Seattle, leyó: «Para contratar personal en Nome consulte con Tom Venn, nuestro encargado de R R, quien conoce la capacidad de todos». Llamó a Hoxey y le pidió:

—¿Puede usted traer a ese tal Venn a mis habitaciones?

Muy pronto, Tom se presentó en el Hotel Golden Gate.

—¿El juez Grant? Soy Tom Venn, Su Señoría. Acabo de recibir una nota del señor Ross en la que me indica que le consiga a usted una secretaria. Traigo conmigo a la única candidata que puede interesarle, señor. Está esperando abajo.

—Me gustaría verla.

Fue de este modo como Melissa Peckham, de veinticinco años, conoció al juez Grant.

—¿Cómo se llama, señorita?

—Missy Peckham —respondió ella.

El juez frunció el entrecejo:

—Vaya, ¿qué clase de nombre es ése?

—En realidad, es Melissa.

—Así me gusta más. Una muchacha correcta necesita un nombre correcto, sobre todo si trabaja a mis órdenes.

El juez Grant contrató a Missy para que comenzara inmediatamente. Matt, también por recomendación de Tom, fue contratado por Hoxey como encargado de las concesiones desocupadas. Missy, por la experiencia recogida en Dawson y en el barranco de Eldorado, sabía bastante de minería, mucho más que el juez Grant. Algunas de esas primeras decisiones la preocuparon tanto que comenzó a tomar notas, cuidadosamente y en secreto, de cuanto descubría sobre ese feo asunto de privar a los descubridores de lo que por justicia les correspondía:

Jueves, 25 de julio: En la primera serie de decisiones, el siberiano Arkikov, sin nombre de pila, perdió su concesión de la Siete Arriba sobre el arroyo Anvil. Se cree que fue uno de los descubridores.

Viernes, 26 de julio: Al noruego Lars Skjellerup se le ha notificado que, por ser extranjero, no puede explotar una concesión en el arroyo Anvil, aunque se sabe que fue el organizador del distrito minero.

Como trabajaba hasta entrada la noche para registrar los dictámenes de cada día, Missy solía escuchar, a través de la pared improvisada que separaba las habitaciones del juez de su escritorio, que Hoxey analizaba sus planes con Grant. Discutió ese estado de cosas con Murphy; éste dijo, sin pensarlo dos veces:

—Creo que ese Hoxey es casi un criminal. No lo pierdas de vista.

Entonces Missy empezó a anotar en su libreta, no sólo lo que hacía el juez, sino también las sospechas de Matt. El resultado fue un documento tan devastador que, una noche, su compañero le dijo:

—Harías bien en esconder eso. —Y ella obedeció.

El efecto que causaron en Nome el juez Grant y Hoxey fue tan horrible que algunos mineros, privados de sus derechos, hablaban de linchamiento. Lars Skjellerup, aunque había perdido más que nadie, aconsejó Prudencia:

—En un país libre no se permiten cosas como ésta. Tiene que haber un modo legal de desenmascarar a estos hombres.

No había nada. Revestidos con la dignidad de una ley que la gente de la zona no había escogido, apoyados por el poderío de una nación grande, aunque remota, el juez Grant y Hoxey podían hacer lo que desearan. Ahora que las minas trabajaban a buen ritmo bajo su custodia judicial, Hoxey despachaba desde Alaska más de doscientos mil dólares por mes.

Cuando Skjellerup puso esto en tela de juicio, el juez Grant le explicó:

—El señor Hoxey es depositario legal. Eso significa que le corresponde administrar las minas como juzgue conveniente hasta que se resuelva legalmente el caso contra usted. Desde luego, usted y yo sabemos que el señor Hoxey no se quedará con el dinero que sus minas…

—Esas minas son nuestras.

—Lo decidirá el tribunal más adelante, pero debo advertirle que usted, como extranjero que ha desobedecido la ley…

—¡Juez Grant! Eso lo decidirá el jurado, no usted. Nos está robando nuestras propiedades.

—Puedo encarcelarle por desacato. Supongo que usted lo sabe.

—Disculpe, Su Señoría. Quise decir que Hoxey está robando.

—Señor Skellerby, o como se pronuncie su nombre: al parecer, usted no comprende en qué consiste una custodia legal. El señor Hoxey está aquí para protegerle a usted y al pueblo… hasta que pueda realizarse el juicio. Le aseguro que él no recibirá un céntimo de ese dinero, exceptuando el pequeño porcentaje que le corresponde por administrarlo, como usted no podrá dejar de admitir.

—¡Pero si el dinero sale de aquí en cada barco que zarpa! Lo he visto.

—Para ser depositado en lugar seguro. Si el dictamen fuera favorable a usted —añadió el juez, garantizando con el tono de voz que no sería así—, se le devolvería todo el dinero, por supuesto, descontando la pequeña cantidad que he mencionado.

—¿Cuánto?

—Veinte mil dólares mensuales. Fijados por el tribunal. —Ante el estallido de Skjellerup, el juez Grant justificó los aranceles—. En Estados Unidos, el señor Hoxey es un hombre importante: asesor de presidentes, consultor de grandes industrias. No puede trabajar por céntimos.

Skjellerup había oído lo suficiente. Aunque su estricta crianza noruega le había impuesto un grave respeto hacia los policías, sacerdotes, maestros y jueces, estaba moralmente enfurecido, indignado en su sentido luterano de la rectitud. Y así lo dijo:

—En Nome se está haciendo algo muy malo, juez Grant. En una democracia como la de Estados Unidos no se puede permitir algo así. No sé cómo impedirlo, pero lo haré. Usted no puede robar a un hombre lo que ha ganado trabajando honradamente.

—Señor Killerbride o como se llame, ¿sabe qué es una orden de deportación? El juez firma un documento estableciendo que usted es un extranjero peligroso y allá va usted, de vuelta a Laponia, como le corresponde.

—Soy noruego.

—Poco mejor. Señorita Peckham, acompañe a este hombre fuera.

Ella obedeció, tomando nota del nombre, la ubicación de su mina y las amenazas pronunciadas contra él.

En casi todos esos momentos difíciles, Hoxey se mantenía invisible. Skjellerup Y los hombres como él ya habían comprendido cuál era el plan: el juez Grant emitía órdenes indebidas y el otro se apoderaba de los bienes así desocupados. Sospechaban que el hombre de Dakota se escondía por miedo a que le mataran, pero no era así: Hoxey estaba ocupado en escribir un torrente ininterrumpido de cartas a senadores, representantes y hasta al mismo presidente, señalando un error cometido en el Código de Alaska, aprobado en 1900, y abogando por su inmediata rectificación:

Necesitamos inevitablemente una nueva ley que anule todas las concesiones mineras otorgadas a un extranjero ilegalmente, es decir, mientras éste era extranjero. Como usted sabe, conozco Alaska como la palma de mi mano, y pocos males condenan tanto a esta zona al atraso como el hecho de que escandinavos y rusos sean propietarios de minas en suelo estadounidense. Solicito enfáticamente a usted que este daño sea corregido.

Si se aprobaba la ley que Hoxey proponía, quedaría legalmente confirmado el despojo de extranjeros tales como Skjellerup y Arkikov y sancionada su custodia judicial temporal de las minas de Nome. Después de eso, la posesión definitiva dependería de su ingenio y de la estupidez del juez Grant. Con un poquito de suerte, y si el juez Grant conservaba su buena salud hasta que todas las concesiones hubieran sido confiadas a su custodia judicial, Hoxey sería millonario antes de que pasaran seis meses y, a su debido tiempo, multimillonario.

Pero para estar seguro de todo eso era preciso convencer al Congreso de que aprobara esa ley. Y para que esto sucediera debía bombardear a Washington con una ventisca de cartas. Obviamente, necesitaba la ayuda de una secretaria. Y como el juez Grant tenía poco que hacer, aparte de redactar las órdenes de desalojo, Hoxey pidió en préstamo a Missy. Eso dio a la joven la posibilidad de obtener pruebas de la vergonzosa relación entre esos dos hombres, pues en algunas cartas Hoxey se jactaba: «En este asunto podemos confiar en nuestro buen amigo, el eminente jurista de Iowa», o algo aún más condenatorio: «Hasta ahora, el juez Grant no ha pasado un solo dictamen adverso a nuestra causa, y creo que podemos esperar de él el mismo tipo de ayuda para el futuro».

Mientras tanto, en Nome empeoraban las condiciones de vida. La mugre aumentaba en las calles. Se produjeron muertes por enfermedades misteriosas. Había muchos robos y, de vez en cuando, algún minero aparecía muerto cerca de su concesión, ahora ocupada por los hombres de Hoxey. Las mujeres eran atacadas hasta en las horas de claridad y temían salir de noche.

Un atardecer Missy y Murphy invitaron a Tom Venn a cenar, aunque todavía no estaban seguros de poder confiar en él.

—Nos alegra mucho tener ahora un poquito de holgura, para poder demostrarte nuestra gratitud.

—Fue un placer… No, fue un verdadero orgullo recomendaros a esos dos caballeros que tanto están haciendo por mejorar Nome. ¿Qué pensáis de ellos?

—Trabajan mucho —comentó Missy, evasiva—. El señor Hoxey, cuanto menos.

—¿No trabajabas para el juez?

—Sí, pero el señor Hoxey tiene que escribir muchas cartas a Washington y a Seattle, de modo que me pide en préstamo.

Por no pedir a una secretaria que traicionara la confianza de su empleador, Tom no hizo más preguntas sobre las cartas, pero ella se animó a hacer una observación general:

—El señor Hoxey parece pensar que Alaska debería ser gobernada desde Seattle.

—Estoy de acuerdo. Allá tienen cacumen… y dinero… Saben qué es lo que conviene a la nación en su totalidad. Y mi empresa, cuanto menos, hace mucho por proteger los intereses de Alaska.

Murphy cambió de tema.

—He estado pensando, Tom… Lo que hace falta en Nome no son el juez Grant ni el señor Hoxey, de Seattle, sino el inspector Steele y el oficial Kirby de Dawson. ¿Te das cuenta de que esos dos hombres podrían limpiar esta ciudad en un fin de semana?

Los tres estaban de acuerdo en que habría bastado un solo hombre como Steele, fortalecido por la tradición y con el apoyo de Ottawa, para imponer el orden en Nome.

—Los prostíbulos estarían fuera de la vista —dijo Murphy—. Esos pequeños edificios que se proyectan hacia la calle principal desaparecerían antes de que acabara la tarde. Los bares que roban a los recién llegados, ¡fuera! Bastaría un hombre para limpiar esta ciudad, si fuera el hombre adecuado.

—Eso es cierto —dijo Tom—. En Dawson no teníamos que preocuparnos por el dinero de R R, aunque en los buenos tiempos teníamos cantidades enormes. El inspector Steele no permitía los robos. Aquí, en la tienda todos duermen con revólver.

—¿Serías capaz de usar una pistola? —preguntó Missy.

Y Tom replicó:

—Lo evitaría hasta donde me fuera posible. Incluso si otro hombre me atacara, yo trataría de serenarlo. Pero si no hubiera más remedio…

—Te diré una cosa que el inspector Steele aclararía en seguida —interrumpió Murphy—. Por lo que sé de Hoxey, ha armado un verdadero enredo con las solicitudes de concesión. Al principio había aquí trescientos hombres y cada uno tuvo una concesión, sin apoderados. Pero ahora dicen que se presentaron mil quinientas solicitudes.

—¡Imposible! —exclamó Venn.

Pero Murphy insistió con su versión:

—Mil quinientos usurpadores, cada uno con derecho a ser escuchado por el juez Grant.

—Eso podría durar una eternidad —observó el muchacho.

Y Missy, por lo que había visto en los dos despachos, aclaró:

—Es lo que ellos pretenden.

—¿Sabes cómo manejaba el inspector Steele a los usurpadores? Dos veces le vi operar. En el barranco de Klope, cerca de nosotros, había un hombre que tenía una concesión perfecta y no hallaba oro, igual que nosotros. Y había otro de Nevada, grande y gritón; a veces me daban ganas de golpearle. Cuando circuló el rumor de que en el barranco tenía que haber oro, aunque Jamás apareció, ese hombre dijo saber de minería como nadie en Canadá y trató de usurpar los derechos de nuestro amigo. El inspector Steele vino a zanjar la disputa; al ver al usurpador, dijo: «Hace siete meses que vengo observándole, señor. Aunque su reclamación sea válida, no le queremos en Dawson. Son las dos de la tarde del martes. Si el jueves a esta hora usted está todavía en la ciudad, irá a la cárcel. Y si quiere echar mano de su pistola, inténtelo y verá». Y se fue.

Pero luego Murphy contó una anécdota aun más reveladora de cómo operaba Steele y cómo se habría podido manejar la situación en Nome:

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