Alaska

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IX. LAS DORADAS PLAYAS DE NOME

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—En el arroyo, debajo de nosotros, estaba la Eldorado Nueve Abajo, una mina de placer que no estaba produciendo; el minero cavó hondo y sacó una carga de barro aurífero que se congeló junto a su cabaña. Un día, estando yo allí, apareció el inspector Steele con instrumentos de medición. «Te tengo malas noticias, Sam. Tienes la línea torcida. Esa parte de allí está a disposición de quien la solicite, y he oído que alguien va a reclamarla mañana. Quería advertirte». Y Sam dice: «Por Dios, señor, todo mi barro aurífero es de allí. El evaluador dice que puede haber treinta mil dólares». Y Steele le contesta: «Ya conoces la ley. El barro corresponde a la concesión». A Sam se le aflojaron las rodillas y tuvo que sentarse. El trabajo de todo un invierno, perdido. El único hallazgo que había hecho. Y todo era propiedad de otro. «Dios mío, señor, ¿qué voy a hacer?». El superintendente pensó un rato y luego dijo: «Se supone que abro la oficina a las nueve de la mañana. Mañana abriré a las siete. Si tienes un amigo de confianza, haz que solicite esa concesión. Pero que lo haga temprano, porque después será demasiado tarde». Dicho eso, se fue de prisa, para no enterarse de los tratos que el hombre hiciera.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Tom.

Murphy dijo:

—Sam miró a su alrededor y allí sólo estaba yo. Entonces me preguntó, desesperado: «¿Puedo confiar en ti, Murphy?». «Qué remedio te queda», le dije. Y a la mañana siguiente, bien temprano, estaba en la oficina del inspector Steele. Él me llevó al registro para que solicitara la «Eldorado Nueve Abajo, Porción Falsa». Me la dieron, y aquí tengo el papel para demostrarlo. —Sacó del bolsillo un documento manchado de sudor, donde se certificaba que Matthew Murphy, de Belfast, Irlanda, tenía una concesión válida sobre la «Nueve Abajo, Porción Falsa»—. Vine a Canadá para hacerme con una mina y, por los clavos de Cristo, la conseguí. Y aquí está la prueba.

—¿Y qué pasó con el barro de Sam?

—Se lo vendí por un dólar, pero conservé la mina. Resultó que ese barro contenía treinta y tres mil dólares y él me dio el cinco por ciento. De eso vivíamos Missy y yo en Dawson cuando no conseguíamos trabajo.

—Pero ¿y tu mina? —preguntó Tom—. ¿Qué fue de ella?

—Era una fracción diminuta, cubierta con el barro de Sam. En el arroyo, nada. Abajo, nada. Pero ese certificado me da un gran placer espiritual.

—¿Por qué?

—De Edmonton partimos mil quinientos hombres para jalonar una mina: médicos, abogados, ingenieros… Yo soy el único que la consiguió, y valía treinta y tres mil dólares, al menos desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde de ese día.

—Y el inspector Steele ¿por qué protegió a Sam de esa manera? Una manera ilegal, en realidad.

—Cuando me entregó el certificado me dijo aparte: «Me alegro de que seas tú, Murphy, porque el otro solicitante era un verdadero cerdo».

—Como te decía —concluyó Missy—, un solo inspector Steele podría limpiar esta ciudad.

A principios de septiembre de 1900, toda la naturaleza parecía haberse vuelto contra las buenas gentes de Nome, que además de con un juez corrupto, tenían que habérselas con un astuto expropiador y con rampantes bandas de ladrones. Contemplaban con disgusto ese salvaje verano que llegaba a su final, pues los más experimentados sabían que, con la llegada del hielo, quedarían encerrados con esos criminales por ocho o nueve meses, casi sin sol. Y la experiencia les decía que, a medida que el sol retrocediera y las rutas se cerraran, lo que ya era malo se tornaría peor.

—Tom Venn, en la exigua oficina de su establecimiento, pensó que tendría suficientes provisiones de comida para el invierno si el vapor Senator pudiera abrirse paso entre el hielo una vez más y descargara el enorme cargamento que se suponía que llevaba. Harían falta seis días para que las barcazas de R R llevaran las provisiones hasta la orilla, y luego otros seis días para acarrearlas hasta la tienda con tiros de caballos.

Como uno de los principales hombres de empresa de la ciudad y líder de los que buscaban la guía de Seattle para todo, ya no estaba contento con el juez y el depositario judicial que habían enviado a Alaska. Casi no pasaba día sin que viera pruebas de sus maquinaciones.

—No es que Seattle los haya enviado —dijo a Matt y a Missy—. Casi todos los hombres que nos envía R R son la columna vertebral de nuestro país. Pero en este caso eligieron mal.

Al acortarse los días, Missy tuvo pruebas redobladas de las iniquidades de sus dos jefes. En las últimas semanas, como Hoxey iba tomando posesión de las muchas minas que el juez Grant ponía bajo su protección, los papeles eran tantos que ella trabajaba diez horas al día para Hoxey y rara vez veía al juez, aunque el gobierno le pagaba el sueldo por cuenta de éste. Missy aún no quería mostrar su libreta a Tom, pero dijo a Matt:

—Casi todo lo que hacen es corrupto. La semana pasada, el juez tuvo que resolver un problema sencillo: la transferencia de propiedades pertenecientes a la viuda de ese trabajador que murió al romperse el botalón del barco. Era simple. Yo misma habría podido solucionarlo. Pero no, él tuvo que dar participación al señor Hoxey. Y cuando terminaron con sus galimatías, del dinero de la viuda habían desaparecido mil ochocientos dólares.

—¿Sabes qué opino, Missy? Un día de estos alguien va a matar a Hoxey. Yo veo cosas que ponen los pelos de punta.

—No te metas en ningún tiroteo, Matt. —Tras tantos meses de esfuerzos y privaciones, esa pareja trabajadora y seria tenía ingresos seguros, por fin. Pero Missy empezaba a asquearse de su trabajo—. ¿No te gustaría que renunciáramos, Matt? Podríamos renunciar y pedir a Tom Venn que nos empleara en la tienda.

—¿Para hacer qué?… Necesitamos dinero.

—YO podría llevar registros, registros de verdad para Tom. Y tú podrías dirigir el depósito para que las cargas no se acumularan en la playa. Entonces podríamos dormir por la noche.

—¿Te desvelas?

—Sí.

—Por Dios, Missy, uno nunca debe desvelarse por lo que ha hecho cumpliendo órdenes ajenas.

—Tengo miedo, Matt. Cuando comiencen los disparos, cosa que ocurrirá tarde o temprano, puedes estar tú en el medio. O yo.

Sus palabras eran tan solemnes que el 10 de septiembre, media hora después del alba, estaban llamando a la puerta de Tom Venn.

—Buscamos trabajo, Tom.

—¡Pero si ya lo tenéis! Me tomé muchas molestias para conseguiros esos empleos.

—No podemos seguir en eso.

—¿Por qué?

—¿Recuerdas, Tom, lo que te dije cuando nos dejaste para trabajar solo por primera vez? ¿En el barranco de Klope?

Tom aspiró muy hondo, luego se llevó la mano izquierda a la boca y murmuró:

—Me dijiste que fuera siempre honrado. —Se alejó de la pareja y añadió, volviéndose—: El año pasado, cuando zarpé de Dawson para venir aquí, el señor Pincus me dio esa balanza para oro. Me dijo que la mantuviera limpia. Me advirtió que, si alguna vez hacía algo fraudulento para R R, se oxidaría. —Por algunos momentos no hizo sino pasearse, levantando polvo. Luego se detuvo de golpe y miró por encima del hombro—. No son muy buena gente, esos dos, ¿verdad?

—No, Tom —confirmó Missy, con tristeza.

Y no volvieron a tocar ese tema.

—Bueno —exclamó Tom alegremente, como si acabara de conocerles—, supongamos que tengo trabajo para vosotros. ¿Qué Podríais hacer?

—Yo podría llevarte los libros —dijo Missy. Y Matt añadió:

—Y yo, encargarme de la mercadería que llega en las barcazas.

Nadie más que Tom podía evaluar cuánto debía a esas dos buenas personas, lo mucho que le debía a Missy, que había salvado a su familia en 1893 y, en el Paso del Chilkoot, le había enseñado lo que era el coraje. Sólo él comprendía el efecto sutil de Matt Murphy, con su lirismo irlandés, su dulce enfoque de la vida y su espíritu indómito. Tom debía a Matt y a Missy los valores que le guiarían durante el resto de su vida. Y si ellos necesitaban empleo, no podía hacer otra cosa que proporcionárselo. Ya buscaría el modo de explicarlo a sus jefes de Seattle.

—Pero no podéis dejar plantados al juez y al señor Hoxey, ¿sabéis? Tenéis que dar preaviso.

—Por supuesto —dijo Missy—. ¿Dos semanas serán suficiente?

—Sí, pero quedaría mal que renunciarais y yo os diera trabajo inmediatamente. Es decir… parecería como si yo lo hubiera propuesto. Será mejor que hable con ellos y ponga las cartas sobre la mesa.

—Esa mañana, en cuanto abrieron las oficinas, Tom fue al despacho del juez Grant y le sugirió que hiciera venir a Hoxey. Una vez reunidos los tres, mientras comían rosquillas, Tom dijo:

—Cuando ustedes llegaron aquí, caballeros, yo les recomendé a dos antiguos amigos míos: Missy Peckham y Matthew Murphy.

—El juez Grant se inclinó hacia delante, haciendo un gesto lascivo con los dedos, y preguntó:

—¿Esos dos andan…? ¿Él se la…?

—No lo sé —dijo Tom. Y se volvió hacia Hoxey—. Se acerca el invierno y el Senator, el barco en que ustedes vinieron, traerá un cargamento enorme. Me vendría muy bien contar con la ayuda de ellos.

—¿Quiere quitárnoslos? —preguntó Hoxey en tono hostil.

—Bueno… sí. Puedo conseguirles otros ayudantes.

—El irlandés no vale una higa —resopló Hoxey—. Será un alivio que se vaya. En cuanto a la muchacha, eso es otro cantar.

—Pero ¿no trabaja con usted, señor juez?

—Fuera de horas colabora conmigo —mintió Hoxey.

—¿Y no puede prescindir de ella?

—Esto me viene muy mal, muy mal —dijo Hoxey—. Y cuando algo me viene muy mal, acostumbro a tomar medidas. Mantengo una estrecha relación con los empresarios de Seattle que le emplean, señor Venn, y esto no me gusta.

Por lo tanto, Tom tuvo que informar a sus antiguos compañeros que, si bien Matt podía comenzar a trabajar para R R al término de dos semanas, Missy tendría que permanecer con el juez.

—Lo siento, Missy, pero estoy descubriendo que en este mundo son muy pocos los que pueden decidir por su cuenta. El señor Hoxey no quiere prescindir de ti.

—Si pude soportar aquellos rápidos del lago Bennett, puedo soportar al señor Hoxey.

Era obvio que estaría encadenada a ese puesto durante el interminable invierno. Ahora ponía más cuidado que nunca al tomar nota de todo lo que el juez hacía. Durante las dos últimas semanas que Matt pasó a las órdenes de Hoxey, ella le interrogó en detalle sobre lo que se hacía en las minas. En la noche del 13 de septiembre dijo a Matt:

—¿Recuerdas lo que hizo el inspector Steele para proteger al minero que tenía su montón de barro en propiedad ajena? ¿Y el motivo por el que lo hizo, aunque iba contra la ley?

—Sí. Steele dijo que el otro solicitante era un verdadero cerdo.

—Los hombres con quienes estamos trabajando son unos cerdos.

El día catorce llegó el Senator con una enorme carga para R R y el último grupo de mineros de la temporada. Éstos, al desembarcar, descubrirían que todas las concesiones estaban otorgadas, a lo largo de los arroyos ricos y en cada centímetro de playa. Pero desembarcarían igual. Al terminar el crudo invierno, pasados diez meses, ya habrían hallado algún modo de ganarse la vida y sobrevivir, aunque no como imaginaban.

El día 14 no pudieron desembarcar, porque en la mitad occidental del mar de Bering se estaba preparando una gran tormenta; con tanta agua amontonada contra las playas de Nome, intentar el desembarco en barcazas se tornó peligroso y hasta imposible. Sólo llegó a la costa un bote con un oficial de a bordo y un empleado de Ross Raglan, pero cuando trataron de regresar, la mar estaba tan picada que nadie quiso embarcarse, y ellos, mucho menos.

Traían la noticia de que había ochocientos treinta y un hombres ansiosos por bajar a tierra y desenterrar sus millones.

—Algunos nos pidieron que permaneciéramos anclados tres días, para que ellos pudieran emprender el regreso a Seattle con sus fortunas. Uno de nuestros marineros ganó una bonita suma indicándoles los mejores sitios a lo largo de la playa… todos ocupados, por supuesto.

El enviado de R R fue el portador de dos buenas noticias: que el barco traía todo lo pedido por Tom y que le habían aumentado el sueldo en siete dólares semanales. Al entregar a Tom la lista del cargamento, añadió:

—Estamos orgullosos del modo en que has manejado las cosas. No hay muchos que se hagan cargo como tú. ¿Y sabes qué fue lo que nos llamó más la atención? Eso de que vendieras a cinco céntimos las latas sin etiquetas. Nuestro contador gritó: «Cárguenle en la cuenta treinta céntimos por lata. Eso fue lo que nos costaron». Pero ¿sabes qué dijo el señor Ross? «Demos un aumento a ese jovencito. De aquí a cuarenta años se hablará de lo generosa que fue R R con esas latas, que estaban en perfectas condiciones».

Luego el hombre añadió:

—Ha venido un tal señor Reed, creo que de una compañía de seguros de Denver. Está muy deseoso de hablar contigo, Venn.

Por el modo en que lo dijo, Tom supuso que el representante podía creerlo involucrado en alguna operación oscura; después de todo, los inspectores de seguros no hacían semejante viaje desde Denver sólo para preguntar cómo andaban los negocios.

—¿Conoces a ese Reed, Tom? —preguntó el hombre de R R.

—Nunca lo he oído nombrar. Todavía no tengo seguro.

—Pues deberías tenerlo. Cualquier joven que piense en casarse debería tener un seguro. Este Reed mencionó a una tal señora Concannon. Por un fallecimiento o algo así. ¿Sabes algo de esa señora Concannon?

—Me temo que no. —De pronto, con cierto recelo, Tom recordó—: ¡Ah, sí! El esposo murió en uno de nuestros barcos (el Alacrity, creo), al desprenderse un botalón.

—¿Nosotros fuimos responsables?

—Oh, no. Fue voluntad de Dios, como se dice.

—Y la reclamación de la mujer ¿pudo haber sido infundada?

—No, en absoluto. El hombre murió al acto.

—¿Te encargaste tú de los papeles para el seguro, en nombre de R R?

—No. —Una vez más, Tom tuvo que corregirse, lo cual pareció falso—: Aquí, en Nome, vengo a ser una especie de alcalde, forense o algo así. Como usted ha de saber, no tenemos gobierno, y a los comerciantes nos toca… bueno, fui yo quien firmó el certificado de defunción de Concannon.

—¿No hubo maniobras? ¿Ninguna complicación?

A Tom no le gustaba el rumbo que estaba tomando ese interrogatorio y así lo dijo:

—Verá, señor, todo lo que hago en nombre de R R está bien a la vista, y en mi vida privada, igual.

—¡Un momento, hijo! Si mañana viniera aquí un hombre, un detective enviado por una empresa de seguros de Denver, con buenas credenciales, y comenzara a hacer preguntas sobre mí… ¿tú no querrías saber qué pasa?

—Supongo que sí.

—Pues bien, el señor Reed, inspector de seguros de Denver, estuvo haciendo preguntas sobre ti, que eres uno de nuestros empleados. Naturalmente, acerqué la oreja. Te has puesto pálido, hijo. ¿Quieres un vaso de agua?

Tom se dejó caer en la silla y se cubrió la cara por un instante. Luego dijo:

—No viene de Denver. Viene de Chicago. Y no es inspector de seguros. Es un detective privado contratado por mi madre… es decir, mi otra madre, la que no quiero.

Temblaba tanto que el representante de R R se sentó junto a él, preguntándole con suavidad:

—¿Quieres que hablemos de eso?

—Sólo si Missy está también presente.

Pese a la tormenta que estaba ya azotando a Nome, él y el hombre corrieron al cobertizo de Murphy, donde Tom dio la noticia:

—Uno de esos detectives de los que huíamos, Missy, nos ha descubierto.

—¡Oh, por Dios!

La muchacha se sentó en una silla, callada. Nunca había revelado a Klope ni a Murphy su huida de Chicago para escapar de la ley; ahora no tenía coraje para revivir esa época dolorosa. Fue Tom quien habló. Contó cómo Missy Peckham había salvado a su familia; habló de su madre y de los abogados que los acosaban; de lo valiente que había sido Missy en Chilkoot; describió la muerte de su padre en el lago Lindeman. Las pasiones de siete años se abatieron sobre él. No lloró, pero no pudo decir nada más.

—¡Qué diablos! —exclamó el enviado de R R, padre de seis niños—. No tienes por qué preocuparte. Tu madre era una perra, para decirlo con sencillez. El señor Reed debería avergonzarse de lo que hace. ¡Cómo me gustaría darle un buen puñetazo en la nariz! —Un rato antes, había aconsejado a Tom que evitara cualquier conducta que pudiera abochornar a R ahora se mostraba dispuesto a golpear a un inspector de seguros. Tratando de devolver un poco de coraje a Tom Venn, recurrió a antiguos refranes—: Lo pasado, pisado, Tom. Yo te defendería en todos los tribunales de esta Tierra. Además, el que es honrado no tiene nada que temer.

En la mañana del día 15, en la última semana del verano, el pueblo de Nome despertó ante el ataque de la tempestad más terrible de toda la década, desde Siberia. Al amanecer llegaba a los setenta y cinco kilómetros por hora; a las ocho el anemómetro registraba noventa y cuatro; a partir de entonces las ráfagas ascendieron a ciento veinte o más.

Grandes olas castigaban la costa desprotegida, llevándose hacia el mar chozas y tiendas. Atacaron implacablemente la playa y llegaron a afectar las casas y tiendas edificadas a trescientos metros de ella; el agua llegó a los peldaños de los nuevos depósitos de R R. Al caer la noche en Nome, una de cada cuatro casas estaba destruida. La tempestad siguió haciendo estragos durante tres terribles días. Un clérigo reunió a su rebaño y leyó pasajes del Apocalipsis tratando de encontrar pruebas de que Dios había venido a Nome para castigar al Anticristo. Los hombres del cloroformo sólo buscaban su propia seguridad.

Tom Venn pasó tres días aislado con Missy y Matt, discutiendo estrategias para tratar con el detective y cualquier problema que éste presentara. Formaban un grupo lúgubre; entre las ráfagas que arrojaba el mar, ellos adivinaban el sinfín de problemas en que temían verse envueltos. Pero Murphy, con su saludable escepticismo campesino, acabó por poner alguna cordura en la discusión.

—¡Un momento! ¿Qué sabes de ese tal señor Reed, a fin de cuentas? Ni siquiera sabes quién es.

—Preguntó por mí. Más de una vez, me parece.

—Ni siquiera sabes si es un inspector de seguros, como ha dicho, o un detective, como dices tú. Quizá no sea ni una cosa ni la otra.

—Estaba investigando cosas, cosas personales.

—No sabes si viene de Denver o de Chicago. Y quizá no venga de ninguna de las dos.

—¿Qué estás sugiriendo? —preguntó Missy, que había aprendido a confiar en el sentido común de Matt.

—Que esperemos hasta que amaine esta maldita tormenta y ese tal señor Reed pueda venir a tierra y dar explicaciones. Mientras tanto, de nada servirá ponernos nerviosos por lo que no sabemos.

El consejo era tan sobrio que Missy y Tom dejaron de atormentarse. Mientras la tempestad aumentaba su furia, sus temores cedieron; aunque no lograban evitar una sensación de fatalidad, consiguieron apartarla de su atención. Y en ese período de espera, en medio de la tormenta, Tom expresó varios pensamientos:

—Estoy tan en deuda con vosotros que quiero veros felices. Quiero que trabajéis conmigo en R R. El juez Grant y Hoxey tendrán que irse pronto si no quieren que alguien los mate, como dice Matt. Entonces Missy quedará en libertad y podremos trabajar juntos. ¿Por qué no te casas con ella, Matt?

Entonces el irlandés le reveló algo que había dicho a Missy mucho tiempo antes:

—Tengo esposa en Irlanda.

Lo dijo de manera tan definitiva que no hizo falta ningún comentario. Los tres pasaron un rato en silencio, escuchando el aullar del viento, que crecía en furia para igualar a la lluvia torrencial.

—Hoy caerán muchas casas —dijo Tom—. Cuando reconstruyamos, me gustaría ver calles más anchas. Hacer de esta ciudad algo de lo que podamos estar orgullosos.

Matt dijo:

—Ándate con cuidado, Tom. Tú y tu gente queríais mejor gobierno y nos cayó el juez Grant.

—No creo que Nome pueda seguir siendo una gran ciudad. Hay más de cuatrocientos mineros que se presentaron a nuestro comité porque quieren viajar en el Senator cuando zarpe, si es que puede descargar. Pero no tienen un céntimo.

—¿Y qué van a hacer?

—Nuestro comité les proporcionará un pasaje gratuito al sur. Y apuesto a que habrá otros cuatrocientos que pagarán, aunque viajen durmiendo en cubierta, sólo para salir de aquí.

—Cuando lleguen a Seattle ¿qué harán?

—Algunos, mezclarse con la gente de la ciudad. La mayoría, continuar viaje. Irán a la deriva hasta que consigan trabajo para empezar otra vez. Una ciudad grande puede absorber a gente sin dinero. Una pequeña población como Nome, no.

—Nome es bastante grande —observó Missy—. La ciudad más grande de Alaska.

Tom se quedó escuchando la tempestad, que alcanzaba a su peor momento. Luego dijo:

—Anoche tuve una visión; supongo que tú la llamarías así. Como no podía dormirme, preocupado por el detective…

—No puedes asegurar que sea un detective —insistió Matt.

—Vi Alaska como si fuera un buque enorme, mucho más grande que el Senator, y sobrevivía a esta tormenta sólo porque estaba firmemente anclado. Esta carrera del oro tiene que apagarse. Y creo que, cuando pase, deberemos hacer todo lo posible por fortalecer nuestros vínculos con Seattle. Si le va bien a Seattle, nos irá bien a nosotros.

Pero Missy dijo:

—Yo no estoy tan segura. Todo lo bueno que le pase a Alaska vendrá de Alaska.

Al atardecer del día 17, cuando la tempestad empezó a amainar, Tom y Matt caminaron bajo la lluvia torrencial para inspeccionar los daños; quedaron horrorizados ante el gran número de casas destruidas y la pequeña cantidad de tiendas que aún estaban en pie. Nome, sin ninguna protección contra el mar de Bering, habría sido borrada del mapa de no ser por la persistencia de los mineros, que estaban dispuestos a reconstruir su ciudad de oro.

—Lo que debemos hacer, tarde o temprano —dijo Tom— es un dique costero que nos proteja de estas tormentas.

Mientras caminaban, bajo la luz del crepúsculo, se les unieron varios comerciantes, algunos de los cuales habían perdido sus establecimientos, barridos por completo. Otros encontraban medio metro de agua en sus tiendas. Entre los sesenta y tantos bares, sólo los mejores estaban en condiciones de reabrir.

—La lluvia hizo algo bueno —comentó uno de los hombres—. Al menos, el hotel Golden Gate no volvió a incendiarse.

Fue al llegar a la playa, por cualquier punto de sus cuarenta y seis kilómetros de extensión, cuando pudieron apreciar la tremenda potencia de la tempestad, pues no había un solo aparato para extraer oro a la vista. Los pequeños filtros y las enormes máquinas que devoraban la arena habían desaparecido en su totalidad. La playa estaba barrida y limpia, sin el menor vestigio de la gran carrera del oro. Uno de los clérigos de la ciudad se unió al grupo y no pudo evitar el comentario:

—Véanlo ustedes mismos, señores. Es como si Dios se hubiera cansado de nuestros excesos y limpiase la pizarra. He aquí la famosa carrera del oro.

—No —dijo un minero—. Allí está la famosa carrera del oro, en ese barco en el que los hombres esperan para venir a tierra. Dentro de dos días, la playa estará cubierta de hombres, tal como un trozo de ternera se cubre de hormigas.

—Estoy de acuerdo con usted, reverendo —dijo otro minero—, pero de todo esto extraigo una conclusión distinta. Creo que Dios ha enviado la tormenta, pero lo ha hecho para reacomodar los derechos de placer. Y para traer una nueva carga de oro. No veo la hora de recomenzar.

Mientras él hablaba, dos hombres entrados en años bajaron a la playa, arrastrando un monstruoso artefacto; después de escoger un sitio donde antes abundaba el oro, reanudaron la tarea de cribar la arena.

Pero la imagen duradera, al amainar la histórica tormenta de septiembre de 1900, fue la del gran vapor Senator, que se mecía en las aguas turbulentas a buena distancia de la costa, esperando la oportunidad de descargar la siguiente tanda de buscadores de oro. También retenía a un tal señor Reed, más impaciente por llegar a la ciudad que ninguno de los aspirantes a mineros.

Si en el mar su inquietud era evidente, en tierra se tornó casi imperceptible. Después de inscribirse en el indemne Hotel Golden Gate bajo el nombre de Frank Reed, de Denver, Colorado, pasó tres días familiarizándose con la distribución de Nome: qué sitio ocupaban las concesiones originales en los arroyos y cómo hacían los hombres que acudían como moscas a las playas para establecer sus derechos en esta o aquella porción de arena. Visitó las tiendas principales para ver qué vendían y probó la cerveza en varias tabernas, donde permaneció callado, escuchando. Como cualquier hombre sensato, quedó horrorizado al ver lo que se hacía en Nome con las aguas residuales. En esos primeros días comió con mucha moderación.

En su cuarto día de estancia en la ciudad empezó a visitar a los supuestos líderes; sus preguntas fueron tan diversas y poco reveladoras que tres hombres maduros fueron al Golden Gate para hablar con él. En el trayecto se encontraron con Tom Venn y le pidieron que les acompañara.

—Señor Reed: sus actividades nos dejan perplejos.

—La perplejidad de ustedes no es mayor que la mía.

—¿A qué ha venido, señor?

El desconocido pensó en la pregunta por algunos instantes. Su verdadero impulso era decir la verdad a esos hombres honrados y preocupados, pero en su larga experiencia había aprendido a no actuar precipitadamente, por lo que eligió un término medio:

—Todavía no estoy en libertad de responder a sus preguntas, caballeros. Pero créanme si les digo que no he venido a molestar a personas como ustedes. —Sabiendo que ellos merecían más, sacó un documento del bolsillo interior—. Usted es el señor Kennedy. Se me dijo que era un hombre honorable. He venido a hablar con usted. —Leyó otros dos nombres con similares comentarios. Luego se volvió hacia Tom—. A ti no creo conocerte.

—¿No ha venido por mí? —preguntó Tom, con tremendo alivio.

—No he venido por nadie.

—Soy Tom Venn. De Ross Raglan.

—¡Vaya, vaya! —exclamó el señor Reed, sin poder disimular su sorpresa—. No tenía idea de que fueras tan joven. A ti quería verte antes que a nadie.

A Tom le temblaban las rodillas y tenía la boca seca, pero había acordado con Missy que se enfrentaría a lo que fuera.

—¿Para qué deseaba hablar conmigo?

Entonces el señor Reed tuvo que descubrir en parte su juego:

—Por el caso Concannon.

—Ah… —Tom suspiró tan profundamente que, si el señor Reed hubiera ido a investigar un gran asalto a un banco, ese suspiro le habría hecho pensar que el ladrón era Tom.

—Tú firmaste el certificado de defunción del señor Concannon, ¿verdad?

—Sí. Como usted sabe, no tenemos médico forense.

—Lo sé.

—Por eso pidieron que alguno de nosotros… Creo que el señor Kennedy, aquí presente, también lo firmó.

—En efecto —confirmó el señor Reed—. Su nombre estaba en el documento. Ahora vamos a sentarnos, caballeros, y ustedes me dirán lo que sepan del caso Concannon.

Era como un hurón; escarbaba hasta los detalles más recónditos de lo que había sido un accidente normal en el mar, provocado por la rotura de un botalón al moverse el barco.

—El Alacrity era un barco de R R, ¿verdad?

—Uno de los pequeños —aclaró Venn—, construido para el trayecto a Skagway; fue desviado al iniciarse la gran carrera hacia las playas.

—¿No es algo extraño que el certificado de defunción haya sido emitido por un empleado de la empresa propietaria del barco involucrado en el fatal accidente?

—En un primer momento, yo no sabía siquiera que él había muerto en el Alacrity. Sólo se me llamó para firmar los papeles. Alguien tenía que hacerlo para que la señora Concannon pudiera cobrar su seguro.

—Sí, eso explicó la gente de Denver.

—Pero, ¿usted no es de la compañía aseguradora?

—No. Ellos avisaron a las autoridades que en el caso Concannon podía haber ocurrido algo extraño. Y parece ajustarse a un patrón.

—¿Qué es lo que se ajusta a un patrón? —preguntó un hombre mayor.

El señor Reed sonrió.

—Su pregunta es profunda, señor, y merece una respuesta que aún no puedo darle. Voy a repetirlo: no he venido a investigar a ninguno de ustedes. De los presentes no tenemos más que referencias excelentes. Ahora vamos a separarnos; cuanto menos se comente sobre esto, mejor. Comprendo que quieran discutirlo entre ustedes, pero por favor, por favor, no mencionen el asunto en público. —Cuando los hombres estaban a punto de salir, añadió—: Le agradecería que me dijera todo lo que puedan sobre el caso Concannon.

—No pudo tratarse de un asesinato, señor Reed —aseguró Tom con firmeza.

—De eso estoy seguro —replicó el forastero.

El quinto día después de la tormenta, el señor Reed reunió a ese primer grupo de líderes en el Golden Gate, junto con ocho o nueve hombres más, incluidos todos los clérigos de la ciudad. Cuando estuvieron instalados, se puso de pie ante ellos.

—Caballeros, han sido ustedes muy pacientes y se lo agradezco. Tienen todo el derecho del mundo a saber quién soy y a qué he venido. Me llamo Harold Snyder. Soy alguacil del Distrito de California y he venido para iniciar actuaciones en la fraudulenta conversión de propiedades pertenecientes a mineros que tenían derechos perfectamente legales sobre el arroyo Anvil.

Antes de que los presentes pudieran siquiera aspirar hondo, comenzó a dar órdenes como una ametralladora:

—Quiero todos los detalles de lo que ocurrió con las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba. Y me gustaría reunirme mañana con Lars Skjellerup, ciudadano de Noruega, y con Mikkel Sana, ciudadano de Laponia. ¿De qué nación forma parte ese lugar?

—Podría ser de Noruega, Suecia, Finlandia y hasta un extremo de Rusia.

—Y con el siberiano conocido como Arkikov, sin nombre de pila. —Luego siguió con una serie de instrucciones—: Consíganme un plano a escala del arroyo Anvil. Todos los documentos relacionados con los títulos de propiedad. Una cronología de las diversas asambleas. Y una lista completa de los mineros que asistieron a las dos primeras asambleas. —Concluyó con una declaración que electrizó a los comerciantes—: Antes de iniciar esta sesión asigné a tres miembros de esta sociedad, incluido un religioso, la misión de observar todos los movimientos del juez Grant y de Marvin Hoxey. Estos observadores no les permitirán quemar ningún papel.

Dicho esto, dio por terminada la reunión.

Al día siguiente llegaron los propietarios originales de las Cinco, Seis y Siete Arriba. Una vez cerradas las puertas, él realizó una minuciosa investigación, utilizando mapas, diagramas, calendarios y listas de testimonios anteriores, a fin de detectar las horribles faltas a la justicia que los funcionarios de San Francisco comenzaban a sospechar.

Al cabo de dos días tenía evidencias inequívocas contra los dos ladrones y estaba convencido, pero temía que todo eso no sirviera de mucho ante Un tribunal. Al parecer, el juez Grant y Hoxey lo sabían, pues continuaban operando como de costumbre; el último había puesto a bordo del Senator un inmenso cargamento de oro que viajaría al sur para ser depositado en su cuenta.

—El problema —advirtió el señor Snyder al comité— es que resulta casi imposible probar ante un jurado lo que han hecho esos dos bandidos. Ustedes saben mejor que nadie lo infiel que ha sido el juez Grant a su juramento, pero ¿cómo podemos demostrar que les ha robado sus propiedades? Ustedes saben que Hoxey se quedó con sus concesiones, pero ¿cómo lo probaremos? A los jurados no les interesan mucho los papeles. Sin embargo, si pudiéramos demostrar lo del caso Concannon…

—¿Qué pasa con el caso Concannon?

—Creemos que privaron a una viuda del seguro que debía cobrar. La gente de Denver se olió algo podrido, pero los bandidos cubrieron las huellas. No tenemos nada en que basarnos, pero si pusiéramos en el estrado de los testigos a una indefensa viuda… —Se interrumpió—. Demonios, ¿no hay nadie que sepa algo sobre ese caso?

Fue entonces cuando a Tom Venn se le ocurrió que Missy podía saber algo de lo de Concannon.

—No estoy seguro, señor Snyder —dijo—, pero creo que Missy Peckham puede estar enterada.

—Tráigala ahora mismo.

Tom corrió primero a su tienda y ordenó a Matt Murphy:

—Ve a la oficina del juez Grant. No quiero que me vea. Y trae a Missy.

—¿Aquí?

—No. Llévala al Golden Gate.

Al llegar a la oficina del juez Grant, Matt fue detenido por los tres hombres que custodiaban el sitio.

—No se puede entrar.

—El señor Snyder quiere hablar con Missy.

El juez Grant no la dejará salir.

—Voy a contar hasta tres. Después entraré como sea para sacarla de ahí.

Missy salió del despacho. Cuando se sentó ante el señor Snyder, con Tom y Matt, la pregunta fue directa:

—¿Qué sabe usted sobre el caso Concannon?

—No fue suicidio ni asesinato —dijo Missy—. Había una póliza de seguro. El juez Grant y el señor Hoxey robaron una buena parte.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo sé.

—¡Maldita sea…! Todo el mundo dice «porque lo sé» y nadie sabe nada que se pueda presentar a un jurado.

—Bueno, yo sé —replicó Missy, empecinada.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque lo anoté todo.

El señor Snyder, sintiendo que por las venas del caso volvía a correr la vida, se obligó a preguntar en voz baja:

—¿Usted tomaba nota?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me bastó trabajar con ellos una semana para saber que esos dos no se traían nada bueno entre manos.

—¿Esos dos?

—Sí. Yo mecanografiaba todas las cartas del señor Hoxey.

Silencio. Luego, con mucha cautela, el señor Snyder preguntó:

—¿También tomaba notas sobre los negocios de Hoxey?

—En efecto.

—¿Y dónde están esas notas?

Entonces se produjo un silencio muy largo, pues Missy estaba acordándose de Skagway, donde los hombres de Soapy Smith se vestían de clérigos para cometer estafas, de carteros para robar y de porteadores para apoderarse de mercancías que nunca llegaban al barco. En esos feos tiempos todo hombre era sospechoso; Missy aún veía a Diente Negro escurriéndose como una rata en el sitio de aquella terrible avalancha para robar las mochilas de los muertos. El señor Snyder, como cualquier secuaz de Soapy Smith, podía ser un impostor traído a Nome por el juez Grant y Hoxey, a fin de buscar y destruir cualquier evidencia que hubiera contra ellos. Decidió no decir nada más a ese desconocido.

—¿Dónde están esas notas? —repitió el señor Snyder.

Missy permanecía muda.

—Díselo —pidió Matt.

Su súplica era tan insistente que ella se giró hacia Tom, angustiada, y dijo:

—Esto es igual que Skagway. ¿Cómo sabemos quién es él en realidad? ¿Cómo sabemos si se puede confiar en él? ¿Y si trabajara para Hoxey?

Era una protesta que el señor Snyder comprendía tan bien como Tom. Cuando una sociedad permite el caos total, engendra la sospecha generalizada; entonces se corroen los procesos normales por los que cualquier organización mantiene un rumbo estable (la confianza, la responsabilidad, la formalidad, el castigo de los delitos), y todo comienza a derrumbarse, pues han desaparecido los puntales.

Con paciencia, el recto Harold Snyder, que ya no se presentaba como el Misterioso señor Reed, entregó a Missy sus credenciales para que las estudiara y digiriera. Era, en verdad, un alguacil federal, y tenía órdenes de la Corte Federal de San Francisco, que le encomendaba investigar la mala actuación de un juez de Nome; tenía también facultad de arresto. Tampoco eso convenció a Missy:

—Los hombres de Soapy también tenían documentos. El mismo Soapy los imprimía. —Y miró sucesivamente a cada uno de los tres hombres, preguntando—: ¿Cómo puedo estar segura?

—Missy —intervino Tom—, ¿recuerdas lo que te dijo el sargento Kirby cuando el inspector Steele quería hacerse cargo de tu dinero? «Si no puede confiar en el inspector Steele, no puede confiar en nadie». La situación es la misma.

Ella comprendió que era cierto. En algún momento en cualquier crisis, había que confiar en alguien. Entonces dijo que entregaría su libreta. En ese instante, aquella mujer fuerte pareció perder toda su capacidad de lucha. Le habían ocurrido demasiadas cosas en un tiempo demasiado breve. Dejó caer pesadamente la cabeza en la mesa y se la cubrió con los brazos.

Matt y Tom la dejaron allí. Después de una carrera hasta la cabaña, volvieron con la libreta, que el irlandés dejó en la mesa sin abrir.

—¿Es ésta la famosa libreta, Missy?

—Sí.

—Vamos a estudiar cada anotación con cuidado.

Ya avanzada la tarde, Snyder preguntó:

—¿Qué significa esta anotación?

Y ella dijo:

—El juez Grant me hizo reclamar el pago de siete horas de trabajo extra que yo no había hecho, pero cuando me pagaron se quedó con el dinero.

Snyder apartó la libreta como si su olor le ofendiera:

—Por Dios, quién pensaría que un hombre con ese sueldo puede estafar a su secretaria.

Pero fue al llegar a las anotaciones referidas a Hoxey cuando se enfureció de verdad:

—Soy un representante de la ley y tomo ese papel muy en serio. Pero en estos momentos me gustaría poder encerrar a esos dos en un cuarto, con ese gigante noruego, el siberiano y ese pequeño lapón, tan fornido. Apostaría a que ellos liquidarían el caso en quince minutos, ahorrando mucho dinero a los contribuyentes.

Durante su segunda mañana con la libreta de Missy llegó al caso Concannon. Aquello era repugnante:

—Una mujer pierde a su esposo en un accidente absurdo, que no tiene explicación, y estos dos bandidos le birlan el dinero del seguro.

No pudo seguir leyendo. Salió violentamente del hotel y fue en busca del juez Grant y de Hoxey, que se mantenían escondidos. A ambos les puso las esposas.

—¿Adónde nos lleva? —gimió el juez.

Snyder dijo:

—Están bajo detención preventiva, para que no acaben linchados por esta gente.

Dos días después, cuando el Senator zarpó hacia el sur, los dos iban a bordo. Habían pasado en Nome menos de cuatro meses, pero en ese tiempo arrojaron una de las manchas más lamentables a los ojos vendados de la justicia estadounidense.

La saga de Nome se detuvo, chirriante y a tropezones. El Hotel Golden Gate volvió a incendiarse y fue reconstruido. El glaciar de orina helada llenaba los callejones durante el invierno y se fundía en el mar al llegar el verano. Las playas doradas continuaron arrojando oro un año más, antes de agotarse, mientras que las minas de placer, a lo largo del arroyo Anvil, dieron un rendimiento modesto todavía varias décadas más.

La gloria había sido asombrosa, aunque breve. En un solo período de doce meses, Nome produjo oro por valor de siete millones y medio de dólares, más que todo lo pagado por Alaska en 1867. En total se extrajeron más de ciento quince millones, en los tiempos en que el oro se pagaba a veinte dólares la onza.

Las concesiones Cinco, Seis y Siete Arriba, una vez más en poder de sus legítimos propietarios, sólo rindieron fortunas modestas, porque Marvin Hoxey había secuestrado la mejor porción del oro. La ocultó tan bien que, durante su juicio en San Francisco y su encarcelamiento en la penitenciaría, el gobierno no pudo hallar sus dos millones de botín: él se quedó con todo.

El indignado juez le sentenció a quince años de prisión, justo castigo para un hombre que había despojado a tantos; pero, al cabo de tres meses, el presidente McKinley le indultó, bajo el pretexto de que el encarcelamiento amenazaba su salud; además, todos sabían que, anteriormente, el hombre había sido un ciudadano ejemplar. Por treinta productivos años más, seguiría siendo el intrigante más eficiente de Washington y continuaría impidiendo que se dictara cualquier legislación constructiva para que Alaska pudiera autogobernarse. Los legisladores le prestaban oídos, pues él continuaba jactándose: «Conozco Alaska como la palma de mi mano y, para hablar francamente, aún no está en condiciones de gobernarse a sí misma». El caso del juez Grant tuvo una conclusión sorprendente. Tal como había predicho Harold Snyder, pese a la libreta de Missy no se pudo probar específicamente ningún cargo contra él; durante las frenéticas semanas de su estancia en Nome, había manejado sus asuntos con astucia casi animal, tan cuidadosamente y con tanto conocimiento de lo que ocurría que pudo aprovechar cuanta evidencia se presentó para condenar a Hoxey; por su parte, quedaba como un recto juez de Iowa, que había tratado de hacer lo posible. Snyder, que escuchaba el juicio, rompió varias veces en carcajadas:

—En Nome todos pensábamos que el juez Grant era un títere utilizado por el astuto Marvin Hoxey. No, el astuto era Grant. Maniobró de tal modo que salió libre y Hoxey fue a la cárcel.

Al terminar una sesión en la que las pruebas presentadas contra el juez Grant terminaron absolviéndole y perjudicando a su socio, Marvin se acercó a Snyder para decirle:

—Éste ha sido muy zorro.

Declarado inocente por un jurado federal, Grant volvió a Iowa; tras un lapso de dos años, durante los cuales fortaleció sus líneas de defensa, retomó su puesto en el tribunal ante el cual su padre había ejercido la abogacía; allí se le conocía como «el eminente jurista que llevó un sistema de justicia a Alaska». Repetidas veces, mientras actuaba en el estrado o pronunciaba algún discurso, en su ciudad o en Chicago, la gente comentaba, admirada: «¡Qué pinta de juez tiene!», demostrando con ello que, en muchas ocasiones, es más importante parecer que ser.

Tom Venn prosperó, como suelen prosperar los jóvenes trabajadores bien preparados. Siempre mantuvo sin óxido su balanza de pesar oro y, cuando R R cerró la tienda de Nome por la catastrófica despoblación (treinta y dos mil habitantes en 1900, contando los nómadas, y mil doscientos tres años después, pues ya casi no había mineros), le ascendieron encargándole la gran tienda de Juneau, la nueva capital de Alaska. Continuó atendiendo los negocios como siempre, pero también comenzó a observar cuidadosamente a todas sus clientas jóvenes, en busca de una posible compañera para el matrimonio.

El cambio mayor fue el que se produjo en la vida de Missy Peckham y Matt Murphy. No, no es que la esposa irlandesa muriera, dejándole en libertad de volver para casarse, ya que el divorcio no era posible, siendo ambos católicos. Pero una tarde de julio, tras el deshielo del Yukón, llegó a Nome un forastero alto, de hombros encorvados, que no se alojó en el costoso Golden Gate, sino en uno de los albergues improvisados, que estaban hechos de madera y lona y cobraban más barato.

Después de inscribirse, arrojó su bolsa a un rincón sin desempacar sus cosas y comenzó a vagar por las calles. Hizo algunas preguntas y le dieron las señas de un cobertizo miserable, a cuya puerta golpeó, anunciándose:

—Soy John Klope.

Missy, sin demostrar sorpresa, le invitó a entrar en voz baja:

—Pasa, John. Siéntate. ¿Te preparo café?

Quería saber qué había sido de ellos. Matt contó su viaje en bicicleta por el Yukón y Missy explicó qué habían hecho en la famosa carrera del oro:

—Llegamos aquí demasiado tarde, como siempre, para conseguir las buenas minas de placer. Ni siquiera solicitamos una concesión. También nos perdimos el oro de la playa. Eso era un caos. Conseguimos trabajo y creo que nos fue mejor que a la mayor parte de los que estaban en la playa.

—¿Qué clase de trabajo?

—Missy trabajaba con ese juez corrupto, qué desastre. Yo, con Tom Venn, cuando amplió la tienda.

—¡Tom Venn! ¿Está aquí?

—En Juneau. Fue un gran ascenso.

—¿Cómo está Tom? ¿Cómo le ha ido?

—Acabo de decirte que le han ascendido.

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