Alaska

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IX. X. SALMÓN

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—¿Y los peces que ustedes dejan morir en la encañizada? —preguntó otro hombre.

Starling contestó:

—En toda operación grande hay algún desperdicio. Es inevitable, pero a largo plazo no provoca ningún daño considerable.

Y allá fue otra vez, a seguir planeando otras seis trampas enormes que se instalarían en las envasadoras futuras de Ross Raglan.

En Juneau, algunos hombres interesados siguieron el consejo del profesor Starling y navegaron hasta el río de las Pléyades para inspeccionar la trampa en funcionamiento. Pero cuando el pequeño barco quiso amarrar, Tom Venn apareció en el muelle para advertirles que estaban en propiedad privada y que no se les permitiría el ingreso.

—Pero su profesor Starling nos invitó a venir para ver cómo funciona la trampa.

—Él no estaba autorizado a hacerlo —dijo Tom.

Los encallecidos pescadores de Juneau no se dejaron convencer tan fácilmente.

—Vamos a desembarcar, Venn, y si usted trata de impedirlo, habrá problemas.

No hubo confrontación, pues la trampa y sus guías se podían inspeccionar sin invadir la propiedad de Tótem. Tom indicó a los pescadores que llevaran su bote aguas abajo desde la trampa, pues de ese modo podrían observar la conducta de los salmones. Quien no conociera la pesca de Alaska habría quedado atónito al ver aquello: los salmones maduros entraban, no por docenas ni por centenas, sino por millares. Trescientos en un bloque, seiscientos, todos con el hocico apuntado contra la corriente. A veces el agua donde flotaba el bote se colmaba de peces: diez, quince mil salmones que pasaban apretados, con los cuerpos brillando al sol, a pocos centímetros de la superficie. En momentos de tanta abundancia parecía que la provisión era inagotable e indestructible.

Pero cuando esa multitud se aproximaba a las guías extendidas se enfrentaba a una situación diferente a todo lo conocido. Esas altas alambradas no eran como las cascadas que sus antepasados habían ascendido de un salto por incontables generaciones; estos nuevos adminículos eran barreras efectivas. Los consternados peces trataban de rodearlas, pero acababan siguiendo el curso de menor resistencia y nadaban hacia la trampa central; allí entraban en ese laberinto al que era tan fácil entrar, pero del que no se podía salir. Paso a paso se iban adentrando en él hasta que, por fin, pasaban a la relativa libertad de la gran encañizada de retención.

En esos momentos, los peces que llegaban a la encañizada eran tantos que los más débiles empezaban a notar la falta de agua en las agallas; con asombrosa celeridad, los más pequeños iban muriendo y sus cuerpos se hundían hasta el fondo de la encañizada, mientras los trabajadores de Tom Venn izaban a los supervivientes a la vía, para llevarlos al cobertizo de procesamiento, donde los hombres de Ah Ting los preparaban para la cocción.

Los pescadores de Juneau, al presenciar la magnitud de ese revolucionario método de pesca, vieron de inmediato que provocaba una terrible pérdida de peces, que no habrían causado los procesos antiguos. Uno de los mayores dijo:

—No tienen respeto por los salmones. Si siguen así, no sé qué va a pasar.

Pero uno de los botes se quedó un día más, para ver qué pasaba durante el fin de semana. El sábado por la tarde, cuando se cerró la trampa y se levantaron las guías, una horda de peces subió por Taku, pasó la trampa y continuó nadando hacia los lagos.

—Los que pasan podrían poblar toda Alaska y la mayor parte de Canadá —dijo uno de los hombres.

Ya reconfortados, vieron la situación de modo diferente.

—Es el sistema moderno —reconoció uno de los pescadores.

Y todos estuvieron de acuerdo en que, pese a la lamentable pérdida de salmones, probablemente escaparían en los fines de semana peces suficientes para mantener la provisión.

En 1904, cuando los pescadores de Juneau llegaron a esa errónea conclusión sobre la supervivencia de los salmones, Nerka, que ya tenía tres años de edad, habitaba las aguas dulces del lago de las Pléyades como si fuera a seguir toda la vida en esa rutina. Pero una mañana, tras una semana de agitación, se lanzó a una actividad sin precedentes, como si una campana hubiera convocado a todos los salmones de su generación para el cumplimiento de una tarea grandiosa y significativa.

Entonces, por motivos que él no podía identificar, sus nervios se estremecieron como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo, dejándolo agitado e inquieto. Llevado por impulsos que no comprendía, descubrió que le repugnaba el agua dulce de su lago natal, que antes lo había nutrido. Pasó varios días revolviéndose con nerviosismo. De pronto, una noche, Nerka empezó a nadar hacia la salida de su lago, seguido por miles de su generación, y se arrojó a las aguas torrentosas del río de las Pléyades. Pero al partir tenía la premonición de que algún día, en años muy distantes, retornaría a esas aguas acogedoras en las que se había criado. Estaba a punto de convertirse en un salmón maduro. Su piel había tomado el lustre plateado de los adultos y, aunque aún medía sólo unos cuantos centímetros de longitud, su aspecto era ya de salmón.

Con poderosos golpes de su cola en crecimiento, nadó rápidamente por el río de las Pléyades; cuando se enfrentó a los rápidos que se arremolinaban entre rocas expuestas supo instintivamente cuál era la manera menos peligrosa para descender. Pero cuando su avance se veía amenazado por cascadas de altura más inquietante, Nerka vacilaba, estudiaba las alternativas y, por fin, se lanzaba a una vigorosa actividad, saltando casi jubiloso a la llovizna, debatiéndose en el descenso, hasta caer con un golpe seco en el fondo; allí descansaba por un momento antes de reanudar el viaje.

¿Registraba acaso esas cascadas al descender, por algún complejo mecanismo biológico, atesorando conocimientos para el día en que, dentro de dos años, algo le impeliera a ascender en dirección opuesta, a fin de fertilizar las huevas de alguna hembra igualmente decidida? Su viaje de retorno sería una de las hazañas más notables del mundo animal.

Pero ahora, al aproximarse a los tramos inferiores del río, se enfrentaba a un gran peligro: en una cascada más o menos insignificante, que normalmente habría franqueado con facilidad, el cansancio o el descuido hicieron que el agua lo arrojara contra una roca que sobresalía abajo. Cayó con un torpe chapoteo al pie de la cascada, entre un grupo de voraces truchas, todas más grandes que los salmones jóvenes. Con veloces movimientos, las truchas saltaron hacia los aturdidos salmones, devorándolos en cantidades asombrosas. Lo más probable es que Nerka, totalmente desorientado por el golpe contra la piedra, se convirtiera en una presa fácil y desapareciera antes de llegar al agua salada que lo llamaba.

No obstante ya había demostrado ser un pez decidido; de modo instintivo, pese a su embotamiento, esquivó el primer ataque de la trucha y se dejó caer entre las hierbas protectoras, de donde el otro pez no podría desalojarlo; con ese trémulo recurso eludió los ataques de la hambrienta trucha.

De los cuatro mil salmones nacidos con Nerka en 1901, en el lago de las Pléyades. ¿Cuántos sobrevivirían ahora? Es decir: ¿cuántos nadaron por el río de las Pléyades para cumplir su destino en el océano? La mortandad había sido tan terrible y constante que perecieron tres mil novecientos sesenta Y Ocho, dejando sólo treinta y dos vivos y dispuestos a la aventura en el océano. Pero sobre ese patético número se construiría la gran industria salmonera de Alaska, y serían Nerka y otros peces como él, luchadores y cautos, los que dieran tan ricas ganancias a industrias conserveras como la de Tótem, en el estuario del Taku.

Una mañana, tras haber escapado de las zanquilargas garzas reales y de los mergos, Nerka se aproximó al momento más crítico de su vida; ese pez de agua dulce iba a lanzarse a las aguas salobres del mar, no centímetro a centímetro ni lentamente, en un período de semanas, sino con un solo golpe de cola y la activación de sus aletas. Es cierto que el cambio del agua del lago a la del mar había sido gradual, pero aun así el salto del agua dulce a la salada era tremendo, como si a un ser humano que hubiera vivido a base de benévolo oxígeno se le dijera: «Dentro de una semana respirarás sólo gas metano». Ningún humano podría sobrevivir a eso, a menos que su metabolismo y su estructura fisiológica dieran un salto cuántico, y eso es lo que Nerka hizo.

Aun así, el ingreso en ese nuevo medio fue un golpe casi letal. Pasó varios días tambaleándose, acobardado ante la sal; en ese estado comatoso corría un peligro terrible: una inmensa bandada de voraces gaviotas blancas y cuervos negros revoloteaba en el cielo plomizo, dispuestos a sumergirse entre los vacilantes salmones jóvenes para atraparlos con el pico. La devastación creada por esas chillonas aves de presa era sobrecogedora: los futuros salmones perecían por millares en sus garras afiladas; los que sobrevivieron milagrosamente lo lograron sólo por suerte.

Nerka, lento en adaptarse al agua salada, era más vulnerable que ninguno, pues de vez en cuando se dejaba llevar de costado por la corriente, convirtiéndose en blanco fácil para las aves que se zambullían. Lo salvó la mera casualidad, no su propio esfuerzo. Después de escapar por muy poco, revivió lo suficiente para descender a las profundidades, a la oscuridad que amaba. Allí, lejos de los depredadores, hizo funcionar sus agallas, haciendo pasar por la fuerza esa extraña agua marina por su organismo.

Durante la mayor parte de ese verano, Nerka y sus compañeros se quedaron en el estuario del Taku, atracándose con el rico plancton y adaptándose al agua salada. Empezaron a crecer. Sus sentidos se aceleraron. Ya no temían luchar contra peces más grandes. Ya eran salmones; gradualmente, avanzaron hacia la boca del estuario, pues sentían la necesidad de alimentarse con los camarones y los peces pequeños que allí abundaban. Y a medida que maduraban, se veían impulsados a salir al océano abierto, buscando aventuras en las grandes aguas arremolinadas.

De los treinta y un compañeros que llegaron a la boca de Taku, la mitad pereció antes de llegar al océano, pero Nerka sobrevivió. Ansioso, pasó rozando la roca emergente de la Morsa y abandonó el estuario, para adentrarse en el Pacífico rumbo al oeste.

Mientras Nerka nadaba hacia el océano Pacífico, Tom Venn estaba cometiendo su primer error grave en la administración de Tótem. Los trabajadores chinos a los que Ah Ting había elegido para manejar las máquinas nuevas, las que convertían piezas planas de hojalata en envases terminados, no se estaban desempeñando bien. Quizá por ineptitud, quizá por malicia, hacían que las máquinas funcionaran mal. Tom, convencido de que era un caso de sabotaje, los retiró de esa sección e hizo trasladar las máquinas al sector de los filipinos, donde instruyó a cuatro jóvenes sobre el modo de hacer latas.

Cuando Ali Ting supo que el taller de latas, donde antes trabajaban dieciséis chinos, ya no daba trabajo a ninguno, montó en cólera. Sin su acostumbrada sonrisa, entró intempestivamente en la oficina de Tom exigiendo que se devolvieran las máquinas al sector de los chinos y que se designara para hacerlas funcionar no a cuatro sino a seis de los suyos. Tom no podía tolerar semejante intromisión en sus prerrogativas de director; después de escuchar las primeras frases de la queja, dijo:

—Soy yo quien decide quién trabaja y dónde. Ahora vuelve al cobertizo de limpieza.

Pero en el momento en que Ah Ting se retiraba, el muchacho tuvo una premonición de que ese frío rechazo podía provocar problemas. Quiso seguirle para explicar más en detalle los motivos de su decisión, pero fue interrumpido por la llegada de uno de los filipinos encargados de las máquinas y no pudo aplacar al chino.

El problema no tenía ninguna importancia:

—¿Cómo llevamos las latas terminadas a la línea de envasado, señor Venn?

Ah Ting no habría permitido que uno de sus hombres hiciera una pregunta tan tonta; él mismo habría ideado tres o cuatro maneras de trasladar las latas, para probarlas luego e informar al señor Venn de cuál era la más efectiva. «Pero los filipinos tienen que aprender», se dijo Tom. Cuando el problema quedó resuelto, exactamente del modo que habría elegido Ah Ting, el muchacho volvió a su oficina. Apenas tuvo tiempo de firmar unas pocas cartas de embarque cuando oyó una terrible conmoción que le hizo volar a los cobertizos.

Descubrió entonces que, cuando dos de los trabajadores filipinos traían las latas terminadas a la línea, invadían el terreno que siempre había correspondido a los chinos y, por esa causa, dos hombres de Ah Ting los habían atacado con cuchillos.

Los filipinos eran dos hombres capaces, que con frecuencia se habían peleado con chinos en su tierra natal, donde las dos razas mantenían una tregua inestable. Decididos a no dejarse intimidar por esos chinos, asieron las armas que encontraron a mano, incluido un pesado martillo, y rechazaron a sus atacantes, pidiendo refuerzos en tagalo; en menos de un minuto, cinco o seis filipinos entraron violentamente en el edificio.

Eso no se podía tolerar, ya que los chinos consideraban inviolable su zona de trabajo. Cuando Tom Venn llegó al sitio de la refriega, los hombres se estaban arrojando unos a los otros contra los muros y blandiendo cuchillos peligrosamente cerca del cuello ajeno. Sin tener en cuenta el peligro que corría, el joven asió a Ah Ting por el brazo, y le gritó:

—¡Tenemos que parar esto!

Al rato, sobre todo gracias a la efectividad de su capataz chino, logró acallar los gritos y redujo el desmán a gruñidos y amenazas por lo bajo. Por fortuna, ninguno de los bandos comprendía las viles acusaciones lanzadas Por el otro. Los filipinos se retiraron a sus dominios, convencidos de llevarse la victoria.

No era así. En una cautelosa reunión de Venn con Ah Ting y el líder de los filipinos, sensato ciudadano de Manila que dominaba tanto el inglés como el chino, se acordó una tregua. Los filipinos continuarían fabricando las latas, pero el transporte a la línea de envasado quedaría a cargo de los chinos que habían sido expulsados del taller. De este modo, Ah Ting recobraba los cuatro puestos perdidos.

Cuando Tom volvió a verle, el capataz había recobrado su enorme sonrisa.

Sin embargo, la tregua no duró mucho. Los filipinos que manejaban las dos máquinas las trabaron sucesivamente, sin que nadie de su sector supiera cómo repararlas. Llamaron a Tom, que se acercó a las máquinas estropeadas lleno de confianza, pero se descubrió igualmente incapaz de arreglarlas. Por lo tanto, con bastante bochorno, tuvo que mandar por Ah Ting, el inveterado reparador, para que la planta pudiera continuar en funcionamiento.

Ese amo de máquinas y personas se presentó con aire insolente, como si dijera a Venn y a sus filipinos: «Aquí nadie puede hacer nada sin mi ayuda». Puso manos a la obra y, en menos de dos minutos, identificó el problema. Quince minutos después ambas máquinas funcionaban como nuevas, en realidad, mejor que antes, pues él había corregido una falla de diseño.

Por desgracia, al terminar dijo en chino, olvidando que el líder de los filipinos entendía ese idioma:

—Ahora puede que hasta los estúpidos filipinos puedan manejar estas máquinas sin romperlas.

Cuando el capataz filipino tradujo ese insulto a sus compañeros, cuatro de ellos se abalanzaron sobre Ah Ting, el cual se defendió con sus herramientas. De cualquier modo, si Tom no hubiera acudido en su ayuda, el chino habría resultado aplastado por sus atacantes.

Esa noche Tom redactó una carta para el señor Ross, que enviaría a Seattle:

Por eso he decidido, de una vez por todas, que no podemos seguir trabajando con estos chinos intratables. Los despediría a todos mañana mismo, si hubiera algún modo de hacer funcionar la planta sin ellos. ¿Cómo marcha ese Chino de Hierro? ¿Podremos depender de esa máquina el año que viene? Naturalmente es lo que espero.

Ross, al recibir esa carta, corrió al laboratorio del doctor Whitman; éste, a su vez, mandó por su colega, el profesor Starling, el mismo que había instalado la efectiva trampa de Tótem. Cuando los tres estuvieron ante el último modelo del Chino de Hierro, el empresario preguntó sin rodeos:

—¿Podemos arriesgarnos con esto el año próximo?

Para su satisfacción, los dos ingenieros respondieron que las primeras dificultades habían sido eliminadas.

—¡La cosa funciona! —aseguró el doctor Whitman, sin dejar lugar a dudas.

Pero Ross dijo:

—Me gustaría verlo con mis propios ojos.

Trajeron unos cuantos pescados del tamaño aproximado del salmón Y, en cuanto la rueda impulsada a vapor puso en funcionamiento las diversas cintas transportadoras que hacían moverse las cuchillas, Whitman los fue poniendo al alcance de la máquina, alternando cortos con largos. Sin fallar, las primeras cuchillas cortaban la cabeza y la cola, mientras el artefacto medía el cuerpo del pez y se adaptaba sin falla, permitiendo que la tercera cuchilla lo destripara limpiamente y lo pusiera en camino.

—¡Qué maravilla! —gritó Ross. Y apartó a Whitman de un codazo para poner él mismo los distintos pescados en la cinta. Durante varios minutos, el Chino de Hierro no cometió ningún error.

—¿Cuándo podremos tener esto en Alaska?

El doctor Whitman eludió la respuesta.

—Quiero que vea las innovaciones que hemos introducido. Las partes móviles han sido reducidas a la mitad, con lo que se reducen a la mitad las cosas que pueden fallar. Fíjese usted qué sólidas son las piezas.

Tomó un pequeño martillo para golpear las articulaciones críticas, demostrando que podían soportar el considerable maltrato que recibirían de los trabajadores no especializados.

—Bien, muy bien —ponderó Ross, impaciente—. Pero ¿cuándo podremos instalarlas?

Y el profesor Starling respondió:

—Creo que deberíamos enviar este prototipo ahora mismo, para ver si en Alaska funciona igual. Antes de principios de octubre tendremos hechos todos los ajustes necesarios. Así, en abril del año próximo toda la planta funcionará sin emplear otra cosa que estas máquinas.

—¡De acuerdo! —exclamó el empresario—. ¿Cuántas máquinas necesitaremos en Tótem?

Starling, que conocía bien las instalaciones, dijo:

—Tal como está la planta ahora, bastará con seis.

Y Ross ordenó:

—Perfeccione ésta sobre el terreno y constrúyame ocho. Vamos a ampliar la envasadora Tótem.

Fue así como, en el mes de julio, el vapor de R R Queen of the North amarró en el estuario del Taku, llevando tres largas y misteriosas cajas, que fueron transportadas a un cobertizo nuevo, apresuradamente construido para albergar la maquinaria milagrosa. Tom prefirió no informar a Ah Ting de la función que tendría el contenido de las cajas, pero en cuanto las piezas fueron desembaladas, detrás de ventanas cegadas con tablas para impedir el espionaje, el chino halló un modo de penetrar en el misterio. Lo que vio allí le inquietó. Después de inspeccionar furtivamente todas las partes de la nueva máquina, dedujo cuáles serían sus funciones e identificó sagazmente su modo de operar. Una noche, cuando el artefacto estaba ya armado por completo, Ah Ting entró subrepticiamente en el nuevo cobertizo e, iluminándose con cerillas robadas en la cocina, siguió cada paso del proceso, imaginando cómo funcionarían las distintas partes. Al acabar, conocía la máquina casi tan bien como sus inventores.

Allí, en la oscuridad, una vez agotadas las cerillas, comprendió el motivo de tanto secreto por parte de Tom: «No más chinos. Latas, a los filipinos, Muy pronto, salmón destripado por esta cosa maldita». Reflexionó sobre el triste estado de las cosas durante varios minutos. Por fin expresó el motivo que le afectaba más directamente: «Muy pronto, no más Ah Ting».

A las nueve de la mañana del día siguiente, los agitados chinos invadieron la oficina de Tom Venn, haciendo gestos que él pudo interpretar: en el cobertizo donde trabajaban había graves problemas. En la creencia de que había estallado otra riña entre chinos y filipinos, cogió un pesado trozo de madera, similar a un bate de béisbol, y corrió al cobertizo, donde nadie estaba trabajando. Allí descubrió la causa de la conmoción.

Ah Ting había desaparecido. Sus hombres estaban seguros de que no había pasado la noche en el alojamiento de los chinos. Inspeccionaron a fondo los terrenos de la fábrica (superficie ya considerable) sin hallar rastro de él. Y durante la noche empezó a correr el rumor de que los filipinos lo habían asesinado. Tom se negó a aceptar esa acusación. Después de llamar al otro chino que hablaba inglés, le advirtió:

—Di a tus hombres que no repitan eso o tendremos otra pelea. Ah Ting tiene que estar por aquí, en alguna parte.

Luego corrió al alojamiento de los filipinos, donde comprobó muy pronto que Ah Ting no había sido víctima de ningún ataque premeditado. Esos hombres le gustaban; encontraba en ellos posibilidades que aprovecharía cuando el efecto perturbador de los chinos hubiera desaparecido.

—Por hoy no se trabaja más —dijo a sus líderes—. Que ninguno de ustedes se acerque al sector de los chinos.

Luego concentró su atención en Ah Ting. Cuanto más investigaba, más frustrado se sentía. El hombre no estaba en la planta. Si había sido asesinado, seguramente lo habían arrojado al estuario con un peso, para que permaneciera oculto allí para siempre. Hacia las tres de la tarde ordenó a todos que volvieran al trabajo, pero apostó guardias blancos para cuidar de que los dos grupos orientales permanecieran separados. Ah Ting había desaparecido; no tenía sentido seguir tratando de imaginar cómo. Venn se hizo cargo personalmente de los chinos. Esa noche, después de haber tratado en vano de zanjar las interminables disputas que surgían entre esa fuerza laboral, se escabulló hasta el cobertizo nuevo para inspeccionar la milagrosa maquinaria instalada allí.

—No veo la hora de que podamos prescindir de ellos —murmuró, con ceñuda satisfacción.

Y fue a acostarse, convencido de que 1905 sería un año mucho mejor que 1904.

Una vez que Ah Ting hubo descifrado el misterio de la máquina escondida en el cobertizo nuevo y comprendido que significaba el fin de su empleo en Tótem, dedicó unos quince minutos a decidir lo que haría. Su decisión principal fue una que hasta entonces no había concebido: «Quiero quedarme aquí». Después de reflexionar brevemente, llegó a la conclusión de que Alaska le gustaba, respetaba a la gente que allí había conocido, como Tom Venn, y tenía mucho aprecio por los pocos indios que había tratado en la fábrica. Más importante aún: detestaba la perspectiva de que le enviaran de nuevo a China; en cuanto a San Francisco, sus recuerdos de la ciudad eran deplorables.

Por tanto, en el apuro del momento, hizo lo que suelen hacer los hombres resueltos ante una situación intolerable: decidió marcharse por su cuenta y correr los riesgos de comenzar una vida nueva, mejor que la conocida en el pasado y que la que disfrutaba por entonces. Además de coraje, que hacía mucha falta, contaba con ciertas certezas: «Sé de máquinas más que nadie, más que el mismo señor Venn. Trabajo más que nadie, y dudo que haya muchos dispuestos a arriesgarse como me arriesgué yo para salir de China y escapar a los asesinos de San Francisco. Si alguien puede hacerlo, SOY YO».

Acto seguido, salió subrepticiamente del nuevo edificio por la entrada que había abierto, retirando una tabla del suelo. Sólo con lo que llevaba puesto, dejando todo su equipo en el alojamiento, caminó tranquilamente en la oscuridad hasta la desembocadura del río de las Pléyades, allí donde se ensanchaba antes de incorporarse al estuario del Taku. Estaba fuera de la planta y, por el momento, a salvo de ser descubierto por nadie. Aunque no era en absoluto un criminal, todos los chinos sabían que Alaska no permitía el establecimiento de orientales dentro de sus fronteras: «En otoño, el que no se embarque de regreso a Seattle se arriesga a ser detenido».

Pero con la experiencia acumulada durante su estancia en Norteamérica, Ah Ting estaba seguro de que, en cualquier lugar que se instalase, podría ganarse la vida arreglando cosas. Se consideraba valioso como carpintero, fontanero y albañil; gente así siempre era bien recibida, pese a lo que dijeran las leyes. Como antes, estaba dispuesto a correr los riesgos.

Había oído hablar mucho de Juneau. Por lo que comentaban las gentes que vivían allí, parecía un sitio atractivo, justamente el tipo de comunidad en expansión que tendría trabajo para un hombre de su talento. Lo que no sabía era cómo llegar. En varias ocasiones había hecho preguntas veladas, pero los capataces blancos siempre decían: «Vinimos en barco», y él no tenía barco. También sabía que Juneau estaba al otro lado de los dos glaciares que le eran familiares. A la Morsa la había visto tres veces, cuando el barco de Seattle le llevaba o le traía; en cuanto al glaciar Pléyades, lo había visto casi todos los días desde su llegada a Tótem. Eran formidables barreras de hielo, que se prolongaban por muchos kilómetros, y él no tenía ningún deseo de confiar su suerte a terrenos tan difíciles.

Tres o cuatro veces, durante sus temporadas en Tótem, había visto a un indio maduro que visitaba el lugar; sabía, por haberlo oído casualmente, que ese tlingit llevaba el extraño nombre de Bigears. Y como Ah Ting tenía un apetito insaciable de cualquier información que más adelante pudiera serle útil, recordaba varios comentarios escuchados al azar, según los cuales Bigears no estaba del todo contento con la presencia de esa planta tan cerca de su casa.

¿Y dónde estaba esa casa? Prestando muchísima atención, Ah Ting había averiguado que ocupaba el promontorio visible, al norte de la planta. En ese momento, en la oscuridad y sabiendo que no tenía allí amigos en quienes confiar, llegó a la conclusión de que, si podía comunicarse con ese tal Bigears, tal vez hallara un modo de llegar a Juneau.

Caminó un largo trecho tierra adentro, a partir del muelle de Tótem, hasta encontrar un sitio donde el río se angostaba. Cubrió la primera parte vadeando y luego nadó la breve distancia que le faltaba para llegar a la costa norte. Esperó una hora en la noche cálida, para que la ropa se le secara un poco, y echó a andar por la orilla derecha del río, hasta que la cabaña de Bigears apareció a la vista. Como había luz en la ventana, aspiró hondo varias veces y, decidido a actuar con audacia, golpeó a la puerta.

Quien abrió no fue Sam Bigears, el hombre que él había visto en la planta, porque estaba en Juneau. Fue Nancy, su hija, que no demostró ninguna sorpresa al ver a un chino de pie ante su puerta.

—¡Hola! ¿Hay problemas en la fábrica?

Él comprendió la pregunta y sus sugerencias. En lo que dijera a continuación se jugaría su futuro.

—Quiero ir a Juneau.

—¿Te envían de la fábrica? ¿Por qué no te dieron un bote?

—Escapo. No más trabajo planta.

Nancy Bigears, también disgustada con la fábrica levantada al otro lado del estuario, comprendió su aprieto y dijo:

—Pasa. ¡Madre!, viene un hombre a verte.

La señora Bigears salió serenamente de un cuarto trasero. Al igual que su hija, no pareció sorprendida por la presencia del chino.

—Tiene los pantalones mojados —dijo en tlingit—. Pregúntale si quiere té.

De este modo, Ah Ting conoció a la familia Bigears, que le escondió durante tres días, hasta que Sam regresó de su viaje. Cuando Nancy le contó lo ocurrido con todo detalle, él saludó cordialmente a Ah Tíng. Le aseguró que podría llegar a Juneau y, más aún, que en la joven capital se necesitaban buenos trabajadores para veinte oficios de construcción y reparación, como mínimo.

El segundo día desde la llegada de Ah Ting, el tlingit le dijo con franqueza a su invitado:

—Yo nunca gusta chinos en Alaska. Si se van, buena cosa.

—Trabajo mucho —replicó Ah Ting.

—Es muy importante en Juneau —aseguró Sam.

Esa tarde llevó al chino a pescar aguas arriba. Durante la ausencia de ambos, Tom Venn se hizo llevar a remo al otro lado del estuario, para averiguar si la familia Bigears había visto al desaparecido Ah Ting.

—No ha hecho nada malo —explicó a Nancy, a quien veía en contadas ocasiones desde aquel encuentro romántico—. Le necesitamos en la planta, para que mantenga a raya a los otros chinos.

Sin mentir del todo, Nancy respondió que ni ella ni su madre sabían dónde estaba el misterioso fugitivo. Mientras rehuía las preguntas de Venn, pensaba: «Si Ah Ting quiere escapar de esa prisión, le ayudaré». Por eso no dijo nada a Tom.

Pero el muchacho, tras haberse tomado el trabajo de cruzar el estuario y después de no ver en varios meses a Nancy, no quiso irse de inmediato y aceptó el té que le ofrecía la señora Bigears. Siempre interesado en el futuro de Nancy, preguntó:

—¿Sigues estudiando en Juneau?

—Estoy de vacaciones.

—¿Y aprendes algo?

—Hay dos maestros buenos, cuatro bastante malos.

—Los buenos son hombres, supongo.

—Mujeres todas. El rector es hombre, un verdadero tarugo.

—¿Y eso qué significa?

—Tú no lo emplearías ni para barrer la nieve frente a tu tienda.

—Ya no trabajo en la tienda. El señor Ross quiere que me dedique a instalar más plantas conserveras.

—¿Por todas partes?

—En cuanto él consiga autorización del gobierno.

—¿Y vas a despojar los ríos? ¿Cómo aquí?

—Venderemos latas de salmón por millones. Todo el mundo será rico. Ella señaló la planta:

—Ésa no ha hecho rico a nadie. Despediste a todos los pescadores. Ahora supongo que despedirás también a todos los chinos.

—¿Quién te ha dicho eso?

—La gente habla. En Juneau todo se sabe muy pronto. Esos dos hombres de la universidad, los que vinieron hace tres semanas, tenían dibujos de una máquina nueva. ¿Para qué sirve esa máquina?

—¿Quién te lo ha dicho?

—La mujer que trabaja en el hotel. Ella vio los dibujos. Sabe que eran de una máquina. —En ese momento Nancy cayó en la cuenta de lo que pasaría si Tom Venn estuviera todavía allí cuando su padre volviera con Ah Ting. Entonces dijo, abruptamente—: Bueno, supongo que debes volver al trabajo.

—Sí, me voy.

El joven echó a andar hacia el bote que esperaba, pero no le satisfacía el modo en que se había desarrollado la visita. Entonces volvió a la casa y, cuando Nancy abrió la puerta, le pidió que le acompañara hasta el tótem. A la sombra del poste, le preguntó:

—¿Qué te pasa, Nancy? ¿Te he ofendido en algo? —Lo hizo con tanta franqueza que ella se avergonzó de haberle tratado con tanta brusquedad.

—Me parece que, la última vez, acordamos seguir cada uno su camino. Es lo mejor.

—Pero eso no nos impide ser amigos. Admiro a tu padre. Te admiro a ti.

Entonces Nancy tuvo deseos de que se quedara, aunque descubriera a Ah Ting. Por varios minutos permaneció reclinada contra el tótem, como si formara parte de él; la cara suavemente redondeada y los ojos oscuros la convertían en una auténtica imagen de la verdadera Alaska.

—Vas a ser una mujer muy hermosa, Nancy —dijo él.

—¿Conociste a muchas mujeres hermosas el invierno pasado, en Seattle?

—A una, la esposa del señor Ross. Es muy especial.

—¿En qué sentido?

—Es como tú. Natural en todo lo que hace. Directa. Y también ríe como tú. No le pareció necesario revelar que también había conocido a la hija del señor Ross, igualmente atractiva. Nancy tenía más deseos que nunca de que Tom se quedara.

—¿Cómo es Seattle?

—Allí se encuentran dos grandes masas de agua. Muchas islas, lagos, pequeños arroyos… Es una bella ciudad, de veras.

—¿Vas a trabajar pronto en Seattle?

—¿Por qué lo preguntas? —Él también estaba reclinado contra el tótem.

—Porque siempre se te iluminan los ojos cuando hablas de Seattle.

—Tengo mucho trabajo que hacer aquí.

Como la miraba de frente al decir eso, no dejó de ver en los Ojos de la muchacha una súbita expresión de horror. Al volverse para ver lo que la había alarmado, se encontró con Sam Bigears y Ah Ting, que iban directamente hacia él.

—¡Hola! —saludó Sam, como si nada hubiera ocurrido—. Ah Ting, lo conoces. Mañana llevo a Juneau.

Tom se quedó estupefacto por las cinco o seis sorpresas que caían en cascada sobre él, pero trató de no mostrarse agresivo con Ah Ting, con Sam ni con Nancy, que le había mentido tan descaradamente. Tragando saliva con dificultad, preguntó:

—¿Qué hará él en Juneau?

—Tú sabes —respondió Sam—. Igual que yo hacía. Toda ciudad necesita hombres arregla cosas.

—Él sabe mucho de eso —reconoció Tom, débilmente—. Pero sin duda sabe que los chinos no pueden vivir en Alaska.

—No será chino —explicó Sam—. Será trabajador todo mundo necesita. —Miró con admiración al valiente oriental y añadió, riendo—: Yo digo nadie nota si él corta maldita coleta. Pero él muestra que ata nudo bajo sombrero.

—¿Y por qué no cortarla? —preguntó Nancy, aliviada por que Tom no había provocado una discusión.

—Porque parte de él —explicó Sam—. Como flequillo tuyo. —Alargó una mano para revolver el pelo a su hija—. ¿Por qué tú no corta flequillo?

—Porque todos los tlingits que se precien tienen flequillo. Tú también.

Entonces Tom se enfrentó a su capataz chino para preguntarle:

—¿Es cierto que irás a Juneau? —Y como Ah Ting respondiera con un gesto afirmativo, él le alargó la mano—. Te deseo buena suerte. Y si no tienes suerte, vuelve. En la planta siempre nos harás falta.

Pero Ah Ting le miró con ojos semisonrientes y una mueca irónica en los labios. Venn comprendió que reconocía tanto como él lo falso de esa última declaración. Siguiendo un impulso, estrechó la diestra a ese hombre tan difícil de tratar:

—Te deseo buena suerte, Ah Ting, de veras.

Y, sin mirar a Nancy, corrió a su bote.

A finales de julio de 1904, Sam Bigears hizo algo más que llevar a SU visitante chino hasta Juneau. Al desembarcar, lo presentó a tres blancos que tenían distintas construcciones en marcha e informó a cada uno: «El chino buen trabajador. Por él planta estuario Taku no problema». Al terminar la semana le había conseguido un sitio donde hospedarse: en casa de una viuda que aceptaba pensionistas y estaba dispuesta a esperar el pago hasta que ellos comenzaran a cobrar sus salarios. La mujer no tuvo que esperar mucho tiempo, pues Ah Ting, con su capacidad, era necesario en muchas construcciones.

Tras pasar cuatro semanas desempeñándose en distintos trabajos, los obreros iniciaron el juego que se repetiría en Juneau mientras él residiera allí. Algún trabajador bullanguero gritaba:

—¡Maldita sea, ya sabes que aquí no se permiten chinos!

Y arrancaba juguetonamente el sombrero que Ah Ting usaba en el exterior y bajo techo. Algún otro lo asía de la coleta, aunque sin hacerle daño, y fingía arrastrarlo hacia la puerta. El chino nunca protestaba. Al terminar el juego recobraba su sombrero, mostraba a los hombres cómo se enroscaba la coleta y se sentaba con ellos a compartir la comida. Nunca bebía, pero al terminar la jornada disfrutaba jugando a las cartas; como era más veloz y más inteligente que la mayoría de sus compañeros, generalmente ganaba. A los hombres les gustaba jugar con él, porque en los momentos de tensión, cuando una gran apuesta dependía de una carta, él rezaba en chino y, si ganaba, daba saltos de alegría. Pero Ah Ting era un hombre sensato; cuando se daba cuenta de que podía ganar casi a voluntad, evitaba hacerlo. Sólo quería llevar cierta ventaja, nunca tanta como para provocar envidia.

Mientras en Juneau se establecía Ah Ting, el único chino que lograría permanecer en Alaska, Tom Venn atravesaba tranquilamente el estuario del río de las Pléyades para visitar a la familia Bigears. No le importaba mucho quién pudiera recibirle, pues gozaba igual hablando con cualquiera de ellos, hasta con la señora Bigears. Ella era divertida, por su propensión a las pantomimas humorísticas, en las que imitaba las tonterías ajenas; entretenía a Tom con leyendas de los tlingits e informes de las desgracias sufridas por algún hombre pomposo o una mujer presumida. Aunque el muchacho no comprendía sus palabras, interpretaba con bastante facilidad sus imaginativos gestos y ambos reían mucho.

El esposo prefería hablar de política y de negocios; abundaba en sentenciosas observaciones sobre las patochadas que cometían los nuevos funcionarios de Juneau. En su opinión, Alaska había cometido un error en trasladar la capital en vez de dejarla en Sitka, pero cuando Tom le preguntó por qué, Nancy interrumpió:

—Sólo porque los Bigears somos originarios de Sitka. Juneau es Mucho mejor.

Sin embargo, aunque Tom se dijera que le daba igual visitar a cualquiera de los Bigears, le hacía mucho más feliz encontrarse con Nancy. Había madurado en muchos aspectos, sobre todo en su capacidad de sondear la conducta de los blancos:

—Quieren robar todo lo de Alaska, pero necesitan estar seguros de tener la bendición de Dios.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tom.

Ella señaló entonces que Marvin Hoxey había vuelto a la ciudad, con documentos del gobierno que otorgaban a Ross Raglan el control sobre otros cinco ríos. En cuanto Tom escuchó eso, su atención se concentró, no en las maquinaciones de Hoxey, a quien despreciaba, sino en los sitios que se Proponía obtener para R R.

—¿Qué ríos tiene pensados? ¿Escuchaste algún nombre específico?

—¿Qué importa eso? Es robar y nada más.

—A mí me importa mucho, porque me tocará construir las nuevas plantas. Y me gustaría saber dónde voy a trabajar.

—Nancy no podía entender que Tom odiara tanto a un hombre como Hoxey y, al mismo tiempo, participara en las cosas malas que éste hacía.

—No me gusta, Tom, y me sorprende que le permitas hacer negocios para ti.

Pero Tom estaba tan preocupado por sus próximas obligaciones como si un sitio solitario y desértico fuera preferible a otro. Al fin confiscó uno de los botes de Tótem e hizo que dos trabajadores le llevaran hasta Juneau; allí averiguó en qué hotel se hospedaba Hoxey y le solicitó una entrevista, como si fuera un comerciante tratando de vender al gran hombre una pieza de tela para su nuevo traje.

Hoxey recordaba bien a ese joven capaz, a quien había tratado en Nome y en las oficinas de R R en Seattle. Lo recibió amablemente Y, cuando Tom quiso saber qué nuevos sitios había adquirido, desenrolló sus mapas para indicarle las cinco localizaciones propuestas.

—¿No iban a ser seis? —observó el joven.

Hoxey replicó:

—Sí, pero una firma nueva, llamada George T. Myers, nos ganó la mejor de todas, en la bahía Sitkoh. Nos quedan cinco. Señaló los puntos remotos y desolados donde pronto se construirían inmensas instalaciones, que requerirían miles de carpinteros, para enviar latas de salmón por millones a todas partes del mundo.

—Nunca hubo nada así —aseguró, con auténtico entusiasmo—. Hasta ahora… Fíjate en las hilanderías de Nueva Inglaterra: las fábricas se situaban cerca de alguna ciudad y hasta en el centro mismo. En cambio ¡mira nuestras cinco localizaciones! No hay ninguna población en ochenta… en ciento cincuenta kilómetros a la redonda. Fábricas en el páramo. Y los obedientes salmones nadan hasta ellas.

Tom había oído rumores de que las nuevas leyes podían prohibir la instalación de trampas o, cuanto menos, reducir la longitud de las guías, pero Hoxey le tranquilizó:

—Nosotros cuidaremos de que ustedes, los trabajadores, no tengan trabas.

—Esas leyes no hacen falta —dijo Tom—. ¡Si usted viera cuántos salmones pasan en el fin de semana!

—Nunca faltan los que quieren interrumpir la marcha del progreso. —Dijo Hoxey en tono expansivo, y preguntó—: La nueva máquina, esa que llaman Chino de Hierro, ¿funcionará?

Tom dedicó los minutos siguientes a relatar sus aventuras con Ah Ting y concluyó:

—Si el Chino de Hierro no sirve para otra cosa que para deshacernos de los chinos, habrá valido el esfuerzo.

Cuando regresó a la planta tenía una idea bastante aproximada de lo que sería su vida en los años siguientes. Aunque no había perdido el deseo de volver a Seattle, la vida en la frontera no le parecía una perspectiva desagradable; los desafíos serían grandes; las recompensas a la medida de sus esfuerzos.

Además, le gustaba organizar hombres y equipos en una gran operación y en sitios extraños; también los grandes espacios abiertos de Alaska le tentaban, pero como todo Jove normal, empezaba a preguntarse cómo iba a conseguir esposa. Entonces comenzó a averiguar cómo resolvían ese problema los directores de otras industrias conserveras en el sudeste de Alaska.

Un blanco que había trabajado en varios sitios le dijo:

—El director sólo tiene que estar en la planta cuatro o cinco meses, durante la temporada. Es como los marineros. Los otros siete u ocho meses puede hacer la vida normal de casado.

Otro habló de dos directores conocidos suyos, que habían llevado a sus esposas a pequeñas viviendas particulares, construidas junto a las plantas.

—También llevaron a sus hijos y lo pasaron estupendamente.

Sin revelar ningún plan específico, Tom dijo a ambos:

—Creo que a mí me gustaría que mi esposa viviera en la planta.

Y el primero le hizo una advertencia.

—No es eso lo que me habías preguntado. Pero conozco a un hombre que lo intentó, cerca de Ketchikan. Un desastre. Al terminar la temporada, la mujer se fugó con el ingeniero que estaba a cargo de las calderas.

Sin tener en cuenta el resultado de esas conversaciones, en sus horas libres Tom cruzaba el estuario con creciente frecuencia para visitar a los Bigears. Ahora tenía su propio esquife y lo conducía con tanta habilidad que un día Sam le dijo al saludarlo en el muelle de los Bigears:

—Manejas eso como tlingit.

—¿Y ellos lo hacen bien?

—Mejor de Alaska. ¿Nunca viste uno en canoa grande?

Tom sólo había visto las más pequeñas, en el potlatch, pero algunos días después se le presentó la ocasión de contemplarlo. Varias veintenas de indios se reunieron en la casa de los Bigears. El sábado por la tarde, una vez cerrada la trampa, dos equipos de tlingits, cada uno con una larga canoa de madera hecha a mano, con capacidad para dieciséis hombres sentados en tablas entre las regalas, celebraron carreras por el estuario del Taku; partían de la desembocadura del río de las Pléyades, rodeaban la Morsa y volvían al punto de partida. En cuanto los chinos vieron lo que estaba ocurriendo comenzaron a apostar grandes sumas; algunos preferían la canoa de la estrella roja en la proa, otros respaldaban a la que llevaba un águila tallada como mascarón de proa.

Tom quedó sorprendido ante el aspecto de los indios; eran más morenos que Sam Bigears o su hija y de menor estatura, pero bastante anchos de pecho y de brazos poderosos. Vestían casi con formalidad: zapatos pesados, Pantalones de lana oscura que parecían bastante abultados y camisas blancas de confección abotonadas en el cuello pero sin corbata. Sin embargo, cuando Sam Bigears disparó su revólver para dar la señal de partida, los tlingits Perdieron todo sentido de la formalidad y, hundiendo profundamente los remos en el agua, pujaron con fuerza brutal.

TOM, que estaba junto a Nancy, apenas pudo creer lo que le dijo Sam:

—¿Ves dos hombres en canoa águila, atrás? Remaron Seattle a Juneau, canoa muy Pequeña. Mar picada y rocas que no se ven.

Al terminar las carreras (después de cada una se mezclaban los equipos para que apostar fuera más interesante), Tom se quedó en casa de los Bigears y se reunió con los remeros a la sombra del tótem. Sólo unos pocos hablaban inglés.

—Todos entienden —explicó Sam—, tímidos con hombre blanco.

Pero a medida que avanzaba la velada, varios de los hombres se tornaron bastante expansivos. Al saber que Tom trabajaba para la fábrica, quisieron saber por qué Tótem había decidido operar con la trampa y no con pescadores como ellos. Cuando Tom empezó a darles vagas explicaciones, descubrió que once de aquellos hombres habían pescado para la planta antes de ser reemplazados por la encañizada.

—Tú vienes de Seattle. Te llevas nuestro salmón. No dejas nada.

—Pero toda Alaska se beneficiará con las industrias conserveras —protestó Tom.

Cuando Nancy oyó esa fatua aseveración, rompió en una carcajada y los hombres la acompañaron.

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