Alaska

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IX. X. SALMÓN

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Esa noche, inspirado por la frivolidad de las carreras y el buen humor de la comida campestre que siguió, Tom se entretuvo con los tlingits; Por primera vez desde su llegada a Alaska captaba todo el sabor de la vida nativa. Le gustaban esos hombres, su actitud franca, su obvio amor a la tierra, y Podía apreciar la imperturbable nobleza de sus mujeres, esas amas de casa de pelo negro y cara redonda, que permanecían atrás, observando, hasta que se decía algo absurdo. Entonces daban palmadas al hombre que había hecho el comentario tonto y le importunaban hasta tal punto que algunos huían para escapar de sus pullas. Participar de una reunión de orgullosos tlingits era una experiencia desafiante.

Cuando llegó el momento en que los huéspedes de la casa debían acostarse, Tom y Nancy bajaron caminando hasta el esquife y allí pasaron un rato, a la luz de la luna, que se alzaba tardíamente. Al otro lado del estuario se elevaban los enormes edificios de la fábrica, con las entradas iluminadas por dos únicas lámparas. Era la primera vez que el muchacho estudiaba la inmensidad de esa extraña construcción en el páramo, y se puso serio al ver sus muchos edificios a contraluz, mientras la luna arrojaba sombras extrañas desde el este.

—No me había dado cuenta de lo enorme que es lo que hemos construido —comentó—. Para usarlo sólo unos pocos meses al año.

—Una mina de oro, como dijiste. Sólo que no recoges oro, sino plata-.

—¿Qué quieres decir? —Antes de que ella pudiera explicarse, comprendió—: ¡Ah, sí! Los flancos plateados del salmón. Nunca los veo así. Sólo me fijo en los preciosos flancos rojos del Nerka. Ése es mi salmón.

No le fue fácil despedirse, pues al haber visto lo mejor de las Mujeres tlingits, apreciaba como nunca las cualidades inigualables de Nancy Bigears. Veía la belleza de su cara redonda, el atractivo pícaro de su flequillo negro, la cadencia en su voz.

—Estás muy cerca de la tierra, ¿verdad? —dijo.

Y ella respondió:

—Yo soy la tierra. Los hombres que has visto, ellos son el mar.

Aun sabiendo que no debía hacerlo, Tom la tomó en sus brazos Y la besó, una y otra vez. Por fin ella le empujó:

—Me han dicho que estás enamorado de la hija del señor Ross.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Todo se sabe. Me dijeron que viajaste para hablar con el señor Hoxey. Para seguir robándonos ríos. —Se apartó de él para apoyarse contra una pícea que crecía junto al agua—. Entre tú y yo no puede haber nada, Tom. Esta noche me di cuenta.

—Pero esta noche te amo más que nunca —protestó él.

Y ella replicó, con esa auténtica sinceridad que suelen demostrar las indias como ella:

—Nos viste por primera vez como a seres humanos. Era a los otros a quienes veías, no a mí. —Entonces se acercó calladamente para darle un beso en la mejilla—. Te amaré siempre, Tom. Pero los dos tenemos mucho que hacer y eso nos separará.

Dicho esto, se volvió hacia su casa, donde el padre y tres amigos cantaban a la luz de la luna.

Una corriente marítima es una gran masa de agua que mantiene sus características peculiares y su movimiento circular, aun siendo parte integral del gran océano que lo rodea. El hecho de que una corriente mantenga su identidad en el seno de un océano tumultuoso presenta un interesante problema; para desentrañarlo debemos llegar hasta los comienzos del Universo. En nuestros días, por cierto, la gran corriente oceánica del Japón lleva sus aguas cálidas desde Japón hasta las costas de Alaska, Oregón y Canadá, a través de las extensiones septentrionales del Pacífico, modificando esos climas y provocando muchas lluvias. Pero ésta y todas las otras corrientes oceánicas han sido puestas en movimiento por vientos planetarios, creados por las diferencias de temperatura entre los diversos cinturones transversales; la corriente de Alaska en cambio, es causada por la rotación de la Tierra, que fue puesta en movimiento cuando una nebulosa difusa se fundió en nuestro sistema solar. Esto nos lleva hasta el Big bang original, que puso en marcha nuestro Universo.

Por lo tanto, la corriente de Alaska es un gran remolino que genera en sus bordes torbellinos más pequeños, cuyo movimiento aumenta su viscosidad, formando una especie de barrera protectora alrededor del centro, que puede así conservar su integridad milenio tras milenio. Un profesor de Oceanografía, de nombre ya olvidado, ofrecía a sus alumnos un estribillo para ayudarles a captar este bello concepto:

El remolino grande crea pequeños remolinos Que se alimentan de su velocidad. Pequeños remolinos los hacen más pequeños Y así hasta la viscosidad.

El Pacífico alberga muchas de estas corrientes; una de las más importantes es la de Alaska, que domina el sur de las islas Aleutianas. Se extiende por más de tres mil kilómetros fluctuantes de este a oeste y seiscientos kilómetros variables de norte a sur; forma así una masa de agua única, irresistible para el salmón criado en Alaska y Canadá por su temperatura y su abundante provisión de alimentos. Esta corriente circula en un vasto movimiento contrarreloj; los salmones rojos que entran en ella nadan a favor de la corriente, en una dirección invariable contraria a las agujas del reloj. Naturalmente, los salmones finos criados en Japón parten de una orientación contraria, por lo que recorren su ruta prefijada en la dirección del reloj, contra el movimiento de la corriente. Al hacerlo, pasan repetidamente entre sus congéneres de Alaska, más numerosos, formando durante algunas horas una enorme aglomeración de uno de los peces más valiosos del mundo.

Durante dos años, a partir de 1904, Nerka y los once supervivientes de su grupo (cuatro mil al principio) nadaron en la corriente de Alaska, comiendo y sirviendo de comida, en la rica cadena alimentaria del Pacífico Norte. Por allí pasaban gigantescas ballenas, cuyas bocas cavernosas podían tragar cardúmenes enteros. Las focas, que tienen predilección por los salmones, cruzaban la corriente a gran velocidad, diezmando sus filas. Desde el cielo atacaban las aves y, desde las aguas más profundas, llegaban grandes peces como el atún, el bacalao y el pez espada, para alimentarse de salmón. Cada día había que nadar quince kilómetros a favor de la corriente, por un océano donde pululaban los enemigos; en esa lucha perpetua, el salmón que sobrevivía se hacía fuerte, Nerka medía ya unos sesenta centímetros de longitud y pesaba alrededor de tres kilos y medio. Aunque parecía casi inmaduro, comparado con el enorme salmón real del Pacífico o hasta con los salmónidos más grandes del Atlántico, dentro de su tipo se estaba convirtiendo en un magnífico espécimen.

El color rojizo de su carne se debía en parte a su predilección por los camarones, que devoraba en grandes cantidades, aunque también se alimentaba con las formas más grandes del plancton, pasando gradualmente al calamar y los peces pequeños. Como se puede deducir por estos detalles de su existencia, vivía en la zona media de las jerarquías oceánicas. Era demasiado grande para ser presa de la foca y la orca, pero también demasiado pequeño para constituir un carnicero importante. Era un recio y seguro amo de las profundidades.

En su recorrido irregular de tres circuitos y medio de la corriente de Alaska, Nerka cubriría un total de unos quince mil kilómetros; a veces nadaba solo, en otros períodos se encontraba en el centro de una enorme concentración. Cuando llegó al punto medio, es decir, al momento en que los salmones más maduros que él comenzaban a separarse para volver a los arroyos natales, se hallaba recorriendo los extremos inferiores del archipiélago de las Aleutianas. Allí empezaron a concentrarse gran número de salmones, compuestos de los cinco tipos de Alaska (real, keta, rosado, plateado y Nerka), y el grupo creció hasta contener unos treinta millones de peces que nadaban en la misma dirección, alimentándose de lo que encontraban.

Pero entonces un gran grupo de focas, que se dirigían a sus campos de crianza en el océano Glacial Ártico, irrumpieron en el medio de la congregación, devorando salmones a un ritmo que habría exterminado a un pez menos numeroso. Dos focas hembras que nadaban a una velocidad asombrosa, se lanzaron en línea recta hacia Nerka, que al sentirse atrapado, se desvió hacia abajo con un súbito giro de cola. Las dos focas tuvieron que virar para evitar el choque y el pez escapó; pero desde su punto de observación, por debajo del alboroto, presenció la devastación causada por las focas. Miles de salmones maduros perecieron en ese implacable ataque, pero al cabo de dos días las invasoras dejaron atrás la concentración y continuaron el viaje hacia el norte. De cualquier modo, el grupo de Nerka había quedado reducido a nueve.

Nerka era una criatura casi automática, pues se comportaba obedeciendo a impulsos programados en su ser medio millón de años antes. Por ejemplo: en esos años en que prosperaba en la corriente de Alaska, vivía como si ése fuera su hogar para siempre; en sus aventuras con otros peces y con mamíferos más grandes, se comportaba como si nunca hubiera conocido otro tipo de vida. Ya no recordaba haber vivido en agua dulce, y si se lo hubiera arrojado súbitamente en ella, no habría podido adaptarse. Era un habitante de la corriente, tan irrevocablemente como si hubiera nacido en sus confines.

Pero en su segundo año dentro de la gran corriente de Alaska, Nerka experimentó un cambio genéticamente impuesto que lo impulsó a buscar su arroyo natal, por encima del lago de las Pléyades. Entonces se puso en marcha un complejo mecanismo de orientación, que los científicos aún no comprenden del todo y que lo guiaría, a través de miles de kilómetros, hasta ese arroyo en la costa de Alaska. Empleando esa memoria heredada, por primera vez en su vida, Nerka actuó por instinto e inició su viaje de retorno.

Las claves que guiaban a Nerka eran sutiles: ínfimos cambios en la temperatura del agua que provocaban su reacción, o tal vez un cambio electromagnético. Por cierto, al aproximarse a la costa utilizó su sentido del olfato, uno de los más sensibles en el mundo animal, para detectar rastros químicos similares a los de su lago. Esa diferencia química puede haber sido de una parte en mil millones, pero allí estaba. Su influencia persistía y aumentaba, guiando a Nerka hacia las aguas natales con más vigor. Es una de las manifestaciones más extrañas de la naturaleza: un diminuto mensaje enviado por las aguas del mundo para guiar a un salmón hasta su arroyo natal.

La temporada de 1905 era la última que Tom Venn pasaría en Tótem, pues el señor Ross quería que él supervisara la instalación de la nueva envasadora de R R, al norte de Ketchikan.-Tom habría querido familiarizarse con esa peculiar zona de Alaska, pero los profesores que estaban instalando los Chinos de Hierro en Tótem necesitaban que una persona con experiencia, como él, permaneciera allí para solucionar los problemas que inevitablemente surgirían al enseñar los radicales procedimientos al nuevo personal. Ese verano fue inolvidable por muchos motivos. Tom había pasado buena parte de febrero en Seattle, con los Ross; tanto Lydia como sus padres le insinuaron que, en cuanto ella terminara dos años de universidad, sería posible Pensar en el matrimonio. Como para demostrar lo serio de esa posibilidad, en el mes de julio, cuando los Chinos de Hierro estaban ya funcionando a toda velocidad y con una eficiencia que ni sus mismos inventores habían imaginado, la señora Ross y su hija viajaron al estuario del Taku, a bordo del lujoso navío canadiense Montreal Queen, y Tom tuvo el placer de acompañarlas en una visita a la fábrica.

—Estoy asombrada, de verdad —dijo la señora—. Por lo que contabais tú y Malcolm, esperaba ver aquí a cientos de chinos, pero no hay ninguno.

—Bueno —le recordó él—, ¿no nos vio usted estudiar el chino de hierro en su sala, aquel día?

—¿Ese pequeño objeto, Tom? Era sólo un modelo, algo trivial. Nunca imaginé que fuera un monstruo mecánico como éste.

El joven llevó a la señora Ross y a Lydia hacia un lado, explicando el funcionamiento:

—Esta máquina, de las que tenemos tres, las otras dos algo mejoradas —perdió el hilo de su razonamiento—. Bueno, como ustedes ven, este Chino de Hierro tiene capacidad para procesar un pescado por segundo, pero no nos gusta hacerlo tan deprisa. A la velocidad que ustedes ven, procesa más de dos mil salmones por hora.

—¿De dónde salen tantos?

Desde la ventana, él mostró a las mujeres la trampa instalada en el centro del estuario, ampliada con guías muy largas.

—Allí abajo atrapamos muchos peces. Miren ustedes esos cestos que las grúas sacan de la encañizada… Y aunque desde aquí no se ve, hay otra grúa en el extremo del muelle, que los deposita en esa cinta móvil.

Luego les mostró lo que ocurría con el salmón limpiado por el Chino de Hierro: la carne cruda, con huesos y todo, era cortada por veloces máquinas en apetitosas porciones que se ajustaban exactamente a la famosa «lata alta» diseñada para contener exactamente medio kilo de pescado y mundialmente conocida.

—¿Se envasa crudo? —preguntó Lydia.

—¡Claro! —respondió Tom. Y les mostró cómo pasaban las máquinas bajo una máquina que ponía la tapa en su lugar.

—Esto no es seguro —adujo la joven—. Allí adentro hay aire y bacterias.

—Por supuesto —reconoció Tom—. En realidad, hay hasta un pequeño agujero en la tapa, pero ¡mira lo que ocurre ahora!

Y le indicó orgullosamente un artefacto vulgar, que su envasadora había mejorado.

—La lata llena, con su agujero en la tapa, llega aquí; una bomba de vacío expele todo el aire que te preocupa. Y de inmediato, esta otra máquina deja caer un punto de soldadura. ¡Listo! El salmón está envasado al vacío.

Luego las llevó a otro edificio, donde había una hilera de dieciséis grandes hornos en los que se podían introducir carritos cargados de latas llenas. Cuando las grandes puertas de hierro se cerraban, esos hornos se llenaban de sibilante vapor a gran presión y el pescado se cocía allí durante ciento cinco minutos, tras los cuales hasta los suculentos huesos eran comestibles.

—Yo siempre pido la parte del hueso —dijo Lydia mientras pasaban a un tercer edificio donde se apilaban tantos envases sin etiqueta que el efecto era deslumbrante. En el extremo más alejado, un equipo de mujeres recientemente empleadas aplicaban el característico rótulo de Tótem, apreciado ya por las mejores tiendas de toda la nación, puesto que sus latas contenían sólo el salmón Nerka del estuario del Taku, de calidad superior.

Tom cogió diestramente una de las latas terminadas de la línea de producción y se la mostró a la señora Ross, diciendo con orgullo:

—Alguna mujer de Liverpool o Boston va a apreciar esta lata cuando llegue a su cocina. Aquí hacemos un buen trabajo.

Miles de cajones de madera, cada uno con capacidad para cuarenta y ocho latas de salmón Tótem, esperaban su contenido o el vapor de R R que los transportaría al sur.

—¿Cuántos cajones embarcas por año? —preguntó la señora Ross.

—Unos cuarenta mil.

—Dios mío, cuántos salmones.

—Hay muchísimos allí fuera —le aseguró Tom.

Las Ross sólo podían quedarse dos días; después partirían en una lancha rápida para tomar el Montreal Queen hacia Juneau. Al despedirse, ambas invitaron a Tom a pasar la Navidad con ellos; una vez más, Lydia se separó de él con un beso caluroso, algo que llegaría a oídos de Nancy Bigears, al otro lado del estuario.

Algunos días después de esa partida ocurrió un contratiempo muy divertido: uno de los Chinos de Hierro, en un arrebato temperamental, empezó a cortar cabezas y colas de tal modo que desperdiciaba la mitad del salmón; al destriparlo quitaba la espina dorsal, pero dejaba las entrañas convertidas en una masa horrible que asomaba del pescado. Pese a su habilidad normal para solucionar emergencias, Tom no pudo corregir el desperfecto. Cuando ya parecía necesario que el doctor Whitman viajara desde Seattle, uno de sus trabajadores sugirió que se consultara a Sam Bigears:

—Él sabe mucho de máquinas.

Cuando Sam llegó con su bote para echar un vistazo al Chino de Hierro, dijo:

—Muy complicada. Pero sé quién arregla.

—¿Quién? —preguntó Tom.

La respuesta le mortificó:

—Ah Ting.

Sin embargo, Sam insistió tanto que se ocupó personalmente de viajar hasta Juneau para traer al chino milagrero. Éste no tuvo ningún inconveniente en volver para reparar la máquina que le había dejado sin trabajo, como a tantos de sus compatriotas.

La recepción de Tom fue decididamente fría, cosa que no preocupó a Ah Ting. Con su habitual sonrisa de conejo, llevó su maletín de herramientas al antiguo cobertizo de limpieza donde había reinado durante dos años.

—¡Bueno! —exclamó, mientras estudiaba el modo en que los dos Chinos de Hierro en funcionamiento cortaban cientos de salmones—. Buena Máquina, me parece. ¿Qué le pasa?

Tom ordenó a sus hombres que procesaran cinco o seis salmones en la máquina estropeada. En ese primer minuto Ah Ting detectó el error, aunque tardó algo más en hallar el modo de corregirlo. En realidad, le llevó dos horas solucionar el problema que tan sencillo parecía. Tendido bajo el artefacto, sobre un saco de arpillera, anunció a Tom:

—Mucho mejor esta vara aquí.

Pero Tom le gritó:

—¡No cambies nada!

Sin embargo, Ah Ting había detectado un modo muy superior de transmitir la energía a las cuchillas y, al mismo tiempo protegerlas de lo que había estropeado a la máquina. Sin volver a pedir permiso, comenzó a martillar y aserrar, metiendo tanto barullo que Tom se inquietó. Al cabo de quince minutos, Ah Ting salió de debajo de la máquina con su habitual sonrisa de confianza:

—Ahora bien. ¿Arreglo otras dos?

—¡No! —exclamó el joven.

Después de pagarle la reparación, le empujó hacia el esquife de Sam Bigears. Sin embargo, algunas semanas después se averió otra de las máquinas, de modo muy parecido, y Ah Ting volvió para corregir el error de diseño. En esta ocasión Tom desvió la vista cuando el inteligente chino se metió bajo la tercera máquina para modificarla. Esa noche redactó una carta para enviar a Starling y a Whitman, comunicándoles que, según había comprobado por dura experiencia, la potencia transferida a las cuchillas de su Chino de Hierro se podía mejorar mucho mediante los cambios indicados en los dibujos adjuntos.

A finales de julio ocurrieron muchas cosas buenas, cada una más agradable que la anterior. Mientras Tom trabajaba con unos mapas en los despachos oficiales de Juneau, adonde había ido para consultar con los funcionarios sobre la posibilidad de extender aún más las guías, oyó una voz conocida. Al volverse para ver quién era, se encontró con el reverendo Lars Skjellerup, de la Misión Presbiteriana de Barrow, que había viajado hacia el sur con su bonita esposa de Virginia para rogar al gobierno que enviara maestros de escuela, no para la misión, donde él y su esposa estaban haciendo un buen trabajo con el dinero ganado en las minas de Nome, sino para los esquimales de la zona en general.

Tom invitó a los Skjellerup a almorzar; entonces conoció por primera vez uno de los grandes goces de la vida humana: averiguar, después de una prolongada ausencia, cómo le ha ido a las personas con quienes hemos compartido peligros. Mientras escuchaba las aventuras de ese hombre que había tratado estrechamente en tiempos difíciles, se tornó casi efusivo en su deseo de recordar viejos tiempos.

—Oye, Lars, ni en cien años adivinarías quien estuvo sentado en tu misma silla, el año pasado, para asesorar a nuestra firma sobre la adquisición de tierras.

—¿Matthew Murphy?

—No, aunque me gustaría mucho verle. Sujétate fuerte: fue Marvin Hoxey.

Con un grito que se oyó en todo el salón, Skjellerup se levantó de un salto.

—¿Salió de la cárcel? —Tanto él como su esposa se quedaron estupefactos al enterarse de que Hoxey tenía más influencia que nunca en Washington y era asesor legal de Ross Raglan.

Tom pasó tres días con los Skjellerup, enterándose de cómo un hombre sin educación religiosa podía ir de misionero a tierras heladas. Pero quedó aún más impresionado por la señora Skjellerup, que había llegado a esa distante misión de un modo tan extraño:

—Debe de ser usted muy valiente para ir al fin del mundo, donde una noche de invierno dura tres meses.

Ella descartó el comentario con una carcajada:

—Yo sería igualmente feliz en las islas Fiji.

La idea dejó atónito a Tom. No sabía nada de las Fiji y suponía que ella tampoco, pero era lo más alejado de Barrow y el hielo ártico que uno pudiera concebir.

—¿Lo dice de veras?

—Claro que sí. Es verdad. Aventura. Mucho trabajo. Buenos resultados. Para eso hemos sido puestos en la Tierra.

—¿Ustedes son religiosos? —preguntó el joven—. Es decir, ¿creen en Dios?

—Mi esposa y yo creemos en el trabajo —respondió el hombre que había llevado sus renos hasta la cima del mundo—. Y creo que Dios también.

—Sí —intervino su esposa—, yo creo en Dios. Prefiero imaginarlo como un anciano de pelo blanco, sentado en un trono ocho o nueve kilómetros por encima del cielo. Está sentado allí, con un libro grande, y anota todo cuanto hacemos. Por suerte para los que son como yo, tiene muy mala vista. Porque hace muchísimos años que escribe así, ¿no?

Cuando los Skjellerup iban ya de camino a Barrow, donde las medianoches de julio son de un gris plateado, Tom partió hacia el estuario del Taku. En el momento en que abandonaba el Hotel Occidental de Juneau, vio venir por la calle, desde el muelle, a siete de los habitantes más extraños de Alaska. A la vanguardia, dando órdenes como siempre, iba A. L. Arkikov, el siberiano pastor de renos, con su esposa y tres hijos, todos ellos vestidos con el atuendo invernal de Siberia. Detrás de ellos, Tom vio a las dos personas que más deseaba ver en el mundo: Matthew Murphy y su compañera Missy Peckham, con su propio bebé.

Él los vio el primero y bajó a la carrera los peldaños del hotel, para coger a Arkikov por la cintura y bailar con él antes de que los otros pudieran identificarle. En una de sus vueltas, Missy le reconoció y se detuvo en seco, tapándose con las manos la boca y tratando de contener las lágrimas. Murphy se unió al baile. Por algunos minutos, frente al principal hotel de Juneau, los cuatro veteranos de las minas auríferas celebraron su reencuentro con ruidoso júbilo.

Después de insistir para que todos le acompañaran al comedor, Tom encargó un festín. Una vez más propuso su acertijo:

—¿Quién supones que estuvo sentado en tu misma silla, Missy, no hace mucho tiempo?

Ella bajó la cabeza y miró al muchacho casi por entre las oscuras cejas.

—No me digas que fue ese hijo de puta de Marvin Hoxey.

Y como Tom asintiera con entusiasmo, como si Hoxey fuera un antiguo amigo, Missy, Matt y Arkikov soltaron un resoplido. La hora siguiente la dedicaron a comparar a Hoxey con su discípulo, el juez Grant. Al enterarse de que el juez era ahora un respetado miembro de los tribunales de Iowa, los otros rompieron en carcajadas.

—¡Bien por la justicia! —exclamó Matt.

Y esa gente, que tanto había sufrido por las maldades de Hoxey y Grant, se rió de las pretensiones de ambos canallas. La amargura de aquellos días frenéticos se perdió en la alegría. Después se contaron mutuos detalles de lo ocurrido en esos años.

Tom supo entonces que Missy, Matt y Arkikov habían decidido que, acabado el oro de la playa, Nome no ofrecía mucho futuro. Missy dijo:

—Creemos que el futuro de Alaska se decidirá aquí, en Juneau, Y queremos desempeñar un papel.

—¿Qué papel?

—¿Quién sabe? ¿Imaginabas tú administrar una fábrica de conservas de salmón?

—Nunca se me pasó por la cabeza. Pero tampoco imaginaba que atendería un restaurante a la orilla del Yukón. ¿No eran las mejores, nuestras tortas? ¡Ese John Klope!

Ante la mención de su benefactor, Missy y Tom quedaron callados. Matt propuso un brindis por el hombre que por fin había hallado su mina de oro. Y entonces ella, riendo, explicó a los Arkikov:

—John Klope tenía una masa de levadura estupenda; yo preparaba la mezcla y cocinaba cuarenta y cincuenta tortas; luego las ponía fuera, a veinte grados bajo cero, y las dejaba congelar. Cuando llegaba alguien con hambre, tomaba una de mis tortas heladas, la descongelaba y comía bien.

Luego preguntó a Tom:

—¿Y qué crees que hemos traído con nosotros a Juneau? Pues ese frasco con masa de levadura. Todos estáis invitados a comer con nosotros, cuando consigamos vivienda.

—Pero ¿qué pensáis hacer aquí, en Juneau? —preguntó el cauto Tom.

Ella y Arkikov respondieron al unísono:

—Ya encontraremos algo.

El siguiente viajero que llegó a la zona de Juneau traía una misión más seria. En la última semana de la temporada, Tom calculaba en su oficina las cifras preliminares de esa campaña. Sus carpinteros habían fabricado unos cincuenta mil cajones, de los cuales más de cuarenta y cuatro mil estarían llenos al terminar la temporada. A cuarenta y ocho latas por cajón, Tótem habría embarcado más de dos millones de envases individuales. Y como cada Nerka, pese a no ser el más grande de los salmónidos, llenaba unas tres latas y media, los salmones procesados por la planta sumaban más de seiscientos mil.

—El Chino de Hierro ha trabajado bien —dijo Tom, apartando Sus cálculos—. Recibiremos unos cuatro céntimos por lata y el consumidor pagará alrededor de dieciséis. No se puede conseguir otro alimento tan barato.

La industria había publicado recientemente un folleto de amplia circulación, donde se demostraba que el salmón cubría los requisitos alimenticios básicos a veinticuatro céntimos el kilo; el pollo, a cuarenta y cuatro; la carne de vaca, a sesenta y seis, y los huevos, a setenta y dos. Tom reconocía:

—Eso, tomando los tipos de salmón más baratos. Pero aun a treinta y dos céntimos por kilo, nuestro Nerka escogido será una bicoca para el ama de casa.

Cerró sus cuentas calculando que, en la temporada de 1905, la Fábrica de Conservas Tótem obtendría una utilidad de setenta mil dólares, por lo menos, una suma estupenda en aquellos tiempos.

Todavía estaba felicitándose cuando vio, sorprendido, que el Montreal Queen estaba desembarcando pasajeros en el muelle de Tótem. Eso era tan poco habitual que salió corriendo de su oficina para ver qué ocurría. Al llegar al muelle vio venir hacia él a un alto caballero, vestido con el bonito uniforme que tan familiar se le había hecho en los tiempos pasados en el Klondike. Era el uniforme de la Policía Montada del Noroeste y quien lo lucía era el sargento Will Kirby. Le seguía una comisión de cinco hombres, formalmente vestidos de civil.

Apenas reconoció a Kirby, Tom corrió a saludarle. Para su sorpresa, Will se echó atrás, manteniendo una postura de envarada formalidad.

—Usted es el director de esta fábrica, ¿verdad, señor Venn?

Atónito ante el rígido decoro de su amigo, Tom admitió que lo era. Entonces uno de los acompañantes se adelantó para presentarse:

—Yo soy sir Thomas Washburn, del gobierno canadiense. Y los señores son miembros de nuestra Comisión de Pesca. Supongo que usted ha sido informado por Washington de nuestra visita.

—No sabía nada.

—Sin duda, los documentos vienen en camino. El capitán Kirby le mostrará nuestras credenciales cuando nos hayamos sentado. Y le aseguro que hemos venido por invitación de su gobierno, señor Venn.

Una vez que los integrantes de la comisión estuvieron sentados en la oficina, Kirby puso ante Tom documentos firmados por funcionarios de Washington, pidiendo a todos los encargados de fábricas de conservas en aguas de Alaska que cooperaran con esa «comisión de expertos de nuestro buen vecino, Canadá».

—El propósito de nuestra visita —dijo sir Thomas— es evaluar los efectos que tendrán sus nuevas trampas en el ir y venir de los salmones por los diversos ríos; como usted sabe, todos nacen en Canadá y recorren sólo breves distancias en Alaska. Este río Taku es un perfecto ejemplo de lo que decimos. ¿Me permite mostrarle nuestro mapa?

Tom hizo un gesto afirmativo. Entonces sir Thomas pidió a Kirby que mostrara el mapa donde se delineaba la situación. En cuanto el mapa estuvo desenrollado, uno de los miembros de la comisión se echó a reír:

—Ése es del Stikine, Kirby.

Al mirar con más atención, Tom notó que el hombre tenía razón. Ese mapa mostraba el río Stikine, que recorría muchos kilómetros en el Canadá antes de cubrir unos treinta y ocho en Alaska, para desembocar en el mar cerca de Wrangell.

—¡Un momento! —interrumpió sir Thomas—. Deje ese mapa, Kirby. Creo que explica perfectamente el problema.

Marcó con un lápiz los tramos más alejados del sistema del Stikine, señalando los diversos lagos que alimentaba y los tributarios, casi interminables, en los que se criaba el salmón.

—Se Podría decir que es un imperio de salmones —concluyó mientras indicaba el brevísimo recorrido del río en Alaska—. Pero cualquier represa indebidamente situada en este pequeño territorio afectará, por fuerza, todo esto.

Reclinándose en la silla, como si hubiera probado su argumento, ordenó a Kirby que extendiera el mapa donde se veía el sistema del río Taku, una complicada red de ríos, arroyos y lagos. Al verlo, hasta Tom se vio obligado a admitir que las situaciones a las que aludía eran las mismas:

—Comprendo lo que usted quiere decir, sir Thomas. Un gran recorrido en Canadá, mucho menos en Alaska. —Pero se apresuró a añadir—: Sin embargo, como usted ya ha de saber, nuestra trampa no impide el retorno de los salmones maduros a Canadá.

Sir Thomas replicó en tono muy seco:

—Yo diría que sí.

Pero Tom le señaló:

—Para protegerlos mantenemos la trampa abierta durante todo el fin de semana, dándoles libre paso.

—No dudo que eso ayude un poco. —Hizo una pausa y añadió—: Nuestra obligación es comprobar si es suficiente.

Como las industrias conserveras tenían casas de huéspedes, en las cuales visitantes e inspectores de la empresa podían alojarse con razonable comodidad, Tom se apresuró a ofrecerles albergue por esa noche, pero sir Thomas dijo:

—Me temo que deberemos quedarnos tres días. Queremos ver cómo afecta a los peces la apertura del fin de semana.

E indicó a Kirby que fuera en busca de las maletas.

Pasaron el resto del viernes inspeccionando la trampa en sí y comparando la guía del este, instalada de modo permanente por medio de pilotes hundidos en el fondo, con la del oeste, que se mantenía simplemente a flote; les sorprendió comprobar que ésta era tan efectiva como la anterior. También verificaron, con cierto horror, el número de salmones que se ahogaban en la encañizada de retención; Tom no los convenció con su intento de reducir la pérdida a algo relativamente trivial.

Cuando preguntaron cuántos salmones retiraba Tótem del sistema del Taku durante el verano, no les sorprendió la cifra total de seiscientos mil. Tal como dijo uno de los expertos:

—Bastante razonable, siempre que se permita el paso de un número suficiente para que procreen. —Luego detectó un problema que con frecuencia preocupaba a Sam Bigears—. Pero dada la localización de esta trampa, aun cuando los fines de semana permitan el paso de suficientes Salmones para satisfacer a Canadá, me parece que este río de las pléyades quedará sin reabastecimiento.

Tom replicó en tono tranquilizador:

—Estoy seguro de que muchos suben también por ese río.

El sábado por la tarde, toda la comisión, incluido el capitán Kírby abordó pequeños botes para observar el tránsito del salmón por la trampa bajo las guías. Eran tantos los hermosos ejemplares que pasaban, claramente visibles a pocos centímetros de la superficie, que Sir Thomas admitió:

—Es impresionante, en verdad.

Y uno de su equipo añadió:

—El problema es sencillo: hay que adiestrar a los salmones para que sólo naden aguas arriba en domingo.

Cuando cesaron las risas, Tom trató de allanar las dudas que preocupaban al equipo.

—Ustedes deben comprender, señores, que cuando el salmón joven viene desde los ríos canadienses para llegar al mar, no encuentran ningún problema. Como la estación es otra, las trampas no están en funcionamiento.

El domingo por la mañana, después de otra visita a la trampa, los canadienses pusieron manos a la obra. Con los mapas en el escritorio de Tom, interpelaron:

—¿Qué harán los conserveros de Alaska para proteger los sitios de cría del Canadá?

Tom respondió directamente:

—Las fábricas están aquí, sir Thomas. Ustedes no tienen una sola planta en toda la zona. No necesitan el salmón. Nosotros sí.

Sir Thomas no se echó atrás:

—Por el momento, lo que usted dice parece correcto. Pero también debemos tener en cuenta que en el futuro habrá muchos canadienses en estas regiones. Entonces será muy importante contar con una provisión segura de salmón. Y si los de Alaska impiden o aniquilan el reabastecimiento, nos estarán causando un grave perjuicio. Tom no cedió:

—Cerramos las trampas en toda Alaska, como ustedes han visto. Estoy seguro de que pasa un suficiente número de peces.

—¡Pero qué derroche! ¡Cuántos salmones muertos!

—No son tantos, en relación con el total…

A sir Thomas le irritaba un poco discutir con un hombre tan joven, pero le impresionaba favorablemente la eficacia con que Tom defendía los intereses de su empresa. Por eso, después de hacer hincapié en la intención canadiense de buscar un acuerdo internacional que protegiera sus intereses en la industria del salmón, escuchó cortésmente los argumentos con que el muchacho rebatía los suyos, diciendo que difícilmente Estados Unidos se sometería a semejante acuerdo.

Reacio a prolongar un debate de posiciones tan encontradas, sir Thomas pidió a Kirby que le entregara otro cartapacio y lo hojeó hasta hallar el documento que buscaba:

—Señor Venn, ¿conoce usted a cierto señor Marvin Hoxey?

La expresión sorprendida de Tom demostró que sí. El canadiense continuó:

—Parece ser nuestro principal obstáculo en Washington. No deja de citar estadísticas que destruyen todas nuestras reclamaciones, pero sospechamos que sus datos son fraudulentos. ¿Qué puede usted decirnos acerca de él? ¿Es realmente experto en estos asuntos?

—Por supuesto —respondió Tom, sin parpadear.

—¿Y ha inspeccionado estas trampas? Ésta, en especial.

—En efecto.

Sir Thomas no dijo nada, pero pidió otro documento y lo estudió por unos segundos, como si buscara el modo de aprovechar esa información. Por fin carraspeó Y se inclinó hacia delante, para preguntar con voz conciliadora:

—Ahora bien, ¿no es cierto, señor Venn, que en la ciudad de Nome, en el año…? Veamos… ¿puede haber sido mil novecientos? Sí, creo que sí. ¿Conoció usted por entonces al señor Hoxey?

—Sí.

—¿No ofreció usted un testimonio que ayudó a encarcelarlo?

Tom respondió, débilmente:

—Así fue. —Pero se apresuró a añadir—: Deben saber ustedes que el señor Hoxey recibió un indulto pleno del presidente. Todo fue un error político.

—No lo dudo —comentó sir Thomas. Y no insistió en el tema.

Era ya noche entrada, el domingo, cuando Tom encontró la oportunidad de charlar a solas con el capitán Kirby. Después de intercambiar reminiscencias de los viejos tiempos, el policía preguntó francamente:

—¿Qué clase de persona es ese Hoxey. Tom? Nos está causando muchos problemas.

—¿Entre usted y yo?

—Como en los viejos tiempos.

—Use esta información, si quiere, pero no diga que yo se la di.

—Ya sabes que puedes confiar en mí.

Tom miró a Kirby a los ojos:

—Si él hubiera aparecido en el Klondike cuando usted y yo estábamos allí, usted lo habría hecho liquidar en dos días.

No se volvió a tocar el tema, pero cuando la conversación retomó el hilo de los tiempos pasados el muchacho comentó:

—¿A que no sabe a quién encontré en Juneau? —Y como Kirby confesó no tener idea—: ¡A Missy Peckham!

Los dos hombres se inclinaron mientras recordaban a esa valiente mujer que trepaba el paso de Chilkoot, donde había conocido a Kirby. Y hablaron de los veloces descensos en pala, de la construcción del barco, de los días pasados en la tienda en Dawson y en el arroyo Bonanza.

—Nunca halló oro, ¿verdad? —preguntó Kirby, expresando pena por la mala suerte de Missy.

—No, nunca.

—Maldita sea —protestó Kirby, descargando el puño contra la mesa—. esa mujer siempre tuvo mala suerte.

—No tan mala. —Y muy pausadamente, Tom le describió la aparición de John Klope en Nome, un día, llevando grandes regalos de oro para Missy, Murphy y él mismo.

—Bueno, me alegro. ¿Y dices que ahora está en Juneau?

—Sí. Ella y Murphy van a instalarse allí.

—¿A hacer qué?

—No tienen idea. Pero conociendo a Missy, será algo interesante.

Kirby pensó por un momento. Luego juntó las manos en una palmada, proponiendo:

—¿Nos acompañarías a Juneau, Tom? Mañana por la mañana vendrá un barco a recogernos.

Tom vacilaba, pero el policía insistió:

—Si tienes problemas con tu jefe, el de Seattle, sir Thomas puede insistir por escrito para que continúes con la entrevista allí.

Por la mañana, Kirby entregó una solicitud formal para que Thomas Venn, director de la Fábrica de Conservas Tótem, acompañara a la Comisión de Pesca de Canadá a realizar consultas en Juneau; durante el rápido viaje a la capital, sir Thomas dijo:

—Si yo fuera el propietario de una fábrica, señor Venn, lo querría a usted como director —añadió—: Pero se equivoca totalmente al interpretar los intereses de Canadá en este asunto. No descansaremos hasta obtener un acuerdo equitativo para dar solución al problema.

No preguntó por qué Kirby quería al muchacho en Juneau, pero al llegar al Hotel Occidental, ante el placer con que ambos saludaron a la mujer que allí se hospedaba, con su esposo y su hijita, dedujo que los motivos eran importantes.

Fue un reencuentro emotivo, del que Matt Murphy participó con tanto entusiasmo como los otros tres. Habían conocido días embriagadores y grandes desilusiones. A su debido tiempo surgió el nombre de Marvin Hoxey; entonces Matt y Missy revelaron la horrible historia, con detalles tan sensacionales que Kirby no pudo sino preguntar:

—¿Cómo puedes hacer negocios con ese hombre, Tom?

Y éste sólo pudo responder:

—Los hace la empresa, no yo.

—¿Y tú te sientes en la obligación de ser leal a la compañía?

—Sí.

Kirby no dijo nada, pues él se sentía en la obligación de ser leal a la Policía Montada y conocía las presiones que puede imponer ese tipo de fidelidad. En su caso las presiones eran legítimas: las del gobierno canadiense; en el caso de Tom, ilegítimas, como todo lo relacionado con Marvin Hoxey. Pero los hombres razonables tenían conciencia de las presiones, buenas o malas, y respondían a ellas de un modo diferente.

Por fin la conversación giró hacia el motivo que llevaba allí a los canadienses; Missy se mostró más que pasivamente interesada en las fábricas de conservas de salmón y los hechos fueron surgiendo gradualmente:

—Es en parte por ese motivo que Matt y yo estamos aquí. No me refiero al salmón, sino a los derechos de los nativos.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kirby.

Y ella explicó:

—En todos los lugares en que hemos estado, Will, sea en Canadá o en Alaska, hemos visto que los nativos llevan la peor parte. ¡Si vieras en Nome!

—Me lo imagino.

—Matt y yo tuvimos la impresión, por ser descendientes de nativos irlandeses y estadounidenses, como podría decirse… bueno, nos pareció que debíamos estar de parte de los nativos. Deberíamos ayudarles a cuidar de sí mismos mejor que ahora.

Consciente de que quizás estaba hablando contra sus propios intereses, Tom dijo impulsivamente:

—¡Grandioso! Cuando Lars Skjellerup estuvo aquí, hace algunas semanas, vino a rogar al gobierno que abriera escuelas para los nativos. Y dijo casi lo mismo que tú, Missy.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kirby, volviéndose hacia la mujer a quien en otros tiempos había estado tan ligado. Ahora se encontraban como adultos maduros, cada cual luchando por hacer de su mundo un sitio más ordenado.

Alentada por su sonrisa, Missy expresó en público por primera vez los principios que orientarían el resto de su vida.

—Veo una Alaska que no esté dominada por los ricos de Seattle. Quiero una Alaska que tenga gobierno propio, leyes propias, su propia libertad. —Entonces se tornó casi vehemente—: ¿Sabéis que Matt y yo no Podemos comprar tierras en Juneau? ¿Por qué? Porque al gobierno de Alaska no se le ha permitido legislar sobre la propiedad de las tierras y el de Estados Unidos no quiere hacerlo.

De esa falta que enfurecía a todos los de Alaska, pues inhibía el normal desarrollo cívico, la mujer pasó a un marco más amplio:

—Hemos estado estudiando los mismos problemas que te traen aquí, Kirby.

Ahí se interrumpió. El capitán de la Policía Montada le preguntó:

—¿Y a qué conclusión habéis llegado?

Ella dijo:

—Que toda la riqueza que produce el salmón de estas aguas debería ser dedicada al bienestar de Alaska, no a los comerciantes de Seattle.

Kirby, riendo, señaló a Tom:

—Se refiere a ti.

—No, lo digo en serio. He descubierto que este verano se han puesto en funcionamiento más de treinta fábricas como las de Tom, y ni una de ellas deja un céntimo para nosotros, los de Alaska. —Hasta ese momento había hablado de los de Alaska en tercera persona, como si quisiera proteger derechos ajenos; ahora, sutilmente, ella misma pasaba a ser de Alaska y así continuaría.

Al terminar ese animado discurso, Kirby preguntó:

—¿Esto no hace de tu viejo amigo Tom un enemigo?

Y ella respondió:

—Si él continúa trabajando para los comerciantes de Seattle seremos enemigos políticos, sí.

Antes de que nadie pudiera contestar, Kirby hizo una seña a sir Thomas Washburn, diciendo:

—Usted debería escuchar a esta dama, sir Thomas.

El presidente de la comisión lo hizo y quedó atónito por la similitud entre sus opiniones y las que ella expresaba.

—Usted tiene la cabeza bien puesta, señora.

—Ya libraba estas batallas en Chicago. Entre los desesperados, pero nunca sin esperanzas.

Conversaron los dos por largo rato, como si no hubiera nadie más allí. Cuanto más revelaban sus aspiraciones, más claramente veía Tom Venn que sólo podían alcanzar lo buscado a expensas de su empleador, Malcolm Ross. Por fin, algo irritado, intervino:

—Usted, sir Thomas, con su posición y todo eso, ¿cómo puede Pensar de ese modo?

Y el caballero canadiense se echó a reír:

—Mi padre tenía una pequeña tienda en Saskatchewan. Él habría aplaudido lo que dice esta joven, porque solía decirme las mismas cosas.

Y le volvió abruptamente la espalda para reanudar su discusión con Missy.

Tom estaba ansioso por pasar la Navidad con los Ross y renovar su amistad con Lydia. Ella le saludó con cordialidad, pero el muchacho no tardó en descubrir que estaba profundamente atraída por un joven de veintidós años, bastante refinado, al que había conocido en la universidad. Se llamaba Horace. La relación no parecía estar formalizada, pero ella se había obligado a asistir con él a unas cuantas fiestas. No por eso le dejó de lado, por supuesto, pero estaba tan ocupada que, con frecuencia él se encontraba solo con los padres o con los miembros mayores de la empresa.

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