Alaska

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XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

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—¿Dónde está la trampa? —preguntó Hilda Flatch.

El señor Sjodin pidió a todos que se sentaran, sabiendo que iba a decir algo increíble.

—Nuestro gobierno, para el cual trabajo en cuestiones de agricultura, ha decidido hacer algo para ayudar a los granjeros que tanto están padeciendo con la Depresión.

Y lo que vamos a hacer es esto.

—¿Quién es usted? —preguntó la señora Flatch.

Y él dijo:

—Provengo de una familia de agricultores, igual que ustedes. Me radiqué en Fargo, Dakota del Norte. Cultivé durante un tiempo las tierras de Minnesota y fui elegido por el gobierno federal. Mi trabajo actual consiste en ayudar a familias como ustedes a iniciar una nueva vida.

—¡Pero si no nos conoce siquiera! —observó Hilda.

El señor Sjodin la corrigió cortésmente, pero con exactitud:

—He hecho muchas averiguaciones sobre los Flatch y los Vickaryous. Sé cuánto debe cada familia sobre su terreno, cuánto pagó por la maquinaria, cuál es el saldo que tienen en el banco y cuál es su estado general de salud. Sé que ustedes son personas honradas. Sus vecinos dieron buenas referencias. Y todos ustedes están absolutamente arruinados. Les repetiré lo que me dijo el tendero de Thief River: «Me sacaría el pan de la boca para dárselo a los Flatch. Son claros como el agua. Pero no puedo darles más crédito».

Los hombres de las dos familias bajaron la vista al suelo.

—Por eso se los ha seleccionado. Creo que todos ustedes pueden estar seguros.

—¿Los niños también? —preguntó Hilda.

Y el señor Sjodin contestó:

—Los niños, sobre todo. Queremos niños como los de ustedes para que sean la semilla de la nueva Alaska.

Ahora que tenía la atención de todos, pasó a los detalles:

—Los llevaremos hasta San Francisco en tren, sin que ustedes deban pagar un céntimo. Allí los pondremos en un barco hacia Alaska, también sin pagar un céntimo. Cuando desembarquen allí, se los trasladará a Matanuska, siempre por cuenta nuestra. Allí se asignará a cada familia una hectárea y media, a elección de ustedes. Les construiremos una casa nueva, con granero, y recibirán gratuitamente semillas y animales. También construiremos un centro urbano con tiendas, médicos y una carretera hacia el mercado.

—¿Y todo eso será gratis? —preguntó Elmer.

—Al principio, sí. Ustedes no gastarán un céntimo. Hasta la cocina será gratuita. Pero anotaremos en la cuenta de cada uno una deuda de tres mil dólares sobre la que no pagarán nada en los comienzos. A partir del segundo año abonarán el tres por ciento de interés sobre la hipoteca, es decir: noventa dólares por año. Y tal como crecen las hortalizas en ese valle, no sólo podrán pagar los intereses, sino también parte del capital.

Concluyó con un gesto grandilocuente y sonrió a los cuatro finlandeses, como si tuviera especial interés en convencerlos:

—El gobierno federal nos ha pedido que consigamos sobre todo suecos, noruegos y finlandeses, entre veinticinco y cuarenta años, agricultores con hijos. Si ustedes tuvieran hijos serían perfectos.

—Tenemos siete, en total —dijo una de las finlandesas.

Pero antes de que el señor Sjodin pudiera asegurarles que, con eso, las dos familias tenían garantizada la selección, lo distrajo un golpe seco a su espalda. Al volverse, descubrió que Elmer Flatch se había desmayado.

—Hace cuatro días que no come nada sólido —dijo Hilda Flatch—. Flossie, ponte a cocinar algo.

Y pidió ayuda al señor Sjodin para llevar a la cama a su marido, todo piel y huesos.

Para asombro de los doscientos noventa y nueve agricultores de Minnesota elegidos por el señor Sjodin, en el invierno de 1935, para esa bonanza proporcionada por el gobierno federal, todas sus promesas fueron cumplidas. Un tren llamado Alaska Special los llevó, con relativa comodidad, hasta la estación Southern Pacific, de San Francisco; en las diversas paradas, los habitantes, ansiosos de ver a los nuevos peregrinos, se agolpaban en las estaciones llevando cantimploras con café caliente, bocadillos y rosquillas. Los periodistas acudían en tropel para interrogar a los viajeros y escribían artículos que se podían clasificar en dos categorías: en unos se afirmaba que los de Minnesota eran audaces aventureros que se arrojaban hacia las gélidas fronteras desconocidas; en otros, eran desvergonzados participantes de otro plan socialista del presidente Roosevelt, destinado a aniquilar la integridad de Norteamérica. Unos pocos periodistas inteligentes intentaron lograr un equilibrio entre los dos extremos; una mujer de Montana escribió:

Estas almas endurecidas no se lanzan a ciegas hacia algún páramo ártico donde no verán la luz del sol por seis meses al año. La periodista ha estudiado las condiciones climáticas de Matanuska y ha descubierto que equivalen a las del norte de Maine o el sur de Dakota del Norte. El valle en sí se parece mucho a las mejores partes de Iowa, aunque está rodeado por una cadena de hermosos picos nevados. En verdad, hay motivos para creer que estos emigrantes se dirigen a una especie de paraíso.

La gran pregunta es: ¿por qué ellos y no otros? El gobierno federal les entrega todo tipo de beneficios a muy bajo coste, serán, en último término, los contribuyentes de Montana los que paguen la factura. Esta periodista no ha hallado ninguna justificación para acumular tanta generosidad sobre este grupo en especial, como no sea el hecho de que todos vivían en los estados del norte, son en su mayoría de origen escandinavo y tienen aspecto de saber trabajar. La gente de nuestro condado que fue a la estación para saludarlos les deseó buena suerte, pues en verdad se lanzan a una gran aventura.

En San Francisco, el señor Sjodin tenía preparado un barco para llevarlos al norte, según lo prometido. Aunque resultó ser uno de los más feos que estuvieran a flote (el antiguo transporte de tropas Saint Mihiel, un cántaro plano con profundas hendiduras en las barandillas, por proa y popa), podía navegar, contaba con alimentos abundantes y ofrecía a cada familia un lugar donde dormir. En ese primer embarque de colonos para Matanuska no había hombres sin esposa y muy pocas familias sin hijos. Eran un grupo homogéneo, de edades y antecedentes similares; se habría podido elegir cincuenta hombres al azar sin que nada los distinguiera del resto. En su mayoría eran de estatura mediana, pesaban unos setenta y cinco kilos, estaban bien afeitados y tenían aspecto de ser gente capaz. La mayor similitud radicaba en el atuendo: a diferencia de las mujeres, que lucían prendas diversas, estos hombres trabajadores se ataviaban con trajes oscuros, de pantalones y chaqueta hechas con la misma tela de lana gruesa. La camisa era invariablemente blanca; la corbata, siempre de un color discreto. Pero lo que los diferenciaba de la gente que veían en San Francisco y en las otras ciudades por las que pasó el tren eran sus gorras de trabajadores, hechas con algún tejido barato, y con un borde rígido. Por su aspecto, constituían el grupo más descolorido que intentara nunca la colonización de un lugar nuevo; no podían compararse con los conquistadores españoles, que habían llegado hasta México y Perú; no usaban las ropas abigarradas que caracterizaban a Jamestown en Virginia, ni la vestimenta colorida de los holandeses que llegaron a Nueva York ni la austeridad de los peregrinos en Massachusetts. Eran hombres de la América Media, en ese período en que la ropa estaba en su punto más aburrido; en su banal similitud, ni hombres ni mujeres parecían destinados a una gran exploración.

Sin embargo, una vez que el Saint Mihiel se puso en marcha, en el grupo empezaron a aparecer diferencias radicales. Una parte minoritaria de los pasajeros demostraron ser estadounidenses comunes, como los Flatch Y sus amigos, los Alexander de Robbin, los Kirsch de Solway y los Jackson de Skime; casi automáticamente, estas familias se agruparon como para protegerse de los altivos escandinavos: los Kertulla, los Vasanoja y los Vickaryous. En realidad, los escandinavos no eran altivos; sólo lo parecían, porque se mantenían aparte, hablaban en sus idiomas maternos y se comportaban con el aire superior de quienes ya habían viajado mucho por mar para llegar a Minnesota. Se paseaban por el Saint Mihiel con tanta confianza como si fueran sus propietarios.

Pese a esa división del grupo en facciones, que se manifestó en todos los aspectos del viaje al norte, las animosidades triviales quedaron olvidadas cuando el barco entró en aguas de Alaska, pues entonces aparecieron en todo su esplendor las grandes montañas que custodiaban la costa occidental de la península. Como Vitus Bering doscientos años antes y James Cook, en la década de 1770, esos recién llegados contemplaban con respeto religioso las majestuosas montañas y sus glaciares, que descendían hasta el Pacífico. El señor Jackson dijo a su grupo de estadounidenses:

—Esto no es Minnesota, por supuesto.

Y el señor Alexander replicó:

—Cuesta creer que detrás de esas montañas haya terrenos cultivables.

Elmer Flatch, que contemplaba aquellas grandes masas de roca, dijo a los Kirsch:

—¿No será una trampa? Allí no puede haber tierra arable.

En Anchorage, el señor Sjodin, que mantenía buenas relaciones con ambos grupos, pese a sus propios orígenes escandinavos, les dio la sorpresa de trasladarlos a los vagones de un tren moderno, «tan bueno como los de la Union Pacific», según les dijo. Ellos esperaban encontrarse con trineos de perros y no con un tren superior al que los había llevado de Minnesota a California. Más aún los sorprendió ver, en las carreteras paralelas a las vías, abundantes coches, tal como en Minnesota. Sin embargo, el joven LeRoy Flatch notó una diferencia:

—Fíjense ustedes que todos los guardabarros están oxidados. ¿Por qué?

Y el señor Alexander, que sabía de coches, respondió:

—Por el agua salada, sin duda.

Partieron de Anchorage a las nueve de la mañana, para un viaje de sesenta kilómetros hasta Matanuska. Durante las tres cuartas partes del trayecto no vieron nada que indicara la posibilidad de cultivar: hacia el oeste había salinas nada tentadoras; al este, montañas imponentes. Hasta los más fuertes de los escandinavos, habituados a los territorios del norte, comenzaron a desesperar. Las familias de pradera, como los Flatch y los Jackson, estaban ya dispuestas a rendirse:

—No hay quien pueda cultivar ahí —aseguró el señor Jackson, estudiando las planicies del oeste, desnudas de árboles y pastos. Hilda Flatch se mostró de acuerdo. Se deprimieron aún más cuando el tren se aproximó al indisciplinado río Knik que medía un kilómetro y medio de ancho y, al parecer, apenas quince centímetros de profundidad.

Pero cuando el tren llegó a la mitad del puente, la joven Flossie Flatch, que miraba hacia el este, exclamó:

—¡Mira, mamá! ¡Eh, papá, mira!

Y los Flatch vieron abrirse ante ellos un paisaje como el que esperan encontrar los viajeros de Europa al aventurarse entre los Alpes. Primero había un anillo casi circular de montañas resplandecientes, con las cumbres nevadas centelleantes bajo el sol de la mañana. Luego, árboles por millares y millares: árboles de madera dura y también de hoja perenne, en tanta abundancia que jamás se agotarían. Y por fin, para alegría de los agricultores, se abrieron las praderas y los campos de labor: cientos de hectáreas listas para recibir el arado.

Los escandinavos, en diversos idiomas, compartían su evaluación del valle; todos estaban de acuerdo en que habían llegado a un país de maravillas, tan bello como Noruega o Suecia, y la magnitud de sus componentes los deslumbraba. Uno de los Vickaryous corrió hacia los Flatch y cogió a Elmer por el brazo, exclamando:

—¡Con tierras como éstas, cualquier cosa! —Y besó a Hilda Flatch, que quedó atónita ante tanta familiaridad.

El tren avanzó lentamente durante media hora, a lo largo del borde occidental del valle, permitiendo a los pasajeros ver una maravilla tras otra. Lo que complació especialmente a los recién llegados fue la cantidad de arroyuelos que se abrían paso hacia las planicies.

—Todos podemos tener un río en la granja —dijo Elmer.

Pero su esposa le advirtió:

—E inundarnos cuando se funda toda esa nieve.

Su esposo no la oyó, pues en ese momento el conductor estaba gritando:

—Preparen todo, que casi hemos llegado.

—¿Hay caza allí afuera? —preguntó Flatch.

Y el conductor respondió:

—El que no baje de esas colinas con un alce o un oso no sabe nada de caza. Hasta mi cuñado Herman consiguió un alce.

Durante el resto del viaje a Matanuska, Elmer se imaginó recorriendo esas tierras altas, tan cerca de los campos de labor, siguiendo el rastro de un alce.

Cuando el tren se detuvo por fin, en una estación llamada Palmer, lo hizo con tres violentas sacudidas; los coches entrechocaron al detenerse, con un fuerte chirrido. Entonces los inmigrantes se amontonaron en el andén de madera, tan parecido a los de Minnesota, y un conductor dijo a otro:

—¡Mira! Son distintos, en verdad. Casi todos traen maletas de cartón.

Desde la estación, las familias miraron por encima del campo desierto, hacia el sitio donde los esperaba un espectáculo asombroso: Villa Tiendas, una colección de cincuenta tiendas militares de campaña, cada una con camastros y una chimenea negra sobresaliendo arriba.

—¡Allí está! —exclamó el señor Sjodin, con entusiasmo—. Allí se alojarán ustedes hasta que las casas estén construidas. —Como algunos de los escandinavos protestaron, el hombre añadió—: ¡Miren ustedes qué buenas tiendas son! Cuando sus hijos están en el ejército las usan constantemente.

Y los escandinavos replicaron:

—Pero no en Alaska.

Sjodin soltó una fuerte carcajada:

—¡Quién vaya a Fairbanks ahora, los encontrará alojados en tiendas! Así pasaron todo el invierno.

—¿Vive usted en una de ellas? —preguntó un sueco—. Apostaría a que tiene una casa de verdad.

—Tienda Número Siete, por allí —señaló Sjodin—. En la Número Siete tendrán que acordar conmigo muchas cosas.

A los Flatch y a los Jackson se les asignó una tienda en la segunda fila, empezando desde atrás, la Número Diecinueve. Como ambas familias tenían hijas cuya edad no aconsejaba que compartieran alojamiento con los varones, tendieron en el medio una cuerda con sábanas. A un lado dormían las cuatro mujeres; al otro, los cinco varones. En todas las tiendas ocupadas por dos familias se hicieron arreglos similares. Mientras se distribuían los grupos, el señor Jackson observó:

—En ningún caso se ha mezclado a estadounidenses de verdad con escandinavos.

Y esa separación continuaría cuando llegara el momento de echar a suertes las parcelas asignadas.

Ese día emocionante llegó relativamente tarde en la colonización de Matanuska. Hubo que estudiar la tierra, dividirla en parcelas razonables y abrir caminos para que todas fueran accesibles. Pero cuando todo estuvo listo, el señor Sjodin y sus tres superiores anunciaron que se efectuaría el sorteo, según lo planeado. Esa tarde, Elmer Flatch fue calladamente a la Tienda Número Siete, para consultar con el hombre que tan ejemplarmente había llevado a esos colonos de Minnesota a Matanuska.

—Necesito su consejo, señor Sjodin.

—Para eso estoy aquí. —Y antes de que Elmer pudiera decir una palabra de más, Sjodin añadió con gran cordialidad—: Recuerdo la mañana en que nos conocimos. Usted y su hijo acababan de cazar un venado y lo estaban compartiendo con la familia Vickaryous. Ahora todos ustedes están aquí, en Alaska. ¡Qué maravilla!, ¿verdad?

—Nunca imaginé algo así —reconoció Flatch—. Pero ahora Hilda y yo tenemos que elegir nuestra parcela. ¿Qué nos aconseja usted?

El funcionario tenía un extraño don para percibir los problemas personales; lo había desarrollado al dirigir el equipo estudiantil de fútbol en Dakota del Norte y, más adelante, como agente de agricultura en Minnesota, supo reconocer que Elmer Flatch debía de tener deseos y planes algo diferentes de los otros colonos y decidió respetarlos.

—Bueno, señor Flatch, para que yo le aconseje debe usted decirme francamente qué desea hacer aquí, en Alaska.

—Bueno, como todos los otros…

—No me refiero a los otros, sino a usted.

Elmer se pasó casi un minuto entero mirando el suelo, con los nudillos tensos bajo el mentón, preguntándose si podía franquearse con ese sueco. Por fin, reconociendo la necesidad de confiar en alguien, dijo lentamente:

—No queremos mudarnos nunca más, señor Sjodin. Aquí nos quedamos.

—Me alegro de oír eso. Ahora cuénteme cuáles son sus mayores esperanzas y veamos si es posible cumplirlas.

—Estoy hasta la coronilla de los cultivos. Son pan para hoy y hambre para mañana.

—Un agricultor nato, como mi padre o yo, no diría lo mismo. Pero para usted puede ser cierto. Continúe.

—Soy cazador. Me gustan las armas. Quiero una parcela cerca de los bosques. Quiero un arroyo. Quiero estar cerca de los alces, los osos y los venados. Pero sobre todo quiero un arroyo.

Antes de responder a esa comprensible ambición, Sjodin preguntó:

—Pero ¿cómo se ganará usted la vida, con una esposa y tres hijos?

—Dos.

—¿Cómo lo hará?

Una vez más, Flatch guardó silencio. Luego dijo:

—Trabajando para otros.

—¿En qué?

—En lo que sea. Sé hacer casi cualquier cosa. Construir casas, trabajar en las carreteras. —Y entonces pronunció la revelación más difícil, la que quizás haría reír al señor Sjodin—: Hasta podría servir de guía a los ricos que quisieran cazar un alce. —Y se apresuró a añadir—: Porque uso bien las armas.

Sjodin se reclinó en la silla, pensando en todos los inmigrantes que había conocido: hombres y mujeres audaces, que abandonaban Europa para desafiar las ventiscas de los estados del norte. Se le ocurrió que los buenos, casi todos, venían impulsados por alguna gran visión, por nobles aspiraciones; aunque muy pocos hacían realidad sus sueños, con el correr de los años quedaban estupefactos al notar cuántos se habían cumplido. Para Sjodin, el sueño de Elmer Flatch tenía sentido.

—Hay un par de parcelas alejadas que he visto en mis paseos. Yo mismo me quedaría con una, pero debo estar cerca del centro urbano. Para lo que usted tiene pensado, esos sitios serán perfectos.

Pidió prestado el coche de servicio, un camión Ford, y con Flatch a su lado cruzó el río Matanuska, que atravesaba el corazón del valle antes de unirse al Knik. Después de un largo paseo por carreteras casi inexistentes, llegaron a un valle cerrado, protegido hacia el sur por una magnífica montaña: el pico Pioneer, de mil ochocientos metros de alto, mucho más que las montañas del oeste. Por esa zona pasaba el tipo de arroyo que Flatch ansiaba:

—Se llama Arroyo del Perro. Y por allí, a poca distancia, está el gran glaciar Knik. Dicen que en verano, cuando los lagos formados por el glaciar rompen ese dique, el espectáculo es digno de verse.

—¿Hay parcelas por aquí?

—Diez o doce. De las buenas, digo.

—¿Y alguna está ocupada?

—Nadie las quiere. Están demasiado lejos. Puedo darle una sin necesidad de sortearla.

Mientras se paseaban, un alce se acercó por la ribera del arroyo, como para ver qué clase de animal llegaba a su territorio: un extraño objeto brillante cuyos flancos despedían señales al sol. Intrigado por el camión, no vio a los hombres que caminaban a cierta distancia y pasó seis o siete minutos olfateando; luego, majestuosamente, volvió hacia las colinas.

—Quiero ésa —dijo Flatch, señalando la parcela delimitada en la confluencia.

—No le conviene, señor Flatch —observó Sjodin—. Cuando crezcan el río y el arroyo, esto se inundará. Fíjese en esas ramitas de los árboles.

Después de inspeccionar con más atención, Flatch preguntó:

—¿Tan alto llega el agua?

Y el funcionario le aseguró que así lo indicaban los registros. Con ayuda del sueco, Elmer eligió una parcela en la ribera derecha del arroyo del Perro, frente al pico Pioneer, que parecía estar a punto de caer sobre él, con grandes glaciares, osos pardos y alces que se acercaban. Era un sitio de suprema belleza natural, al que cualquier cazador aspiraría, y lo bastante lejos de la futura ciudad como para ofrecer intimidad por décadas. Cuando él y Sjodin marcaron las esquinas con montones de piedras, Flatch tuvo una hectárea y media de vida nueva, ofrecida por el gobierno federal, que postergaría por cuatro años cualquier pago de la hipoteca y luego los distribuiría a lo largo de treinta años, a un interés del tres por ciento anual. Era conquista de frontera a gran escala y sólo requeriría de los novecientos tres pobladores mucho trabajo duro, la creación de algún tipo de economía y la capacidad de soportar el invierno de Alaska, a 61.9) de latitud norte, aproximadamente la misma que al sur de Groenlandia.

Como ocurre siempre en un asentamiento de pioneros, la carga más pesada recayó sobre las mujeres. Cuando Elmer Flatch desdeñó la posibilidad de instalarse en una de las atractivas parcelas próximas al centro urbano, que serían muy valiosos en pocos años, para elegir en cambio un sitio romántico cerca del glaciar, su esposa comprendió que a ella le correspondería mantener a la familia unida mientras se construía la cabaña y los chicos arraigaban en la escuela. Como muchas de las mujeres inmigrantes, la tarea le resultó más difícil de lo que esperaba. Su esposo era un verdadero hombre de fronteras; siempre estaba dispuesto a cortar una nueva carga de troncos o a ayudar a un vecino lejano a cortar los suyos. Para exacerbar los problemas, quienes habían obtenido las buenas parcelas de la ciudad tenían a los carpinteros del gobierno para que les construyeran la casa, como parte del crédito de tres mil dólares; los testarudos de las afueras tenían que edificar por Su cuenta.

La mayor dificultad para Hilda era adquirir provisiones, debido a una de esas casualidades de la geografía que ni el más inteligente de los hombres puede prever y que no se pueden evitar. Puesto que la colonia estaba en el valle de Matanuska, los recién llegados habían supuesto que, si alguna población crecía para prestarles servicio, recibiría ese nombre; pero hacia el norte, a poca distancia, existía ya la insignificante población de Palmer. Sólo contaba con una ventaja: había allí una estación ferroviaria. Y como tantas veces había ocurrido ya en todo el territorio de Estados Unidos, fue el ferrocarril y no los fundadores de la ciudad quienes decidieron dónde se centraría la civilización.

Por lo tanto, pese a la instalación de una aldea llamada Matanuska, Palmer se convirtió en la metrópoli local. La casa de los Flatch estaba lejos de allí, no sería fácil conseguir que el médico o el repartidor recorrieran una distancia tan larga, sobre todo considerando que por mucho tiempo no habría hasta allí una carretera fiable. Pero Elmer insistió:

—Aquí es donde quiero estar.

Hilda tuvo que adaptarse. Sin embargo, en la parcela se erigió una tienda de emergencia del ejército, con doble recubrimiento como protección contra los fuertes vientos que descendían del glaciar. Cuando Hilda pudo encender una fogata de leña en la cocinita de hierro, la vida le pareció bastante tolerable y se dedicó a trabajar como un caballo de tiro, ayudando a su esposo a despejar y nivelar el sitio para la cabaña; él juró que la tendría techada antes de que cayeran las primeras nieves.

A veces, al terminar una jornada muy larga, Hilda se sentaba en una desvencijada silla junto a la tienda, tan cansada que ni siquiera podía ocuparse de la cena, y sentía la tentación de quejarse. Pero se contenía por respeto a los otros miembros de su familia, pues todos afirmaban repetidamente: «Esto es muchísimo mejor que Thief River Falls». Pero un día en que todo le había salido mal, abrumada por la desesperación, no pudo dejar de preguntarse si los Flatch tendrían alguna vez su propio hogar. Encaramada en su taburete, decidió que, cuando regresaran Elmer y LeRoy (que, por supuesto, no estaban trabajando en la casa), les daría un ultimátum: «Basta de tontear por ahí. Nada de ayudar a los demás mientras nuestra propia casa no esté terminada».

Pero su resolución desapareció cuando los hombres bajaron raudamente de la montaña, al oscurecer, con una asombrosa noticia:

—¡Eh, mamá! ¡Hemos cazado un alce!

Sabiendo que eso les aseguraba comida por largo tiempo, ella exclamó:

—¡Qué orgullosa estoy de ti, LeRoy!

—Y todavía no sabes lo mejor, mamá. ¡Hemos cazado dos!

—Sí —confirmó Elmer, acercándose orgullosamente, con el paso que adoptaban los generales romanos al volver triunfantes de las fronteras imperiales, tras haber derrotado a los rebeldes—. Tengo uno grande junto al hielo. Pero el de LeRoy es mucho más grande que el mío. ¡Cómo caza este muchacho!

Ante esa vigorosa noticia todo se detuvo. Hilda asumió el mando:

—Flossie, corre a casa de los Vasanoja, a ver si pueden prestarnos el caballo para mañana. Tú, LeRoy, ve a casa de Kirsch y pregunta a Adolf si nos ayudará a trocear la carne. Yo visitaré a esa familia que tiene seis hijos; no están comiendo bien, y si nos ayudan a bajar la carne… Oye, Elmer, ¿a qué distancia están esos animales?

Él contestó que estaban a unos cinco kilómetros, en dirección al glaciar; por un momento le pareció más correcto visitar él mismo a la familia de los seis niños, pero se justificó para sus adentros: «Me he pasado todo el día persiguiendo a esos alces y ella, probablemente, no ha hecho gran cosa, Que vaya ella». Hilda fue a compartir la buena nueva con sus vecinos, pensando: «Todo saldrá bien. Si Elmer puede cazar, tendremos comida y él será feliz».

Las mujeres como Hilda, que trabajaban tan esforzadamente en la construcción de Matanuska, haciéndola más habitable de semana en semana, contaban con la considerable ayuda de una extraordinaria pionera de Alaska, anciana de amplia experiencia que había sido designada por el gobierno de Alaska para representar sus intereses en la nueva colonia. Tenía sesenta y dos o sesenta y tres años; era una mujer menuda, de pelo blanco, dotada de una energía que asombraba aun a voluntariosas como Hilda Flatch. Se llamaba Melissa Peckham, pero la llamaban Missy. Al presentarla a los habitantes del valle, Sjodin reveló dos hechos importantes a cada una de las familias:

—Ella no necesita este empleo. Hizo un montón de dinero en las minas de oro, a principios de siglo, y ahora trabaja por nada. Que nadie intente intimidarla, porque es capaz de dejarle a uno tendido en el suelo.

Según descubrirían las esposas de los inmigrantes, Missy era una de esas mujeres capaces de enfrentarse a cualquier problema sin flaquear. Disponía de una pequeña suma de dinero provista por el gobierno territorial, que usaba en situaciones de gran emergencia, y de otra algo mayor que cubría con sus propios ahorros. Se instaló en la Tienda Número Siete y se convirtió en la valiosa ayudante del señor Sjodin. Pero sobre todo se destacaba al montar. Había comprado un caballo con su propio dinero y en él llegaba hasta los límites de la colonia, para trabajar con mujeres como la señora Flatch y la madre de los seis niños. Fue ella quien organizó la Biblioteca de Matanuska, reuniendo libros en desuso entre todos los hogares e instalándolos en una tienda, con una niña de quince años a cargo. Ayudaba a las iglesias a obtener títulos de propiedad sobre parcelas alejadas y luego colaboraba para que empezaran una tosca construcción. Pero las mujeres de Matanuska notaron que no asistía a los oficios de ninguna iglesia; circulaba el rumor de que Missy no estaba legalmente casada con el irlandés con quien vivía y que la ayudaba en sus obras de caridad.

Dos clérigos fueron designados para que visitaran a los Murphy, como los llamaban. Missy les respondió con toda franqueza:

—Escapé de Chicago durante los años difíciles. No tenía esposo, pero eso no viene al caso. En las minas de oro de Dawson conocí a Matthew, cuya historia era mucho más interesante que la mía. Pero ésa es otra cuestión. Él estaba casado en su lejana Irlanda. Abandonó a su esposa y jamás volvió. En Nome y en Juneau trabajamos juntos, tuvimos una hija y somos muy felices.

El pastor presbiteriano quedó horrorizado por su historia, pero el baptista, hombre endurecido en los campos petrolíferos de Oklahoma, sintió curiosidad ante las frecuentes referencias que ella hacía a la dramática vida del señor Murphy. En averiguaciones posteriores, supo que el irlandés, además de haber pasado dos inviernos en la ruta del río Mackenzie, había ayudado al minero John Klope a hallar uno de los grandes tesoros de Dawson; después de eso viajó en bicicleta, nada menos, de Dawson a Nome, a lo largo de mil seiscientos kilómetros, en pleno invierno. El pastor tenía dificultades con sus feligreses, que se quejaban de verse obligados a extraer agua a gran profundidad, mediante un pesado cántaro y una polea.

—¡Muy bien! —les decía—. Hagan un pozo menos profundo y morirán todos de fiebre tifoidea.

Harto ya de tanta autocompasión, preguntó a Missy Peckham:

—¿Querría su esposo… es decir, el señor Murphy… contar en nuestra iglesia sus aventuras en el Mackenzie y su viaje en bicicleta?

—Si usted le deja comenzar, no podrá pararlo más —le aseguró Missy.

Así fue que Matthew Murphy, de Dawson, Nome y Juneau, disertó una noche de otoño en la Iglesia Baptista de Matanuska.

—Todos somos inmigrantes, ¿no? —dijo. Y como sus oyentes asintieron, su voz adquirió cierta Potencia. Tenía casi setenta años, pero mantenía la espalda extrañamente recta. Habló de aquellos días excitantes de Edmonton, en que tantos se lanzaron a la conquista del oro, y fue enumerando los centenares que fracasaron, por un motivo u otro:

—Si iban por tierra, no llegaban. Si trataban de hacerlo a caballo, todos los animales morían en cinco semanas, a lo sumo. Si subían por los ríos más transitables se perdían en los pantanos. Y los que hacían lo que hice yo…

Girándose hacia los jóvenes, prosiguió:

—Con frecuencia debemos elegir entre dos caminos: el correcto y el equivocado, sin saber cuál es cuál. Si elegimos el equivocado, podemos pasarnos un par de años debatiéndonos en el páramo, mientras que los que escogen bien llegan pronto a su meta.

Un noruego interrumpió:

—Pero el señor Sjodin dijo que usted, al llegar al Klondike, halló una fortuna en oro.

—No hallé nada. De los cientos que partimos de Edmonton en busca de oro, ninguno consiguió un céntimo. Todos fracasamos.

—¡Pero si nos dijeron que usted era rico!

—Trabajé para un hombre que halló oro. Cuando le dejé, estaba en la bancarrota; años después nos buscó en Nome y nos dio, tanto a Missy como a mí, un montón de dinero. Creo que lo hizo porque siempre estuvo enamorado de ella.

El clérigo no esperaba que la conversación tomara esos rumbos y tosió ruidosamente y dijo:

—Cuéntenos su viaje en bicicleta, señor Murphy.

—Era pleno invierno y yo estaba bloqueado en Dawson, sin dinero. Tenía que llegar a las minas de Nome, a mil seiscientos kilómetros de distancia. Convencí a un tendero canadiense de que me vendiera una bicicleta barata, y él dijo: «¡Pero si no sabes montar, qué demonios!» disculpe usted, señor, pero eso fue lo que dijo. En menos de una semana, yo había aprendido a montar en bicicleta. Me puse en marcha con algunas herramientas, cadenas y radios de repuesto. Y me dirigí hacia el nuevo hallazgo: sin carreteras, sin sendas, sólo por el Yukón congelado. Recorría unos sesenta kilómetros diarios; hubo un día en que cubrí noventa. Un río bien helado es mejor que una carretera. Claro que cuando se levantan grandes bloques de hielo la cosa no es tan divertida. Pero lo cierto es que recorrí esos mil seiscientos kilómetros, partiendo el veintidós de febrero y llegando el veintinueve de marzo. Aquí tengo este recorte de Nome para demostrarlo.

Sacó a relucir una hoja amarilla, donde se informaba que Matthew Murphy, llegado a Dawson en 1899, había recorrido toda la distancia entre Dawson y Nome viajando solo en una bicicleta, en treinta y seis o treinta y siete días:

—Calculen ustedes, pero recuerden que el año 1900, aunque debería haber sido bisiesto, no lo fue. Aquellos de ustedes que vivan hasta el año dos mil verán un año bisiesto.

El pastor temía que el hombre estuviera desvariando, pero comprendió que no era así cuando lo oyó continuar:

—Ahora bien, no hay que dar mucha importancia a ese viaje en bicicleta. Al año siguiente fueron más de doscientos cincuenta los que viajaron así por el Yukón. Y un año después, un hombre llamado Levie cubrió mil seiscientos kilómetros entre punta Barrow y Nome en sólo quince días, la mitad que yo. ¡En bicicleta por el hielo! ¿No es increíble?

Los Murphy se convirtieron en el centro de atracción de Matanuska, pues cuando se divulgó la historia de Missy, que había descendido en trineo por el paso de Chilkoot y desafiado los rápidos del Yukón, todos reconocieron en la pareja a dos admirables ejemplos del espíritu de Alaska. Pero continuaba el rumor de que Matt había descubierto una mina de oro en el Klondike, tan grande y rica que aún le daba dividendos.

En 1937, segundo año en que ocuparon la cabaña, Flossie Flatch se convirtió en centro de atención. Era una bonita niña de doce años, que había heredado de su padre el amor a los animales. Una tarde, mientras estaba sentada ante la ventana, vio que un pequeño oso pardo salía de los bosques vecinos al glaciar y alertó a su familia:

—¡Eh, mirad ese oso!

El hermano tomó su rifle, guiado por el sólido principio de Minnesota, según el cual se dispara contra cualquier cosa que se mueva, pero ella lo detuvo. Fue así como el oso merodeador, en vez de recibir un balazo en el testuz, se encontró con una niña que avanzaba hacia él con dos patatas y una col.

El animal se detuvo a estudiarla con suspicacia, luego giró en redondo y se alejó pesadamente; pero al cabo de algunos minutos regresó, pues la niña no se movía. Su olor, mezclado con el de las patatas y la col, resultaba una mezcla desconcertante. El oso huyó nuevamente, pero era un animal inquisitivo y por tercera vez se acercó a esos tentadores aromas. En esta ocasión encontró una patata cruda en medio del sendero; después de olfatearla varias veces, la masticó hasta reducirla a una pulpa sabrosa.

En los días siguientes, el oso volvió a aparecer, siempre en las últimas horas de la tarde y atento a la proximidad de esa niña temeraria, que se le acercaba con las cosas que a él le gustaban. Un día, ella le ofreció una col y el animal la aceptó. Antes de terminar la segunda semana, ya era evidente que Flossie había domesticado un oso. Cuando la noticia circuló por la ciudad, varias personas los visitaron para ver el milagro. Pero el señor Murphy advirtió, con buen tino:

—Los osos no son de fiar, mucho menos los osos pardos. Apuesto a que no conoces su nombre científico: Ursus horribilis. Suena terrorífico, ¿no?

Ella negó con la cabeza:

—Ese oso pardo es amigo mío.

Y para horror de Murphy, esa tarde Flossie salió al encuentro del animal, jugó con él y le dio más col. Ahora parecía mucho más grande que en su primera aparición; si Murphy se hubiera encontrado con él de repente, en un sendero del bosque, habría quedado petrificado.

A medida que transcurría el tiempo, la amistad entre la niña y el oso iba creciendo, pero el entusiasmo que esa relación provocaba se evaporó ante algo todavía más asombroso. Durante las frecuentes visitas del animal, Flossie comenzó a barruntar que en la región había un animal mucho más grande. Un atardecer, mientras su oso desaparecía senda arriba, vio venir en dirección opuesta una enorme silueta negra. Al principio pensó que era un oso pardo enorme y, dado el éxito que había tenido con el primero, supuso que podría hacer lo mismo con ése. Pero cuando el animal se acercó U. poco más vio que se trataba de un alce americano, con un cuerpo tan grande como un camión. Era una hembra inmensa y desgarbada, que se movía con torpeza, pero con una imponente majestad que llamaba la atención de cuantos la veían, bestias o humanos. Flossie se dijo que, cuando su Oso domesticado se encontrara con ese enorme animal, sería él quien diera un paso atrás y no el alce.

En ese primer encuentro, el alce sólo se detuvo a un par de metros de la niña. Hubo una larga inspección; el animal tenía mala vista, pero un riquísimo olfato. Luego, con una curiosidad que sobresaltó a la niña, se adelantó para olisquearla mejor. Y una vez más fue verdad la maravillosa leyenda de quienes viven en los bosques y en la que Flossie, por cierto, tenía fe:

—Ese alce supo que yo no tenía miedo, papá. Lo supo por mi olor. Tal vez se dio cuenta también de que yo había estado jugando con el oso, pero se me acercó. Sabía, me parece, que yo era su amiga.

En cuanto Flossie hubo narrado esa versión a la Matanuska de la antigua leyenda, su padre tomó el rifle, gritando:

—¿Dónde está?

Pero la niña, al darse cuenta de que pretendía disparar contra su alce, gritó:

—¡No!

El padre quedó tan sorprendido ante esa violenta reacción que retrocedió un paso, dejó caer la mano que sujetaba el pomo de la puerta y observó, en voz baja:

—Pero Flossie, el alce es carne que podemos vender. Necesitamos…

Ella volvió a gritar; era la queja angustiada de la criatura enamorada de todos los animales con los que compartía el glaciar. Ella era una con el oso y sabía que, con paciencia, llegaría a domesticar a ese gran alce, que pesaba diez veces más y la doblaba en altura. Plantándose delante de la puerta, impidió que su padre saliera con el arma. Hubo un momento de tensión en que él estuvo a punto de apartarla, pero se rindió y, permitiendo que ella le quitara el rifle, gruñó:

—Cuando tengas que acostarte con hambre, no me eches la culpa.

—Hay otros en las montañas.

—Pero si ése se acerca a nuestra cabaña es porque quiere una bala. Y tiene derecho a recibirla.

—Ésa —corrigió Flossie—. Es una hembra.

En los días siguientes se encontró con el alce en diversos lugares. La enorme bestia la olfateaba siempre con minuciosidad, hasta asegurarse de que era la humana en quien podía confiar. Más o menos en la séptima visita, Flossie le ató una larga cinta blanca en el pelo, detrás de la oreja izquierda, e hizo correr la voz por la escuela y por la ciudad, tanto como pudo: el alce que vivía junto al glaciar y tenía una cinta blanca era domesticado y pertenecía a Flossie Flatch.

Por desgracia, al agitarse cerca del ojo, la cinta irritaba tanto al animal que se la quitó frotándose contra una rama de pícea. Sin embargo, a la tarde siguiente se aproximó a Flossie con obvio afecto y se dejó atar otra cinta en el flanco izquierdo. Ésta se aguantó el tiempo suficiente para que los habitantes de Matanuska llegaran a familiarizarse con la historia del alce mimado.

Mildred Alce causaba ciertos problemas. Cuando se presentaba ante la cabaña de los Flatch, esperaba que la alimentaran y su apetito era insaciable: zanahorias, coles, lechuga, patatas, apio; curvaba el enorme labio superior y hacía desaparecer todo por su amplia garganta, como en un acto de magia. Pero no daba muestras de mal genio, ni siquiera cuando la comida era escasa, y su amistosa presencia alrededor de la cabaña acentuaba la fusión de la casa con las maravillas naturales de Matanuska.

Por eso preocupó a Flossie enterarse en la escuela, por los niños Atkinson, que en el valle había quejas constantes por las privaciones y protestas contra el gobierno federal, que había llevado a tantas familias a ese páramo estéril. Cuando ella reprochó a los cuatro Atkinson esa falta de espíritu aventurero, le contestaron que ella era una estúpida si jugaba con un oso y un alce mientras el resto de Matanuska sufría por culpa del gobierno, que no respetaba su promesa de cuidar de los inmigrantes.

Cuando Flossie repitió eso en su casa, su padre se enojó mucho:

—Cuando vivían en Robbin, esos Atkinson no tenían bacinilla donde mear. Y ahora se dan tantos aires.

Hilda le reprendió por hablar así delante de los niños, pero él repitió lo mucho que le asqueaba la gente capaz de quejarse por pequeños inconvenientes cuando se le ofrecía una vida nueva.

Tenía derecho a juzgar, pues ninguno de los colonos había trabajado tanto como él para establecerse en Matanuska. Con sus propias manos había construido su casa, en un sitio elegido para sus objetivos personales, y como se negaba a cultivar la tierra, había ideado varias maneras imaginativas de ganarse la vida. Oficiaba de carpintero para otros, ayudaba a trocear la carne, araba los campos con los caballos o tractores que le proporcionaran los propietarios, y viajaba a Anchorage, conduciendo vehículos ajenos, para recoger importantes pedidos de medicamentos o herramientas. Hasta trabajaba de vez en cuando en la pista aérea de Palmer, ayudando a cambiar las ruedas por patines, cuando llegaba el momento de viajar a los campamentos situados en las altas montañas. Pero se dedicaba principalmente a cazar, para llevar a su cabaña alces, osos y venados que buscaba por todo el distrito.

Una noche, al verle regresar arrastrando un alce por la nieve, Hilda le dijo:

—Esta noche debemos asistir a una reunión. Harold Atkinson va a presentar una protesta formal o algo así.

Y obligó a Elmer a acompañarla a la ciudad. Escucharon en rígido silencio las quejas de los Atkinson y tres o cuatro parejas más, que protestaban por todos los aspectos de la vida en Matanuska. Esa letanía de frustraciones demostraba que dos personas pueden interpretar la misma situación de modo muy diferente.

—El gobierno nos ha defraudado en todos los sentidos —se lamentaba Harold Atkinson—. No hay carreteras, no hay una escuela como Dios manda, no se ayuda a los agricultores, no hay un plan para comercializar nuestras cosechas y en el banco no hay dinero que podamos pedir prestado.

Missy y Matt, al oír esas quejas, no pudieron contenerse. En ausencia de los funcionarios principales, que hasta el momento habían hecho buen trabajo, aunque todo pareciera retrasarse, tomaron la Palabra apoyándose mutuamente, como habían hecho tantas veces durante los muchos años pasados en Alaska.

—Todo lo que usted dice es cierto, señor Atkinson, pero no tiene nada que ver con la creación de una nueva ciudad en Matanuska. Y a decir verdad, tampoco tiene nada que ver con proporcionar una base sólida a nuestras familias. Creo que las cosas estaban diez veces peor en Dawson o Nome, cuando terminó el siglo pasado, y así fue como comenzó Alaska.

—Pero no estamos en el siglo pasado, sino en el año treinta y siete —gritó John Krull, desde la última fila—. Y lo que debemos soportar es una vergüenza.

Eso indignó a Matt Murphy, que tenía ya setenta años y veía todas las situaciones desde una perspectiva más amplia. Evitando cualquier mención de su propio heroísmo, en condiciones cincuenta veces peores que las imperantes en Matanuska, habló con voz cadenciosa de las privaciones y la falta de alimentos que habían alejado a su gente de Irlanda, durante las grandes hambrunas, y concluyó reprochando a los Atkinson:

—Ustedes tienen derecho a quejarse por las promesas no cumplidas, pero no tiene sentido renegar de toda la operación.

Sólo consiguió enfurecer a los quejosos hasta tal punto que la reunión acabó en una especie de riña. Al terminar la semana siguiente, los Flatch se enteraron de que los Atkinson, los Krull y otras tres familias habían partido de Matanuska, abandonándolo todo para volver a Los cuarenta y ocho de abajo. No mucho después, la colonia fue inundada con recortes de periódicos enviados por amigos, quienes escribían: «Ha de ser un verdadero infierno tratar de vivir en una colonia socialista donde todo ha salido mal». Un agricultor bien intencionado escribió a los Flatch: «Supongo que os veremos de regreso por aquí un día de éstos. Cuando lleguéis buscadme. En Minnesota las cosas están mucho mejor que cuando os fuisteis; podría conseguiros una buena parcela a precios de ganga».

Lo que irritaba a quienes se habían quedado en Matanuska y a los funcionarios como los Murphy, que estaban haciendo lo posible para que ese gran experimento funcionara, era que los periódicos conservadores de todo Estados Unidos, recogiendo las quejas de los «regresados», como los llamaban, castigaban tanto al pueblo de Matanuska como a los funcionarios gubernamentales que habían ideado el programa, tildándolos de comunistas que estaban introduciendo procedimientos extraños al honrado modo de vida americano. Hacia 1937 y 1938 se estaba saliendo tan rápidamente de la Gran Depresión que nadie recordaba cómo habían sido las cosas unos pocos años antes. Veintenas de diarios y revistas aprovecharon el supuesto fracaso de Matanuska como prueba de que el socialismo nunca funcionaba.

Si existían en toda América dos seres humanos menos vulnerables a la acusación de socialismo que Missy Peckham y Elmer Flatch, el Público no los conocía. Esas dos personas, siguiendo la gran tradición de los individualistas estadounidenses, habían salido a la aventura con unos pocos céntimos en el bolsillo, para superar enormes dificultades y lograr maravillas, cada uno a su modo. En Matanuska estaban haciendo lo mismo. Missy, en la cumbre de su agitada vida, ayudaba a una nueva generación de aventureros a establecer una sociedad de familias propietarias de sus propias parcelas, que venderían su propia producción y enseñarían a sus hijos a hacer lo mismo. Elmer, que había trabajado en Alaska como pocos, veía crecer la hectárea y media que le había dado el gobierno hasta acumular más de doce; aunque algunos se habían reído de él al principio, porque deseaba actuar como guía de los ricos que quisieran cazar un alce, tenía en la zona fama de ser el mejor cazador de Alaska y, con paciencia, atraía a los cazadores de grandes ciudades que deseaban aprender sus trucos. En 1938, al acercarse la temporada de caza, sus servicios eran tan solicitados que sugirió a su esposa: «¿Por qué no preparas la comida para estos coyotes hambrientos?». Fue así como, en sitios tan lejanos como Los Angeles y Denver, la gente empezó a hablar de Elmer e Hilda Flatch.

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