Alaska

Alaska


XI. EL CINTURÓN FERROVIARIO

Página 58 de 75

Y cuando uno de esos clientes le trajo cuatro recortes sobre la sociedad comunista patrocinada en Alaska por el gobierno, se sintió en la obligación de defender a Matanuska. Con la ayuda de Missy Peckham, redactó una carta que fue reproducida en multicopista y enviada a unos treinta y ocho periódicos. El primer párrafo marcaba el tono:

El otro día leí en su periódico que nosotros, los de Matanuska, somos todos comunistas; como no sé gran cosa sobre Rusia, puede que eso sea cierto. Pero quiero decir a sus lectores cómo vivimos los comunistas de aquí. Nos levantamos a las siete, cada familia en la parcela que es su propiedad privada; algunos ordeñan las vacas de su propiedad; otros abren las tiendas que pagaron con su duro trabajo. Nuestros hijos van a la escuela que sostenemos con nuestros impuestos. Y al terminar la semana reunimos nuestros productos y los enviamos a Anchorage, donde hay un mayorista particular que nos estafa como un demonio, pero en tiempos difíciles nos presta dinero sobre nuestra próxima cosecha.

El párrafo siguiente explicaba cómo utilizaban los «comunistas» de Matanuska su tiempo libre. Se mencionaba a Flossie con sus animales domesticados y al irlandés Carmody, el del aeropuerto, que había ahorrado hasta pagar el anticipo de un aeroplano modelo 1927, con el que transportaba cargas para las minas de oro de las colinas. Esas minas, según decía Elmer, eran propiedad de buscadores particulares, algunos de los cuales buscaban sin éxito desde hacía cincuenta años.

El último párrafo fue ampliamente citado en el debate sobre la finalidad práctica de Matanuska; debido a la primera oleada de comentarios adversos hechos por hombres como Harold Atkinson, casi todos los lectores de Los cuarenta y ocho de abajo consideraban el experimento como un horrible fracaso.

De Atkinson y los otros «regresados», Elmer y Missy decían:

Sabemos que, cuando Colón partió para descubrir América y cayó en dificultades, muchos de sus tripulantes le aconsejaron que emprendiera el regreso. Cuando los colonos que iban hacia Oregón y California se encontraron con las grandes planicies desiertas y los indios hostiles, muchos de ellos se echaron atrás. Y siempre que se ha intentado algo importante en esta tierra, los pusilánimes se han acobardado. ¿Cuántos de los mineros, en 1898, giraron en redondo tras echar un solo vistazo al paso de Chilkoot? Los que perseveraron hallaron oro y construyeron una nueva región. Aquí estamos construyendo una nueva región; dentro de diez años, Matanuska será un valle próspero, lleno de grandes parcelas, gente sana y niños que no desearán vivir en otro sitio. Observen ustedes a los trabajadores y ya verán. No escuchen a los «regresados».

Mientras Elmer redactaba su defensa de Matanuska, LeRoy, próximo a cumplir los diecinueve años, pasaba días de entusiasmo en Palmer, donde entabló relación con dos de las experiencias más excitantes para cualquier joven: las mujeres y los aviones. Conoció a Lizzie Carmody en una tienda, donde su pelo rojo y su sonrisa irlandesa le cautivaron hasta tal punto que la siguió furtivamente a su casa. Así descubrió que vivía en un cobertizo, en el borde de la gran pradera nivelada que servía como aeropuerto de la ciudad. En los días siguientes se enteró de que su padre, Jake Carmody, poseía uno de los aviones que prestaban servicio a las minas perdidas en los diversos cañones de las cercanas montañas Talkeetna. Era un pequeño aeroplano, famoso en la historia de la aviación: un Piper J-3, apodado Cub («cachorro»); las alas sobresalían por encima de la cabeza del piloto; el de Carmody tenía un recinto improvisado donde podía sentarse otra persona y el interior desguarnecido, a fin de dar cabida al máximo de carga en los viajes a las montañas.

Durante unas tres semanas, LeRoy no pudo descifrar si rondaba la pista para ver a Lizzie Carmody o para observar el aeroplano de su padre, pero hacia el final de ese período ganó el último.

—¿Qué clase de avión es éste? —preguntó un día acercándose a Carmody.

Y el irlandés respondió:

—Un Superviviente de 1927.

Como LeRoy volvió a preguntar qué clase era ésa, el piloto le mostró las diversas abolladuras y desgarramientos que simbolizaban su vida en Alaska:

—Es un Piper Cub que aprendió a sobrevivir. Esta larga cicatriz: un aterrizaje sobre una pícea, en medio de la niebla. Esta otra: un aterrizaje en la orilla de un río que resultó no ser de grava, sino de lodo. Esta desgarradura en el costado, una dinamo que se desprendió detrás de mi cabeza, al descender demasiado de prisa en un lago de las colinas.

El Cub parecía tan dañado que LeRoy comentó:

—Parece que pilotar es, sobre todo, tratar de aterrizar.

Carmody le dio una palmada en la espalda:

—Hijo, acabas de aprender todo lo que se puede saber sobre la aviación. Cualquier idiota puede elevarse en el aire. La cosa es descender.

—Y usted ¿alguna vez ha corrido un verdadero peligro?

El piloto no respondió. Se limitó a señalar nuevamente las ocho o nueve grandes cicatrices, cada una de las cuales representaba un estrecho roce con la muerte. LeRoy comentó, con gran respeto:

—¡Qué valiente debe de ser usted!

—No. Cauteloso, nada más.

Como eso parecía una contradicción, a juzgar por el estado del Cub, LeRoy no pudo dejar de preguntar:

—¿Cómo puede decir que es prudente cuando ha tenido tantos accidentes?

Carmody estalló en una carcajada.

—Tú sí que vas al grano, hijo. Soy prudente, sí. Pongo mucho cuidado para no estrellarme antes de ver si hay un modo de salir con vida. Cualquier aterrizaje vale si sales caminando.

—Pero este avión es una ruina —comentó LeRoy—. ¿Por qué no lo repara?

—Porque todavía vuela. De cualquier modo, lo uso para llevar carga. —Después de estudiar su maltrecha antigüedad, añadió—: Creo que ya estoy harto de Alaska. Estoy pensando en comprar un Cessna de cuatro plazas para trabajar en California o en cualquier lugar. Fuera.

—¿Dónde queda Fuera?

Carmody volvió a reír.

—Vosotros, los nuevos, lo llamáis «Los cuarenta y ocho de abajo». Nosotros, los que nacimos aquí, decimos «Fuera».

—¿Y qué hará con éste, si compra otro avión?

—Mira —dijo Carmody, señalando una tuerca—. Cuando termine con éste, saco esta tuerca y ¡puf!, se desarma todo.

Carmody acabó por convencerse de que LeRoy era un muchacho honrado, sinceramente interesado en Lizzie y en los aviones. Un día, a punto de bajar tras un viaje a las minas, le preguntó:

—¿Alguna vez has subido a un avión, hijo?

—No, señor.

—Pues sube.

Y en el desguarnecido Cub lo llevó en ese tipo de vuelo que puede cambiar las percepciones de un joven. Se elevó lentamente desde la pequeña pista de tierra y voló hacia el norte, a lo largo de las nevadas montañas Talkeetna, para que su pasajero pudiera contemplar los encantadores cañones que, de otro modo, estaban ocultos a la vista:

—Nadie conoce Alaska si no la ha visto desde el aire.

Luego pasó sobre el centelleante glaciar Matanuska y se desvió hacia el este, adentrándose en las cañadas de las altísimas Chugaches.

—En Alaska no se puede sobrevivir sin avión. Están hechos el uno para el otro.

En el trayecto de regreso, LeRoy gritó:

—¡Allí! ¡Ésa es nuestra casa!

Y Carmody pasó en vuelo rasante sobre la cabaña tres veces, hasta que Hilda apareció en la puerta, con las manos enredadas en el delantal. Al levantar la vista vio a su hijo que pasaba en un aullido, con la rubia cabeza asomada por la ventanilla del avión.

La apasionada defensa que Elmer hizo de Matanuska provocó un torrente de cartas desde Los cuarenta y ocho de abajo; el sesenta por ciento contenía mensajes de aliento, el resto le condenaba por comunista. Missy Peckham, que se encargaba de la correspondencia de los Flatch, quemó las últimas y, exhibió las que le respaldaban por todo el valle, obteniendo aplausos para Elmer; pero duraron poco, pues un triste acontecimiento vino a recordar a los inmigrantes cómo era la vida en cualquier asentamiento de frontera.

Matt Murphy, encantado por la atención que concentraba con sus aventuras en la antigua Alaska, solía pasar el día en la cabaña de los Flatch ayudándoles a construir un ala donde los cazadores pudieran pasar la noche o delimitando un sendero hasta el glaciar que pendía sobre el valle. Gozaba especialmente, compartiendo con Flossie su trabajo con los animales; aunque su presencia molestaba al oso pardo, que a veces le gruñía, Mildred Alce le veía como a un amigo más y, a veces, le acompañaba durante largas caminatas, olisqueándole por el camino. Un día le guió hacia la ribera del río Knik. Murphy comentó a la niña:

—Creo que quiere mostrarnos los lagos George.

Y con esa vaga sugerencia, el viejo irlandés organizó una expedición hacia uno de los tesoros de Alaska.

Los cuatro Flatch y la pareja Murphy cruzaron el gélido Knik con sus cestos de merienda y treparon por la ribera izquierda hacia el extremo del glaciar. Matt aprovechaba los períodos de descanso para describir lo que iban a ver:

—Allá arriba hay un valle cerrado. Debería desaguar directamente en el Knik, pero como lo bloquea la muralla del glaciar, el agua contenida forma una cadena de tres bellos lagos: George Superior, Interior e Inferior. Y allí quedan, bloqueados durante toda la temporada fría, porque el glaciar hace de tapón.

Los excursionistas reanudaron el ascenso hasta el promontorio desde donde podrían contemplar las maravillas prometidas por Murphy; pero en el siguiente descanso él explicó lo que no tardaría en ocurrir:

—Cuando llega el tiempo caluroso, la barrera de hielo se funde, en cierto modo. El agua de los tres lagos forma entonces uno solo, que supera los cuarenta y cinco metros de profundidad y ejerce una presión tremenda, hasta filtrarse por la muralla del glaciar; así la va debilitando. Por fin llega en julio un día en que la presión del lago se torna tan intensa que ¡zas!, el lago se abre paso, los muros del glaciar estallan y allí tenemos una garganta de veinte metros de ancho por otros tantos de profundidad.

—¿Podremos verlo? —preguntó Flossie.

—Nunca se sabe cuándo se va a producir la rotura. No son muchos los que la ven. Pero la garganta se mantiene abierta durante unas seis semanas. El lago se vacía y bajan témpanos enormes. Unos ingenieros del gobierno calcularon el torrente: doce millones ciento cincuenta mil litros por segundo, cuando se produce la rotura. Es muchísima agua.

Los Flatch no tenían idea de lo que verían al llegar al punto desde donde mejor se veían los tres lagos, pero mientras seguían a Murphy hacia la cima oyeron el rugir del agua, más abajo, y el irlandés gritó:

—¡Creo que ya se ha roto!

Por fin vieron ese milagro de la naturaleza, único en su especie en todo el mundo: un lago inmenso estallaba en la superficie de un altísimo glaciar, arrancando trozos de hielo mucho más grandes que el barco en el que habían llegado a Alaska. Flossie fue la primera en hablar:

—¡Mirad! Ese témpano que viene hacia nosotros es más grande que nuestra casa.

Y su hermano añadió serenamente:

—Mira el que viene detrás.

Pero todos enmudecieron cuando el agua precipitada desprendió todo el flanco del glaciar, una catedral de hielo que se mantuvo erguida a lo largo de cien metros, para caer lentamente de costado ante la fuerza del torrente. Era tan inmenso que no giraba como los otros: descendió con suprema majestuosidad por la turbulenta tolva.

Aguas abajo, mucho más allá, los Flatch vieron la grandeza final de ese extraordinario espectáculo; había allí enormes témpanos que, a falta de agua suficiente para mantenerse a flote, se habían posado como blancas aves marinas, mientras que el agua pasaba más serena junto a ellos. Harían falta semanas enteras de brillante sol estival para que desaparecieran.

—¿Esto sucede todos los años? —preguntó Flossie, en el camino de regreso.

Y Murphy respondió:

—Sí, hasta donde llegan mis conocimientos. Desde la primera vez que lo vi ha sucedido todos los años.

—¿Y cuándo fue eso? —preguntó la muchacha.

—Hace unos veinte años. En los viejos tiempos veníamos a Matanuska con frecuencia. A cazar. Ya por entonces sabíamos que éste era un sitio privilegiado.

De pronto el anciano exclamó:

—¡Mirad quién nos sale al encuentro!

Por el camino venía Mildred Alce, pisando cuidadosamente, para saludar a esas gentes que había llegado a amar. Era una bestia admirable: mucho más grande que el venado y el caribú, mucho más pesada que su amigo el oso pardo y con la tierna torpeza que suelen tener las niñas a los trece años cuando sus piernas parecen tan largas y descoordinadas.

De pronto resonó un disparo desde abajo y ella dio un salto hacia adelante, a pleno sol.

—¡No! —gritó Flossie, como aquel primer día en que su padre había tratado de cazar al alce.

Pero mientras ella se adelantaba corriendo hubo un segundo disparo y el enorme animal cayó de rodillas, tratando vanamente de arrastrarse hacia los Flatch hasta que se derrumbó de costado. Aún respiraba, despidiendo salpicaduras de sangre por las fosas nasales, pero murió antes de que Flossie pudiera acunarle la cabeza entre los brazos.

—¡Eh, ustedes! —gritó Matt Murphy.

Y corrió con asombrosa energía hacia los dos cazadores; a juzgar Por lo costoso de sus armas, los hombres provenían de Anchorage, pero se escabulleron al caer en la cuenta de que habían matado a un alce domesticado. El irlandés los persiguió, escandalizado por su cruel comportamiento pero apenas había cubierto cien metros cuando cayó al suelo, tan de repente como el muro del glaciar. Mientras Flossie permanecía junto a su alce, afligida, Missy corrió a ocuparse de su hombre, tendido en el sendero rocoso.

Cuando los restantes Flatch llegaron junto a Matt, vieron que había sufrido un grave ataque. Elmer impartió rápidamente las órdenes:

—Ayuda a tu hermana, LeRoy. Hilda, búscame un par de ramas largas.

Missy, tú aflójale la ropa. Ayúdale a respirar.

Y con la eficiencia que siempre había demostrado en momentos de crisis, ese hábil hombre de los bosques puso en movimiento la operación de socorro. Como su hija se negaba a abandonar a su amiga muerta, indicó sabiamente al varón:

—Quédate con ella el tiempo que haga falta.

Cuando Flossie y LeRoy llegaron a la cabaña, el anciano ya había muerto. Al saber que no sólo había perdido a su alce, sino también a su amado pionero, la muchacha dejó escapar un grito de dolor y cayó de rodillas, pues en ese horrible instante presentía que acababan para siempre los viejos tiempos, los días en que una niña podía domesticar a un alce en los bosques de Matanuska, en que un anciano contaba ante los niños reunidos en la iglesia lo que era pasar dos largos inviernos en un estrecho cobertizo en el corazón del Ártico. Y así, en el suelo, comenzó a temblar.

Matt Murphy había garabateado su testamento en un trozo de papel: «Todo a Missy Peckham, pero quinientos dólares a LeRoy y otro tanto a Flossie Flatch, leales amigos de mi vejez». Los tribunales de Anchorage lo aceptaron como un documento válido. Al igual que en Nome, en 1902, el sorprendente regalo de John Klope cambió la vida a Missy y a Matt, así el regalo de éste reorganizó ahora la vida de LeRoy. Un día después de que el juez le hubo entregado sus quinientos dólares, corrió a la pista aérea de Palmer en busca de Jake Carmody y le preguntó, señalando el maltrecho Cub:

—¿Cuánto?

—En realidad, no pensaba venderlo.

—Usted me dijo que se iría, que iba a comprar un Cessna nuevo.

—Por trescientos dólares es tuyo.

Para sorpresa del piloto, LeRoy sacó seis billetes de cincuenta dólares y tomó posesión del aparato.

—Las lecciones de vuelo están incluidas —dijo Jake.

Esa tarde, LeRoy comenzó a aprender las complejas maniobras necesarias para mantener en vuelo esa vieja reliquia. Como era un buen aprendiz, ese fin de semana hizo su primer vuelo solo. Tras quince días de práctica intensiva se sintió capaz de ofrecer sus servicios a los diversos campamentos mineros. Después de una semana de volar sin un solo tropiezo, volvió su atención hacia Lizzie Carmody, que daba muchas señales de interesarse por el joven piloto; pero cuando quiso llevarla a dar una vuelta en avión, Jake salió bramando de la habitación donde esperaban los pilotos locales.

—¡Cielo santo! ¡No se te ocurra llevar a mi hija en ese cacharro!

Y prohibió a Lizzie acercarse a ese montón de chatarra. Dos días des pues hizo exactamente lo que durante tanto tiempo había amenazado hacer: viajó con su esposa y sus tres hijos a Portland, donde compró un Cessna nuevo e ingresó en los círculos de aviación de la zona.

LeRoy, que ahora pilotaba su propio avión y estaba ansioso por exhibir su talento, preguntó a su madre si quería volar con él.

—Yo no vuelo con nadie —respondió ella.

El muchacho repitió la proposición a Missy Peckham, que la aceptó casi brincando. Juntos volaron sobre el valle del Knik, para ver desde lo alto los tres lagos George que efectuaban su ataque contra la faz del glaciar.

Cuando regresaron a un sitio llano, cerca de la cabaña, los padres de LeRoy le dieron un único consejo con respecto al avión:

—No vayas a matarte.

Una tarde, después de un terrible vuelo sobre las montañas, llegó a la pista de Palmer un veterano aviador que le hizo recomendaciones más específicas:

—Un joven recluta como tú siempre es bienvenido, hijo. Pero si quieres estar sentado aquí cuando llegues a mi edad, recuerda una cosa: hay pilotos audaces, como tú, y hay pilotos viejos, como yo. Lo que nunca hay es un piloto audaz y viejo. —Como LeRoy puso cara de perplejidad, el anciano continuó—: Cuando yo estaba a punto de aterrizar, con muchísima prudencia, porque aún estaba asustado por la niebla de las montañas, te vi actuar con tu avión. Muy bonito. Y al aterrizar pregunté: «¿Quién es ese polluelo a medio emplumar?». Y me dijeron que eras tú, probando el avión que acababas de comprar. —Miró al muchacho al tiempo que agitaba el índice—: Eres hábil, pero no tanto como para olvidar las reglas.

—¿Qué reglas?

—No hay muchas. Cinco o seis. No te acerques a las hélices en marcha, pueden hacerte picadillo. Nunca subas a tu avión sin haber medido el combustible. El tanque vacío no tiene piedad. Como tú vas a volar por zonas extrañas, donde no hay pistas, nunca aterrices directamente. Primero vuela en círculos, para ver si el hielo es sólido o si hay arena firme a lo largo del río. Cuando te eleves, fíjate en todos los puntos visibles, que te servirán de guía cuando regreses. No sientas vergüenza por tener que dormir junto a tu avión, de nada sirve tratar de volver a casa de noche y con niebla. Y por lo que más quieras: ata toda tu carga. Consigue cuerda delgada. Hazte con una para asegurar todos los objetos, porque cuando estés volando a cien kilómetros por hora los muy malditos tratarán de estrellarse Contra tu nuca.

Mientras LeRoy trataba de visualizar las situaciones a las que se aplicaban esos consejos, el veterano añadió uno especial para Alaska:

—Y en invierno, LeRoy, no dejes nunca de llevar una brazada de ramas de pícea en la parte trasera de tu avión; bien atadas, por supuesto.

Con su Cub, LeRoy ingresó en un mundo magnífico. El aparato había sido reconstruido tantas veces después de una serie de accidentes, que no quedaba mucho de la estructura original. Su motor, el sexto de la serie, era ahora un Lycoming de setenta y cinco caballos de fuerza, pero también había sido reparado a fondo después de los golpes. Rendía un buen kilometraje por litro de combustible, aunque también había volado unas cuantas horas con mezclas horribles, incluyendo una preparada con una Parte de queroseno, una de gasolina y, según el hombre que lo Pilotaba en esa ocasión: «Otra parte de alcohol. El alcohol estaba dentro de mí».

El aeroplano debía ser pilotado a fuerza de músculo, pues no contaba con el complejo instrumental que facilitaría tanto la operación de sus sucesores. Respondía lentamente a los mandos y sus diversos mecanismos sólo podían ser activados por medio de fuerza, pero contaba con una característica que los pilotos veteranos reverenciaban: era capaz de aterrizar en casi cualquier parte, permanecer vertical y despegar una vez hechas las reparaciones. Resultaba casi el avión ideal para un piloto ambulante de Alaska pero, tras varios centenares de horas de vuelo, LeRoy comprendió que, para sacarle el partido que deseaba, debía hacerle dos sencillas modificaciones. Para ello gastó el resto del legado de Matt Murphy.

—Lo que necesito —explicó a Flossie, que viajaba con él a un campamento minero perdido entre las colinas— es un par de flotadores para acuatizar en las zonas lacustres. Un lago es mucho mejor que un campo escarpado. Y no puedo pasar sin un par de patines para aterrizar en la nieve durante el invierno.

Ella reflexionó:

—Pero tendrás que desarmar tu avión cada cuatro meses, LeRoy. Ahora, ruedas; luego, flotadores; después, patines.

—Vale la pena —aseguró él.

Pero al tratar de conseguir ese equipo descubrió que no era barato. Por fin tuvo que apelar a Flossie:

—Sólo tendré el avión que necesito si tú me prestas dinero para comprar ese equipo.

Ella tenía los fondos necesarios, pues el legado de Matt Murphy bastaría para eso, pero no se convenció de que su hermano tuviera serias intenciones de ganarse la vida como piloto hasta que el muchacho entró corriendo en la casa, una tarde:

—¡Floss! Un hombre de Palmer vende su avión para mudarse a Seattle. Y el comprador no necesita su equipo de aterrizaje. ¡Me lo vende por muy poco, es una verdadera ganga!

Ella le acompañó a la pista aérea, donde averiguó que en verdad era así, pues un veterano le dijo:

—Ésos son los mejores flotadores de la zona. Y los patines están prácticamente nuevos.

—Y mi hermano ¿podrá ponerlos y quitarlos?

—Yo le enseñaré en diez minutos.

Se hizo el trato. Con esa adquisición de flotadores y patines, LeROY se convirtió en un auténtico piloto rural, capaz de descender en tierra, nieve o lago. Pero cambiarlos era difícil, tal como había predicho su hermana. Sin embargo, el hombre que alentó a Flossie a prestar el dinero le enseñó cómo simplificar esa difícil tarea:

—Te buscas una buena estaca de pícea y un tocón de roble que te sirva de punto de apoyo. ¡Ya verás qué fácil es levantar en el aire al Cub!

Cuando la parte delantera estuvo bien alzada sobre el suelo, indicó:

—Ahora pon este otro tocón en el medio y sueltas la estaca poquito a poco. Ya tienes el avión suspendido en el aire y puedes trabajar.

Y mostró a LeRoy cómo cambiar ruedas por flotadores o patines.

—Claro, tendrás que pasar cuatro mañanas al año trabajando como un burro. A mediados de marzo sacas los esquíes y pones las ruedas. En junio pones los flotadores. En septiembre necesitas otra vez las ruedas y, a principios de diciembre, vuelves a los esquíes.

Con esos cambios, relativamente sencillos, LeRoy contaba con una máquina muy versátil, que usaba con imaginación para llegar a cualquier parte y sin que le importara mucho el estado del tiempo. Así promocionaba sus servicios y obtenía buenos ingresos.

En el aeropuerto de Palmer, donde guardaba su avión cuando estaba con ruedas, había trabado relación con varios jóvenes audaces, que realizaban hazañas sorprendentes: aterrizaban con patines en los glaciares, acuatizaban en lagos remotos que no figuraban en los mapas, y transportaban cargas enormes, muy por encima de la capacidad recomendada para sus aparatos. Todo el mundo los admiraba hasta que, una noche, se extraviaban durante el regreso y, al quedarse sin combustible, se estrellaban en alguna zona boscosa. Si alguien los descolgaba de un árbol a la mañana siguiente y si se podía reconstruir el avión, se hablaba mucho de ellos en las pistas, mientras que los granjeros prudentes como LeRoy no llamaban la atención. Pero el muchacho reparó en dos datos importantes: los grandes pilotos de verdad, como Bob Reeve, los hermanos Wien y Bud Helmericks, no corrían esos riesgos innecesarios, y los jóvenes audaces que desafiaban las lejanías con sus frágiles aeroplanos invariablemente acababan perdiendo la vida. Se convertían en leyendas por su valor y representaban todo el encanto del piloto rural, pero morían.

Por entonces ya se había convertido en costumbre, en casa de los Flatch, despedirle con la recomendación: «No vayas a matarte». Él no se ofendía, pues al llegar a los veinte años era ya un piloto muy cuidadoso. Pero no por eso escapó de las aventuras que parecían acechar a todos los pilotos rurales. En cierta ocasión viajó hasta un alto lago de las montañas Talkeetna, al norte de Palmer, donde un hombre de Seattle tenía su albergue de caza. El avión, provisto de flotadores, llevaba una carga de correspondencia y provisiones compradas en la tienda local. Al cabo de veintidós minutos divisó las marcas que indicaban la proximidad del campamento. Se acercó con cautela, describiendo un círculo sobre el lago para asegurarse de que no había nada, como balsas o botes sueltos, y efectuó un acuatizaje perfecto contra el viento, a fin de que éste le ayudara a aminorar la marcha. Cuando las revoluciones de su hélice descendieron a la mínima velocidad posible, orientó hábilmente el Cub hacia Pontón, donde le esperaba el propietario del campamento con su esposa.

—Acuatizas mejor que los veteranos, LeRoy —dijo el hombre de Seattle—. En cuanto tengas un cuatro plazas, Madge y yo viajaremos sólo contigo.

Era un comentario que escuchaba constantemente: «Cómprate un cuatro plazas y triplicarás tu clientela». Pero un Waco usado, con flotadores y patines, no costaba menos de cuatro mil quinientos dólares además de lo que obtuviera por el Cub, y ése era un gasto que él no podía permitirse.

—Yo me ocupo de transportar cargas —dijo al hombre de Seattle—. Como cuando usted construyó el ala nueva.

Cuando hacía esas entregas se esmeraba en colaborar con la descarga y él mismo hacía la mayor parte del trabajo, demostrando a los clientes que les agradecía el trabajo. Al terminar, si disponía de tiempo, nunca dejaba de invitar a la esposa:

—¿Quiere dar una vuelta, señora, para ver la zona desde arriba?

Casi nunca se rechazaba su invitación. Subía al asiento del piloto, daba indicaciones a la mujer para que pudiera trepar a su lado y, después de hacerle colocar el cinturón de seguridad, llevaba el avión hasta el extremo más alejado de la superficie que había usado como pista.

—Ahora no quiero que me observe, señora. He hecho esto muchas veces y para mí es coser y cantar. Usted inclínese hacia delante, acercando la cara a la ventanilla, y vea cómo aprovechamos el peldaño.

—¿Qué cosa? —Solía preguntar la mujer.

—El peldaño. Esos flotadores no son del todo rectos, ¿sabe usted? Hacia el centro tienen una especie de escalón; si no logramos que este avión suba ese escalón, donde la adhesión y la fricción del agua son menores, no podremos despegar. —Una vez que ella comprendía, más o menos, añadía—: ¡Atención! Aquí vamos a saltar sobre ese buen peldaño.

A veces parecía increíble que su avión necesitara casi toda la longitud del lago para subir el peldaño; las mujeres solían gritar:

—¿Ascenderemos?

Y él siempre respondía:

—Tarde o temprano despegaremos.

Y cuando ya parecía que el aeroplano jamás alzaría el vuelo, se elevaba misteriosamente sobre el peldaño y la parte del flotador adherida al agua se reducía a la Mitad; desde esa postura, más ventajosa, el avión acababa por liberarse y, zumbando entre la llovizna, se elevaba sobre el agua, mientras la pasajera aplaudía y hasta lanzaba gritos de júbilo triunfal. En realidad, también LeRoy sentía deseos de gritar cada vez que se producía ese milagro de los hidroaviones; efectuaba la maniobra con cuidado, porque en tres ocasiones, para gran bochorno SUYO, el avión no había logrado subir el peldaño Y acabó en la playa, al otro lado. Por ese motivo añadía una regla más a las que le había recitado el veterano: «Cuando despegues desde un lago, estudia siempre la orilla opuesta, porque bien puedes encontrarte allí».

Generalmente, esos paseos aéreos no duraban más de quince minutos, pero esa tarde la dama quiso investigar toda la zona que rodeaba a las propiedades de su familia y pidió a LeRoy:

—Hagamos una verdadera excursión. Te pagaré la hora completa.

Y él cumplió con gusto, pues también disfrutaba de esas exploraciones. Era un día soleado; desde el océano lejano llegaban nubes apenas insinuadas y la veintena de lagos que anidaban entre las colinas relumbraban como esmeraldas cuando los tocaba el sol. Teniendo cuidado de mantener su orientación entre las montañas sobresalientes, pasó mas de una hora en vuelo, y eso le llevó muy al norte.

—¡Estupendo! —gritó su pasajera—. Volvamos a tierra. —Y cuando el aparato se detuvo ante el pontón, en el lago, indicó a su esposo—: Págale el doble. ¡Yo no sabía que vivíamos en un lugar tan hermoso!

Esta excursión no calculada retrasó en dos horas su viaje de regreso a Matanuska, pero eso no era un gran problema, pues aquéllos eran los últimos días de julio y las horas de luz eran muchas; el sol salía a las 3.14 y no se pondría hasta las 20.57. Pero la situación se complicó un poco cuando las nubes oscuras, que habían estado rondando el sur, empezaron a aproximarse con esa celeridad sorprendente, que hace tan imprevisible el clima de Alaska. El cielo puede estar despejado y cálido a las cinco de la tarde y frío y amenazador a las cinco y media. Ese atardecer era amenazador.

Cuando LeRoy se acercó a la zona de Matanuska, eran cerca de las ocho; por lo tanto, aún disponía de casi una hora de luz. De cualquier modo, eso no venía al caso, porque sólo le quedaba combustible para cuarenta minutos y debía encontrar su lago antes de que oscureciera. Sin embargo, cuando hubo localizado el glaciar Knik y verificado su posición, la zona se oscureció con nubes tormentosas, de tipo aún más violento, y el muchacho comprendió que sería inútil cualquier intento de hallar su lago o acuatizar en él. Por tanto, empezó a buscar una alternativa. En el sector había diez o doce lagos disponibles, pero también quedaban inutilizados por la tormenta.

«Pasará en una hora —se dijo—, pero saber eso no me sirve de nada». Era preciso regresar velozmente hacia el norte, con la esperanza de ganarle a la tormenta y acuatizar en uno de los lagos próximos a Palmer, o continuar hacia el sur e intentar el acuatizaje en algún brazo del río Knik o incluso en la bahía de Cook. Esto último podía resultar arriesgado, pues si la tempestad traía vientos fuertes provocarían olas demasiado altas y potentes para el Cub. La situación se estaba poniendo fea.

¿Qué hacer? Se ajustó el cinturón de seguridad, aflojó las manos y las sacudió dos veces antes de retomar la palanca de mandos, con más firmeza aún. Luego se repitió las instrucciones que tantas veces habían demostrado su utilidad: «Éste es el momento de aspirar hondo, LeRoy. En cualquier caso, siempre puedes posar este pájaro en tierra. Harás pedazos los flotadores, pero para ellos hay repuesto. Para ti no».

A la derecha se alzaban las amenazadoras cumbres de los montes Talkeetna. «¡Salgamos de aquí!». Viró bruscamente hacia la izquierda, tratando de alcanzar tanta altura como le fuera posible, pero desde allí no veía nada abajo.

En ese aprieto no buscó ninguna salida milagrosa, ninguna súbita revelación de un lago conocido. Estaba en una situación grave y lo sabía. Sólo sobreviviría si pilotaba teniendo en cuenta todas las posibilidades: el viento, las ráfagas súbitas y el agua agitada, y siempre sin olvidar un único objetivo: «Descendamos. Me quedan ocho minutos».

Recordaría siempre esos ocho minutos, después de los cuales ya no tendría combustible en el tanque. Voló hacia el sur hasta tener la seguridad de que el río Knik estaba debajo de él, kilómetro más, kilómetro menos. Descendió tal como habría hecho si el terreno hubiera sido visible, confiando en que la potencia de la tempestad no variara. Ante todo, mantenía su aparato bajo control, adaptándose al viento como si tuviera ruedas y una buena pista despejada. Cuando su altímetro le indicó que abajo quedaba poco espacio libre, no apretó los dientes ni se preparó para algún impacto inesperado: continuó respirando con serenidad, sin variar la firmeza de sus manos en la palanca de mandos, dispuesto a aterrizar en lo que hubiera abajo, fuera lo que fuese.

En realidad, su actitud no era tan fatalista: «Tengo alguna visibilidad. Podré ver si es agua o tierra; si es tierra, dispondré de dos minutos Para hallar agua». No añadió que en esos dos minutos sería vital saber si debía volar hacia el norte o hacia el sur a muy baja altura para hallar el agua.

Al terminar el sexto minuto, se libró de las nubes, a una altura de doce metros, y vio abajo sólo tierra, bastante escarpada por añadidura. Sería una locura aterrizar en esa mezcla de árboles y colinas, pero ¿en qué dirección estaba el río? Sereno, sin ninguna razón para estarlo, calculó que lo había dejado atrás, al norte, y describió un fácil giro de ciento ochenta grados, descendiendo aún más. En el último momento vio delante las aguas onduladas del río. Aspirando un poco más profundamente, afianzó la palanca de mandos, calculó su inclinación a favor del viento, que no era excesiva, y acuatizó en una maniobra impecable, que consumió casi la última gota de combustible. Sin disminuir la velocidad, continuó cruzando el río hasta que los extremos de los flotadores tocaron la hierba de la orilla. Utilizando las cuerdas que siempre llevaba, ató el avión a un grupo de árboles y partió a pie, en busca de alguien que le ayudara a subirlo a tierra.

En muchos sentidos, LeRoy disfrutaba más de su Cub cuando lo usaba con patines, pues entonces volaba por el centro de Alaska con la sensación de que podía llegar a cualquier punto y aterrizar casi en cualquier rincón de ese majestuoso mundo. En los primeros días, a fuerza de probar y equivocarse, aprendió cuáles eran los límites de altitud que podía alcanzar su pequeño aeroplano y las maneras más efectivas de aterrizar sobre la nieve acumulada.

—¡Eh! —gritó una mañana, volando frente a un cegador amanecer en la nieve, que todo lo cubría. ¡Todo esto es mío!

Pero volar con patines ofrecía también una ventaja financiera, tal como escribió uno de sus clientes a su esposa, que se había quedado en Maryland:

Como yo tenía muchos deseos de ver el experimento de Matanuska, fui a un pequeño aeropuerto de la zona y pregunté quién era el mejor piloto; todos estuvieron de acuerdo en que cierto LeRoy era, si no el mejor, cuanto menos el más seguro, de modo que lo contraté. Tenía un pequeño aeroplano de aspecto desvencijado, pero me aseguró que no fallaba nunca. Cuando acabé de inspeccionar el famoso valle, el muchacho me preguntó: «¿Quiere ver nuestros glaciares?». Yo acepté. Pero cuando aún nos faltaban varios kilómetros para llegar, volando sobre la nieve, gritó de pronto: «¡Mireeee!», y dejó caer el avión en una espiral horrible. Abrió la ventanilla y echó mano de una escopeta que llevaba atrás, pilotando con las rodillas y sin prestar atención al rumbo.

«¡Mire ese lobo!» indicó. Con mucha habilidad, puso el aparato a la altura de la enorme fiera y la mató de un solo disparo. Luego, haciendo girar el avión como una hoja, aterrizó a tres metros del lobo muerto y me ordenó salir. De ese modo pudo apearse para recobrar al animal y lo arrojó a la cabina, detrás de nosotros.

Reanudamos el vuelo. Apenas llevábamos unos minutos en el aire cuando chilló: «¡Eh! Allá va el hermano». Y descendió otra vez en esa horrible espiral. También a ese animal lo derribó de un solo disparo mientras pilotaba con las rodillas. En esa ocasión, cuando estaba a punto de volver al avión, observé: «Mi asiento está lleno de sangre». Me pidió mil disculpas y sacó de una cajita un paño con el que lo limpió. También noté que ataba a los dos lobos con tanto cuidado como si fueran cargamentos de oro. Cuando expresé mi esperanza de que no viera ningún otro lobo, me explicó: «Por llevarlo a usted cobro cuarenta dólares. Por cada uno de esos lobos, el gobierno me dará cincuenta». Entonces le pregunté dónde había aprendido a disparar con tanta profesionalidad y él respondió: «Aprendí a manejar armas en Minnesota y aeroplanos en Alaska». Más adelante descubrí que había aprendido a pilotar en dos semanas. Créeme, Elinor: volar en Alaska es muy diferente a volar por los suburbios de Baltimore.

Pocos días después de esa eficiente cacería, LeRoy tropezó con la aventura que transformaría su vida de un modo imprevisible. Mientras holgazaneaba en la pista de Palmer, un empresario apuesto y bien vestido, de unos cincuenta y cinco años, se acercó a preguntarle:

—¿Es usted LeRoy Flatch?

—En efecto.

—¿El que hizo el verano pasado ese notable acuatizaje en el río?

—Tuve suerte… y un avión muy bueno.

—¿Puedo ver ese avión?

Extrañado de que un desconocido quisiera ver un viejo trasto como su Cub, LeRoy dijo:

—Es aquél… el de los patines. Tiene mucho kilometraje. Y mucho vigor.

El desconocido dedicó unos minutos a estudiar el exterior del aparato. Luego preguntó:

—¿Le molesta que eche un vistazo dentro?

—Como quiera.

Terminada la inspección, el hombre sugirió:

—¿Por qué no te compras un cuatro plazas, hijo?

—Estoy ahorrando como un desesperado para comprarme uno.

El forastero se echó a reír, alargándole la mano:

—Soy Tom Venn, de Ross Raglan. Mi esposa y yo estamos construyendo un albergue de caza en las laderas de Denali y necesitamos a alguien que nos trasporte cargas grandes.

—Me interesa. ¿A qué distancia?

—A unos ciento veinte kilómetros hacia el noroeste. ¿Podrías hacerlo?

—Podría, pero cuando llegara allí necesitaría combustible para repostar.

—Eso se puede solucionar. ¿Cuándo harías el viaje?

—Diez minutos después de tener la carga aquí. ¿Vendrá usted también?

—Sí. Quiero explorar un poco durante el trayecto y también a la llegada.

—Tenga en cuenta que no se me permite entrar en el Parque Nacional.

—Fuera hay mucho territorio.

Dicho eso, Venn corrió al edificio y telefoneó al camión que esperaba en la estación ferroviaria, para ordenarle que trajera la primera parte del equipo eléctrico. A la una y media, el Cub tenía su carga completa y bien asegurada. Venn, que trabajaba dentro del fuselaje, sudando como un peón, preguntó:

—¿Puedo tirar estas ramas?

—¡De ningún modo! —le gritó LeRoy—. Acuérdese bien de dónde están. Cuando se vuela entre montañas pueden hacer falta en cualquier momento.

El cargado avión, con Venn en el asiento derecho, despegó limpiamente de la pista, elevándose con decisión a una altura de mil trescientos metros, donde tomó un rumbo de 3200. Entonces Venn preguntó:

—A propósito: ¿alguna vez has volado en la zona de Denali?

—No, pero siempre he querido hacerlo —respondió LeRoy. Y Venn replicó, sin sarcasmo:

—Bueno, exploraremos juntos.

Habían cubierto la mitad de la distancia cuando LeRoy lanzó una exclamación muy audible. Venn adivinó que su piloto no había visto nunca el extraordinario panorama que tenía ante sí. Por encima de una guirnalda de nubes que circundaba las cuestas inferiores se elevaba una masa de grandes montañas: Russell, Foraker, Denali, Silverthrone, de sudeste a nordeste. Exceptuando la Russell, figuraban entre las más altas de Norteamérica; y Denali era la más alta.

Formaban una estupenda barrera coronada de blanco en el corazón de Alaska. Después de contemplarlas con religioso respeto por algunos instantes, LeRoy comentó a su pasajero:

—Se puede venir cuarenta veces a Alaska y viajar por todos los flancos de esas montañas sin ver jamás Denali.

—Lo sé —confirmó Venn.

Pero allí estaba, en toda su gloria glacial; no era sólo el pico más alto del subcontinente, sino también el más septentrional, por un amplio margen. Cuando uno presenta sus respetos a Denali, está golpeando a las puertas del Círculo Polar Ártico, que se encuentra sólo a cuatrocientos kilómetros en dirección norte.

Durante unos veinte minutos vieron la gran montaña en todo su solemne esplendor, tan grandiosa que sólo dos grupos de montañeros habían logrado dominarla: el primero, en 1913, cuando un religioso Nenana llegó a la cumbre; el segundo, en 1932, compuesto por cuatro hombres audaces que lograron, con una ingeniosa combinación de esquíes y perros de trineo, dominar los vientos aullantes y las pendientes plagadas de grietas. Al acercarse el avión al perímetro exterior del parque, LeRoy explicó:

—¿Sabe usted, señor Venn, que la montaña no es visible desde abajo?

—Rara vez se la ve —confirmó Venn—. Yo he venido ocho veces sin verla nunca.

Flatch inició el descenso, pero se encontró entre la cubierta de nubes que se arracimaba casi siempre alrededor de las montañas, como si se negara perversamente a dejar ver su tesoro; entonces descubrió que las nubes se prolongaban directamente hasta el suelo, que en esa zona estaba cubierto de nieve de la misma coloración. Tratando de no alarmar a su pasajero, comentó serenamente:

—Al parecer, estamos atrapados en una cortina blanca. Ajústese el cinturón de seguridad.

—¿Nos vamos a estrellar? —preguntó Venn, con esa calma que siempre le había caracterizado ante la adversidad.

—Mientras yo pueda evitarlo, no.

Pero al iniciar un cauteloso descenso fue evidente que ningún piloto, por hábil que fuera, podría determinar dónde terminaban esas nubes blancas y dónde comenzaba el suelo cubierto de nieve. En otras palabras: no había horizonte discernible. Flatch recordó el asombroso número de aviadores que, en esas circunstancias, habían clavado el morro contra la tierra, sin tener idea de dónde estaban ni a qué altura. Desde luego, en ese tipo de accidentes el avión estallaba; sólo en uno o dos casos los jóvenes pilotos habían podido jactarse: «Me estrellé directamente contra la cubierta de nieve y salí caminando».

En un aprieto como ése, resultaba de vital importancia que el piloto no se dejara dominar por el pánico. Venn, que observaba con atención a LeRoy, se sintió complacido al notar que reaccionaba con admirable serenidad. Por tres veces trató de aterrizar en la nieve, sólo para caer en una confusión total, pues no podía adivinar dónde terminaban las nubes y comenzaban las rocas nevadas. Entonces recobró un poco de altura e indicó a Venn:

—Es preciso tratar de ver algo en la nieve. Cualquier cosa. Un caribú, un árbol, lo que sea.

Los dos se esforzaron por determinar dónde estaba el suelo y fracasaron.

—Desabróchese el cinturón, señor Venn. Vaya a la parte trasera y traiga esas ramas de pícea.

Después de forcejear entre el equipaje atado, el empresario reapareció con una gran brazada de ramas.

—Abra su ventanilla, vuelva a ponerse el cinturón y, cuando yo grite: «¡Tírelas!», vaya arrojando las ramas, una por una. Comience por las que tienen más hojas.

Durante algunos segundos volaron en silencio; ambos respiraban con fuerza. Por fin se oyó la orden:

—¡Tírelas!

Las ramas empezaron a caer por la ventanilla de Venn, pero bastó con la primera. En cuanto LeRoy la vio posarse comprendió lo peligrosamente cerca del suelo que estaba y dijo una sola palabra:

—¡Dios!

Pero con ese frágil dato proporcionado por la rama se acomodó en el asiento, puso el morro casi vertical hacia arriba y luego describió un círculo a baja altura, hasta divisar nuevamente la rama caída, que se destacaba en la nieve como un gran faro. Rara vez se había alegrado tanto de ver algo sólido.

—¿Tiene el cinturón bien ajustado? Bueno. Este aterrizaje Puede ser bastante brusco, pero debemos suponer que la nieve es pareja.

Y no prestó más atención a su pasajero, que se comportó bien: Flatch bajó los alerones, inclinó el morro hacia abajo y experimentó un arrebato de alegría triunfal al sentir que los esquíes tocaban la nieve lisa, extendida en todas direcciones.

Mientras el avión se deslizaba hasta detenerse, sano y salvo, Tom Venn se quitó el cinturón de seguridad y preguntó tranquilamente, reclinándose en el asiento:

—Y ahora ¿qué hacemos?

—Enviar una señal de radio para que todos sepan que estamos bien. —Después de hacerlo, añadió—: Y esperar aquí hasta que pase la tormenta.

—¿Toda la noche?

—Puede ser.

Sin volver a discutir el aprieto en que estaban, los dos hombres se acomodaron para una larga espera.

Ir a la siguiente página

Report Page