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CAPÍTULO 1101

Al otro lado del hueco que se había abierto pude ver a un conturbado mozalbete, no llegaría a los cuarenta, que miraba con ansiedad y desconcierto hacia el interior de la vivienda, es decir, hacia la habitación en la que me encontraba yo. Sus gestos eran nerviosos, y su estado general denotaba cierta crispación. Movía los ojos a toda velocidad en lo que parecía ser un ejercicio de reconocimiento de la zona. Una vez comprobado que yo era el único habitante de la casa, o al menos el único visible para él, saltó por encima de la puerta que ahora yacía en el suelo y se plantó delante de mí. Después se quitó uno de los pendientes que lucía y lo clavó en la pared. Yo, claro está, presenciaba estos hechos paralizado todavía por la sorpresa, y confieso que pronto me olvidé del gemebundo doctor para pasar a concentrarme en intentar conservar mi anatomía intacta. Sin embargo, y una vez que el recién llegado hubo comprobado la firmeza del pendiente sobre la escayola del muro, no fue mi anatomía la que pudo correr peligro, sino la suya. En efecto, el extraño se separó unos metros de mí y comenzó a propinarse cabezazos contra las paredes, se pilló aposta los dedos con la hoja de la ventana, estampó sus narices contra el marco de la puerta, metió los dedos en un enchufe, intentó acogotarse con el canto de la silla, y todo ello mientras hacía jirones su propia ropa y se arañaba la cara y otras partes del cuerpo. Tal ejercicio de masoquismo no me pareció justificado ni merecido, pero de nuevo el factor sorpresa jugó en mi contra y no me permitió reaccionar hasta que ya era casi demasiado tarde. Cuando el allanador de moradas consideró que ya había expiado todos sus pecados, pues no encontraba yo otra razón para tal comportamiento, y con un aspecto que habría estremecido a un deshuesador de pollos, regresó tambaleándose al lugar en el que yo me encontraba y se abrazó a mí como si me debiera la vida. Dadas las circunstancias, me sentí obligado a devolverle el abrazo e intentar calmar así su conciencia impenitente.

—Tranquilícese, joven —se me ocurrió decir—. ¿Qué pretende con este castigo, baldío por otra parte? ¿Por qué se inmola ante mí, si yo no lo conozco de nada?

El intruso se limitó a sonreír, dejó que su cuerpo resbalara entre mis brazos hasta dejarse caer en el suelo, y una vez allí, tumbado en un escorzo mientras mis brazos lo sostenían me pidió:

—Creo que me estoy muriendo. Tómeme el pulso. Ahí no, en el cuello. —Y fue entonces cuando, con mi mano rodeando su garganta, lanzó unas escuálidas carcajadas, señaló el pendiente que había colgado anteriormente en la pared, y dijo, casi atragantándose con la risa—: Mire al pajarito…

Y se desmayó.

Tras comprobar por su pulso, regular aunque filiforme, y deducir por tanto que se trataba de un simple desmayo, me incorporé y me acerqué al pequeño adminículo que, plantado en medio de la pared, se asemejaba a un mosquito dormido y gordo. Una observación más minuciosa me permitió descubrir que el pendiente no era en realidad tal, o sí lo era, en cuanto pendía, pero cumplía también otra función menos obvia y más perjudicial para mis intereses, puesto que en la aguja que lo sostenía clavado se podían leer las siguientes palabras: «Cámara N-2000 X Alfa Charly Papa Bravo — N'Joy Corporation». Todo ello escrito muy pequeño para que la saeta no atravesara eventualmente, además de la oreja, también la yugular de su propietario.

No intentaré atribuirme méritos que no me corresponden y afirmar que analicé los hechos con rapidez y colegí de inmediato una conclusión. Al contrario, me quedé de nuevo paralizado mirando el minúsculo aparato, y considerando lo mucho que avanzaba la ciencia en el diseño de dispositivos de dudosa utilidad, como el que ahora yo tenía delante, mientras otros de mucha mayor importancia, como el endoscopio que el plañidero doctor había exhibido minutos antes, necesitaban de mejoras urgentes y críticas en su diseño. No fueron estériles estos pensamientos, empero, puesto que por asociación de ideas, diseño, diseñador, cultura, ministro, fiesta, Chumillas, chantaje, regresé al presente y, meditando sobre lo sucedido, se me ocurrió que quizás alguien podía haber mandado a aquel pobre gañán con el propósito de grabar su sacrificio e intentar después obtener algún favor por mi parte a través de dicha grabación. Esta idea, que inicialmente me pareció un derroche de ingenio por mi parte, se me antojó después poco probable: en primer lugar, el sujeto se había masacrado voluntariamente y en solitario; y en segundo lugar, no se me ocurría nadie, aparte del propio Chumillas, que quisiera chantajearme, pero éste ya lo había hecho abiertamente y sin destrozar ningún cuerpo humano por el camino.

Intenté reanimar al jovenzuelo, que por otra parte parecía bastante cómodo y de hecho abrió los ojos en un par de ocasiones y, sin querella alguna, me miró con expresión angelical. De nuevo mi mente se movió rauda, y en otra brillante asociación de ideas, ángel, ángel de la guarda, niño Jesús, Jesusito de mi vida, padre-nuestro, misa, cura, monseñor Leño, butanero, butano, gas, recordé de pronto que había dejado al quejoso doctor metido en la cocina tras haber manifestado sus intenciones suicidas. Dejé unos instantes al maltrecho mozo, y me acerqué con precaución hasta la puerta de la estancia maldita, desde donde contemplé el sórdido espectáculo que a continuación describo: el doctor Jiménez-Pata se hallaba tumbado en el suelo, ante la puerta todavía abierta del horno, con la figura descompuesta y una mueca de desesperación, o quizás de asco, en el rostro.

—Sufro una intoxicación olfativa con accesos de poliqueritismo y ortohexanación generalizada —dijo, con un último aliento—, que la medicina describe con maestría, pero para la que no ha encontrado ningún remedio, por supuesto, salvo dejar que la Naturaleza siga su curso…

Y dicho esto, cedió al destino y dejó que las fuerzas lo abandonaran, y que su cabeza se diera un buen coscorrón contra el suelo, por si su estado no fuera ya bastante deplorable. Dado que cualquier ayuda, y sobre todo por parte de un lego en terapéutica como yo, semejábase inútil, consideré más prudente no atravesar el vano de la puerta y evitar exponerme también a los innumerables peligros que, según los expertos, nos acechan en las cocinas. Tampoco parecía, a juzgar por las últimas palabras del legendario galeno, que un colega suyo hubiera podido servir de ninguna ayuda. Siempre se van los mejores, como tantas veces ha dicho Tulius Grim. ¿O es «siempre son mejores cuando se van»?

Abatido por los últimos acontecimientos, di unos pasos casi tambaleándome y fui a sentarme en la silla. No tenía ningún sentido permanecer en aquel lugar por más tiempo. Cuando me hubiera puesto a salvo, avisaría para que vinieran a curarle las magulladuras al muchacho, y a recoger los restos del ilustre doctor.

Rogué, pues, porque el taxista ya hubiera cumplido la misión que le había encomendado y se encontrara abajo, esperándome. Me asomé a la ventana y, quién lo diría, casi no cupe en mí de gozo cuando volví a ver a aquel sujeto. En efecto allí estaba, quitándole el polvo al coche con una especie de plumero y sacudiendo las alfombrillas en la acera. Dadas las circunstancias, no me entretuve en despedirme ni en adecentar un poco el destartalado piso, que tras los golpes y coscorrones del joven kamikaze presentaba un aspecto más repugnante, si cabe, que el que ya ofrecía cuando yo había llegado.

Pero, en efecto, no era momento de ceremonias, así que me precipité hacia la puerta, ahora hueco de la puerta, y con la misma velocidad descendí las escaleras y salí a la calle. Estuve tentado de meterme en el taxi tirándome de cabeza por una de las ventanillas, que continuaban bajadas a pesar del bochorno, pero el conductor abrió una puerta para limpiarla y preferí no tentar a la suerte.

—A la Plaza de los Milli Vanilli, ¡rápido! —dije, mientras en paralelo consultaba mi reloj y veía que sólo faltaban cinco minutos para mi cita con Chumillas.

A medida que el taxista me sacaba con sus bruscos volantazos de aquel inmundo lugar, mis ánimos se iban calmando y mi cabeza intentaba poner en orden todo lo sucedido, con poco éxito. En cualquier caso, poco importaba ya qué había pasado, quién era quién en aquel libreto, y qué era mentira y qué verdad. El conspicuo galeno estaba muerto y eso, para bien o para mal, ponía fin a mi pequeña aventura. Me pregunté también, no lo negaré, si como consecuencia de ese hecho Chumillas cumpliría su palabra y me concedería los honores que me había prometido a cambio de entregarle al excelso doctor. Es más, ya lanzado, comencé a pensar en la cadena de hechos que se sucederían después de ese: en cuanto consiguiera el favor de Chumillas me encargaría de arrancar a mi hija de las garras del tal Johnny y se la devolvería a mi ex cónyuge, quien, a la vista de mi nueva y omnipotente posición, quizás dejara de tratarme como a un mezquino, quizás incluso considerara dejar a Foom y darme una segunda oportunidad, quizás hasta podríamos reconstruir nuestro matrimonio y, con la niña ya de vuelta en casa, volver a ser una familia moderna y admirada.

Ajeno a todas estas reflexiones y sueños, el taxista conducía a toda velocidad por la carretera que nos llevaba de vuelta a la pacífica existencia de los CID protegidos, y canturreaba como siempre la canción que sonaba en la radio.

—Llevaba por compañera a mi Virgen de San Gil, un recuerdo y una pena y un rosario de marfil, y adiós mi España querida… —recitaba, adornándose con requiebros vocales, aunque de pronto interrumpió su copla y, tras quedarse pensativo unos instantes, me preguntó—: Y digo yo, ¿qué es una españa?

—No lo sé —contesté, todavía algo meditabundo por mis pensamientos anteriores, pero para no dejarme llevar por mis inquietudes metafísicas, que también los burgueses las tenemos aunque pocas y simples, preferí no profundizar en ellas y opté por soltar un cerril chascarrillo, sabedor del éxito que lo zafio tiene entre las clases medias, dicho esto último con todo el respeto—: Y digo yo: ¿qué es una virgen?

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