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CAPÍTULO 1110

Sin más novedades llegamos a la Plaza de los Milli Vanilli, que a la sazón se encontraba casi desierta puesto que ya eran más de las ocho y todas las buenas familias europeas estaban terminando de cenar. Sólo se podían ver, dispersos por los bancos colocados en el perímetro de la plaza, unos pocos ciudadanos subvencionados por el Ministerio de Diversidad y Minorías para que no se dijera que todo el mundo cenaba a la misma hora. Dejé que el taxista leyera mi RAP para cobrarse lo que habíamos pactado y, cuando ya me había bajado del coche, él también se bajó y me dio un abrazo.

Hice una rápida inspección de la zona en busca de alguna cara conocida, y más en concreto de una, pero no hallé ni rastro de Chumillas. Dado que no habíamos concretado un punto específico en el que encontrarnos dentro de la amplia extensión que ocupaba la plaza, opté por dirigirme al centro y esperar junto al Monumento a la Sinceridad que presidía el lugar. Pasaban más de veinte minutos de la hora convenida, y pensé que quizás Chumillas podía haberse marchado ya al ver que yo no aparecía, aunque también pensé que habría sido más lógico que me hubiera llamado antes. De todas formas, lo único que podía hacer era esperar, bien a que se presentara, bien a que me llamara para darme nuevas instrucciones. A mi alrededor, una pareja afroeuropea veía en su proyector la tertulia dirigida por Javichu Depy; un grupo de jóvenes intelectuales gays comentaba pasajes del último libro de Javichu Depy; una familia monoparental jugaba al «Mediapoly», y el niño con la ficha de Javichu Depy se inflaba a poner emisoras en Alcalá para desesperación de sus hermanos; y, serpenteando por entre todos ellos, el inspector del Ministerio de Diversidad y Minorías leía sus RAP y los felicitaba por ser diferentes.

Entretuve la espera contestando a la consulta diaria del Plan de Participación Ciudadana en la Democracia, o PPCD, que ya llevaba un buen rato esperando en mi CP. La votación de aquel día proponía tres opciones como destino de una beca del Ministerio de Ciencia y Tratamiento de Basuras: la financiación de una investigación sobre las enanas rojas, que me pareció de pésimo gusto amén de sexista y racista, la restauración de unas cuevas con pintarrajos cuyo nombre no recuerdo, y la subvención de un nuevo sistema ultrarrápido para tintar el cabello incluso con mechas.

Después de eso transcurrió otra media hora, y ya me había leído más de cien veces el lema tallado bajo la estatua del dúo cantante que rezaba «Mintieron pero confesaron», cuando por fin divisé a alguien que se dirigía hacia mi posición, si bien que no en línea recta ni con continuidad en sus desplazamientos. El tipo en cuestión zigzagueaba entre los soportales que yo tenía enfrente, y cada poco tiempo se detenía y permanecía escondido detrás de una columna. Aunque en realidad ésta poco podía hacer para ocultar no sólo el volumen del sujeto sino también el abrigo, el sombrero, el fular y el maletín que portaba a pesar del calor reinante. También traía, sujetos bajo el brazo, algunos periódicos. Así pues, y tras una interminable espera en la que pude presenciar las múltiples zetas que Chumillas describía en su acercamiento, llegó por fin hasta mi posición, miró en derredor con gesto de misterio, y comenzó a hablar.

—El guerrero sin lanza se defiende con el escudo, y su enemigo lo respeta.

—¿Otro de los proverbios que aprende en esos cursos? —pregunté.

—No: es una contraseña. Responda.

—¿Y qué quiere que responda? No me dijo que habría ninguna contraseña.

—¿Y cómo sé yo que eso es cierto? De acuerdo, me fío de usted: tiene aspecto de persona morigerada y solvente, quizás más de lo primero que de lo segundo para desgracia suya. Y, lo más importante, tiene usted un asombroso parecido con el individuo a quien esta tarde cité en este mismo lugar, si bien que a una hora antepasada. Me han entretenido unos asuntos de máxima importancia, concepto este que a usted le resultará poco familiar. Pero procedamos. No le pido permiso para leer su RAP porque ya lo he hecho. Sí, lo sé: esta vida es un asco y los abusos de poder están a la orden del día. El Ministro de Seguridad Personal debería hacer algo. Se lo diré en cuanto salga del frenopático de Colmenarejo, adonde fue para inaugurar unas nuevas vallas electrificadas y terminó por quedarse una temporada, siguiendo el consejo de su médico y la demanda de la opinión pública en general. Qué calor hace, ¿no? La próxima vez, en lugar de disfrazarme de espía, me disfrazaré de saltador con pértiga. A ver: ¿qué me cuenta?

—Tengo buenas noticias, o malas, según cómo se mire.

—Se expresa usted igual que el presidente de un banco. ¿Ha participado, quizás, en el seminario «Zen and the art of usury»?

—No he tenido el placer, pero en este caso mi ambigüedad es intencionada: los hechos que voy a relatarle los interpretará usted, estoy seguro, como buenas nuevas, mientras que el protagonista de las mismas no compartirá su juicio.

—Eso a mí me la bufa, como creo que ya le he dicho muchas veces —me respondió Chumillas quitándose el sombrero para abanicarse con él—. Así que sea breve y cuénteme sólo la parte que tenga que ver conmigo. He dejado a la masajista untándose el cuerpo con mermelada y no veo la hora de regresar. Sí, ya sé que la mermelada está prohibida, pero ahí está el mercado negro, sí, vale, afroeuropeo, qué tiquismiquis son ustedes los pobres.

—Intentaré resumir lo sucedido —dije, y procedí a realizar una rápida selección mental de todo lo acontecido en aquella singular jornada—. Para empezar, le diré que he conseguido rescatar a la expósita niña que había sido secuestrada. En estos momentos se encuentra descansando en mi casa, a la espera de que usted disponga lo que mejor le parezca. También he reducido, no sin riesgo para mi persona ni merma de mis escasas riquezas, al compinche del individuo a quien usted quería capturar. Y, por último, debo comunicarle que el sujeto que constituía el principal objetivo de la misión que me encargó, esto es, el doctor Jiménez-Pata, ha fallecido hoy en su domicilio sin haber recibido los sacramentos ni ningún golpe que pudiera haber provocado el fatal desenlace. Así pues, como se dice ahora, ha pasado de pantalla. O, como se decía antes, ya no se encuentra entre nosotros.

—Eso es obvio —replicó Chumillas haciendo unos pases de manos por el espacio que nos separaba, como lo habría hecho un prestidigitador—. Y lo otro que me ha contado, también. Mire, pollo: no tengo tiempo que perder, puesto que si bien es cierto que la masajista tardará un rato en embadurnar todas las superficies de su cuerpo, en especial algunas de ellas, no lo es menos que, puestos a elegir, prefiero entretener la espera probándome su ropa interior, pongo por ejemplo, antes que debatiendo con usted sobre asuntos que ya conozco.

—¿Ya sabía todo esto? No es posible. Al final va a ser verdad que me han estado siguiendo todo el día…

—Yo no necesito seguir a nadie, salvo a la llamada del deber, que por otra parte no he escuchado jamás. Nuestro sistema de protección ciudadano, amén de ayudarnos a separar a los garbanzos blancos de los negros, sí, vale, los garbanzos afroeuropeos, bueno, bien, ya lo sé, los garbanzos también están prohibidos, pues digamos que además de conseguir que los indeseables no se mezclen con los deseables, y sobre todo con las deseables, también nos permite espiar los movimientos y acciones de todo bicho viviente. Sí, ya sé que eso es ilegal, pero también lo son los garbanzos y no le cuento los cocidos con oreja que se preparan en la clandestinidad. Así que, mediante el mencionado sistema de protección ciudadano, combinado con un selectivo programa de sobornos, he estado puntualmente informado de sus pasos sin necesidad de abandonar para ello el gimnasio, no porque yo acostumbre a cultivar mi cuerpo, sino porque me encanta ver mujeres desnudas ejercitándose en las barras asimétricas.

—En ese caso, poco más tengo que añadir —reconocí—: el asunto está resuelto. Aunque, en el transcurso de la resolución, el brillante doctor ha muerto. Se suicidó en la cocina de su piso. Era un gran hombre, siempre caen los mejores, y todo eso.

—Pero, ¿qué dice? —se sofocó Chumillas—. Jamás escuché tantas falsedades en tan pocas palabras, salvo en la ceremonia de mi boda. ¿Qué es eso de que siempre caen los mejores? Conozco a muchos cretinos que no sé si han pasado a mejor vida pero al menos han abandonado esta, para regocijo de los que nos hemos quedado. Por otra parte, el doctor Jiménez-Pata jamás ha sido brillante. Y para terminar, mis informadores me han comunicado cuando venía hacia aquí que, siguiendo sus pasos de usted, llegaron al piso clandestino hace sólo unos minutos y no han encontrado ningún cadáver, lo cual me lleva a deducir que o bien Jiménez-Pata no está muerto o bien las pompas fúnebres han actuado con inusitada eficacia. Me inclino más por lo primero que por lo segundo, así que ya puede usted dejar de referirse al ex difunto en términos laudatorios.

La noticia, huelga decirlo, me sorprendió sobremanera.

—Tal vez alguien, y guiado por oscuros intereses, se haya llevado el cadáver —me resistí.

—Mis informadores no vieron a nadie sospechoso. Desde que usted salió, la única persona que ha entrado en el edificio ha sido el repartidor del butano.

No pasé por alto esta referencia, pero me abstuve de comentarla hasta descubrir si podía aportarme algún beneficio.

—Entonces, ¿quiere eso decir que el felón galeno me ha engañado?

—No: quiere decir que ya empiezo a cansarme de que usted intente engañarme a mí. Ayer me dijo que no conocía de nada al doctor patán, pero resulta que esta misma mañana se reúne usted con el compinche de éste en plena Gran Vía y mantiene con él una estúpida conversación, según me contó el menesteroso que se encontraba con ustedes y a quien acabo de nombrar director comercial del Happiness Bank como premio a sus servicios. Poco después se las apaña para desaparecer del mapa, puesto que las piruletas dejan de recoger señales de su adeene durante varias horas de esta tarde. Y cuando vuelve al mundo civilizado se dirige al piso que servía al mefistofélico doctor como centro de operaciones, y allí se reúne con él. ¿No le parece que ya va siendo hora de poner las cartas sobre la mesa, de quitarse la careta, de cantar como el gallo, de mostrar los ases en la manga, de…?

—Visto así —admití, en parte para aclarar las cosas, y en parte para atajar aquella nueva retahíla de metáforas gastadas—, reconozco que mi comportamiento puede resultar sospechoso, pero le aseguro que nada de eso estaba premeditado. El repelente doctor llegó por sorpresa.

—¿Y al verle a usted decidió suicidarse? Bueno, eso no me resulta tan increíble, la verdad, pero mis superiores tendrán otros criterios. En fin, ya le conté que dentro de nuestra elevada posición también contamos con personas de pocos escrúpulos, de hecho contamos con muchísimas, y creo que también le dije que esas personas preferían manejar este asunto de una manera menos amable, casi diría que rayana en lo inmoral y en lo delictivo si no fuera porque nosotros no respondemos ni ante Dios ni ante los hombres. En este caso yo había pensado que no sería necesario el uso de la violencia, ni siquiera del dinero, puesto que mis informes aseguraban que era usted una persona íntegra, temerosa de la ley, y, por lo tanto, engañadiza. El ala dura de nuestro contubernio me concedió veinticuatro horas de gracia para intentar solucionar esto por las buenas, pero creo que subestimé su maldad o su estupidez, y que conste que me inclino por esto último. Quiero que vea una cosa.

Sin darme tiempo a replicar, Chumillas encendió su comunicador personal, que ese día llevaba en un gemelo, y lo enfocó hacia nuestra derecha. La cortina de luz que iluminó el aire me mostró, para mi anonadamiento, el rostro de mi muy querida y atolondrada hija, la cual, al punto, comenzó a dirigirse a la cámara con una soltura digna de una profesional del medio.

—Es una grabación —me advirtió Chumillas—, así que no haga el imbécil intentando dialogar.

Tras el primer plano de la cara de mi pequeña se veía, difusa y desenfocada, lo que parecía ser la figura de un individuo con una guitarra al cuello. Esto fue lo que escuché, sin salir todavía de mi asombro.

—Jo, papi, estoy superbién, aquí todo es superbueno, me encuentro superrelajada, y Johnny me quiero taco mogollón mazo pila gavilla rimero cúmulo. Bueno, supercúmulo. Es que, jo, papi, superpapi, tú no me entiendes, nadie me entiende, sólo me entiende Johnny, que es total, es súper, y sabe que yo soy especial, o sea, sabes, especial, o sea, diferente, sabes, otra cosa, no soy supernormal, como todo el mundo.

—Tía, no sé que me pasa contigo que estoy superbién —se escuchó decir a la figura del fondo.

—Míralo, jo, ¿a que es mono? Y es superinteligente, porque ha descubierto que el problema del mundo es que los carrozas, como tú, o sea, papi, sois supercarrozas, ¿entiendes?, nunca habéis sido jóvenes, no como nosotros, que somos superjóvenes y superguays, y sabemos cómo arreglar todos los problemas que tenemos por culpa de vuestra carrocería. El único canica que se salva es un amigo de Johnny, que se llama Chumillas y que es superenrollado. Jo, papi, si tú fueras como él… Pues todo esto me lo ha enseñado Johnny. Seguro que tú te creías que era tonto, o algo así, pues ya ves que no, que piensa, y que es superguay, y además me escucha y me entiende, jo. Y yo, con él, también me siento supertotal, o sea, y es que ya no soy una niña, jo, papi, ya soy mayor, y quiero que el gobierno me dé una casa, y tú podrías darme dinero siempre, y así yo podría hacer algo, no sé, algo superchulo, y entonces todos me entenderían y reconocerían lo que valgo, pero que fuera algo que me dejara salir pronto y librar por las tardes, y los martes todo el día, y algún jueves para ir de compras, porque yo valgo mucho, pero nadie me entiende, bueno, nadie menos Johnny.

—Juachi lénder michuléi, an guande filis morris… —se oía ahora de fondo, bajo el aporreo implacable de una guitarra.

—¿Lo ves? ¡Si hasta habla inglés sin microtraductor! Es lo más. Algún día se hará superfamoso y todos me envidiarán porque, o sea, yo he sido la única que ha visto su talento, y entonces él le dirá a todo el mundo que yo soy superespecial, y, jo, harán una película con mi vida y siempre seré superguay y nunca seré como vosotros los carrozas, o sea, y le diré a la gente cosas superinteresantes y me admirarán, y llevaré siempre las uñas pintadas de negro, sabes, será como un símbolo. Jo.

De todo lo escuchado, esto último era casi lo único que me sonaba nuevo, y no del todo desagradable, puesto que llegado el caso yo me convertiría en el padre de la persona que descubrió el talento de Johnny, lo cual también me haría superespecial. Pero aparté enseguida esa posibilidad de mi cabeza en cuanto, al cesar el discurso de mi niñita, pude escuchar con más nitidez el desgarrador sonido, y digo esto sin ningún sentido metafórico, de la voz del tal Johnny.

—Quiero que sepáis que nunca me arrepentiré de esto —continuó mi hija—, nunca jamás, supernunca, y que estoy superbién y todo eso, jo. Os echo de menos a ti y a mami, y también a la blusa blanca que me regaló Flavia Augusta y que con las prisas me la olvidé. Jo, qué palo. Si puedes, please mándamela por Chumi, que es supergenial, o sea. Un kiss, papi.

El gemelo-proyector se apagó y Chumillas, o sea, Chumi, optó por permanecer callado unos minutos, sin duda para dejarme reflexionar sobre lo que había visto, y para permitirme imaginar los múltiples y aterradores desenlaces a los que esta recién descubierta situación podría conducir. Cuando consideró que yo ya habría conjeturado lo suficiente como para aceptar cualquier condición que quisiera ponerme, volvió a hablar.

—No se asuste —dijo, a buenas horas, porque ya estaba yo pávido—, pero tampoco se fíe del aspecto vegetal que tiene Johnny: puede ser un torturador implacable. Sin ir más lejos, ya ha visto usted cómo toca la guitarra. Espero que esta pequeña demostración lo convenza de que toda resistencia es inútil: siempre consigo lo que me propongo. Muchos de mis colegas me han acusado de emplear las más rastreras artimañas, de sobornar y mentir. Lo niego, por supuesto, pero aunque así fuera, ¿quién no se ha visto en la tesitura de tener que esperar en la antesala de un noble despacho, teniendo por toda compañía la extremidad de un cerdo camuflada en un maletín? ¿Es eso indigno? Quizás, pero es necesario. Todo esto, sin embargo, terminará en cuanto usted nos entregue al vil doctor. Claro, que si después de eso su hija quiere seguir con Johnny, ahí ya no puedo hacer nada. Pero al menos le prometo que Johnny dejará de fingir que le interesan las chorradas que dice su niña, y también dejará de tocar la guitarra para desesperación de ella y algaraza de los vecinos.

—Por favor —balbuceé—, no meta a mi pequeña en este jaleo. Le ruego que la deje libre, y a cambio le prometo que haré lo que sea. Aunque, a fuer de ser sincero, no sé qué más puedo hacer. Creo que ya he demostrado de sobra mi buena intención: por tal de ayudarle he perdido mi trabajo, he localizado al compinche del doctor miserable, he recuperado a la niña secuestrada… ¿Qué me dice de eso?

—No le digo nada. ¿Debería?

—Los tengo en mi casa porque creí que usted los querría. Algo habrá que hacer con ellos.

—Póngales un estanco. Siguiente pregunta.

—¡Pero yo no sé dónde está Jiménez-Pata! —me desesperé—. Ya le he dicho que lo dejé muerto en la cocina. Por favor —volví a implorarle con la voz rota—, deje a mi hija en paz. Dígale a Johnny que la lleve a casa.

Chumillas consultó el reloj.

—Huy, qué tarde se está haciendo. La masajista debe de estar ya untándose los tobillos. Caballero, no me cuente más milongas. Si hoy ha sido capaz de localizar al repulsivo doctor, no dudo de que mañana podrá volver a hacerlo. Pero no le voy a dar otra vez todo el día, porque tengo otras cosas que hacer. Venga a las tres al Hotel California, en la Gran Vía, y traiga a Jiménez-Pata con usted. Yo estaré allí para la rueda de prensa de Natalia Nodd, y para ver si me la puedo llevar a alguna habitación en un descanso.

Y, sin más, se dio la vuelta y comenzó a caminar, aunque se detuvo cuando no se había alejado más de cinco pasos, y se dio una palmada en la cabeza.

—¡Qué daño! —dijo, y después regresó a donde yo estaba—. Me olvidaba. Por si fuera usted uno de esos padres sin entrañas que piensan que a los treinta y cinco los hijos ya deberían saber vivir por su cuenta, y estuviera considerando abandonar a su pequeña a su suerte, le dejó también estos periódicos como elemento complementario de presión. Acabo de pasar por las respectivas redacciones a recogerlos. Como las noticias ya estaban casi hechas, hoy los han terminado pronto. Mire, aún están calentitos, aunque eso quizás se deba a la presión de mi axila.

Dicho y hecho, me tendió los dos periódicos que había sostenido bajo el brazo durante toda nuestra conversación. Eran, claro está, La Verdad y El Auténtico, marcas registradas de N'Joy Corporation y Eternal Life Inc. respectivamente, y un rápido vistazo a sus primeras páginas me produjo una nueva y doble conmoción: primero, porque la fecha de la cabecera correspondía en efecto al día siguiente, y segundo, porque ambas portadas incluían una enorme foto del intruso que había irrumpido en el piso del abyecto doctor para proceder a golpearse todos los poros de su cuerpo.

En dicha fotografía, que a mí, claro está, me resultó familiar, se mostraba al individuo tendido en el suelo, con la cara magullada y sangrienta, y con unas manos anónimas aferradas a su garganta.

Esto es lo que leí en La Verdad.

LA LIBERTAD MUNDIAL AMENAZADA

Desaparece misteriosamente el periodista, y por lo tanto paladín de la Humanidad, Apolonio Paja

Madrid, por supuesto, a tantos de tantos. Por Mesalina Spin (recuerden mi nombre)

Hoy el mundo está un poco más cerca del Apocalipsis después de que esta mañana nos hayamos despertado con la espeluznante noticia de la desaparición de Apolonio Paja, becario de este periódico y simultáneamente de muchos otros. Las despreciables ratas que han cometido tal atrocidad nos han remitido la instantánea que acompaña a este artículo, como prueba de su determinación. Siempre es reprobable que un ser humano desaparezca, si bien en muchos casos es comprensible e incluso justificable. Pero atentar contra un periodista es como atentar contra la especie humana en su conjunto, y no sería descabellado que algún grupo de ciudadanos, a quienes desde aquí animamos a manifestarse en plazas y bulevares a las seis de la tarde portando como distintivo una hoja de lechuga, exigiera que los posibles culpables respondieran ante la justicia por un delito de genocidio. La profesión periodística está indefensa, y así ha permanecido durante siglos, o más bien milenios debería decir, sin que nadie se haya preocupado de solucionar tamaña injusticia. Defendemos la libertad, propagamos la información sin apenas parcialidad, luchamos por conseguir un mundo mejor, y lo único que conseguimos a cambio es un sueldo, un sueldazo en ocasiones, un protagonismo vedado a las demás profesiones, absoluta inmunidad pública, acceso a los partidos de fútbol, y algunas prebendas más que no merece la pena ni mencionar. Por eso, reclamo, o mejor dicho, exijo desde aquí a nuestras autoridades que escuchen el clamor popular que ya se escucha en las calles y bla, bla, bla…

La primera página de La Verdad se completaba con una entradilla de tres líneas sobre la destrucción de Beluchistán por un terremoto, y con un robapáginas casi invisible que informaba acerca del descubrimiento de una vacuna contra el tifus africano. En una esquina, se mencionaba: «El país marcha viento en popa».

Por su parte, esto era lo que declaraba El Auténtico.

EL PLANETA EN PELIGRO

Un periodista es agredido por uno o varios criminales con pocos o ningún escrúpulo.

Madrid, como siempre, a tantos de tantos. Por Nerón Sopa (acuérdense de mí).

Ayer la Humanidad vivió uno de esos episodios que nos hacen ser conscientes de la fragilidad de la sociedad que habitamos. Porque ayer un periodista, un defensor de la palabra, un guardián de la libertad de expresión, un paladín de la nobleza profesional, ayer, decimos, un periodista fue agredido. Todavía no se ha podido identificar al malvado que maquinó y consumó tal felonía, de lo que es culpable por supuesto el gobierno y, por efecto dominó, nuestras fuerzas de seguridad, que en lugar de dedicar cuantos recursos sean necesarios al esclarecimiento de este repulsivo crimen dispersan sus efectivos en asuntos de importancia menor como asesinatos y estafas. ¡Asesinatos y estafas! ¿Qué importa un ciudadano más o un ciudadano menos cuando lo que está comprometida es la libertad del ser humano, personalizada en este caso por un humilde periodista que decidió dedicar su existencia a esta bendita profesión, a este sacerdocio que obliga a renunciar a cualquier reconocimiento personal para mayor gloria de la libertad y la democracia? Exhortamos desde aquí a todos los ciudadanos de bien a exigir a las autoridades una actitud más diligente, y a que expresen su compromiso con esta causa mediante la exhibición de un lazo a rayas verdes y naranjas prendido a sus solapas y bla, bla, bla…

También en este caso se dedicaban unos centímetros de papel al terremoto sucedido «en algún lugar de África», y al descubrimiento científico. Completaba la primera plana un escueto comentario en negrita: «El país, abocado al caos y la bancarrota».

—¡Pero todo esto es mentira! —exclamé, con una ingenuidad que a mí mismo me avergonzó en cuanto terminé de pronunciar esas palabras.

—¿Y quién lo va a probar? —preguntó Chumillas al aire—. ¿Un parado con antecedentes? O, mejor: ¿cómo lo va a probar? ¿Quizás se va a subir a una caja de frutas para vocear la noticia por su CID? ¿O va a pegar octavillas por las farolas, lo cual, por cierto, le recuerdo que está penado con seis años de cárcel por alteración del orden estético?

—Yo no tengo antecedentes —puntualicé, y reconozco que lo hice con cierto retintín de niño repelente.

—Mañana todo el mundo habrá leído estos periódicos, o escuchado la radio, o visto la televisión. Nosotros, como ya habrá podido imaginar, tenemos la fotografía completa, en la que aparece el propietario de las manos que intentan estrangular al pobre becario, mirando con cara de imbécil hacia la cámara.

—¡Esto es surrealista! —protesté—. ¿Enviaron a ese pobre meritorio a que se propinara a sí mismo una paliza sólo para comprometerme?

—No exactamente. Nuestro objetivo era otro. El proceso de localización del piso desde el que operaba el doctor sabandija fue lento, puesto que no dependía de la tecnología sino del factor humano, que siempre requiere más tiempo y sobre todo más dinero. Pedimos a los ejecutivos de ventas de Homes 'R Us, marca registrada de Eternal Life Inc., que nos dieran los RAP de todas las personas que hubieran alquilado un piso en cualquier CID no protegido, a pesar de que quienes alquilan viviendas en dichos CID no suelen querer facilitar sus RAP por problemas de conciencia. Para asegurarnos la cooperación de los comerciales les dijimos que se trataba de un peligroso delincuente, a lo que ellos contestaron que sí, que qué peligro, que huy qué miedo, y cosas por el estilo. Así que cambiamos de estrategia y ofrecimos un despacho con paredes y ventana a aquel que nos localizara el piso alquilado al doctor cerumen. Media hora después, teníamos más de cincuenta ejecutivos ofreciéndonos información, algunos de los cuales habían llegado incluso a disfrazar y sobornar a algunos pordioseros para que se hicieran pasar por médicos delincuentes. Localizamos la dirección y nos presentamos allí, pero encontramos el piso vacío. Mantuvimos la vigilancia hasta que, esta misma tarde, uno de nuestros informadores nos comunicó que el grimoso galeno había vuelto, así que enviamos al pobre Apolonio a montar el numerito, prometiéndole que a cambio lo haríamos fijo. Por desgracia, y aunque le habíamos enseñado una fotografía del ominoso doctor, debió de ponerse nervioso en el momento cumbre y se confundió de objetivo. En fin, es un becario: tampoco puede usted pedirle peras al olmo.

—Pero ahora soy yo el que sale en la foto —reflexioné, y empecé a comprender la magnitud de la calamidad que se me venía encima—. ¡Estoy perdido! La gente exigirá la cabeza de los culpables, y es mi cara la que verán en la fotografía completa. Cuando salga a la luz, habrá peregrinaciones desde los pueblos con sogas, y mi familia será objeto de escarnio en las verbenas de los barrios. Otra vez las patadas de los niños…

—Eso depende de usted —me contestó Chumillas indiferente—. Podemos trucar la foto, ¿ve?, ya hemos hecho una prueba —y me mostró una imagen en la que, en efecto, se podía ver la escena completa, con el pobre becario en el suelo hecho un pingajo, pero en lugar de ser yo quien lo agarraba por el cuello era el doctor Jiménez-Pata quien lo asía, si bien que con no más de diez años, gesto angelical y vestido de marinero—. Bueno, sólo hemos podido conseguir una imagen de cuando hizo la primera comunión, pero en eso la gente ni se fija. Esta es la fotografía que publicaremos pasado mañana, si para entonces usted, claro está, nos ha entregado al doctor gargajo.

—Pero ya le he dicho que yo no sé dónde encontrarlo… —volví a lamentarme.

—En ese caso, y como usted muy bien ha previsto, tendremos que entregarle un culpable a la plebe, y usted es nuestro mejor candidato. Eso por no mencionar que no tendríamos que trucar la foto, con el consiguiente ahorro en horas de personal. Ahora sí, me despido. Le espero mañana a las tres en el Hotel California. Y no me traiga sucedáneos: queremos al doctor maligno, y no a ningún familiar o conocido. Todo está en sus manos.

Me quedé plantado en medio de la plaza, contemplando a Chumillas como quien contempla su casa incendiándose, quizás por culpa de un rayo, mientras el resto del vecindario resulta indemne. Porque, en efecto, cuando el niño que jugaba al Mediapoly celebró con un grito no tanto su victoria como la quiebra absoluta de sus padres y hermanos, y a consecuencia de ello salí yo de mi estado catatónico, me invadió la incómoda sensación de que todo seguía igual, de que sólo yo veía amenazada mi familia, mi trabajo, y mi futuro, mientras el resto de la humanidad veía la tele, humillaba a sus semejantes, o les restregaba su último triunfo profesional. Y sumido en ese extraño estado de excepción, sabiéndome elegido del destino para una misión que cada vez se complicaba más y al mismo tiempo ofrecía menos recompensa salvo la de que nada siguiera empeorando, fue en ese estado, digo, en el que me hice la crucial pregunta, que no fue por qué, ni quién, ni dónde, ni qué, aunque sí fugazmente cuánto al considerar la posibilidad de regresar a mi casa en taxi. Pero la pregunta que de verdad contaba, la pregunta importante, la madre de todas las preguntas, era en realidad: ¿cómo?

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