AKA

AKA


AKA » CAPÍTULO 10010

Página 28 de 46

C

A

P

Í

T

U

L

O

1

0

0

1

0

—¡

Stop! —nos dijo un individuo con gorra que obstaculizaba la entrada al solar—. Sólo jubilados. Y usted —añadió, dirigiéndose a mí y guardando el lector de RAP que había sacado—, ¿no debería estar buscando trabajo en lugar de venir a molestar a los honrados pensionistas? Y por curiosidad, ¿podría decirme por qué lo expulsaron de las clases de natación a los catorce años?

La urgencia de nuestra misión me obligó a pasar por alto una vez más este intolerable abuso contra mi intimidad, la cual, y gracias al acceso popular a la tecnología, parecía estar convirtiéndose últimamente en patrimonio común de la Humanidad. Esa misma urgencia fue la que mi hizo optar también en esta ocasión, y a pesar de mis sólidas convicciones morales sobre el tema, por elaborar a toda prisa una farsa que nos allanara el camino hasta el misterioso señor Nicolás Kopp. No iba a ser fácil: la obra del ECO, como la de todas las grandes infraestructuras, estaba rodeada de las gradas desmontables que el ayuntamiento coloca para que los jubilados puedan seguir las evoluciones de la construcción cómodamente. En las cuatro esquinas del recinto se abrían otros tantos túneles de acceso, con sendas torretas de evacuación, protegidas por sus correspondientes funcionarios quienes, al igual que había hecho el que nos había tocado en suerte, se aseguraban de que sólo los jubilados pudieran acceder al espectáculo.

En el interior el ambiente parecía caldeado. Continuamente nos llegaba el eco de las críticas a las maniobras de los albañiles, o los silbidos con los que el público censuraba una soldadura chapucera. De tanto en tanto, la tensión se hacía máxima cuando una excavadora patinaba y no conseguía cargar la pala, o cuando un polispasto mal enganchado perdía su carga. En definitiva, estaba claro que aquella obra era una de las principales del momento, y no parecía que una vez leído mi RAP ninguno de los guardias fuera a dejarme el paso franco. Cosa que, en cuanto lo reflexioné cinco minutos, tampoco necesitaba, puesto que yo no conocía a Kopp y, por lo tanto, tampoco habría podido identificarlo en aquella maraña humana. La estrategia a seguir tenía que conducirnos, necesariamente, por otros derroteros.

—Sí, es cierto —admití por fin ante el portero—, ayer perdí mi empleo. Pero sepa usted que lo hice por una buena causa. Este individuo que ve junto a mí es hijo natural de un importante preboste, que prefirió permanecer en el anonimato en el momento de su concepción y durante los treinta años siguientes. Ayer, empero, este prócer de nuestra sociedad pasó a mejor vida, y mi empresa, como albacea de su testamento, tenía la obligación moral de defender a los herederos del difunto, dejando a un lado asuntos de cama o de cualquier otro bien mueble. Mis superiores, sabedores de que si nadie acudía a reclamar la herencia, ésta, mediante ardides legales, pasaría a manos del bufete, y conocedores también de mi inquebrantable ética profesional, decidieron deshacerse de mí y me pusieron de patitas en la calle. Pero yo, fiel al juramento pitagórico, y, por qué no reconocerlo, esperando también alguna recompensa a mi integridad, conseguí localizar a este infeliz que hasta el momento había llevado una insulsa vida media, ignorante de su elevada estirpe y de otras muchas cosas. No hay que culparlo: sus profesores solían decirnos, puesto que el bufete siempre estuvo al tanto de su existencia, que es muy inteligente, pero que no se esfuerza. —Mi brillante exposición se vio interrumpida por un bostezo del tamaño de un buzón en la boca del portero—. Hoy me encuentro aquí en misión oficial, para encontrar y enriquecer al otro hijo del finado, que resulta ser un guitarrista jubilado llamado Nicolás Kopp, y al que, gracias a nuestros sofisticados sistemas de seguimiento, hemos localizado aquí. ¿Podría avisarle por megafonía?

Ante la ausencia de respuesta por parte del guardia, dejé transcurrir unos segundos que, supuse, él estaría dedicando a la meditación y al análisis mental de la impecable trama que le había presentado. Sin embargo, y viendo que el silencio se prolongaba, Paco se adelantó y le chistó con insistencia, lo que nos sirvió a ambos para comprobar que el portero se había quedado roque apoyado contra la jamba del portón. De nuevo Paco, más rápido y también más rastrero que yo, aprovechó la ocasión para colarse en la pequeña garita que había tras el traspuesto funcionario. Allí, empezó a aporrear todos los botones que vio hasta que, por fin, todo el mundo pudo escuchar por el sistema de megafonía una llamada que reclamaba al señor Nicolás Kopp en la puerta número tres para un asunto urgente.

Paco salió de la garita jactándose con la mirada de su logro, y seguro que habría dicho alguna de sus tonterías si yo no le hubiera hecho una seña para que se callara y no perturbara el sueño del guardia. Así pues, en silencio nos quedamos los dos esperando a que saliera el misterioso señor Kopp, soportando el calor ya exagerado que anunciaba el mediodía, y que traía a la cabeza tropos como que el sol caía a plomo o que hacía un sol de justicia. Tal vez esta última no fuera la más adecuada, pensé, puesto que si, en efecto, el sol fuera de justicia, no me encontraría yo en aquel lugar esperando a que apareciera Nicolás Kopp para conseguir nuevas pistas que me ayudaran a recuperar a mi hija. Si el sol fuera realmente de justicia, me dije, ya tendría que haber lanzado uno de sus implacables rayos sobre Chumillas para, de ese modo, liberarme también a mí de todo aquel jaleo.

De pronto se presentó ante nosotros un sujeto cenceño y moreno, de pelo cobrizo y dispuesto en una lacia melenilla que, al llegar al cuello de la camisa, se le combaba en grácil pirraca. Consideré que siendo aquel sujeto, como no podía ser de otra manera, pensionista, ofrecía un aspecto inmejorable, y que bien podría haber sido el buque insignia de la mejor campaña publicitaria para un centro de tratamiento antivejez.

—¿Nicolás Kopp? —le pregunté, y esperé atento su respuesta pues su juvenil aspecto me había desconcertado.

—En efecto —respondió, exhibiendo una dentadura impecable—: RAP 04-E61-636-86F, AKA Nicolás Kopp.

—Permita, pues, que me presente: mi RAP es 04-D65-726-361, AKA Immanuel Kant —y, dicho esto, comencé a endilgarle una nueva trola soportando, una vez más, un insufrible cargo de conciencia—. Represento a importantes celebridades entre las que se encuentra, por chocante que pueda resultar, este sujeto que ve usted a mi lado, y cuyos RAP y AKA prefiero no revelar puesto que se vería comprometida su seguridad y quizás la de muchos inocentes, y no quiero decir con esto que él no lo sea, aunque tampoco digo lo contrario. ¿Me sigue? Perro come a perro. Esta mañana nos han advertido de que un peligroso terrorista subversivo, como lo son por otra parte todos los terroristas, planea atentar contra la vida de mi representado. No se asuste: somos profesionales y sabemos cómo actuar. En estos casos la rutina de seguridad incluye un cambio de rostro, y es por ello que me urge localizar a uno de nuestros habituales colaboradores en materia de cirugía plástica, el ínclito doctor Jiménez-Pata, que viene trabajando de incógnito para nosotros desde hace muchos años. No hemos podido localizarlo en su residencia habitual ni tampoco en los lupanares próximos, así que hemos optado por seguir la pista de sus amistades más cercanas entre las que, según nuestros informadores, se cuenta usted.

Kopp había escuchado mi relato con un gesto entre atento y desconcertado, pero cuando me detuve para esperar una primera reacción por su parte, él sólo se limitó a sonreír en silencio mientras, en un inquietante contraste, iba frunciendo el ceño y entornando los ojos.

—Sabía que no lo conseguiría —dijo por fin—, pero no pensé que fuera a detenerlo un par de aficionados como ustedes. —E interrumpiendo con un desgaire mi intento de replicarle, prosiguió—. No siga contándome más bolas, y no le digo esto porque yo sea uno de esos ñiquiñaques que piensan que con la verdad se llega a cualquier parte y todas esas simplezas, sino porque las cuenta usted fatal y, además, en este caso, me consta que todo lo que me ha dicho es mentira. En efecto, conozco a Jiménez, que por cierto no lleva guión entre Jiménez y Pata, puesto que no es un apellido compuesto. Su nombre es Jiménez, y su apellido Pata. Es el típico caso de padres con delirios de grandeza proyectados que, al nacer su primer hijo, y ante la imposibilidad de pagarle un apellido de más de cuatro letras, deciden ponerle un apellido como nombre para que en el futuro, y merced a esa pequeña impostura, pueda convertirse en afamado médico o en sanguinario abogado. No me interrumpan, por favor: tengo muy mala leche y, como pensionista, puedo quejarme de lo que me dé la gana. Sí, conozco a Jiménez desde hace mucho tiempo, y por eso sé que jamás ha colaborado con nadie de incógnito, puesto que fue precisamente su ansia de notoriedad pública lo que siempre lo llevó a la ruina.

Llegados a ese punto, el portero fue arrojado de los brazos de Morfeo y no tardó mucho en recuperar la verticalidad y comenzar a farfullar dirigiéndose a nosotros.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, recomponiéndose el uniforme.

—Nada —respondió, para mi alivio, el señor Kopp—. Estos caballeros han venido a buscarme por un asunto de máxima importancia.

—Conque era verdad… Permítame decirle que lamento haberle juzgado mal —se excusó el guardián dirigiéndose a mí—, y con la misma me pongo a su disposición para cualquier cosa que usted guste mandar siempre que a cambio me recompense adecuadamente. Como dice el eslogan del Banco Iscariote, marca registrada de N'Joy Corporation: «por un contrato de obra, un coche; por uno eventual, un piso; por uno fijo… yo no sé que te diera por uno fijo».

Nos hizo una reverencia y, aprovechándola, los tres nos alejamos en dirección a la calle que circundaba el solar y que se hallaba prácticamente desierta. Tras doblar una esquina, Kopp se detuvo junto a la fachada de una hamburguesería McKing, marca registrada de Eternal Life Inc., tal vez buscando protegerse del sol implacable que ya se adueñaba del asfalto. Y me disponía yo a retomar la palabra cuando el propio Kopp volvió a atajar mi intención con un seco ademán.

—Voy a preguntarles algo, y no se lo preguntaré dos veces —dijo, empleando un tono acorde con la implícita amenaza—. ¿Quiénes son ustedes, y qué relación tienen con Jiménez-Pata?

Kopp y yo nos quedamos mirando el uno al otro como si estuviéramos en un concurso de hipnotismo. No sé él, pero yo no estaba admirando sus rasgos equilibrados, sino calculando a toda velocidad las distintas probabilidades de éxito de cada uno de los embustes que se me iban ocurriendo. Así pasamos varios segundos, tantos que yo ya empezaba a marearme, pues la mirada del señor Kopp era realmente penetrante y narcótica, e inducía al sueño. Si además tenemos en cuenta el ajetreo que yo llevaba acumulado, y el hecho de que la noche anterior apenas había dormido un par de horas, se entenderá por qué fue necesario que Paco me propinara un codazo para que me decidiera a hablar.

—De acuerdo —dije—: le contaré la verdad.

Y, en cierto modo, así lo hice. No entré en los detalles más surrealistas de lo acontecido en los dos últimos días pero, a grandes rasgos, podría decirse que la historia que le narré era cierta. No mencioné, justo es reconocerlo, que mi propósito era localizar al doctor perdulario para entregárselo a Chumillas, y en lugar de esto argumenté que mi intención era advertir al rufián galeno sobre el peligro que corría y aconsejarle que desapareciera cuanto antes. Tanto me esforcé en justificar mi preocupación por la suerte del médico indeseable que Kopp volvió a interrumpirme para evitar que me entregara al melodrama más almibarado.

—Veo que volvemos por el mal camino —me advirtió, meneando la cabeza, al advertir que mi relato iba haciéndose cada vez más inverosímil—. Creo que será mejor que deje usted de hablar, porque le noto una querencia a la jácara que me pone muy nervioso.

—No entiendo a qué viene ese comentario —repliqué, haciéndome el ofendido.

—Estoy convencido de que ninguna persona que conozca a Pata movería una falange para advertirle sobre ningún peligro. Cuando yo lo conocí era pedante, engreído, egoísta, traicionero, un desastre contando chistes, y, en lo profesional, un trepa: vaya, que tenía madera de consejero delegado.

—De acuerdo —tuve que recular—, he exagerado algunos hechos y omitido otros. Pero no me parece justo que yo tenga que confiarle toda la información que conozco con pelos y señales mientras usted ni siquiera nos ha dado pruebas que demuestren que, en efecto, conoce al sórdido doctor. El caso que nos ocupa, usted lo sabrá también si es cierto que conoce al vicioso galeno, es harto comprometido, y no puedo dispensar hechos y datos al primero que me lo pida.

De nuevo Kopp intentó establecer un cruce de miradas hipnóticas, pero consciente de mi segura derrota si me unía al juego, aparté la vista para ir a fijarla en uno de los pósteres que adornaban los cristales de la hamburguesería, y que ofrecía, por la compra de un ChupiBurger, marca registrada de Eternal Life Inc., un ejemplar de la biografía del solista de Los Latinos Divinos, marca registrada de N'Joy Corporation, que a la sazón contaba con diecisiete años de edad. Muchas otras interesantes promociones se ofrecían al público, aunque no tuve la oportunidad de cotejarlas puesto que por fin el señor Kopp se decidió a hablar.

—Hace muchos años —comenzó a decir—, realmente muchos más de los que a mí me gustaría, cuando Pata era un recién licenciado que acababa de llegar al Hospital Marcus Welby para realizar sus prácticas de ginecología, se presentó un día una muchacha de apenas treinta años, casi una niña, una niñita de hecho, una niñitita, sudorosa, febril, débil hasta el extremo, y gorda como un taquillón. Los agudos facultativos del centro no tardaron en diagnosticar que la chiquilla estaba a punto de dar a luz o, como se dice ahora, de pulsar el

play. Por su parte, los no menos agudos contables del hospital tampoco emplearon mucho tiempo en averiguar que la joven era una menesterosa, sin recursos, trabajo, ahorros, ni familia. Sopesando ambos puntos de vista, la dirección del hospital consideró que lo mejor sería devolverla a la calle, pero sus aullidos de dolor no aconsejaban andarla paseando por el exterior. Finalmente, fue internada en un cuartucho del semisótano donde se almacenaba el salfumán, y se le endosó el caso a Pata, quien, al ser el doctor más pipiolo de la plantilla, era también el más barato. Pata, a su vez, reclamó la presencia de un matrono y, atendiendo a los mismos criterios pecuniarios, el director me escogió a mí, pues esa era mi profesión en aquella época, y yo también era novato. Fue un alumbramiento complicado, especialmente para un médico que había repetido curso tres veces y había aprobado anatomía copiando en la última convocatoria, y para un matrono debutante que nunca antes había atendido un parto. Esto último no era atribuible a mi dejadez o vagancia, sino a que las mujeres, no me pregunte por qué, preferían dar a luz ayudadas por otras mujeres, en un claro acto de discriminación hacia mi persona que, sin embargo, nunca tuve la oportunidad de denunciar puesto que la dirección del hospital cobraba jugosas facturas de las infractoras.

—Hasta ahora —interrumpí para tomarme una pequeña venganza—, todo lo que nos ha contado bien podría ser una simple engañifa. Y puedo asegurarle que a mí, al contrario que a usted, la falsedad me repele muchísimo.

—En efecto —matizó Kopp—, a mí no me repele la mentira en general, pero me repelen las suyas, porque son zafias y están muy mal contadas. Pero volvamos a mi narración que, por cierto, no sé por qué ha interrumpido. El parto, como decía, fue demasiado para nosotros. La madre falleció debido a una serie de causas que Pata identificó y catalogó con maestría pero que, como suele suceder en la misteriosa disciplina médica, fue incapaz de contrarrestar. El bebé, por contra, nos salió sorprendentemente sano, rollizo, y llorón. Fue una niña.

—Enhorabuena —se alborozó Paco.

—De nuevo los regidores del hospital, para evitar las incómodas preguntas que posiblemente querría hacernos la policía acerca de la madre, difunta por más señas, y sabedores de que ésta no contaba con familiares que pudieran interesarse ni por ella ni por la recién nacida, estimaron que lo mejor sería entregar la criatura a una entidad discreta, seria y, ante todo, sobornable —proseguía Kopp—. Con gran dolor de nuestro corazón, puesto que era el primer parto de ambos, Pata y yo tuvimos que consentir en que la niña fuera entregada al Orfanato de los Padres Radiadores, ahora llamado Cotolengo puesto que en una audaz operación de

marketing amplió años después su ámbito de actuación, y allí fue donde la criatura se crió y educó ajena a su azarosa procedencia. Pata y yo, por lo demás, poco hubiéramos podido decirle sobre la identidad de sus progenitores: dado que el hospital no quiso conservar el RAP de la madre ni ninguna otra prueba de su presencia, de ella sólo conocíamos su AKA; del padre, apenas ni eso, puesto que la parturienta se había negado en todo momento a facilitárnoslo. Sólo en los instantes más dolorosos del trance, abandonada a la fiebre y el delirio, había mencionado un nombre que en aquel momento no nos dijo nada pero que, años después, motivó todo este enredo en el que, todavía no sé por qué, también ustedes se han visto envueltos. En efecto, en varias ocasiones la madre, entre jadeos y sofocos, alcanzó a decir: oh, Javichu, oh, mi Javichu. Y por fin, quizás en un destello de cordura que la hizo consciente del aciago final que la aguardaba, nos confesó: «Que el mundo sepa que amo a Javichu Depy, y que yo soy superespecial, jo». Y dicho esto, expiró.

Cuando Kopp terminó de hablar no pude por menos de reconocer que, si nos estaba endosando una trola, verdaderamente él las contaba mucho mejor que yo. El final de su relato me sorprendió con los ojos húmedos y la barbilla trémula, y tuve que hacer un esfuerzo ímprobo para conseguir tragar saliva y confinar las lágrimas en el interior del ojo. Y es que no había podido evitar, escuchando la desgracia de aquella pobre niñita de edad similar a la de mi hija, acordarme de lo que podría sucederle a ésta si yo no conseguía llevar aquel asunto a buen puerto. Se me vinieron a la cabeza horribles imágenes en las que a mi pequeñititita le arrebataban su consola de videojuegos y, a cambio, la forzaban a escuchar día y noche las canciones del tal Johnny. Paco, menos sensible que yo y también más acostumbrado a las falacias, tamborileaba con los dedos sobre el escaparate del McKing, marca registrada de Eternal Life Inc., y resoplaba ante mis muestras de sensibilidad masculina.

—Que digo yo —se arrancó—, que qué tiene todo esto que ver con nosotros. Lo que queremos saber es dónde está el tal Pata ahora, no en el Renacimiento.

—No le haga caso —intervine, conmovido por el relato, angustiado por el incierto destino de mi hijita, y, en fin, decidido ya a terminar con toda aquella pantomima confesándole a Kopp la desesperada situación en la que me encontraba—. Si lo que nos ha contado usted es verdad, apelo a sus nobles sentimientos para que también nos cuente lo que sepa sobre el paradero del execrable doctor. Por culpa de éste me he visto involuntariamente envuelto en una trama cuyas proporciones me sobrepasan, y que ha terminado por poner en peligro ya no mi vida, sino la de mi propia hija, que en estos momentos se encuentra retenida por un cantante melódico traído del averno, si es que en el averno aceptan a ese tipo de cantantes, cosa que dudo puesto que ni siquiera en tal lugar acierto a imaginar tamaña crueldad. —Kopp me miraba intentado calibrar el grado de veracidad que contenían mis palabras, y sentí que necesitaba un último golpe de efecto para acabar de ganarme su simpatía—. Estoy seguro de que en muchas ocasiones se habrá preguntado usted si hizo todo lo que pudo por aquella niñitita a la que ayudaron a alumbrar, y por su hija, o hijititita. Tal vez sí, tal vez no, eso nunca podrá saberlo, pero ahora tiene la oportunidad de emplear aquel desgraciado incidente para ayudar a otra niñitititita, la mía, una pequeñitititita niña que se encuentra, al igual que aquella otra tantos años atrás, indefensa y necesitada de su ayuda: no la abandone a su suerte.

Siempre había estado yo convencido, a fuer de ser sincero, de que mis dotes para el melodrama eran mayores de lo que ahora parecía demostrar la reacción de Kopp a mi conmovedor epílogo. Su mirada no traslucía ninguna piedad, sus zapatos llevaban un buen rato tableteando contra el suelo, sus pulgares trenzaban círculos imaginarios, y su garganta se esmeraba en la extracción de una indómita flema. Paco, por su parte, silbaba una canción que no pude reconocer.

—Muy emotivo —reconoció por fin Kopp, una vez doblegada la flema rebelde.

—Gracias.

Y tras un nuevo aunque breve silencio, preguntó:

—¿Hay pasta de por medio?

—Le daré todo lo que quiera. Todo lo que tengo —respondí con pasión.

—Menuda oferta —resopló Kopp—. Usted está en el paro. Leí su RAP con disimulo mientras me contaba una de sus invenciones. Así descubrí también que ha tenido usted problemas con la justicia y que lleva tres muelas empastadas.

—Es cierto —concedí, por mor de agilizar la negociación, y obviando esta nueva transgresión de la Ley que se obraba en mi persona—, pero si consigo resolver este galimatías me consta que accederé a importantes cargos empresariales, que, con ayuda de los medios de comunicación afines, me permitirán estafar a los consumidores y engrosar mi cuenta corriente hasta la talla de una soprano.

De nuevo Kopp hizo un receso en el que sus ojos permanecieron clavados en los míos.

—Le pediría diez millones de dólares en billetes pequeños y sin marcar, pero ya no existen los billetes pequeños, ni siquiera marcados, ni tampoco los grandes, así que esto es lo que exijo a cambio de mi cooperación: un RAP nuevo, cargado con una pasta gansa, un pase para aparcar en el centro, y una plaza de funcionario de Correos. Quiero tener las tardes libres.

—No sé si podré conseguir lo que me pide.

—Usted no lo sabe pero yo sí, porque conozco perfectamente la dimensión del problema en el que se ha metido, y por ello también sé que, si consigue terminar lo que Pata comenzó, podrá conseguirme eso y mucho más. Lo que ya no tengo tan claro es si será usted capaz de salir de este asunto con el esqueleto completo y, por lo tanto, si me servirá de algo contarle todo lo que le voy a contar.

—Espero que no lleguemos a ese extremo —confesé—, sobre todo por la parte que a mí me toca. Pero incluso en ese caso tampoco perdería usted nada por haberme hecho partícipe de su secreto —y tragando saliva añadí—: me lo llevaría a la tumba.

Kopp se tomó unos segundos para considerar mi oferta, hasta que finalmente asintió con la cabeza y la aceptó tras mencionar que estaba harto de ser un jubilado porque, en sus propias palabras, uno ya no se come un rosco. Y tras decir esto, se dispuso a narrarnos la segunda parte de su historia.

—Como les decía antes —comenzó—, el nombre de Javichu Depy no nos dijo nada cuando lo escuchamos por primera vez de labios de la moribunda madre. Supongo que, por aquellos años, Javichu rondaría los treinta, y por lo tanto sólo estaría terminando la carrera, o poco más. Así pues, y tras el incidente que antes les he relatado, Pata y yo seguimos trabajando en el Hospital Marcus Welby, y nuestras carreras siguieron la trayectoria que cabía esperar a la vista de nuestros comienzos. Yo, lo reconozco, no me preocupaba mucho por mi progreso profesional, y, siendo de natural optimista, me consolaba examinando las múltiples ventajas que me ofrecía la situación: el sueldo no era malo, los zuecos blancos siempre me han vuelto loco, disponía de mucho tiempo libre puesto que las parturientas seguían sin querer matronos, y esto, unido al hecho de que todas mis compañeras eran mujeres, me ofrecía múltiples oportunidades de retozar con ellas en el cuarto de la ropa sucia. Pero Pata, decidido a tener un cargo que le permitiera humillar a sus vecinos en las reuniones de la comunidad, sufría lo indecible al ver cómo la dirección del hospital lo quería reconducir hacia el área de proctología. —Kopp se detuvo un instante y carraspeó—. Así discurrían nuestras vidas, hasta que un día Pata me citó en el más absoluto secreto con el pretexto de proponerme una manera fácil y rápida de que ambos consiguiéramos sendos puestazos en la tele. Yo, la verdad, con tanto revolcón en los ratos libres ya me había olvidado de aquel incidente con la joven madre y su huérfana hija, pero al parecer Pata lo recordaba muy bien, y supongo que durante años había sabido esperar con paciencia a que Javichu Depy fuera escalando posiciones en la jerarquía mediática hasta que consideró que había llegado el momento de utilizar la información que sólo nosotros conocíamos. Fue entonces cuando me propuso chantajearlo amenazándolo con acudir a los periódicos de Eternal Life Inc. para ofrecerles la historia de la pobre muchacha de treinta años, a la que los reporteros ya se encargarían de llamar niñititita, y a la que Javichu había abandonado a su suerte, embarazada y enferma, renegando no sólo de ella sino también del hijo que llevaba en sus entrañas. Coincidirán ustedes conmigo en que, con poco que pusiera de su parte el guionista del telediario, el país se levantaría en armas contra Javichu y se olvidaría en un santiamén de todos los negritos que se mueren cada día, porque hay que ver cómo son, los negritos, no los espectadores, que también.

Paco y yo asentimos, y aprovechamos la pausa para sentarnos en el escalón del McKing, marca registrada de Eternal Life Inc., puesto que ya llevábamos un buen rato de pie.

—Dicho y hecho —prosiguió Kopp—, el plan de Pata funcionó a la perfección: N'Joy Corporation, viendo en peligro la reputación de su principal líder mediático, y por ende la de la propia empresa, no escatimó dinero ni influencias para atender nuestras peticiones: a mí me concedieron la jubilación anticipada, que exigí a pesar de tener cuarenta años menos de los requeridos por la Ley, y a Pata, más ambicioso, le ofrecieron la dirección general de New Telefónica, marca registrada de N'Joy Corporation, que recientemente se había adjudicado mediante un sorteo entre un grupo de orangutanes a modo de experimento, el cual, por cierto, había arrojado estupendos resultados, lo que hizo que el consejo de administración pusiera todo tipo de problemas al cese del primate. La oferta a Pata incluía, por supuesto, el despacho, la secretaria, y el sueldo exorbitante del orangután, así como el plus que éste se embolsaba por cada cliente que escribía una queja. A Pata, sin embargo, todo esto debió de parecerle poco, o quizás los directivos de N'Joy Corporation previeron, con buen criterio, que él no respetaría el pacto de silencio y que en cualquier momento volvería con nuevas exigencias o, todavía peor, que se vendería al enemigo si éste le ofrecía más. Sea como fuere, le tendieron una trampa en la que Pata cayó de cabeza.

Ir a la siguiente página

Report Page