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AKA » CAPÍTULO 11010

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—Mierda de cerraduras electrónicas —dijo la fibrosa silueta—. ¿Quién de ustedes es el señor Manuel Kan?

Por efecto de estas palabras, el nudo de mi garganta se deshizo de inmediato y dejó vía libre a una sensación de vértigo que se precipitó por la tráquea y ya no se detuvo hasta el dedo gordo del pie.

—Kant —corregí con todo el tacto del que pude hacer acopio—. 04-D65-726-361, AKA Immanuel Kant. Yo mismo.

Y, curiosidades de la medicina interna, cuando intenté tragar saliva al terminar de hablar, el nudo de la garganta ya estaba otra vez en su sitio y casi hizo que me atragantara.

—¡Maldito timador! —me increpó el visitante—. Me pide usted una caja de Cokepepsis, marca registrada de esa panda de chorizos, y resulta que no tiene trabajo. El banco me ha devuelto el recibo alegando que no pueden permitir que un tipo sin nómina siembre el terror financiero comprando y vendiendo como si fuera una persona normal. —Soltó una carcajada áspera y carcelaria y añadió, socarrón—: Pero si pensaba pegármela a mí, va listo. Llevo toda la mañana detrás de usted con esta piruleta portátil que me vendió un amigo a muy buen precio, porque resulta que él a su vez tiene un conocido en la guardia civil, aunque, bueno, no es que trabaje allí exactamente, pero digamos que… En fin, a lo que vamos: que me ha costado toda la mañana encontrarle, porque para estar parado se mueve usted que da gusto, y además los tiralevitas del hotel no querían dejarme pasar alegando que estáde visita alguien muy importante, no sé muy bien quién porque me harté de pamplinas y me puse a repartir guantazos. El caso es que, siguiendo las indicaciones de la piruleta portátil, por fin lo he encontrado. Quiero mi dinero, o en su defecto, quiero dejarle la cara como un mapa de los Alpes.

Se comprenderá que, después de los numerosos y, cuando menos, extravagantes sucesos que había protagonizado yo en las últimas horas, me hubiera olvidado por completo de aquel individuo, por más señas hostelero, con un bar, y con antecedentes, con el que mi videoguol me había puesto en contacto por error antes de mi fatídica visita al Palace. Su providencial aparición en aquellas circunstancias sólo podía ser interpretada en un sentido, y éste era que, a pesar de nuestros recelos al respecto, tiene que existir un ser superior que controla nuestras existencias, que establece nuestros destinos, y que, mientras se encarga de ello, se debe de partir de risa al supervisar su obra en un videoguol celestial, tomándose unas cervezas con sus olímpicos amigotes, como quien contempla un programa de cámara oculta. Y no me extrañaría que también, al final de nuestros días, un dicharachero Caronte con sonrisa de presentador de concurso nos recibiera en la orilla de la Estigia con un micrófono en la mano y nos dijera algo así como: «¡Sonría a la cámara! ¡Era todo una broma!».

—¡Faltaría más! —respondí sin pensarlo, intentando ganarme las simpatías de nuestro improvisado libertador—. Las Cokepepsis, marca registrada de esos que usted ha dicho, nos las bebimos ayer con estos amigos, y estaban muy buenas. Las mejores que he probado.

—Eso se me importa una mierda: quiero la pasta.

—Se la dará aquel caballero —intervino oportunamente Miclantecuhtli, señalando a Paco—. Es un personaje muy importante, admirado y respetado por todo el mundo.

—¿Futbolista?

—Presentador de televisión.

—¡Atrás! ¡Qué nivel! ¿Se lo cargo en su RAP?

—Por favor —respondió el propio Paco, que ya parecía estarle cogiendo el gusto a eso de tener un RAP aristocrático—. Y añada una generosa propina. Los presentadores somos así.

—Bien, pues si no se le ofrece nada más —remató Miclantecuhtli—, nosotros tenemos que atender unos asuntos que no admiten demora.

—Veo todos sus programas —mintió, obviamente, el hostelero dirigiéndose todavía a Paco—, y no querría que se tomara a mal esto que voy a decirle. Pero preferiría quedarme por aquí hasta que el banco me confirme el pago de las Cokepepsis, marca registrada de esos ladrones.

Nadie puso el más mínimo reparo al ruego del visitante, tal vez por encontrarlo justo, tal vez porque algunos, no yo, tuvieran problemas para negarse a una petición, o más probablemente porque, al contemplar al extraño ya sin el misterioso efecto del contraluz, todos pudimos comprobar con estupor la cantidad de cicatrices que, incluso dispuestas sin aparente orden ni esmero, puede llegar a albergar el rostro humano. En cualquier caso, y dada la ya muy peculiar composición de nuestro grupo, poco podía importar que se añadiera otro nuevo y estrambótico miembro a él.

—Pues no perdamos más tiempo y salgamos pitando del hotel —propuso Paco, y su moción fue acogida con murmullos de aprobación por casi todo el grupo.

—Me temo —tuve que objetar yo aun a sabiendas de la impopularidad que ello iba a dispensarme— que eso no solucionaría nuestros problemas, y estoy seguro de que a no mucho tardar volveríamos a vernos en una situación similar a esta, o incluso peor. Yo mismo he estado resistiéndome a aceptar este hecho, a pesar de que Mic me lo advirtió una y otra vez, pero desgraciadamente creo que los últimos acontecimientos no dejan lugar a la duda: nuestros perseguidores, que según todos los indicios están a sueldo de la muy poderosa N'Joy Corporation, parecen resueltos a no cometer con nosotros el mismo error que cometieron en el pasado con Jiménez-Pata, así que esta vez no darán por terminado el asunto hasta que no quede nadie que pueda dar cuenta de él en un futuro. Y eso nos incluye a todos los aquí presentes.

Estas palabras, a pesar de reflejar mejor la realidad que las pronunciadas por Paco y ser, por lo tanto, más sinceras, fueron sin embargo recibidas con resoplidos y gestos de hartazgo, y sólo encontré cierto apoyo en Miclantecuhtli, en Porfirio y, tácitamente, en el gesto de lechuga de Johnny.

—Ya te digo —dijo este último, a modo de resumen de sus pensamientos.

—Sé que todos queremos salir cuanto antes de esta pesadilla —proseguí—, y yo mismo pensaba hace unas horas que la mejor manera de conseguirlo era cumplir con las exigencias de nuestros enemigos y, después, olvidarse del asunto. Pero los hechos me han demostrado que ellos no piensan lo mismo y que, lejos de creer que la distancia es el olvido, van a perseguirnos sin descanso hasta que consigan deshacerse de nosotros. Porque si su interés se circunscribiera a la persona del doctor uñero, aquí presente, no tiene sentido que nos hayan retenido a todos en este lugar en vez de habernos dejado marchar a nuestros respectivos domicilios. Todo lo cual me indica que Mic llevaba razón al advertirme de que este asunto no terminará hasta que uno de los dos bandos aniquile al otro, y mucho me temo que, al menos por parte de N'Joy Corporation, el uso de este verbo no es metafórico.

—Pues para sus delirios de grandeza —intervino la portera con retintín—, quizás le interese saber que se rumorea que hoy está en Madrid, y en este mismo hotel para más señas, el hijo mayor y heredero del magnate Alexander Liar, del cual se dice, del hijo, no del padre, que está liado con la gran actriz y mejor pilingui Natalia Nodd, y que precisamente persiguiendo sus faldas ha venido a nuestro país, y que no sería raro que también lo hubiera hecho su padre, en un intento por evitar que parte de la fortuna familiar se dilapide en fundar más centros budistas para actrices retiradas, puesto que ya ha tenido que construir unos cuantos para homenajear a varias de las lumis que su primogénito ha ido coleccionando. Lo siento: no puedo revelar mis fuentes. Pero sí puedo decirles que me lo ha contado una camarera uruguaya del hotel mientras ustedes zascandileaban de habitación en habitación. Si les interesa, le he tirado de la lengua y también he averiguado algunas cosas más sobre la propia camarera, cuyo marido es un vago y sólo piensa en el fútbol, lo que hace que se gaste todo el sueldo en los partidos del

pay-per-view o tocomocho.

A Miclantecuhtli se le iluminó el rostro al escuchar el relato de la señora Domitila.

—Esto —dijo, radiante— abre nuevas e interesantes posibilidades para nuestro plan.

—¿Lo del marido de la uruguaya? Pues sé más: al parecer está liado con la cuñada de la propia camarera.

—Gracias —le dije yo a la portera, que no parecía dispuesta a detenerse—. Es suficiente. Creo que ya tenemos la información que necesitábamos para resolver nuestro problema.

—¿Ah, sí? —preguntó Kopp, erigiéndose en portavoz del sentir popular—. ¿Ya han encontrado la solución?

—La solución, como también me dijo Mic desde el principio —respondí yo, aunque concediendo con la mirada todo el mérito al propio Miclantecuhtli—, es subir la apuesta. Y, según la información que acaba de ofrecernos la señora Domitila, ahora tenemos la oportunidad de subirla hasta el máximo nivel, hasta el mismísimo Alexander Liar. ¿Sigue todo listo para interceptar la emisión de la rueda de prensa?

—Resién.

—Tomaré eso como un sí, conque busquemos a la rutilante Natalia Nodd, localicemos a través de ella al pequeño Alexandercito Liar y, por fin y gracias a éste, lleguemos hasta su padre. Subamos, pues, a la última planta y juguemos la postrer mano de esta partida, ejecutemos los movimientos finales sobre el tablero, rematemos la jugada de gol, subamos a la red para terminar el punto, metamos la rata en la lata y, sobre todo, no nos olvidemos después de cerrar dicha lata.

—Para llegar a la última planta —nos informó Miclantecuhtli— necesitaremos desconectar otra vez el aire acondicionado.

—Eso está hecho —se ofreció Gaio Claudio—. En el pasillo vi una grieta en la canaleta del diferencial, y en cuanto le dé con la rasqueta se resumirá en la masilla y saltará el general, que no siendo general, el cual sólo corta el aire acondicionado, hará cortocircuito por el bajante de aguas muertas, y levantará el baldosín hasta que rebose por el primario y comunique con el tubo sinfónico. Total: que no habrá aire.

—Me alegra saberlo —le dije—. Póngase a ello. Hemos llegado a la parte crucial de nuestra misión y ahora nos lo jugamos todo a una carta, la carta que sólo los más valientes son capaces de descubrir para afrontar el destino que les ha deparado la baraja —sentencié, y lo hice a voz en grito para asegurarme de que la bella Berenice me escuchaba y que, de paso, dejaba de cuchichear entre sonrisitas con Porfirio, de quien no se había despegado desde que ambos habían empezado a improvisar anécdotas sobre aquel Padre Laca que seguía dando clases en el cotolengo.

Mis palabras fueron, sin embargo, ignoradas por la risueña pareja, aunque no por el resto del grupo que recibió mi epílogo con un respetuoso silencio. Y así, todavía algo amedrentados por la magnitud de la empresa a la que nos íbamos a enfrentar, y no me refiero a la canaleta del diferencial, que también, pero espoleados al mismo tiempo por la perspectiva de asestarle un golpe a la mismísima N'Joy Corporation y, quién sabe, conseguir gracias a ello salir en la tele, pronto nos vimos conformando una exótica procesión que, de habernos encontrado desfilando por la Castellana, y de haber sido treinta y uno de octubre, habría obtenido de seguro numerosos vítores y premios. En aquel tenebroso pasillo que nos conducía de nuevo hacia el ascensor, empero, no iba yo pensando en trofeos ni glorias, sino simplemente en lo que podría sucedernos en los próximos quince minutos y en cómo capear los múltiples temporales que nos esperaban, y debo reconocer que aquella sensación de inmediatez, de futuro ineludible y peligroso, de incertidumbre absoluta, me produjo una sensación similar a la que, según dicen, producían antiguamente las bebidas etílicas, y eso me llevó a pensar que cuando uno, como me sucedía a mí en aquel instante, se enfrenta a la vida desnuda, despojada de conveniencias y falsas seguridades, la expresión «vivir borracho» se convierte en una redundancia, y consideré que tal vez había sido por eso, por una simple cuestión de economía léxica, por lo que nuestras autoridades habían decidido hacía años y con tan buen criterio prohibir las drogas, el alcohol, y los embutidos. Pero, consideré también, tal vez se les había olvidado advertir a los ciudadanos de que lo que tenían que hacer, en lugar de consumir dichos alucinógenos, era vivir la vida.

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