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AKA » CAPÍTULO 11011

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Cuando todavía nos encontrábamos atravesando el pasillo del sótano para dirigirnos hacia el ascensor, noté el incómodo calambre con el que mi comunicador personal me anunciaba que alguien deseaba hablar conmigo. Lo saqué del bolsillo dispuesto a apagarlo, pues no era aquel el mejor momento para conversaciones, pero vi que quien reclamaba mi presencia a través del CP no era otra que mi ex mujer, y me pareció adecuado hablar unos instantes con ella e intentar tranquilizarla. Consideré, no obstante, que tal vez se podría llevar un buen susto si veía a nuestra hija en tan tenebroso lugar, así que le pedí a ésta que se adelantara unos pasos y, sobre todo, que se llevara a Johnny con ella.

—¿Alguna noticia? —me preguntó mi ex pareja en cuanto conecté el aparato.

Honey, creo que pronto tendrás a la niña en casa —me atreví a prometer, aunque tampoco quise cantar victoria todavía—. Estoy a punto de resolver este asunto, de una manera o de otra.

Mi ex pichurri abrió los ojos de par en par, y así pude ver yo en todo su esplendor, y a pesar de la penumbra que me rodeaba, aquellas pupilas azul mar que ya casi había olvidado, pero que de inmediato me trajeron un sinfín de recuerdos dulces, y también otros más amargos, envueltos los primeros en paseos por el parque, carreras en el metro, y partidas al Quake XXVI, y los segundos en abogados, declaraciones de bienes, y documentos con cien firmas.

—¿De verdad? —exclamó con sincera emoción, y al hacerlo me sonrió por primera vez en muchos meses—. ¿Lo has conseguido? ¿Tú solo?

—Más o menos. Lo importante es que ahora la niña está bien. Dentro de poco, espero, podré llevarla a casa contigo.

—¿Dónde estás? —me preguntó—. Qué sitio más oscuro y lúgubre… ¿Es tu nueva casa? ¿Y quién es esa loba que está contigo? —añadió sobresaltada, refiriéndose a la nínfula Berenice que en ese instante pasaba junto a mí en busca de Porfirio—. Ah, ya, supongo que no tengo derecho a hacer preguntas. Es muy guapa, la verdad. Y muy joven. Veo que has encontrado a quien te consuele. Claro, ahora somos libres, ¿no? Tú por tu lado y yo por el mío… —y al decir esto último la voz se le quebró.

Darling —me sentí obligado a decir para no herirla—, apenas conozco a esta joven, y te aseguro que mi relación con ella no tiene ningún componente sentimental —lo cual era, técnicamente y en aquellos momentos, verdad—. Me está ayudando a encontrar a la niña, eso es todo.

Miclantecuhtli me hizo en ese instante una seña para que me diera prisa, así que le dije a mi ex cónyuge que no podía seguir hablando con ella y le repetí mi promesa de que muy pronto, quizás aquella misma tarde, podría tener a nuestra hija de vuelta en casa.

—¿Y tú? —insistió ella, arrugando el ceño como si estuviera a punto de sollozar—. ¿Vendrás a saludarme, al menos? ¿O estarás muy ocupado con esa lagarta?

—¿Y qué pasa con Foom? —contraataqué—. No sé si le parecerá bien que me presente en vuestra casa sin avisar. —Miclantecuhtli me apremió—. Bueno, ya te llamaré más tarde. Ahora,

cherry pie, tengo que dejarte.

—Muy bien —se resignó mi ex costilla con gesto de dolorosa—. No quiero distraerte, pero tengo que confesarte que en realidad Foom nunca ha significado nada para mí, a pesar de que haya estado acostándome con él todas las noches durante los últimos dos años, y que yo llame a sus padres «papá» y «mamá», y que hayamos iniciado los trámites para casarnos a final de año. Todo eso lo he hecho por ti —añadió, ante mi estupefacción—: para llamar tu atención. Pero veo que ya tienes el corazón ocupado. En fin, supongo que no debería haberte contado todo esto, pero no te preocupes por mí. Sobreviviré, o me cortaré las venas. Y ahora… adiós.

Y dicho esto, su imagen se desvaneció en el aire y el pasillo recobró el aspecto siniestro que siempre había tenido. No tuve tiempo, sin embargo, para reflexionar sobre las palabras que acababa de escuchar, y que en cualquier caso no parecían ser más que una simple rabieta, puesto que Miclantecuhtli ya me había cogido del brazo y me arrastraba con él hacia el ascensor.

—¡Vamos! —me dijo—. Tenemos poco tiempo. ¿No nota ya el calor?

En efecto, y tal y como había pronosticado Gaio Claudio, el aire acondicionado se había averiado tan rápido que parecía haberse desconectado con tan sólo notar su presencia. A salvo de la vigilancia de las piruletas interiores del hotel, Miclantecuhtli manipuló cuantos mecanismos se interpusieron en nuestro camino, averiguó el número de la habitación en el que la señorita Nodd estaba recibiendo a la prensa, y nos llevó sanos y salvos hasta la puerta de dicho lugar. Junto a ella, en un sofá monoplaza, se repantingaba un policía del hotel encargado de proteger la intimidad de la diva.

—¡Alto ahí! —dijo mientras se levantaba—. La señorita Nodd está descansando. Las entrevistas continuarán a las cinco. ¿No tienen cita?

—Vaya —comenzó a decir Miclantecuhtli con aires de superioridad propios de un pintor modernista—. Ahora las autoridades, en lugar de dar respuestas a los ciudadanos, los acosan con preguntas. Más le valdría preguntarse a sí mismo si cumple usted con su deber, si es un buen profesional, y si es de buen gusto llevar las uñas viudas —y al escuchar esto el policía se miró los dedos y fue a esconderlos, junto al resto de sus manos, en los bolsillos del pantalón—. En respuesta a su pregunta, le diré que somos de la revista Ministros y Aves de Corral y que, mire usted por dónde, sí tenemos una cita con la incomparable Natalia Nodd a las tres y media de la tarde, es decir, ahora mismo. Podrá comprobarlo en la agenda del día.

El policía sacó su CP y, sin dejar de lanzarnos esporádicas miradas de desconfianza mientras se rascaba la cabeza, procedió a comprobar la información que Miclantecuhtli le había dado. Entretanto, éste me miraba con chispas de gamberro en los ojos, y expresión de suficiencia en el rostro.

—Vaya —dijo por fin el policía, aún algo escamado— pues es verdad. Habría jurado que… En fin, si el CP lo dice, pueden pasar. ¿Van todos juntos?

—Así es. Le explicaría la función que cumple cada uno de nosotros, pero nuestra condición de periodistas nos obliga a hacer preguntas y nos exime de contestarlas. Por lo cual, apártese de ahí y déjenos pasar de una vez. Nuestros lectores exigen información.

Y con un ademán educado pero firme, Miclantecuhtli invitó al policía a que regresara a su asiento mientras él mismo giraba el pomo de la puerta y la abría. Cruzó el umbral con seguridad, y los demás lo seguimos tratando de imitar su apariencia decidida. Una vez en el interior, nos encontramos ante una estancia de similares proporciones a la que poco antes había visitado yo siguiendo la pista de Monseñor Leño, aunque en este caso la disposición del mobiliario había sido alterada para ajustarse a la situación: no había ninguna cama, quizás para evitar que las entrevistas pudieran derivar hacia cuestiones lúbricas, y en su lugar se había colocado un amplio diván con numerosos almohadones que sostenían con sus plumas, como si de una criatura algodonosa se tratara, a la sublime Natalia Nodd. Junto al diván, y orientado en su misma dirección, que era la de la puerta de entrada junto a la que nos hallábamos nosotros, se ubicaba un sofá orejudo ocupado por un sujeto lampiño pero de aspecto enérgico, que en aquel instante mantenía una turbulenta conversación por su CP. Al fondo de la habitación, tras el diván y el sofá orejudo, y delante de los amplios ventanales, tres mesas con manteles de un blanco impoluto ofrecían variados manjares que unas eficientes camareras servían elegantemente sobre platitos de porcelana. Para completar el inventario, frente a la estrella y su acompañante se alineaban en semicírculo cuatro sillas de patas torneadas, junto a las cuales se disponían sendas mesitas sobre las que las camareras iban depositando con diligencia algunos de los refrigerios que habían preparado. Sí, vale, también había cuadros en las paredes, y dos o tres lámparas de pie, y un aparador con espejo detrás de las sillas, y varios adornos africanos o asiáticos, de fuera de Madrid en cualquier caso, y dos juegos de cortinajes livianos y elegantes que tamizaban la luz del mediodía, y también estaba la moqueta, y, si así nos ponemos, tres puertas con pomo dorado y filigrana de madera, dos de ellas en la pared de nuestra derecha y una en la de nuestra izquierda, y flores, flores, muchas flores, y hasta pude ver el mando del videoguol encima del diván, pero en aquel momento no me pareció adecuado dedicarme a recopilar más detalles sobre interiorismo puesto que, al poco de vernos entrar en procesión por la puerta, la etérea diva había dado un leve respingo en su lecho de plumones y había comenzado a agitar con encantadora viveza su dedo índice para llamar la atención del individuo que continuaba insultando a quienquiera que estuviera al otro lado de su CP.

—Calígula —dijo la señorita Nodd—, Calígula, Calígula, Calígula, Calígula —insistió con simpático énfasis—. Calígula, Calígula, Calígula, Calígula, Calígula, Calígula, Calígula —machacó salerosa.

—Ya te llamaré —dijo el tal Calígula despidiéndose precipitadamente de su interlocutor, y después, atendiendo la llamada de la dulce estrella—: ¿Qué te pasa, corazón?

—Calígula, hay unos señores en la habitación —observó la actriz con agudeza.

—Serán periodistas. ¿Son ustedes periodistas? Si no lo son avisaré a la policía. Si lo son, sepan que tienen en mí a un amigo, a un siervo, a un esclavo. Por favor, no mencionen lo de la aceituna.Sí, es cierto, se está comiendo una, pero lleva dos meses intentando dejarlo. ¿Verdad que lo estás dejando, cariño? Desde que salió ese informe que advierte sobre la relación entre aceitunas y cálculos biliares no hago más que insistirle para que deje las olivas.

—¿Y qué voy a comer, entonces?

—Buscaremos algo, cielo. Pero no debes ser un mal ejemplo para los niños ni para los jóvenes. Si quieres, puedes ser un mal ejemplo para los ancianos. Total…

—¡Siempre pensando en los demás! —se quejó la estrella componiendo un mohín arrebatador—. ¿Y quién piensa en mí?

—Yo, por supuesto. Soy tu agente. Mi trabajo es pensar en ti. Pienso tanto en ti que, a veces, dudo de mi propia existencia. ¿Quién soy yo sin ti? Nadie. Por eso pienso en ti: porque pensando en ti, también pienso en mí.

—O sea, que lo haces por interés.

El agente meneó la cabeza, puso los ojos en blanco, y miró al cielo raso como si estuviera harto de verlo siempre del mismo color. Después, y mientras la señorita Nodd comenzaba a hacer unos angelicales pucheros, se levantó y se acercó a nosotros.

—04-952-6F6-D6F, AKA Calígula Mean, AKA Chuchi, AKA Oyetú, AKA Venaquí, AKA cualquier cosa que guste llamarme la incomparable Natalia Nodd, para quien tengo el honor de trabajar como agente de prensa. Creía que ya habíamos terminado la sesión de entrevistas hasta las cinco, pero debo de haberme equivocado.

—04-261-726-561, AKA Franziskus Paco —respondió Miclantecuhtli señalando a Paco, que permanecía callado junto a él—. Redactor jefe de Ministros y Aves de Corral. Dos millones de lectores semanales. Ocho nominaciones al Oscar al mejor periodista. Tres premios. Cuatro Copas de Europa. Nosotros somos su equipo de campo.

—Impresionante —reconoció Calígula Mean con una reverencia gimnástica, tras la cual nos invitó a ocupar las sillas de patas torneadas a unos, y a sentarnos sobre la moqueta a los demás—. Siéntense en el suelo si quieren. A Natalia no le importa. Natalia es muy natural. Es una persona muy normal, muy llana. Ya lo verán. Escriban eso en su artículo.

Los agraciados con un asiento fueron Paco, arrastrado a la silla por el señor Mean, la señora Domitila por su exquisita educación, el señor Kopp en su condición de pensionista, y el hostelero con antecedentes por razones obvias para cualquiera que haya visto un combate de boxeo. Aprovechando la suerte en el reparto, Miclantecuhtli me agarró por el brazo y me llevó con él, para mi amargor, a la parte de la habitación más alejada del diván, junto a una de las tres puertas de pomo dorado y filigrana de madera, donde nos sentamos. Y digo que este hecho me causó amargura porque lo que yo había planeado era buscar un rincón discreto en el que poder sentarme junto a la cristalina Berenice para, viendo que el final de nuestra aventura se hacía inminente para bien o para mal, sondear definitivamente la posibilidad de comenzar tras ello una cordial relación primero, una estrecha amistad después, y un apasionado idilio por último. Pretendía con esa conversación, no lo negaré, sentar los cimientos que habrían de llevarme en el futuro a darme un revolcón con ella, pero también quería quitarme de encima la incómoda sensación de culpa que se había instalado en mi conciencia desde la llamada de mi ex mujer. O, más que una sensación de culpa, quizás lo que se había adueñado de mi mente era una especie de nostalgia, de melancolía por el pasado, un inaceptable sentimiento de felicidad que provenía, simplemente, del mero hecho de haberla visto feliz a ella.

Pero, como queda dicho, Miclantecuhtli se encargó de frustrar mis planes para arrastrarme con él hasta una de las puertas. Mencionaré además que esta puerta se encontraba en la pared opuesta a la que eligió la fantástica Berenice y, junto a ella, el omnipresente Porfirio, a quien ya empezaba a ver yo con ojos de competidor olímpico. Acepté con resignación este momentáneo revés, y acompañé a Mic mientras notaba cómo se desplazaban con nosotros las miradas de todos nuestros compañeros, que seguían sonriendo, supongo, por no llorar.

—Es ahora o nunca —me cuchicheó, una vez que nos hubimos despatarrado en el suelo—. Tenemos que arriesgarnos.

—¿Arriesgarnos a qué?

—Hay tres puertas en la habitación, aparte de la principal: la que está junto a nosotros, y las dos que están en la pared de enfrente. Supongo que una de las tres es la puerta del baño, y que las otras comunican con sendas estancias adyacentes, pero al no estar dispuestas de manera simétrica no me atrevo a conjeturar cuál es cuál. Así pues, la única solución es estirar la farsa durante unos minutos para que, con disimulo, tres de nosotros podamos apostarnos junto a las tres puertas. Entonces, a una señal convenida, las abriremos, y que cada uno obre según lo que se encuentre al otro lado. El que abra la del cuarto de baño, por ejemplo, puede aprovechar para atusarse los cabellos. Los otros dos tendrán que improvisar. Si los rumores que nos ha contado la portera son ciertos, apuesto a que en alguna de las estancias contiguas se aloja el pequeño Liar, rondando a su presa. Aquel de nosotros que se encuentre con él, habrá de reducirlo como mejor pueda y traerlo a esta misma habitación, desde la que exigiremos ver a Alexander Liar padre so pena de causarle daños irreparables a su descendencia.

—¿Y quién será nuestro tercer hombre?

—La verdad, no es fácil elegir —me respondió Miclantecuhtli meditabundo—. Paco parece buena persona, pero es tonto, conjunción esta que suele producirse muy a menudo; la señora Domitila no comparte nuestros ideales, ni ningunos otros; el doctor mofeta traicionaría a su padre a cambio de un pase VIP para el fútbol; en cuanto a Kopp, Berenice, sí, vale, la celestial Berenice, el lampista, y su proveedor de Cokepepsis, sí, vale, marca registrada de tal y tal, pues todos estos no me parecen candidatos adecuados, ya que si Alexander Liar tuviera que entrevistarse con cualquiera de ellos me temo que la imagen del grupo resultaría seriamente dañada por diferentes motivos en cada caso. Por lo que respecta a su hija y su futuro yerno, no se ofenda pero no los veo capaces de enfrentarse a la vida, cosa lógica y atribuible a la inmadurez propia de sus escasos treinta y cinco años. Queda Porfirio, de quien opino algo similar a lo que pienso de Paco, pero que juega con la ventaja de tener unos músculos más desarrollados y por lo tanto más útiles en situaciones de peligro. Además, también parece ser una persona de principios, aunque éstos sean un poco simples. Y por si todo eso no fuera suficiente, está sentado junto a otra de las puertas. Así pues, y visto el resto del percal, me inclino por él. Usted quédese aquí y espere mi señal.

Abstraído por sus reflexiones, Miclantecuhtli no había reparado en que, mientras él compartía sus planes conmigo, el resto de la concurrencia había estado guardando un profundo y cada vez más embarazoso silencio. A mí, por lo demás, su elección me parecía muy acertada, por cuanto serviría para tener ocupado a Porfirio durante un rato y evitar así que pudiera seguir haciéndose el graciosillo con la divina Berenice. Dicho esto, sí habría querido tener unos minutos más para poder debatir con Miclantecuhtli algunos aspectos de su improvisado plan que yo encontraba dudosos, pero pensé que nuestros cuchicheos ya habían llamado demasiado la atención en aquella quietud absoluta, en la que la señorita Nodd y el tal Calígula miraban expectantes a Paco, quien a su vez miraba ora a la señora Domitila, ora a Kopp, mientras que éstos, y en general todos los demás asistentes, salvo mi hija que no dejaba de mirar a Johnny, y éste que no le quitaba ojo a Natalia Nodd, nos miraban a nosotros a la espera de alguna consigna que les indicara cómo proseguir con la misión.

—¡Qué calor! —dijo por fin Calígula Mean para romper el hielo, y es que en verdad la temperatura empezaba a resultar insoportable—. Espero que arreglen pronto esa avería en el aire acondicionado, o tendremos que irnos del hotel para evitar daños irreparables en el cutis de la señorita Nodd. —Y dirigiéndose a Paco—: Puede empezar cuando quiera. ¿Ha traído sus propias preguntas o prefiere escoger entre el repertorio que ya tenemos preparado nosotros?

—Elegiremos del repertorio —respondió Miclantecuhtli adelantándose, y se levantó para recoger la lista que sostenía Mean.

En realidad, Miclantecuhtli aprovechó el viaje para entregar la lista a Paco e ir rápidamente a sentarse, para mi satisfacción, entre Porfirio y la incomparable Berenice, en la pared opuesta a la que ocupaba yo, y junto a otra de las puertas. Comenzó a cuchichear con Porfirio como antes había hecho conmigo, mientras Paco repasaba la lista y, empezando a delatarse por el acompañamiento de tics que le sobrevenía cuando se ponía nervioso, buscaba con urgencia algo que preguntarle a la risueña actriz.

—¿Qué es lo que más la atrae de un hombre? —preguntó por fin, y todos suspiramos con alivio.

—La sinceridad —respondió con decisión la señorita Nodd tras consultar con la vista a su agente, quien asintió satisfecho.

—Como a mí —dijo Johnny sin que nadie le hubiera preguntado—. Ya te digo.

—¿Ah, sí? —preguntó Natalia Nodd con fingido desinterés, y después se calló.

Paco, que se había relajado por un segundo, volvió a retorcer las hojas con desesperación, mientras los párpados comenzaban a temblarle y un sudor frío se asomaba a su frente haciéndola brillar a la luz blanca y vaporosa que inundaba la habitación. Entretanto, Miclantecuhtli proseguía su bisbiseo con Porfirio, que lo escuchaba ofreciéndole toda su atención y, al menos aparentemente, también su aquiescencia.

—¿Y qué es lo que más le repugna de un hombre? —soltó Paco otra vez, y buscó en el grupo alguna muestra de ánimo.

—La mentira —contestó sin alterarse Natalia Nodd, y el señor Mean volvió a asentir como si así diera validez a la respuesta.

Los espasmos comenzaban a intensificarse, y ahora se apreciaban ya leves movimientos en las cejas, el labio superior, y la barbilla, además de los párpados, que provocaban guiños frenéticos y supongo que contagiosos, puesto que Calígula Mean no pudo escapar a su influjo y se puso también a pestañear sin control.

Yo, sin embargo, estaba más pendiente de la conversación entre Miclantecuhtli y Porfirio, que parecía haber llegado a su término puesto que al fin cesaron los susurros y los dos se quedaron inmóviles, contemplando la misma patética escena que los demás llevábamos ya un buen rato presenciando.

—¡Esta! —exclamó Paco de repente, dándonos un pequeño susto a todos—. ¡Le haré esta pregunta! ¿Cuáles son sus placeres favoritos?

—Las pequeñas cosas de cada día —respondió la señorita Nodd, de nuevo con impecable modulación de voz, y su agente volvió a asentir aunque, contagiado de Paco, lo hizo esta vez con cierta brusquedad, como en una contracción muscular—. Un vaso de agua fresca, un amanecer, la sonrisa de un niño… ¿Voy bien?

—Perfecta, querida —la animó el señor Mean.

—…el canto de los pájaros por la mañana, una canción, a poder ser cantada por un hombretón de luengas melenas… —añadió la actriz atravesando a Johnny con la incandescencia de sus ojos entornados, y estas palabras sacaron a mi hija de su anonadamiento y provocaron que, a su vez, le lanzara a la señorita Nodd una mirada de profundo asco, para mí desconocida.

—Ya es suficiente, cariño —la interrumpió el agente—. Seguro que el señor ya ha cogido la idea.

—¿Y sus vicios? —prosiguió Paco, que parecía ir cogiéndole el tranquillo a su papel de entrevistador—. ¿Algún vicio inconfesable?

Natalia Nodd rió con una ingenuidad tan genuina que no parecía ingenuidad sino genialidad interpretativa. El señor Mean, por su parte, hizo los coros exhibiendo también una sonrisa condescendiente mientras descruzaba las piernas y las volvía a cruzar, en un movimiento que tenía algo de compulsivo.

—¿Se refiere a sustancias prohibidas? ¿Narcóticos? ¿Rioja? ¿Guindillas? —preguntó el agente con un tono casi infantil—. Corazón, dile a este señor lo que piensas de las drogas.

—No las necesito —dijo la señorita Nodd, y añadió con pícara candidez—: El amor es la droga más potente que existe. ¿No opina usted lo mismo? —preguntó, dirigiéndose a Johnny.

—No lo sé, tía. Yo soy un macarra.

—¡Qué romántico! —dijo ella con un suspiro—. Como en las películas antiguas. Un macarra de barra. Ahora ya no hay hombres así.

—Alguno queda —terció mi hija con tono cínico—, pero buscan personas superespeciales. O sea.

El interludio le vino bien a Paco, que lo empleó en repasar una vez más la lista de preguntas en busca de alguna que pudiera provocar una respuesta más larga. Yo también aproveché el receso para entablar un diálogo visual con Miclantecuhtli, quien, sin embargo, no parecía tener nada que decirme y simplemente se limitó a asentir como indicándome que todo iba bien.

—¡Tengo otra pregunta! —gritó Paco alborozado—. ¿Quién es el hombre de su vida?

Natalia Nodd sonrió con infinita ternura.

—Mi hijo.

El agente dio un salto en su silla.

—¡Un momento! —clamó—. No podemos decir eso. Por favor, táchelo.

—¿Por qué? —preguntó la señorita Nodd con un mohín de lo más resultón.

—Porque no tienes hijos, querida. No estás casada. No tienes pareja. Jamás has tenido un hijo.

—Pero adoro esa respuesta —replicó ella poniendo morritos—. Queda tan bien… Me muero de envidia cada vez que la leo en las entrevistas de las demás.

—Bórrelo —concluyó el señor Mean dirigiéndose a Paco—. Ponga: mi padre.

—¿Mi padre? —se quejó Natalia Nodd—. ¡Por favor! Van a pensar que era un pederasta.

—Es cierto —reconoció el agente—. La plebe siempre piensa lo peor. Pero esto es lo que haremos: pondremos en algún recuadro de la entrevista una foto de un señor adorable con canas y gafas. Con cara de padre.

—Mi padre no tiene canas ni gafas. Sólo los pobres tienen canas y gafas.

—Lo teñiremos durante unos días por si alguien se acercara a compararlo con el de la foto. ¿Les parece bien?

—No —se obstinó la actriz—, no me parece bien. Te diré cuál es el problema. Se lo diré a todos ustedes: el problema es que hay que hacer el amor y no la guerra.

—¿A qué viene eso? —preguntó Mean.

—Bueno, es otra respuesta que me gusta mucho, y como no parece que el señor periodista vaya a preguntarme por ello, lo digo con mi moto propia. Y añado: hay que hacer el amor con tipos peludos y sudorosos, hombres de voz ronca que nos susurren obscenidades…

—En realidad —intervino, ya era hora, Miclantecuhtli, puesto que mi hija se estaba poniendo de color verde, y Johnny había empezado a cantar una balada con sus inconfundibles maullidos—, si nuestras preguntas no le resultan interesantes a la señorita Nodd, podemos elegir otras. ¿Le importa si le echo un vistazo a la lista, señor Paco?

Y mientras hacía esta pregunta, Mic ya se había levantado para acercarse a la silla en la que Paco se retorcía de los nervios. Tomó las hojas con naturalidad y comenzó a pasearse con ellas de un lado a otro de la habitación, acariciándose el mentón y ronroneando como un gato de ochenta kilos, haciendo gestos de aprobación o de disgusto, deteniéndose y volviendo a caminar, apoyándose en la pared y sentándose en la cómoda, hasta que sus pasos, aparentemente aleatorios, lo llevaron hasta la puerta que se encontraba junto a la que protegía Porfirio y que, al igual que ésta, estaba situada en la pared opuesta a la mía. Al llegar allí, Miclantecuhtli se detuvo y comenzó a hablar exagerando la vocalización y mirándonos con especial atención a Porfirio y a mí.

—En efecto —dijo—, veo aquí muchas preguntas interesantes. Elegiré tres. ¿Entendido? —y repitió, dirigiéndose sin ambigüedad a nosotros dos—: Elegiré… tres.

—Sí, sí —se impacientó el señor Mean—, elegirá tres. No es tan complicado.

Miclantecuhtli nos miró por última vez y, señalando al mismo tiempo con el dedo algunos lugares de la hoja, volvió a hablar pronunciando las palabras con mayor lentitud si cabe.

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