Agnes

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Poco a poco Agnes parecía reponerse. Sin embargo, actuaba como si se hubiera alejado de mí, como si no buscara o no encontrara ya mi proximidad. Cuando salíamos de paseo caminaba absorta a mi lado, cuando le cogía la mano se soltaba al poco rato. Dedicaba muchas horas a la lectura de la Norton Anthology. Cuando me ausentaba de casa tocaba a menudo el chelo. Podía oírla desde el pasillo, pero en cuanto abría la puerta dejaba de tocar.

—¿Tocas algo para mí? —pregunté en una ocasión.

—No —dijo secamente.

Mientras guardaba el chelo en el armario hojeé sus partituras.

—¿No estáis tocando Schubert?

—Ya no —dijo Agnes sonriendo—, a las otras les pareció que no era lo adecuado para mí en estos momentos. Ahora tocamos Mozart.

—A mí Mozart no me gusta.

—A mí tampoco.

Era Adviento. Caía la primera nieve del año. Agnes había decorado el apartamento con estrellas blancas que había trenzado con tiras de papel. Le había regalado un casete con villancicos que no paraba de escuchar, aunque la música le parecía horrible y decía que sólo un europeo podía comprar esas cursilerías. Por la noche, cuando yo llegaba de la biblioteca, me besaba furtivamente en la boca. Entonces, a menudo encendía unas velas. Decía que pensaba mucho en su infancia pero ya no contaba nada al respecto. Me preguntaba por las costumbres navideñas de mi país. Preparábamos Lebkuchen[1], pero no atinábamos con el sabor porque nos faltaban los ingredientes más importantes, y yo le hice una corona de Adviento con papel de periódico y ramas de abeto.

—A decir verdad ya es tarde —dije.

—No importa —dijo.

En la cama, a menudo Agnes se apartaba de mí y dormía acurrucada, casi en el extremo de su lado. Cuando se duchaba cerraba de nuevo la puerta con llave y se desnudaba en el cuarto de baño como en las primeras semanas de nuestra relación. Yo pensaba, sin embargo, que con el tiempo se le pasaría y todo volvería a la normalidad.

Agnes desplegaba una actividad inusual en ella. Practicaba mucho deporte, iba a nadar y se apuntó a un gimnasio. Volvía a asistir periódicamente a los ensayos del cuarteto de cuerda, visitaba a sus compañeras de la Universidad y se llevaba trabajo a casa. Le habían llegado nuevas diapositivas de redes cristalinas y se sentó junto a la ventana para contemplarlas a contraluz.

—Desde hace tiempo se sabe que tienen este aspecto. Desde mucho antes de que lo confirmaran los experimentos. Teóricamente, todo cristal que no tenga una estructura triclino-asimétrica puede manipularse mediante operaciones de simetría, de tal manera que coincida consigo mismo.

—¿Cómo se forman? —pregunté.

—Por las interacciones entre los átomos y las moléculas. Cada partícula tiene su posición perfectamente determinada en relación con las otras. Pero lo que se dice un cristal ideal es algo que raras veces se da. En la práctica, siempre hay distribuciones anómalas y defectos en la red.

En una ocasión Agnes me acompañó al lago, y llevamos pan seco para los pájaros. Cuando cerraron los negocios, paseamos por el centro mirando escaparates. Temía que al ver las cosas para niños pudiera alterársele el ánimo, pero no fue así. Cuando le pregunté cómo se sentía sólo respondió:

—Puedo tener hijos cuando quiera.

—¿Quieres tener un hijo?

—Tal vez. Algún día.

Cuando regresamos a casa Agnes dijo:

—Hay que limpiar el piso urgentemente. Todo tiene que estar impecable para Navidad.

—Pero si no tenemos invitados.

—No importa. Limpiamos para nosotros. No hiciste absolutamente nada mientras no estaba.

Estuvimos limpiando hasta entrada la noche.

—Tienes menos objetos que yo, incluso —dijo Agnes cuando por fin terminamos.

—Aquí tengo sólo una pequeña parte. La mayoría de las cosas las dejé en Suiza. Muebles, ropa y sobre todo libros.

—Siempre se me olvida que sólo estás de paso.

—Podría quedarme. O tú podrías venirte conmigo.

—Sí, tal vez. Sería un final feliz para tu historia.

—Para nuestra historia.

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