Agnes

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Era temprano cuando al día siguiente llegué a la biblioteca, y aunque esperaba a Agnes no me resultó difícil concentrarme en mi labor. Sabía que vendría y que conversaríamos, que nos fumaríamos un cigarrillo y tomaríamos café juntos. En mi mente nuestra relación se había desarrollado mucho más que en la realidad. Ya había comenzado a reflexionar sobre ella, a plantearme dudas, a pesar de que ni siquiera nos habíamos dado cita todavía.

Avanzaba a buen ritmo en mi trabajo, seguía leyendo y tomando notas. Cuando Agnes apareció hacia el mediodía me saludó moviendo la cabeza. Volvió a colocar su cuña de gomaespuma sobre una silla próxima a mi puesto, desplegó sus cosas como había hecho el día anterior, cogió un libro y se puso a leer. Al cabo de una hora, aproximadamente, sacó el tabaco de su mochila, alzó la vista por un instante y miró hacia mí. Los dos nos levantamos y, separados por la ancha mesa, nos encaminamos al pasillo principal que formaba el eje medianero de la sala. La acompañé a la máquina expendedora, volvió a derramar el café y volvimos a sentarnos en la escalera a la entrada de la biblioteca. El día anterior Agnes había tenido un comportamiento más bien retraído, ahora en cambio hablaba mucho y con una premura que me sorprendió, ya que nuestra conversación giraba en torno a trivialidades. Estaba inquieta, y no obstante, pese a no saber más que nuestros nombres, parecíamos haber intimado desde la víspera.

Agnes me habló de un amigo, un tal Herbert, no recuerdo a cuenta de qué surgió en la conversación. Unos días atrás, a Herbert le había sucedido una cosa extraña. Agnes me contó que su amigo había estado tomando algo en el café del vestíbulo de un gran hotel. Era por la tarde.

—He ido con él a ese sitio algunas veces —dijo—, tienen un pianista y sirven los mejores capuchinos de la ciudad. Desde el vestíbulo se llega al café bajando unos escalones, junto a un surtidor, y cuando Herbert bajaba le salió al encuentro una mujer. No era mayor que él y llevaba un vestido negro. Herbert dijo que cuando la vio tuvo una sensación muy extraña, una especie de tristeza pero también de arropamiento. Le pareció conocer a esa mujer, y eso que estaba seguro de no haberla visto nunca antes. En cualquier caso sintió una gran debilidad y se paró al instante.

Agnes aplastó su cigarrillo contra el peldaño y echó la colilla al vaso apurado.

—La mujer también se paró —prosiguió Agnes—. Durante unos segundos ambos permanecieron así, frente a frente. Luego la mujer empezó a acercarse lentamente a Herbert. Cuando estuvo a un palmo de él, levantó las manos, se las puso sobre los hombros y lo besó en la boca. Herbert la abrazó, pero ella se soltó y dio un paso atrás. Entonces él se hizo a un lado, y la mujer sonrió y continuó subiendo, escalera arriba. Al pasar junto a él le rozó por un momento el brazo con la mano.

—Una historia extraña —comenté—, ¿intentó averiguar quién era?

—No —dijo Agnes, y de repente me pareció que se avergonzaba de habérmela contado y se levantó diciendo que ya era hora de volver a su trabajo.

Cuando al día siguiente nos encontramos por tercera vez le pregunté si le apetecía acompañarme al

coffee shop de enfrente.

—Allí le sirven a uno el café —dije—, así por una vez no te ensuciarás las manos.

Atravesamos la calle. Agnes insistió en cruzar por el paso de peatones y esperar hasta que el semáforo cambiara a

Walk.

Hacía semanas que acudía prácticamente cada mañana al

coffee shop para tomar café y leer el periódico. Se trataba de un lugar más bien sórdido cuyos bancos, de grueso tapizado de polipiel roja, eran demasiado blandos e incómodos por su escasa altura. El café, de filtro, era aguado y a menudo amargo por llevar demasiado tiempo en la placa caliente, pero el local me gustaba porque ninguna de las camareras me conocía todavía ni había intentado darme conversación, porque no me reservaban ninguna mesa y porque cada mañana me preguntaban qué deseaba, a pesar de que siempre pedía lo mismo.

Pregunté a Agnes en qué trabajaba. Dijo que había estudiado Física y que estaba redactando su tesis. Sobre las simetrías en los grupos simétricos de las redes cristalinas. Ocupaba un puesto de ayudante a tiempo parcial en el Departamento de Matemáticas de la Universidad de Chicago. Tenía veinticinco años.

Dijo que tocaba el chelo y que era amante de la pintura y la poesía. Se había criado en Chicago. Su padre se había jubilado hacía unos años y se había ido con su madre a Florida, dejándola a ella sola. Vivía en un estudio situado en uno de los barrios periféricos de la ciudad. Apenas tenía amigos, ni tampoco amigas, salvo tres mujeres que tocaban instrumentos de cuerda y con quienes se encontraba cada semana para ensayar en cuarteto.

—No soy una persona muy sociable —dijo.

Conté a Agnes que me dedicaba a la escritura. Lo pasó por alto, no preguntó nada acerca de mi trabajo y no mencioné que había publicado algunos libros. En realidad, su falta de interés me agradaba. No es para mí especial motivo de orgullo escribir libros de divulgación, además hay temas de conversación más interesantes que los puros, la historia de la bicicleta o los vagones de lujo.

Hablamos sólo escuetamente de nosotros mismos, y en cambio discutimos sobre arte y política, sobre las elecciones presidenciales de otoño y sobre la responsabilidad de la ciencia. Agnes era propensa a conversar sobre ideas, también más tarde, cuando ya nos conocíamos mejor. Su vida privada entonces apenas ocupaba su atención, al menos no la ventilaba conmigo. Cuando discutíamos había una extraña seriedad en todo lo que decía; tenía opiniones estrictas. Nos quedamos largo rato en el

coffee shop. Sólo hacia el mediodía, cuando fueron llegando cada vez más clientes, la camarera empezaba a impacientarse y nos marchamos.

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