Agnes

Agnes


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Durante muchos días sólo nos veíamos en la biblioteca, sin darnos cita. Fumábamos a menudo en las escaleras o tomábamos café, y poco a poco fuimos acostumbrándonos el uno al otro, como quien se acostumbra a una nueva prenda de vestir que tiene en el armario durante una temporada antes de atreverse a llevarla. Luego, al cabo de unas semanas, la invité a cenar. Decidimos ir a un pequeño restaurante chino cerca de la Universidad.

Cuando la noche de nuestra cita llegué al restaurante, había una mujer tendida en la acera frente al local. Me arrodillé junto a ella y la toqué cautelosamente. Tendría la edad de Agnes. Era pelirroja, de rostro pálido y lleno de pecas. Vestía una falda corta y un jersey de lana color verde bosque. Parecía no respirar, y no sentí los latidos del corazón cuando puse mi mano sobre el jersey, justo debajo de su pecho. Desde la esquina llamé al servicio de urgencias. La mujer al otro lado de la línea me preguntó mi nombre, mi dirección y mi número de teléfono, antes de prometer al fin que enviaría una ambulancia.

—¿La persona está muerta? —preguntó.

—No lo sé. No soy un especialista —dije—, supongo que sí.

Al volver al restaurante, algunos transeúntes se habían congregado en torno a la yacente, y esperamos en silencio a la ambulancia. El coche llegó cinco minutos después, en el mismo instante en que Agnes venía caminando por la calle. Había estado ensayando con su cuarteto de cuerda y aún llevaba el chelo consigo.

Hablé con los enfermeros y les dije que había sido yo quien había encontrado a la mujer, como si eso tuviera mérito.

—Está muerta —dijo el conductor—, ésta lo ha conseguido.

Agnes estaba a mi lado, esperando. No hizo preguntas, ni tampoco las hizo después, durante la cena. Estaba sentada a la mesa en una postura muy erguida, comía pausada y concienzudamente como si tuviera que concentrarse para no cometer ningún error. Cuando masticaba tenía los nervios tensos de un músico a la espera de su próxima entrada. Sólo después de deglutir, su cara se distendía por un momento, y parecía aliviada.

—Yo nunca cocino para mi solo —dije—, sólo hago comidas rápidas, unos huevos revueltos o cosas así. En cambio sí me gusta guisar para otros. Como mucho más cuando estoy acompañado.

—A mí, comer no me gusta para nada —dijo Agnes.

Después de cenar tomé café. Agnes pidió té. Llevábamos un rato sin hablar cuando de pronto dijo:

—Tengo miedo a la muerte.

—¿Por qué? —pregunté sorprendido—. ¿Estás enferma?

—No, ahora no —dijo—, pero algún día, quieras o no, uno se muere.

—Pensé que iba en serio.

—Claro que va en serio.

—No creo que la mujer haya sufrido —dije para tranquilizarla.

—No me refiero al sufrimiento. Mientras se sufre, por lo menos se está vivo. No temo el momento de morir. Tengo miedo a la muerte… sencillamente porque entonces todo ha terminado.

La mirada de Agnes atravesó la sala como si hubiera descubierto a alguien conocido, pero cuando volví la cabeza y miré en la misma dirección vi que sólo había mesas vacías.

—Pero no puedes saber cuándo ha llegado ese momento —dije, y como no contestaba—: Siempre me he imaginado que un día uno se acuesta cansado y encuentra reposo en la muerte.

—Se ve que no has reflexionado mucho al respecto —dijo fríamente.

—No —confesé—, hay temas que me interesan más.

—¿Qué pasa si uno muere antes? Antes de estar cansado —dijo—, ¿o si uno no encuentra reposo?

—A mí todavía me falta mucho para estar listo —dije.

Nos quedamos en silencio. Se me ocurrió un poema de Robert Frost pero no recordaba las palabras exactas. Pagué en la barra y nos marchamos.

Como si fuera lo más natural del mundo, Agnes me acompañó a mi casa. Vivo en la vigésima séptima planta del Doral Plaza, un rascacielos en pleno centro urbano. En el vestíbulo nos cruzamos con el vendedor de la pequeña tienda, que estaba cerrando el negocio. Me guiñó el ojo y sonrió maliciosamente.

—¿No te llevas vídeos esta noche? —dijo respirando honda y solazmente. No contesté y seguí mi camino sin saludarlo.

—¿Quién era? —preguntó Agnes en el ascensor.

Le cogí la mano y la besé, y nos besamos hasta que el ascensor, al leve son de la campana, paró en la vigésima séptima planta.

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