Adina

Adina


Parte I

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I

Habíamos estado hablando sobre Sam Scrope alrededor del fuego —conscientes, todos nosotros, de la norma de

mortuis. Nuestro anfitrión, sin embargo, había permanecido en silencio, un poco para mi sorpresa, pues sabía que había sido particularmente cercano a nuestro amigo. Pero una vez nuestro grupo se hubo disuelto y me quedé a solas con él, avivó el fuego, me ofreció otro puro mientras aspiraba el suyo con aire reflexivo, y me explicó la siguiente historia:

Hace dieciocho años Scrope y yo visitamos Roma juntos. Era el comienzo de nuestra amistad y le había tomado cariño, tal y como suele suceder cuando un joven sensible y reflexivo conoce a otro dinámico, irreverente y sarcástico. Scrope sufría por aquel entonces del germen de las excentricidades —por no llamarlas de modo más severo—, lo que le convirtió posteriormente en un amigo de lo más insoportable, con quien sin embargo no llegamos a perder nunca la relación. Ya entonces era lo que se denomina una vara torcida; era cínico, perverso, engreído, obstinado y extraordinariamente inteligente. Pero era joven, y la juventud, felizmente, convierte en inocentes muchos de nuestros vicios. Scrope tenía sus virtudes; de no ser así, nuestra amistad no habría prosperado. No era un hombre afable, pero era honesto a pesar del curioso capricho que debo relatar, y la mitad del afecto que yo sentía por él estaba basado en la sensación de que en el fondo, a pesar de su vanidad, disfrutaba de su propia irritabilidad tan poco como el resto de la gente. Gustaba de aparentar indiferencia ante todo, y aquello que los viajeros sentimentales consideran pintoresco le abatía el ánimo. El mundo, no obstante, era nuevo para él y el encanto de las cosas delicadas le cogía a menudo por sorpresa, robándole una parte de su cinismo prematuro. Mi amigo, por lo demás, era un observador a pesar de sí mismo, un estudioso clásico y puntilloso. Cuando estaba de buen humor, gracias a su gran memoria y amplios conocimientos, resultaba ser también un excelente crítico y el más provechoso de los compañeros. El diario juvenil que yo guardaba por aquellos días rebosa de alusiones cultas: todas son de Scrope.

Durante mi experiencia romana me dejé guiar preferentemente por el libre sentimiento antes que por la rigurosa razón. De hecho, habíamos establecido un jocoso pacto entre nosotros mediante el cual, en nuestros paseos, ya fueran de asueto o de carácter arqueológico, yo debía hacerme cargo de toda la cuestión sentimental —los arrebatos, las reflexiones, los bocetos, las citas de Byron. Scrope consideraba que yo era absurdamente byrónico y cuando, al igual que los turistas de la época, exhalaba por mi parte poéticos suspiros acerca del sometimiento de Italia al enemigo extranjero, él solía declarar que Italia no tenía sino lo que se merecía, que era una tierra de vagabundos y cuentistas, y que todavía tenía que encontrar a un italiano a quien pudiera considerar un hombre. Le cité un extracto de Alfieri, según el cual la «planta humana» crecía en Italia de forma más robusta que en ninguna otra parte, y él replicó que nada crecía fuerte allí salvo los engaños, la pereza, la mendicidad y los parásitos. Por supuesto, ambos decíamos más de lo que creíamos. Si nos encontrábamos en la

campagna con un pastor que, apoyado en su cayado nos miraba de modo misterioso bajo la sombra de sus enmarañados rizos, yo proclamaba que era el hombre más hermoso del mundo y solicitaba a mi amigo que se detuviera y me permitiera dibujarlo. Scrope tomaba a este por un desaliñado espantapájaros y a mí por un poeta que dibujaba estupideces. En ocasiones, me detenía por la calle para contemplar algún decadente

palazzo con un camisón remendado tendido en la ventana de la habitación principal, y aseguraba a mi compañero que su hechizado abandono me llegaba más hondo que la perfecta y cuadriculada fachada de la mansión ejemplar que mi tía Esther tenía en la calle Mount Vernon. Entonces, él me cogía del brazo y, arrastrándome lejos, me pellizcaba hasta que yo lograba liberarme de una sacudida, al tiempo que me abrumaba, a mí y a mi

palazzo, con un absurdo torrente de improperios. La verdad era que la belleza de Italia, tanto en el hombre como en la naturaleza, le inquietaba y le deprimía de una forma extraña. Scrope era consciente de ser una nota malsonante en medio de tantas armónicas melodías; todo parecía decirle: «¿No desearías ser tan dócil, adorable y despreocupadamente bello como nosotros?». En el fondo de su corazón, lo deseaba. Para apreciar la amargura de esta sorda hostilidad del entorno italiano, debes recordar que el pobre muchacho era muy poco agraciado. Era menos atractivo a los veinte años que a los cuarenta, pues cuando envejeció se puso de moda decir que sus rasgos torcidos eran «distinguidos». Pero hace unos veinte años, en los albores de la estética moderna, no podría haber pasado ni por una extraña forma de belleza. En una palabra, el pobre Scrope tenía un aspecto

común: allí era donde le apretaba el zapato. Ya sabes que en Italia casi todo tiene, en lo que a la sensibilidad externa se refiere, lo que los artistas llaman estilo.

A pesar de nuestras teorías encontradas, nuestra amistad en

efecto maduró y pasamos muchas horas juntos, horas que estuvieron profundamente aderezadas por la sensación de juventud y libertad. Las mejores, quizás, fueron las que pasamos cabalgando por la

campagna. ¿Recuerdas aquellos días de comienzos de invierno en los que el sol es tan intenso como el que brilla en junio en Nueva Inglaterra? ¿Recuerdas esas horas en las que los valles y las desnudas y esbozadas colinas color púrpura yacen bañados en la amarilla luz italiana? En un día como ese, Scrope y yo montamos sobre nuestros caballos en la explanada de hierba frente a San Juan de Letrán, y cabalgamos por los anchos prados por los que el Acueducto Claudio arrastra su pausada longitud, tropezando y desapareciendo aquí y allá a lo largo de su extensión, bajo el peso de los siglos. Cabalgamos una gran distancia —nos encontrábamos próximos a Albano— y nos detuvimos finalmente junto a un muro ruinoso de poca altura, que parecía ser todo lo que quedaba de una antigua torre. ¿Era realmente antigua o se trataba de una reliquia de una de las numerosas fortalezas medievales que adornan el desierto herbáceo de la

campagna? Esta era una de las preguntas que a Scrope, como competente clasicista, le gustaba considerar, si bien cuando le hice notar el pintoresco efecto de la hilera de plantas silvestres que coronaba el muro con sus translúcidos filamentos recortados contra el profundo cielo azul, se encogió de hombros y dijo que sólo servían para que los ladrillos se derrumbaran. Amarramos nuestros caballos a una cercana higuera silvestre y paseamos alrededor de la torre. De pronto, en la parte soleada de aquella, descubrimos a alguien que dormía sobre la hierba. Un muchacho yacía allí, profundamente dormido, con la cabeza apoyada en un montón de piedras recubiertas de maleza. Una escopeta oxidada descansaba en el suelo junto a él, y una cercana alforja vacía revelaba que era un cazador desafortunado. Su profundo sueño parecía ser resultado de un largo e infructuoso paseo matinal. Sin embargo, o bien era bastante inexperto o se encontraba en muy poca necesidad, ya que la

campagna es rica en caza menor todos los meses del año o así era entonces, hace veinte años. Lo menos que podía hacer dada mi reputación de byroniano era descubrir una elegancia despreocupada y jovial en la actitud del muchacho. Una de sus piernas se extendía sobre la otra y, mientras uno de sus brazos descansaba libre sobre la hierba, el otro se encajaba debajo de su cabeza. Esta caía hacia atrás, dejando al descubierto un cuello joven y fuerte. El sombrero le cubría los ojos, de manera que sólo su boca y su barbilla quedaban a la vista.

—Un campesino americano dormido ofrece una imagen horrible —dije yo—, pero este joven patán romano, aquí roncando, es realmente majestuoso.

«Patán» era una forma de hablar, pues nuestro rústico Endimión, a juzgar por su vestimenta, era algo más que un simple campesino. El joven se dio la vuelta nerviosamente y murmuró algo mientras le observábamos de pie.

—No es justo que lo despertemos —dije, y pasé mi brazo por el de Scrope para alejarle; pero él se resistió, y percibí que algo le había llamado la atención.

En su cambio de postura, nuestro pintoresco amigo había abierto la mano que descansaba sobre la hierba. La palma, abierta, contenía un objeto de forma oval y color apagado, del tamaño de una pequeña caja de rapé.

—¿Qué tiene ahí? —pregunté a Scrope; pero este sólo respondió inclinándose para mirarlo—. Creo que nos estamos tomando muchas libertades con este pobre hombre. Dejémosle que termine su siesta en paz.

Y estuve a punto de alejarme; pero mi voz le había despertado. Levantó la mano y, con el movimiento, el objeto que he comparado con una caja de rapé atrajo la luz y emitió un brillo apagado.

—Es una gema, recién desenterrada y recubierta de polvo —dijo Scrope.

El joven terminó de despertarse, echó su sombrero hacia atrás, se nos quedó mirando y se sentó lentamente. Se frotó los ojos para comprobar que no continuaba soñando, miró entonces la gema, si acaso lo era, introdujo la mano en su bolsillo de forma mecánica y nos dirigió una amplia sonrisa.

—¡Plácido y sereno temperamento italiano! —exclamé—. Un granjero de Nueva Inglaterra a quien hubiéramos molestado de esta forma se habría despertado de modo mucho menos elegante.

—Pondré a prueba su amabilidad —dijo Scrope—. Estoy decidido a averiguar lo que tiene ahí.

Scrope era muy aficionado a los pequeños

bric-à-brac y había registrado de arriba a abajo todas las tiendas de curiosidades de Roma. Era una rareza de entre sus múltiples rarezas, pero encajaba lo suficientemente bien con el resto de ellas. Lo que buscaba y valoraba en los viejos grabados y la porcelana antigua no era, por lo general, la belleza en la forma ni una asociación romántica, sino una confección paciente y elaborada, un cincelado elegante, un método diestro.

—Buenos días —dije a nuestro muchacho—, no teníamos intención de interrumpirle.

Tras desperezarse, se levantó y permaneció de pie ante nosotros observándonos bajo sus gruesos rizos, sonriendo todavía abiertamente. Había algo muy simple —ligeramente estúpido— en su sonrisa, y me pregunté si no sería algo retrasado. Era joven, aunque ya no era sólo un muchacho. Sus ojos eran oscuros y serios, pero brillaban con una luz cordial, y sus labios entreabiertos mostraban el brillo de unos dientes blancos y fuertes. Su piel era de una profunda y delicada morenez, sólo alejada de la vulgaridad por esa imprecisa y matizada palidez común entre los italianos. Tenía la complexión de un joven Hércules; era, en definitiva, un vagabundo tan apuesto como el que cualquiera pudiera desear para el primer plano de un bucólico paisaje.

—No se ha ganado su descanso —dijo Scrope, señalando la alforja vacía—, no tiene ningún pájaro.

Él miró hacia la bolsa y a Scrope, y se echó a reír al tiempo que se rascaba la cabeza.

—No deseo matarlos —dijo—. He sacado mi rifle porque es estúpido caminar con las manos vacías. Además, mi tío siempre se queja de que no hago nada. Cuando me ve salir de casa con mi escopeta piensa que tal vez, al menos, consiga mi cena. No sabe que el seguro está roto y que incluso si tuviera pólvora y disparase, el viejo trabuco no funcionaría. Cuando me entra hambre, duermo —y con su espléndida sonrisa dirigió la mirada hacia su reciente lecho—. Puede que los pájaros se acerquen y se posen en mi nariz, pero no me despiertan. A mi tío no se le ocurre nunca preguntarme qué es lo que he traído para cenar. Es un hombre santo, vive de pan negro y de brotes.

—¿Quién es su tío? —pregunté.

—El padre Girolamo de Lariccia.

Miró nuestros sombreros y fustas; nos hizo unas cuantas preguntas acerca de nuestro paseo, de nuestras monturas y de lo que habíamos pagado por ellas. Inquirió asimismo sobre nuestra nacionalidad y nuestro modo de vida en Roma. Finalmente se alejó para acariciar a nuestros caballos y rascarles el hocico mientras pastaban.

—Guarda algo valioso allí —dijo Scrope, mientras paseábamos detrás de él—. Es obvio que lo ha encontrado en el suelo. La

campagna está aún llena de tesoros.

Al dar alcance a nuestro nuevo amigo, este ocultó tras él su indistinguible botín y soltó una estúpida carcajada que puso a prueba la paciencia de mi amigo.

—Este tipo es un idiota —exclamó—. ¿Cree que quiero arrebatarle la piedra?

—¿Qué es lo que tiene allí? —pregunté amablemente.

—¿Qué mano desea? —preguntó él, todavía riendo.

—La derecha.

—La izquierda —dijo Scrope, dudando.

El joven revolvió un poco más detrás de él y acto seguido nos mostró su tesoro con un amplio gesto. Scrope lo cogió, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo e inclinó sus ojos miopes sobre él. Dejé que lo examinara a su aire. Por mi parte, yo estaba más interesado en observar al sobrino del padre Girolamo. Permanecía de pie observando seriamente a mi amigo, que frotaba y raspaba la piedrecilla negra, y le sacaba brillo con su aliento. Finalmente, la sostuvo en alto poniéndola a la luz. El muchacho frunció el ceño y se rascó la cabeza. Trataba a todas luces de concentrar su atención en la delicada descripción que esperaba por parte de mi amigo. Cuando miré hacia este último, advertí que se había ruborizado violentamente y me incliné de inmediato para observar la piedra yo también. Esta era aproximadamente del tamaño de un huevo pequeño de gallina y tenía un color parduzco. Se mostraba sucia y recubierta de barro por llevar largo tiempo bajo tierra y una de sus caras era muy rugosa. Haciendo caso omiso a mis preguntas, Scrope continuó rascando y puliendo. Finalmente, preguntó en un tono seco:

—¿Cómo logró dar con esto?

—Lo encontré bajo tierra esta mañana, a unas dos millas de aquí —y el joven extendió la mano nerviosamente para recuperar la piedra.

Scrope se resistió un momento, pero tras pensárselo mejor se la entregó. Como un experto cazador, mostró instintivamente una actitud en apariencia indiferente. Nuestro compañero miraba fijamente la piedrecilla, dándole vueltas una y otra vez, y finalmente volvió a ocultarla detrás suyo con su risa simplona.

—Aquí hay una magnífica oportunidad —murmuró Scrope.

—Pero, en nombre del cielo, ¿qué es? —requerí, impaciente.

—No me preguntes. Prefiero no dar forma a mis suposiciones en voz alta… es inmenso… si resulta ser lo que creo que es. Y aquí tenemos a este patán de risa tonta que lo reclama de manera prioritaria. ¿Qué debo hacer con él? Me gustaría golpearle en la cabeza con el extremo de su trabuco.

—Supongo que te lo venderá si le ofreces lo suficiente.

—¿Suficiente? ¿Qué sabe él lo que es suficiente? No sabe distinguir un topacio de un nabo.

—¿Es un topacio, entonces?

—Mantente en silencio y no menciones nombres. Debe venderlo por el precio de un nabo. Haz que te diga dónde lo encontró exactamente.

Nos lo contó, sin reparo alguno, sonriendo todavía de oreja a oreja. El muchacho había observado las marcas de un rayo reciente en una vieja encina solitaria. (Una semana de tiempo bochornoso impropio de la estación había en efecto culminado en una terrible tormenta eléctrica unos días antes). El rayo, adentrándose en el suelo, había abierto un profundo y recto orificio en el que se podría haber clavado una estaca. El árbol, resquebrajado, había muerto, quedando sus raíces a la vista.

—No sé porqué —dijo nuestro amigo—, pero al contemplar aquello introduje el cañón de mi viejo rifle en el agujero. Descendió un tramo y se detuvo con un extraño ruido, como si golpeara una superficie metálica. Lo empujé arriba y abajo, y escuché un sonido similar. Entonces me dije a mí mismo «Hay algo escondido ahí…

quattrini[1], tal vez; veamos». Utilicé una de las ramas astilladas de la encina a modo de pala. Excavé, rasqué y arañé y en veinte minutos pesqué una pequeña y oxidada caja metálica. Estaba tan enmohecida que la tapa y las paredes apenas eran más gruesas que una fina hoja de papel, y cuando les di un golpe se deshicieron. La caja estaba llena de otros trozos de metal del mismo tipo, que parecían haber sido los compartimentos de un estuche. También contenía tierra húmeda, que había ido penetrando a través de los agujeros y las grietas. La piedra se encontraba en el centro, incrustada en la tierra y en el moho. No había nada más. Rompí la caja en pedazos y guardé la piedra.

¡Ecco!

Scrope, encogiéndose de hombros, se hizo de nuevo con el enmohecido tesoro y nuestro amigo, mientras se lo entregaba, declaró que tenía mil años de antigüedad. ¡Julio César lo había llevado en su corona!

—Julio César no llevaba corona, mi querido amigo —repuso Scrope educadamente—. Puede que tenga mil años, y puede que tenga diez. Puede que sea una… ágata, y ¡puede que sea sílex! No sé. Pero ¿no me la vendería por casualidad…? —y la lanzó tres veces al aire, recogiéndola cuando caía.

—Creo que es una piedra preciosa —dijo el joven—. Uno encuentra aquí cosas valiosas cada día… ¿Por qué no me iba yo a tropezar con algo como cualquier otro? ¿Por qué el rayo cayó justo en ese lugar y no en ningún otro? ¡Fue enviado allí por mi patrón, el bendito San Angelo!

No era tan iluso después de todo; o más bien se trataba de una desconcertante mezcla de simplicidad e inteligencia.

—Si de verdad lo quieres —dije a Scrope—, hazle una oferta y acaba de una vez.

—«Acaba de una vez» se dice fácilmente. ¿Cuánto crees que aceptará como mínimo?

—Ignoro cual pueda ser su valor.

—Su valor no tiene nada que ver con el asunto. Hacer una estimación de lo que vale sería como volver a meterla en su agujero… él no tiene ni la más mínima idea de su posible estimación y no tiene por qué saberla nunca.

Meditando un instante, Scrope contó y arrojó sobre la hierba diez

scudi de plata —el mismo número de dólares. Angelo —cuyo nombre conocíamos de forma implícita— los miró caer uno a uno pero no hizo movimiento alguno para recogerlos. No obstante, sus ojos se iluminaron; su simplicidad y su astucia debatían el asunto. El pequeño montón de plata era de lo más atrayente; no lo era, sin embargo, cerrar un mal trato. El joven miró a Scrope apelando en silencio a su justicia, lo que me conmovió profundamente. También conmovió a mi amigo en cierta manera, pues tras un momento de duda arrojó otro

scudo. Angelo suspiró perplejo. Entonces, Scrope se dio media vuelta bruscamente y se dirigió hacia su montura. Al momento siguiente, ambos estábamos ya sentados sobre nuestras sillas. El joven continuaba contemplando su dinero.

—¿Está satisfecho? —preguntó mi compañero con aspereza.

Angelo sonrió de forma extraña.

—¿Tiene

usted una buena conciencia? —preguntó.

—¡Váyase al diablo con su insolencia! —exclamó Scrope, profundamente sonrojado—. ¿Qué le importa a usted mi conciencia? —y espoleando vigorosamente a su caballo se alejó al galope.

Por mi parte, dirigí al joven un gesto de despedida con la mano y me alejé lentamente. Al poco, me volví en la silla para mirar hacia atrás. Angelo permanecía de pie, tal como lo habíamos dejado, mirándonos, con su dinero todavía intacto. Pero ¡por supuesto que lo recogería!

Cabalgué junto a mi amigo en silencio, cavilando acerca de su informal justicia. Era lo suficientemente joven como para arrugarme ante la idea de ser considerado un puritano o un sofista, pero me parecía intuir una falacia en la doble tasación del tesoro de Angelo que Scrope había llevado a cabo. Si era un trofeo para él, también debía serlo para nuestro amigo, y diez

scudi —y uno más— era un exiguo pago para un trofeo. Me incomodó en cierta forma descubrir que, de entre todas las personas, tenía que ser el estricto Sam Scrope quien fuera capaz de una negociación que necesitaba de una ingeniosa explicación. Tal como fueron las cosas, mi amigo ofreció por fin su aclaración —medio enojado, como si supiera que su lógica era un tanto grotesca.

—¡Dilo, dilo, por amor de Dios! —exclamó—. Sé lo que estás pensando… que he engañado a ese iluso de cara bonita, ¿no…? ¡Y que, evidentemente, no soy mejor que un impostor! Deja que te diga de una vez por todas que no me avergüenzo de haber conseguido mi trofeo a ese módico precio. ¡Eran diez

scudi o nada! Si hubiera ofrecido un penique más le habría abierto sus ojos soñolientos. Era una situación en la que había que dejar a un lado los escrúpulos y

actuar. No se podía confiar en que ese tontaina conservara semejante trofeo por otra media hora; quién sabe qué habría sido de él. Lo rescaté en nombre del arte, de la ciencia y del gusto. Ni en sueños podría haber ofrecido el precio adecuado, ¿de dónde iba a conseguir diez mil dólares para comprar una fruslería? Digamos que hubiera ofrecido cien… nuestro pintoresco amigo, a pesar de su estupidez, ¡habría aguzado los oídos de inmediato y no habría soltado la pieza! Habría pedido tiempo para reflexionar y pedir consejo, y se habría apresurado a regresar al pueblo para preguntar a su tío, el astuto y viejo sacerdote, el padre Girolamo. Los sabios del lugar se habrían reunido en cónclave y habrían decidido… qué se yo, que debían viajar a Roma para ver al Signor Castillani, o al director de las excavaciones papales. Alguien entendido se habría enterado del asunto y habría informado al padre Girolamo de que su apuesto sobrino se podría casar con una

contessina pues había sido guiado hacia un tesoro por medio de un milagro. Y cuando todo hubiera acabado, ¿dónde estaría yo después de tantos esfuerzos? Dada la situación, he hecho uso del sentido crítico y, considerando el asunto en su conjunto, he tomado una decisión. Yo consigo mi trofeo y el ingenioso Angelo obtiene un mes de diversión, que disfrutará. ¡Que se vaya a dormir de nuevo y tenga dulces sueños! ¿Para qué quiere el dinero? ¡La riqueza le habría corrompido! He salvado además a la

contessina, a quien estoy seguro que habría maltratado. Por eso, si todos estamos satisfechos, ¿qué sentido tiene tu pesimismo? Mi conciencia está tranquila, no soy ni más rico ni más pobre. No soy más pobre, porque contra mis once

scudi prevalece el hecho de haber ofrecido un inofensivo regalo a un muchacho inocente; no soy más rico, porque —espero que entiendas— nunca tuve la intención de cambiar la piedra por dinero. Ahí es donde radica la delicadeza. No es nada más que una piedra, y todo el beneficio que obtenga de ella será ver cómo la gente abre los ojos y contiene la respiración cuando la haga brillar bajo la lámpara y les diga de qué piedra se trata.

—Entonces, ¿qué piedra es que sea capaz de justificar todo este desánimo? —pregunté impetuosamente.

Scrope rompió a reír alegremente para sí mismo y me dio unas palmaditas en el brazo.

¡Pazienza! Espera hasta que la veamos una noche de estas bajo la lámpara y entonces la haré brillar y te lo diré. Primero debo estar seguro —añadió con una repentina seriedad.

Pero fue la euforia febril de su tono y no su seriedad lo que me llamó la atención. Comencé a odiar la piedra porque parecía haberle corrompido. La ingeniosa descripción de sus motivos dejaba algo en cierta forma sin explicar —algo casi inexplicable. Hasta en las naturalezas más sencillas y sanas hay rincones oscuros e intrincados repliegues morales. Scrope no era un ingenuo y, en virtud de su rebelde conciencia, se le habría podido considerar malsano. De esta forma, y en este caso particular, llegué a juzgar su injusticia como el fruto de una semilla maligna cuyo nombre me cuesta determinar. Todo en Italia parecía acusarle en silencio de su exigua habilidad para complacer, y la indefinible gracilidad de la naturaleza y del hombre le hablarían siempre al oído para decirle que era un cínico sobresaliente. Este era el motivo real de su intolerancia hacia mis raptos compasivos, motivo que le animaba a obsequiarse entonces y de una vez por todas con el sentido de una superioridad arrebatada, si no por las buenas, por las malas, a alguna delicada forma de fastidiosa felicidad italiana. Esta es una versión algo metafísica del asunto; en aquel momento imaginé el secreto, pero no lo verbalicé.

Scrope no llevó su piedra a ningún tasador ni pidió consejo arqueológico sobre ella. Se informó discretamente, como si lo hiciera por mera curiosidad, de los mejores métodos para limpiar, pulir y restaurar joyas antiguas y, provisto de delicadas herramientas y ácidos, cerraba con llave la puerta de su habitación y medía la grandeza de su tesoro. No le hice ninguna pregunta, pero le veía profundamente ensimismado y cada día parecía más convencido de que se trataba de una pieza única. Iba de un lado a otro silbando y tarareando peculiares trozos de canciones, como un amante que acaba de ser aceptado. Siempre que le oía, me venía a la cabeza la repentina visión de nuestro amigo Angelo mirándonos fija e inexpresivamente mientras nos alejábamos a caballo como un par de raptores de una balada alemana.

Scrope y yo nos alojábamos en la misma casa, y una noche, al final de la semana, después de que me hubiera acostado, se acercó hasta mi habitación y me sacó del sueño sacudiéndome como si el edificio estuviera en llamas. Adiviné su objetivo antes de que lo expresara, y envolviéndome en mi batín me dirigí apresuradamente a su habitación.

—No podía esperar hasta mañana —dijo—, acabo de darle un último toque, ¡aquí la tienes, en su esplendor imperial!

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